El Príncipe y el mendigo

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El príncipe y el mendigo


El príncipe y el mendigo (1882) Mark Twain

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Abril 2020

Imagen de portada: Shutterstock

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Prefacio

2  1. Nacimiento del príncipe y del mendigo

3  2. La infancia de Tom

4  3. Encuentro de Tom y el príncipe

5  4. Comienzan los problemas del príncipe

6  5. Tom como un patricio

7  6. Tom recibe instrucciones

8  7. La primera comida regia de Tom

9  8. La cuestión del sello

10  9. El espectáculo del río

11  10. Las penas del príncipe

12  11. En el ayuntamiento

13  12. El príncipe y su salvador

14  13. La desaparición del príncipe

15  14. ¡El rey ha muerto! ¡Viva el rey!

16  15. Tom como rey

17  16. La comida de gala

18  17. Fu-Fu, el primero.

19  18. El príncipe y los vagabundos

20  19. El príncipe con los aldeanos

21  20. El príncipe y el ermitaño

22  21. Hendon, el salvador

23  22. Víctima de la traición

24  23. El príncipe prisionero

25  24. La escapatoria

26  25. Hendon Hall

27  26. Repudiado

28  27. En la cárcel

29  28. El sacrificio

30  29. A Londres

31  30. El progreso de Tom

32  31. La procesión del reconocimiento

33  32. El día de la coronación

34  33. Eduardo como rey

35  34. Justicia y retribución

Prefacio

Voy a poner por escrito un cuento, tal como me lo contó uno que lo sabía por su padre, el cual lo supo anteriormente por su padre; este último de igual manera lo había sabido por su padre… y así sucesivamente, atrás y más atrás, más de trescientos años, en que los padres se lo transmitían a los hijos y así lo iban conservando. Puede ser historia, puede ser sólo leyenda, tradición. Puede haber sucedido, puede no haber sucedido: pero podría haber sucedido. Es posible que los doctos y los eruditos de antaño lo creyeran; es posible que sólo a los indoctos y a los sencillos les gustara y la creyeran.

1. Nacimiento del príncipe y del mendigo

En la antigua ciudad de Londres, un cierto día de otoño del segundo cuarto del siglo XVI, le nació un niño a una familia pobre, de apellido Canty, que no lo deseaba. El mismo día otro niño inglés le nació a una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Toda Inglaterra también lo deseaba. Inglaterra lo había deseado tanto tiempo, y lo había esperado, y había rogado tanto a Dios para que lo enviara, que, ahora que había llegado, el pueblo se volvió casi loco de alegría. Meros conocidos se abrazaban y besaban y lloraban. Todo el mundo se tomó un día de fiesta; encumbrados y humildes, ricos y pobres, festejaron, bailaron, cantaron y se hicieron más cordiales durante días y noches. De día Londres era un espectáculo digno de verse, con sus alegres banderas ondeando en cada balcón y en cada tejado y con vistosos desfiles por las calles. De noche era de nuevo otro espectáculo, con sus grandes fogatas en todas las esquinas y sus grupos de parrandistas alegres alborotando entorno de ellas. En toda Inglaterra no se hablaba sino del nuevo niño, Eduardo Tudor, Príncipe de Gales, que dormía arropado en sedas y rasos, ignorante, de todo este bullicio, sin saber que lo servían y lo cuidaban grandes lores y excelsas damas, y, sin importarle, además. Pera no se hablaba del otro niño, Tom Canty, envuelto en andrajos, excepto entre la familia de mendigos a quienes justo había venido a importunar con su presencia.

2. La infancia de Tom

Saltemos unos cuantos años. Londres tenía mil quinientos años de edad, y era una gran ciudad… para entonces. Tenía cien mil habitantes, aunque algunos piensen que el doble.

