Las aventuras de Huckleberry Finn

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Las aventuras de Huckleberry Finn


Las aventuras de Huckleberry Finn (1884) Mark Twain

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Mayo 2020

Imagen de portada: Shutterstock

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Capítulo 1

2  Capítulo 2

3  Capítulo 3

4  Capítulo 4

5  Capítulo 5

6  Capítulo 6

7  Capítulo 7

8  Capítulo 8

9  Capítulo 9

10  Capítulo 10

11  Capítulo 11

12  Capítulo 12

13  Capítulo 13

14  Capítulo 14

15  Capítulo 15

16  Capítulo 16

17  Capítulo 17

18  Capítulo 18

19  Capítulo 19

20  Capítulo 20

21  Capítulo 21

22  Capítulo 22

23  Capítulo 23

24  Capítulo 24

25  Capítulo 25

26  Capítulo 26

27  Capítulo 27

28  Capítulo 28

29  Capítulo 29

30  Capítulo 30

31  Capítulo 31

32  Capítulo 32

33  Capítulo 33

34  Capítulo 34

35  Capítulo 35

36  Capítulo 36

37  Capítulo 37

38  Capítulo 38

39  Capítulo 39

40  Capítulo 40

41  Capítulo 41

42  Capítulo 42

43  Capítulo Último

Capítulo 1

No sabrán quién soy yo si no han leído un libro titulado Las aventuras de Tom Sawyer, pero no importa. Ese libro lo escribió el señor Mark Twain y contó la verdad, casi siempre. Algunas cosas las exageró, pero casi siempre dijo la verdad. Eso no es nada. Nunca he visto a nadie que no mintiese alguna vez, menos la tía Polly, o la viuda, o quizá Mary. De la tía Polly –es la tía Polly de Tom– y de Mary y de la viuda Douglas se cuenta todo en ese libro, que es verdad en casi todo, con algunas exageraciones, como he dicho antes.

Bueno, el libro termina así: Tom y yo encontramos el dinero que los ladrones habían escondido en la cueva y nos hicimos ricos. Nos tocaron seis mil dólares a cada uno: todo en oro. La verdad es que impresionaba ver todo aquel dinero amontonado. Bueno, el juez Thatcher se encargó de él y lo colocó a interés y nos daba un dólar al día, y todo el año: tanto que no sabría uno en qué gastárselo. La viuda Douglas me adoptó como hijo y dijo que me iba a civilizar, pero resultaba difícil vivir en la casa todo el tiempo, porque la viuda era horriblemente normal y respetable en todo lo que hacía, así que cuando yo ya no lo pude aguantar más, volví a ponerme la ropa vieja y me llevé mi pellejo de azúcar y me sentí libre y contento. Pero Tom Sawyer me fue a buscar y dijo que iba a organizar una banda de ladrones y que yo podía ingresar si volvía con la viuda y era respetable. Así que volví.

La viuda se puso a llorar al verme y me dijo que era un pobre corderito y también me llamó otro montón de cosas, pero sin mala intención. Me volvió a poner la ropa nueva y yo no podía hacer más que sudar y sudar y sentirme apretado con ella. Entonces volvió a pasar lo mismo que antes. La viuda tocaba una campanilla a la hora de la cena y había que llegar a tiempo. Al llegar a la mesa no se podía poner uno a comer, sino que había que esperar a que la viuda bajara la cabeza y rezongase algo encima de la comida, aunque no tenía nada de malo; bueno, sólo que todo estaba cocinado por separado. Cuando se pone todo junto, las cosas se mezclan y los jugos se juntan y las cosas saben mejor.

Después de cenar sacaba el libro y me contaba la historia de Moisés y los juncos, y yo tenía ganas de enterarme de toda aquella historia, pero con el tiempo se le escapó que Moisés llevaba muerto muchísimos años, así que ya no me importó, porque a mí los muertos no me interesan.

Enseguida me daban ganas de fumar y le pedía permiso a la viuda. Pero no me lo daba. Decía que era una costumbre fea y sucia y que tenía que tratar de dejarlo. Eso es lo que le pasa a algunos. Le tienen manía a cosas de las que no saben nada. Lo que es cierto, es que ella bien que se interesaba por Moisés, que no era ni siquiera pariente suyo, y que a nadie le importaba porque ya se había muerto, pero le parecía muy mal que yo hiciera algo que me gustaba. Y además ella tomaba rapé; claro que eso le parecía bien porque era ella quien se lo tomaba.