Las calles eran muy angostas, sinuosas y sucias, especialmente en la parte en que vivía Tom Canty, no lejos del Puente de Londres. Las casas eran de madera, con el segundo piso proyectándose sobre el primero, y el tercero hincando sus codos más allá del segundo. Cuantas más altas las casas tanto más se ensanchaban. Eran esqueletos de gruesas vigas entrecruzadas, con sólidos materiales intermedios, revestidos de yeso. Las vigas estaban pintadas de rojo, o de azul o de negro, de acuerdo al gusto del dueño, y esto prestaba a las casas un aspecto muy pintoresco. Las ventanas eran chicas, con cristales pequeños en forma de diamante, y se abrían hacia afuera, con bisagras, como puertas.

La casa en que vivía el padre de Tom se alzaba en un inmundo callejón sin salida, llamado Offal Court, más allá de Pudding Lane. Era pequeña, destartalada y casi ruinosa, pero estaba atestada de familias miserables. La tribu de Canty ocupaba una habitación en el tercer piso. El padre y la madre tenían una especie de cama en un rincón, pero Tom, su abuela y sus dos hermanas, Bet y Nan, eran libres: tenían todo el suelo para ellos y podían dormir donde quisieran. Había restos de una o dos mantas y algunos haces de paja vieja y sucia, que no se podían llamar con propiedad camas, pues no estaban acomodados, y a puntapiés se les mandaba a formar un gran montón, en la mañana, y de ese montón se hacían apartijos para el uso nocturno.

Bet y Nan, gemelas, tenían quince años. Eran niñas de buen corazón, sucias, harapientas y de profunda ignorancia. Su madre era como ellas. Mas el padre y la abuela eran un par de demonios. Se emborrachaban siempre que podían, luego se peleaban entre sí o con cualquiera que se les pusiera delante; maldecían siempre, ebrios o sobrios. John Canty era ladrón, y su madre pordiosera. Hicieron pordioseros a los niños, mas no lograron hacerlos ladrones. Entre la desgraciada ralea, pero sin formar parte de ella, que habitaba la casa, había un buen sacerdote viejo, a quien el rey había dejado sin casa ni hogar, sólo con una pensión de unas cuantas monedas de cobre, que acostumbraba llamar a los niños y enseñarles secretamente el buen camino. El padre Andrés también enseñó a Tom un poco de latín, a leer y a escribir; y habría hecho otro tanto con las niñas, pero éstas temían las burlas de sus amigas, que no habrían sufrido en ellas una educación tan especial.

Todo Offal Court era una colmena igual que la casa de Canty. Las borracheras, las riñas y los alborotos eran lo normal cada y durante toda la noche. Los descalabros eran tan comunes como el hambre en aquel lugar. Sin embargo, el pequeño Tom no era infeliz. Lo pasaba bastante mal, pero no lo sabía. Le pasaba enteramente lo mismo que a todos los muchachos de Offal Court, y por consiguiente suponía que aquella vida era la verdadera y cómoda. Cuando por las noches volvía a casa con las manos vacías, sabía que su padre lo maldeciría y golpearía primero, y que cuando él hubiera terminado, la detestable abuela lo haría de nuevo, pero con más ganas; y que entrada la noche, su famélica madre se deslizaría furtivamente hasta él con cualquier miserable mendrugo de corteza que hubiera podido guardarle, quedándose ella misma con hambre, a despecho de que frecuentemente era sorprendida en aquella especie de traición y golpeada por su marido.

 

No. La vida de Tom transcurría bastante bien, especialmente en verano. Mendigaba sólo lo necesario para salvarse, pues las leyes contra la mendicidad eran estrictas y graves las penas, y reservaba buena parte de su tiempo para escuchar los encantadores viejos cuentos y leyendas del buen padre Andrés acerca de gigantes y hadas, enanos, y genios, y castillos encantados y magníficos reyes y príncipes. Se le llenó la cabeza de todas estas cosas maravillosas, y más de una noche, cuando yacía en la oscuridad, sobre su mezquina y hedionda paja, cansado, hambriento y dolorido de una paliza, daba rienda suelta a la imaginación y pronto olvidaba sus penas y dolores, representándose deliciosamente la espléndida vida de un mimado príncipe en un palacio real. Con el tiempo, un deseo vino a cautivarlo día y noche: ver a un príncipe de verdad, con sus propios ojos. Una vez les habló de ello a sus camaradas de Offal Court, pero se burlaron y escarnecieron tan despiadadamente, que después de aquello guardó, gustosamente para sí, su sueño.

A menudo leía los viejos libros del sacerdote y le hacía explicárselos y explayarse. Poco a poco, sus sueños y lecturas operaron ciertos cambios en él. Sus personas ensoñadas eran tan refinadas, que él empezó a lamentar sus andrajos y su suciedad, y a desear ser limpio y mejor vestido. De todos modos siguió jugando en el lodo y divirtiéndose con ello, pero en vez de chapotear en el Támesis sólo por diversión, empezó a encontrar un nuevo valor en él por el lavado y la limpieza que le procuraba.

Tom encontraba siempre algún suceso en torno del Mayo de Cheapside y en las ferias, de cuando en cuando, él y el resto de Londres tenían oportunidad de presenciar una parada militar cuando algún famoso infortunado era llevado prisionero a la Torre, por tierra o en bote. Un día de verano vio quemar en la pira de Smithfield a la pobre Ana Askew y a tres hombres, y oyó a un ex-obispo predicarles un sermón, que no le interesó. Sí, la vida de Tom era variada, y, en conjunto, bastante agradable.

Poco a poco, las lecturas y los sueños de Tom sobre la vida principesca le produjeron un efecto tan fuerte que empezó a hacerse el príncipe, inconscientemente. Su discurso y sus modales se volvieron singularmente ceremoniosos y cortesanos, para gran admiración y diversión de sus íntimos. Pero la influencia de Tom entre aquellos muchachos empezó a crecer, ahora, de día en día, y con el tiempo vino a ser mirado por ellos con una especie de temor reverente, como a un ser superior. ¡Parecía saber tanto, y sabía hacer y decir tantas cosas maravillosas, y además era tan profundo y tan sabio!

Las observaciones de Tom y los actos de Tom eran reportados por los niños a sus mayores, y éstos también empezaron a hablar de Tom Canty y a considerarlo como una criatura extraordinaria y de grandes dotes. Gente madura le llevaba sus dudas a Tom para que se las solucionara, y a menudo quedaba pasmada ante el ingenio y la sabiduría de sus decisiones. De hecho se tornó un verdadero héroe para todos cuantos le conocían, excepto para su propia familia; ésta, en realidad, no veía nada en él.

Poco después, privadamente Tom organizó una corte real. Él era el príncipe, sus más cercanos camaradas eran guardas, chambelanes, escuderos, lores, damas de la corte y familia real. A diario el príncipe fingido era recibido con elaborados ceremoniales copiados por Tom de sus lecturas novelescas; a diario, los graves sucesos del imaginario reino se discutían en el consejo real, y a diario su fingida Alteza promulgaba decretos para sus imaginarios ejércitos, armadas y virreyes. Después de lo cual seguiría adelante con sus andrajos y mendigaría unos cuantos ardites, comería su pobre corteza, recibiría sus acostumbradas golpizas e insultos y luego se tendería en su puñado de sucia paja, y reanudaría en sus sueños sus vanas grandezas.

Y aun su deseo de ver una sola vez a un príncipe de carne y hueso crecía en él día con día, semana con semana, hasta que por fin absorbió todos sus demás deseos y llegó a ser la pasión única de su vida.