Su hermana, la señorita Watson, era una solterona más bien flaca, que llevaba gafas, acababa de ir a vivir con ella, y se le había metido en la cabeza enseñarme las letras. Me hacía trabajar bastante una hora y después la viuda le decía que ya bastaba. Yo ya no podía aguantar más. Entonces pasaba una hora mortalmente aburrida y yo me ponía nervioso. La señorita Watson decía: «No pongas los pies ahí, Huckleberry» y «No te pongas así de encogido, Huckleberry; siéntate derecho», y después decía: «No bosteces y te estires así, Huckleberry; ¿por qué no tratas de comportarte?» Después me contaba todos los detalles de un lugar malo y decía que ojalá estuviera yo en él. Era porque se enfadaba, pero yo no quería ofender. Lo único que quería yo era ir a alguna parte, cambiar de aires. No me importaba adónde. Decía que lo que yo decía era malo; decía que ella no lo diría por nada del mundo; ella iba a vivir al sitio bueno. Bueno, yo no veía ninguna ventaja en ir adonde estuviera ella, así que decidí ni intentarlo. Pero nunca lo dije porque no haría más que crear problemas y no valdría de nada.

Entonces ella se lanzaba a contarme todo lo del sitio bueno. Decía que lo único que se hacía allí era pasarse el día cantando con un arpa, siempre lo mismo. Así que no me pareció gran cosa. Pero no dije nada. Le pregunté si creía que Tom Sawyer iría allí y dijo que ni muchísimo menos, y yo me alegré, porque quería estar en el mismo sitio que él.

Un día la señorita Watson no paraba de meterse conmigo, y yo empecé a cansarme y a sentirme solo. Después llamaron a los negros para decir las oraciones y todo el mundo se fue a la cama. Yo me fui a mi habitación con un trozo de vela y lo puse en la mesa. Después me senté en una silla junto a la ventana y traté de pensar en algo animado, pero era inútil. Me sentía tan solo que casi me daban ganas de morirme. Las estrellas brillaban y las hojas de los árboles se rozaban con un ruido muy triste; allá lejos se oía un búho que ululaba porque se había muerto alguien y un chotacabras y un perro que gritaban que se iba a morir alguien más, y el viento trataba de decirme algo y yo no entendía lo que era, de forma que me daban escalofríos. Después, allá en el bosque, oí ese ruido que hacen los fantasmas cuando quieren decir algo que están pensando y no pueden hacerse entender, de forma que no pueden descansar en la tumba y tienen que pasarse toda la noche velando. Me sentí tan desanimado y con tanto miedo que tuve ganas de compañía. Luego se me subió una araña por el hombro y me la quité de encima y se cayó en la vela, y antes de que pudiera yo alargar la mano, ya estaba toda quemada. No hacía falta que me dijera nadie que aquello era de muy mal augurio y que me iba a traer mala suerte, así que tuve miedo y casi me quité la ropa de golpe. Me levanté y di tres vueltas santiguándome a cada vez, y después me até un rizo del pelo con un hilo para que no se me acercaran las brujas. Pero no estaba nada seguro. Eso es lo que se hace cuando ha perdido uno una herradura que se ha encontrado, en vez de clavarla encima de la puerta, pero nunca le había oído decir a nadie que fuese la forma de que no llegara la mala suerte cuando se había matado a una araña.

 

Volví a sentarme, todo tiritando, y saqué la pipa para fumar, porque la casa estaba ya más silenciosa que una tumba, así que la viuda no se iba a enterar. Bueno, al cabo de mucho tiempo oí que el reloj del pueblo empezaba a sonar: bum... bum... bum... doce golpes y todo seguía igual de tranquilo, más en silencio que nunca. Poco después oí que una rama se partía en la oscuridad entre los árboles: algo se movía. Me enderecé y escuché. Enseguida escuché apenas un «¡miau! ¡miau!» allá abajo. ¡Estupendo!, y voy digo «¡miau! ¡miau!» lo más bajo que pude y después apagué la luz y me bajé por la ventana al cobertizo. Entonces me dejé caer al suelo y me fui arrastrando entre los árboles, y claro, allí estaba Tom Sawyer esperándome.