Cierto día de enero, en su habitual recorrido de pordiosero, vagaba desalentado por el sitio que rodea Mincing Lane, y Little East Cheap, hora tras hora, descalzo y con frío, mirando los escaparates de los figones y anhelando las formidables empanadas de cerdo y otros inventos letales ahí exhibidos, porque, para él, todas aquellas eran golosinas dignas de ángeles, a juzgar por su olor, ya que nunca había tenido la buena suerte de comer alguna. Caía una fría llovizna, la atmósfera estaba sombría, era un día melancólico. Por la noche llegó Tom a su casa tan mojado, rendido y hambriento, que su padre y su abuela no pudieron observar su desamparo sin sentirse conmovidos –a su estilo–; de ahí que le dieran una bofetada de una vez y lo mandaran a la cama. Largo rato le mantuvieron despierto el dolor y el hambre, y las blasfemias y golpes que continuaban en el edificio; mas al fin sus pensamientos flotaron hacia lejanas tierras imaginarias, y se durmió en compañía de enjoyados y lustrosos príncipes que vivían en grandes palacios y tenían criados zalameros ante ellos o volando para ejecutar sus órdenes. Luego, como de costumbre, soñó que él mismo era príncipe. Durante toda la noche las glorias de su regio estado brillaron sobre él. Se movía entre grandes señores y damas, en una atmósfera de luz, aspirando perfumes, escuchando deliciosa música y respondiendo a las reverentes cortesías de la resplandeciente muchedumbre que se separaba para abrirle paso, aquí con una sonrisa y allá con un movimiento de su principesca cabeza. Y cuando despertó por la mañana y contempló la miseria que le rodeaba, su sueño surtió su efecto habitual: había intensificado mil veces la sordidez de su ambiente. Después vino la amargura, el dolor y las lágrimas.

3. Encuentro de Tom y el príncipe

Tom se levantó hambriento, y hambriento vagó, pero con el pensamiento ocupado en las sombras esplendorosas de sus sueños nocturnos. Anduvo aquí y allá por la ciudad, casi sin saber a dónde iba o lo que sucedía a su alrededor. La gente lo atropellaba y algunos lo injuriaban, pero todo ello era indiferente para el meditabundo muchacho. De pronto se encontró en Temple Bar, lo más lejos de su casa que había llegado nunca en aquella dirección. Se detuvo a reflexionar un momento y en seguida volvió a sus imaginaciones y atravesó las murallas de Londres. El Strand había cesado de ser camino real en aquel entonces y se consideraba como calle, aunque de construcción desigual, pues si bien había una hilera bastante compacta de casas a un lado, al otra sólo se veían unos cuantos edificios grandes desperdigados: palacios de ricos nobles con amplios y hermosos parques que se extendían hasta el río; parques que ahora están encajonados por horrendas fincas de ladrillo y piedra.

Tom descubrió Charing Village y descansó ante la hermosa cruz construida allí por un afligido rey de antaño; luego descendió por un camino hermoso y tranquilo, más allá del magnífico palacio del gran cardenal, hacia otro palacio mucho más grande y majestuoso: el de Westminster. Tom miraba azorado la gran mole de mampostería, las extensas alas, los amenazadores bastiones y torrecillas, la gran entrada de piedra con sus verjas doradas y su magnífico arreo de colosales leones de granito, y los otros signos y emblemas de la realeza inglesa.

¿Iba a satisfacer, al, fin, el anhelo de su alma? Aquí estaba, en efecto, el palacio de un rey. ¿No podría ser que viera a un príncipe –a un príncipe de carne y hueso– si lo quería el cielo?

A cada lado de la dorada verja se levantaba una estatua viviente, es decir, un centinela erguido, imponente e inmóvil, cubierto de pies a cabeza con bruñida armadura de acero. A respetuosa distancia estaban muchos hombres del campo y de la ciudad, esperando cualquier destello de realeza que pudiera ofrecerse. Magníficos carruajes, con principescas personas dentro, y no menos espléndidos lacayos fuera, llegaban y partían por otras soberbias puertas que daban paso al real recinto. El pobre pequeño Tom, cubierto de andrajos, se acercó con el corazón palpitante y mayores esperanzas empezaba a escurrirse lenta y cautamente por delante de los centinelas, cuando de pronto divisó, – a través de las doradas verjas, un espectáculo que casi lo hizo gritar de alegría. Dentro se hallaba un apuesto muchacho, curtido y moreno por los ejercicios y juegos al aire libre, cuya ropa era toda de seda y raso, resplandeciente de joyas. Al cinto traía espada y daga ornadas de piedras preciosas, en los pies finos zapatos de tacones rojos y en la cabeza una airosa gorra carmesí con plumas sujetas por un cintillo grande y reluciente. Cerca estaban varios caballeros de elegantes trajes, seguramente sus criados. ¡Oh!, era un príncipe –un príncipe, un príncipe de verdad, un príncipe viviente–, sin sombra de duda! ¡Al fin había respondido el cielo a las preces del corazón del niño mendigo!

El aliento se le aceleraba y entrecortaba de entusiasmo, y se le agrandaban los ojos de pasmo y deleite.

Todo en su mente abrió paso al instante a un deseo, el de acercarse al príncipe y echarle una mirada larga y devoradora. Antes de darse cuenta ya estaba con la cara pegada a las barras de la verja. Al momento, uno de los soldados lo arrancó violentamente de allí y lo mandó dando vueltas contra la muchedumbre de campesinos boquiabiertos y de londinenses ociosas. El soldado dijo:

–¡Cuidado con los modales, tú, pordiosero!

La multitud, se burló y rompió en carcajadas; mas el joven príncipe saltó hacia la verja, con el rostro encendido, sus ojos fulgurando de indignación, y exclamó:

–¡Cómo osas tratar así a un pobre chico! ¡Cómo osas tratar así aun al más humilde vasallo del rey mi padre! ¡Abre las verjas y déjalo entrar!

Debieron de haber visto entonces a aquella veleidosa muchedumbre arrancarse el sombrero de la cabeza. La debieron de haber oído aplaudir y gritar: "¡Viva el Príncipe de Gales!"

Los soldados presentaron armas con sus alabardas, abrieron las verjas y volvieron a presentar armas cuando el pequeño príncipe de la pobreza entró con sus andrajos ondulando, a estrechar la mano del príncipe de la abundancia Ilimitada.

Eduardo Tudor dijo:

–Pareces cansado y hambriento. Te han tratado injustamente. Ven conmigo.

Media docena de circunstantes se abalanzaron a –no sé, sin duda a interferir–, mas fueron apartados mediante regio ademán, y se quedaron clavados inmóviles donde estaban, como otras tantas estatuas. Eduardo se llevó a Tom a una rica estancia en el palacio, que llamaba su gabinete. A su mandato trajeron una colación como Tom no había encontrado jamás, salvo en los libros. El príncipe, con delicadeza y maneras principescas, despidió a los criados para que su humilde huésped no se sintiera cohibido con su presencia criticona; luego se sentó cerca de Tom a hacer preguntas mientras aquél comía:

– ¿Cuál es tu nombre, muchacho?

–Tom Canty, para servirle, señor.

–Raro es. ¿Dónde vives?

–En la ciudad, señor, para servirle. En Offal Court, más allá de Pudding Lane.

–¡En Offal Court! Raro es también este otro. ¿Tienes padres?

–Padres tengo, señor, y una abuela, a la que quiero poco, Dios me perdone si es ofensa decirlo, también hermanas gemelas, Nan y Bet.

–De manera que tu abuela no es muy bondadosa contigo.

–Ni con nadie, para que sea servida Su Majestad. Tiene un corazón perverso y maquina siempre la maldad.

–¿Te maltrata?

–Hay veces que detiene la mano, estando dormida o vencida por la bebida, pero en cuanto tiene claro el juicio me lo compensa, con buenas palizas.

Una fiera mirada asomó a los ojos del principito, y exclamó:

– ¡Cómo! ¿Palizas?

–Oh, claro, sí, si le place, señor.

–¡Palizas! Y tú tan frágil y pequeño. Escucha: al caer la noche tu abuela entrará a la Torre. El rey, mi padre…

–En verdad, señor, olvida su baja condición. La Torre es sólo para los grandes.

–Cierto. No había pensado en eso. Consideraré su castigo. ¿Es bueno tu padre para contigo?

–No más que la abuela Canty, señor.

–Tal vez los padres sean parecidos. El mío no tiene dulce temperamento. Golpea con mano pesada pero conmigo se frena. A decir verdad, no siempre me perdona su lengua. ¿Cómo te trata tu madre?

 

–Ella es buena, señor, y no me causa amarguras ni sufrimientos de ninguna clase. En eso Nan y Bet son como ella.

–¿Qué edad tienen?

–Quince años, si le place, señor.