Capítulo 2

Fuimos de puntillas por un sendero entre los árboles que había hacia el final del jardín de la viuda, inclinándonos para que no nos dieran las ramas en la cabeza. Cuando pasábamos junto a la cocina me tropecé con una raíz e hice un ruido. Nos agachamos y nos quedamos callados. El negro grande de la señorita Watson, que se llamaba Jim, estaba sentado a la puerta de la cocina; lo veíamos muy claro porque tenía la luz de espaldas. Se levantó, alargó el cuello un minuto escuchando y después dijo:

–¿Quién es?

Se quedó escuchando un rato; después salió de puntillas y se puso entre los dos; casi podríamos haberlo tocado. Bueno, apuesto a que pasaron minutos y minutos sin que se oyera un ruido, aunque estábamos muy juntos. Me empezó a picar un tobillo, pero no me atrevía a rascármelo, y después me empezó a picar una oreja, y después la espalda, justo entre los hombros. Creí que me iba a morir si no me rascaba. Desde entonces lo he notado muchas veces. Si está uno con gente fina, o en un funeral, o trata de dormirse cuando no tiene sueño, si está uno en cualquier parte en que no está bien rascarse, entonces le pica a uno por todas partes, en más de mil sitios. Y enseguida va Jim y dice:

–Eh, ¿quién es? ¿Dónde estás? Que me muera si no he oído algo. Bueno, ya sé lo que voy a hacer: voy a quedarme aquí sentado escuchando a ver si lo vuelvo a oír.

Así que se sentó en el suelo entre Tom y yo. Se apoyó de espaldas en un árbol y estiró las piernas hasta que casi me tocó con una de ellas. Me empezó a picar la nariz. Me picaba tanto que se me saltaban las lágrimas. Pero no me atrevía a rascarme. Después me empezó a picar por dentro. Luego por abajo. No sabía cómo seguir sentado sin hacer nada. Aquella tortura duró por lo menos seis o siete minutos, pero pareció mucho más. Ahora ya me picaba en once sitios distintos. Pensé que no podía aguantar ni un minuto más, pero apreté los dientes y me preparé para intentarlo. Justo entonces Jim empezó a respirar de forma muy regular, y enseguida me sentí cómodo otra vez.

Tom me hizo una señal –una especie de ruidito con la boca– y nos fuimos arrastrando a gatas. Cuando estábamos a unos diez pies, Tom me susurró que sería divertido dejar atado a Jim al árbol. Pero le dije que no; podía despertarse y armar jaleo, y entonces verían que yo no estaba en casa. Tom dijo que no tenía suficientes velas y que iba a meterse en la cocina a buscar más. Yo no quería que lo intentase. Dije que Jim podría despertarse y entrar. Pero Tom prefería arriesgarse, así que entramos gateando y sacamos tres velas, y Tom dejó cinco centavos en la mesa para pagarlas. Después salimos, y yo estaba muerto de ganas de que no fuéramos, pero Tom estaba empeñado en que antes tenía que ir a gatas adonde estaba Jim y gastarle una broma. Esperé y me pareció que pasaba mucho rato, con todo aquello tan callado y tan solo.

En cuanto volvió Tom nos echamos a correr por el sendero, dimos la vuelta a la valla y por fin llegamos a la cima del cerro al otro lado de la casa. Tom dijo que le había quitado a Jim el sombrero y se lo había dejado colgado en una rama encima de la cabeza, y que Jim se había movido un poco, pero no se había despertado. Después Jim diría que las brujas lo habían hechizado y dejado en trance, y que le habían estado dando vueltas por todo el estado montadas en él y después le habían vuelto a colocar debajo de los árboles y le habían colgado el sombrero en una rama para indicar quién lo había hecho. Y la siguiente vez que lo contó, Jim dijo que lo habían llevado hasta Nueva Orleans y después cada vez que lo contaba alargaba más el viaje, hasta que al final decía que le habían hecho recorrer el mundo entero y casi le habían matado de cansancio y que le había quedado la espalda llena de forúnculos. Jim estaba tan orgulloso que casi ni hacía caso de los demás negros. Había negros que recorrían millas y millas para oír lo que contaba, y lo respetaban más que a ningún negro de la comarca. Había negros que llegaban de fuera y se quedaban con las bocas abiertas contemplándolo, como si fuera una maravilla. Los negros se pasan la vida hablando de brujas en la oscuridad, junto al fuego de la chimenea, pero cuando uno de ellos se ponía a hablar y sugería que él sabía mucho de esas cosas, llegaba Jim y decía: «¡Bueno! ¿Tú qué sabes de brujas?», y aquel negro estaba acabado y tenía que quedarse callado. Jim siempre llevaba aquella moneda de cinco centavos atada con una cuerda al cuello y decía que era un talismán que le había dado el diablo con sus propias manos diciéndole que podía curar a cualquiera con él y llamar a las brujas cuando quisiera si decía unas palabras, pero nunca contó lo que tenía que decir. Llegaban negros de todos los alrededores y le daban a Jim lo que tenían, sólo por ver aquella moneda de cinco centavos, pero no la querían tocar, porque el diablo la había tenido en sus manos. Jim prácticamente ya no valía para sirviente, porque estaba muy orgulloso de haber visto al diablo y de que las brujas se hubieran montado en él.

Bueno, cuando Tom y yo llegamos al borde del cerro miramos desde allí arriba hacia el pueblo y vimos tres o cuatro luces que parpadeaban, donde quizá había gente enferma, y por encima las estrellas brillaban estupendas, y al lado del pueblo pasaba el río, que medía toda una milla de ancho y que corría grandioso en silencio. Bajamos del cerro y nos reunimos con Joe Harper y Ben Rogers y dos o tres chicos más, que estaban escondidos en las viejas tenerías. Así que desamarramos un bote y bajamos dos millas y media por el río, donde estaba la gran hendidura entre los cerros, y desembarcamos.

Fuimos a una mata de arbustos y Tom hizo que todo el mundo jurase mantener el secreto, y después les enseñó un agujero en el cerro, justo en medio de la parte más espesa de los arbustos. Después, encendimos las velas y entramos a cuatro patas. Recorrimos unas doscientas yardas y después la cueva se abrió. Tom estudió los pasadizos y enseguida se metió debajo de una pared donde no se notaba que había un agujero. Pasamos por un sitio muy estrecho y salimos a una especie de sala, toda húmeda, sudorosa y fría, y allí nos paramos. Entonces Tom y dice:

–Ahora vamos a fundar una banda de ladrones que se llamará la Banda de Tom Sawyer. Todo el que quiera ingresar tiene que hacer un juramento y escribir su nombre con sangre.

Todos querían. Entonces Tom sacó una hoja de papel en la que había escrito el juramento y lo leyó. Cada uno de los chicos juraba ser fiel a la banda y no contar nunca ninguno de sus secretos, y si alguien le hacía algo a algún chico de la banda, el chico al que se le ordenara matar a esa persona y su familia tenía que hacerlo, y no podía comer ni dormir hasta haberlos matado a todos y marcarles con el cuchillo una cruz en el pecho, que era la señal de la banda. Nadie que no perteneciese a la banda podía utilizar esa señal, y si lo hacía había que denunciarlo, y si volvía a hacerlo, había que matarlo. Y si alguien que pertenecía a la banda contaba los secretos, había que cortarle el cuello y después quemar su cadáver, tirar las cenizas por todas partes y borrar su nombre de la lista con sangre, y nadie de la banda podía volver a mencionar su nombre, sino que quedaba maldito y había que olvidarlo para siempre.

Todo el mundo dijo que era un juramento estupendo y le preguntó a Tom si se lo había sacado de la cabeza. Dijo que sólo una parte, pero que el resto lo había sacado de libros de piratas y de ladrones y que todas las bandas de buen tono tenían un juramento. Algunos pensaron que estaría bien matar a las familias de los chicos que contaran los secretos. Tom dijo que era una buena idea, así que sacó un lápiz y la escribió. Entonces Ben Rogers y dice:

–Pero está Huck Finn, que no tiene familia; ¿qué haríamos con él?

–Bueno, ¿no tiene un padre? –preguntó Tom Sawyer.

–Sí, tiene padre, pero últimamente no lo encuentra nadie. Antes estaba siempre borracho con los cerdos en las tenerías, pero hace un año o más que no lo ve nadie. Siguieron hablando del tema, y me iban a dejar fuera de la banda, porque decían que cada chico tenía que tener una familia o alguien a quien matar, porque si no, no sería justo para los demás. Bueno, a nadie se le ocurría nada que hacer; todos estaban callados y pensativos. Yo estaba por echarme a llorar, pero enseguida se me ocurrió una salida y les ofrecí a la señorita Watson: podían matarla a ella. Todos dijeron:

–Ah, estupendo. Eso está muy bien. Huck puede ingresar.

Después todos se clavaron un alfiler en un dedo para sacarse sangre para la firma y yo dejé mi señal en el papel.

–Bueno –dice Ben Rogers–, ¿a qué se va a dedicar esta banda?

–Nada más que a robos y asesinatos –dijo Tom.

–Pero, ¿qué vamos a robar? Casas o ganado, o...

–¡Bah! Robar ganado y esas cosas no es robar de verdad; esos son cuatreros –dice Tom Sawyer–. No somos cuatreros. Eso no resulta elegante. Somos salteadores de caminos. Paramos las diligencias y los coches en la carretera, con las máscaras puestas, y matamos a la gente y les quitamos los relojes y el dinero.

–¿A la gente hay que matarla siempre?

–Pues claro. Es lo mejor. Algunas autoridades no están de acuerdo, pero en general se considera que lo mejor es matar a todos... salvo a algunos que se pueden traer aquí a la cueva y tenerlos hasta que queden rescatados.

–¿Rescatados? ¿Qué es eso?

–No lo sé. Pero eso es lo que hacen. Lo he visto en los libros, así que desde luego es lo que tenemos que hacer nosotros.

–Pero, ¿cómo vamos a hacerlo si no sabemos lo que es?

–Bueno, maldita sea, tenemos que hacerlo. ¿No les he dicho que está en los libros?

¿Quieren hacerlo distinto de los libros y que salga todo al revés?

–Bueno, Tom Sawyer, eso está muy bien decirlo, pero, ¿cómo diablos van a quedar rescatados esos tipos si no sabemos cómo se hace? Eso es lo que me gustaría saber a mí. ¿Qué crees tú que es?

–Bueno, no sé. Pero a lo mejor si nos quedamos con ellos hasta que queden rescatados significa que nos tenemos que quedar con ellos hasta que se hayan muerto.

–Bueno, algo es algo, es una respuesta. ¿Por qué no podías haberlo dicho antes? Nos los quedamos hasta que se queden muertos de un rescate, y vaya una pesadez que van a resultar: comiéndolo todo y tratando de escaparse todo el tiempo.

–Qué cosas dices, Ben Rogers. ¿Cómo van a escaparse cuando hay una guardia que los vigila dispuesta a pegarles un tiro si mueven un dedo?

–¡Una guardia! Esa sí que es buena. O sea que alguien tiene que quedarse sentado toda la noche sin dormir nada, sólo para vigilarlos. Me parece una bobada. ¿Por qué no podemos darles un garrotazo y que se queden rescatados en cuanto los traigamos?

–Porque no es lo que dicen los libros, por eso. Vamos, Ben Rogers, ¿quieres hacer las cosas bien o no? De eso se trata. ¿No crees que la gente que ha escrito los libros sabe lo que está bien hacer? ¿Crees que tú vas a enseñarles algo? Ni mucho menos. No, señor, vamos a rescatarlos como está dicho.

 

–Bueno. Me da igual; pero de todas maneras digo que es una tontería. Oye, ¿matamos también a las mujeres?

–Mira, Ben Rogers, si yo fuera tan ignorante como tú trataría de disimularlo. ¿Matar a las mujeres? No; nadie habrá visto nada parecido en los libros. Las traes a la cueva y te portas con ellas de lo más fino del mundo, y poco a poco se enamoran de ti y ya no quieren volver a sus casas.

–Bueno, si es así, estoy de acuerdo, pero tampoco me dice mucho. Enseguida tendremos la cueva tan llena de mujeres y de tipos esperando al rescate que no quedará sitio para los ladrones. Pero adelante, no tengo nada que decir.

El pequeño Tommy Barnes ya se había dormido, y cuando lo despertaron tenía miedo, se echó a llorar y dijo que quería volver a su casa con su mamá y que ya no quería ser bandido.

Así que todos se rieron mucho de él, y cuando lo llamaron llorón él se enfadó y dijo que iba a contar todos los secretos. Pero Tom fue y le dio cinco centavos para que se callara y dijo que todos nos íbamos a casa y nos reuniríamos la semana que viene para robar a alguien y matar a alguna gente.

Ben Rogers dijo que no podía salir mucho, sólo los domingos, así que quería empezar el domingo que viene; pero todos los chicos dijeron que estaría muy mal hacerlo en domingo, y se acabó la discusión. Decidieron reunirse para determinar la fecha en cuanto pudieran y después elegimos a Tom Sawyer primer capitán y a Joe Harper segundo capitán de la banda y nos fuimos a casa.

Subí por el cobertizo a rastras hasta mi ventana justo antes del amanecer. Mi ropa nueva estaba toda llena de manchas de barro, y yo, cansado como un perro.

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