–Lady Isabel, mi hermana, tiene catorce, y lady Juana Grey, mi prima, es de mi misma edad, y gentil y graciosa, además, pero mi hermana lady María, con su semblante triste y… Oye: ¿Prohíben tus hermanas a sus criadas que sonrían para que no destruya sus almas el pecado?

–¿Ellas? ¡Oh! ¿Cree que ellas tienen criadas?

El pequeño príncipe contempló al pequeño mendigo con gravedad un momento; luego dijo:

–¿Por qué no? ¿Quién las ayuda a desvestirse por la noche? ¿Quién las viste cuando se levantan?

–Nadie, señor. ¿Querría que se quitaran su vestido y durmieran sin él, como los animales?

–¿Su vestido? ¿Sólo tienen uno?

–¡Oh!, buen señor, ¿qué harían con más? En verdad no tienen dos cuerpos cada una.

–Esa es una idea curiosa y maravillosa. Perdóname, no he tenido intención de reírme. Pero tus buenas Nan y Bet tendrán sin tardar ropas y sirvientes, ahora mismo. Mi mayordomo cuidará de ello. No, no me lo agradezcas, no es nada. Hablas bien, con gracia natural. ¿Eres instruido?

–No sé si lo soy o no, señor. El buen sacerdote, que se llama padre Andrés, me enseñó, bondadosamente, en sus libros.

– ¿Sabes el latín?

–Escasamente, señor.

–Apréndelo, muchacho: sólo es difícil al principio. El griego es más difícil, pero ni éstas ni otras lenguas son difíciles, creo, para lady Isabel y para mi prima. ¡Tendrías que oírlo de estas damiselas! Pero cuéntame de tu Offal Court. ¿Es agradable tu vida allí?

–En verdad, sí, señor, salvo cuando uno tiene hambre. Hay títeres y monos – ¡oh, qué criaturas tan traviesas y qué gallardas van vestidas!–, y hay comedias en que los comediantes gritan y pelean hasta caer muertos todos; es tan agradable de ver, y cuesta sólo una blanca aunque es muy difícil conseguir la blanca.

–Cuéntame más.

–Nosotros, los muchachos de Offal Court, luchamos unos con otros con un garrote, al modo de aprendices, señor.

Los ojos del príncipe centellearon. Dijo:

–A fe mía, esto no me desagradaría. Cuéntame más.

–Jugamos carreras, señor, para ver quién de nosotros será el más veloz.

–También esto me gustaría. Sigue.

–En verano, señor, vadeamos y nadamos en los canales y en el río, y cada uno chapucea a su vecino, y lo salpica de agua, y se sumerge, y grita, y se revuelca, y…

–Valdría el reino de mi padre disfrutarlo aunque fuera una vez. Te ruego que prosigas.

–Danzamos y cantamos en torno al mayo en Cheapside; jugamos en la arena, cada uno cubriendo a su vecino; a veces hacemos pasteles de barro –ah, el hermoso barro, no tiene par en el mundo para divertirse–; nos revolcamos primorosamente, con perdón de Su Majestad.

–¡Oh!, te ruego que no digas más. ¡Es maravilloso! Si pudiera vestir ropa como la tuya, desnudar mis pies y gozar en el barro una vez tan solo, sin nadie que me censure y me lo prohíba, me parece que renunciaría a la corona.

–Y si yo pudiera vestirme una vez, dulce señor, como usted vestido; tan sólo una vez…

– ¡Ah! ¿Te gustaría? Pues así será. Quítate tus andrajos y ponte estas galas, muchacho. Es una dicha breve, pero no por ello menos viva. Lo haremos mientras podamos y nos volveremos a cambiar antes de que alguien venga a molestarnos.

Pocos minutos más tarde, el pequeño Príncipe de Gales estaba ataviado con los confusos andrajos de Tom, y el pequeño Príncipe de la Indigencia estaba ataviado con el vistoso plumaje de la realeza. Los dos fueron hacia un espejo y se pararon uno junto al otro, y ¡he aquí, un milagro! no parecía que se hubiera hecho cambio alguno. Se miraron mutuamente –con asombro, luego al espejo, luego otra vez uno al otro. Por fin, el perplejo principillo dijo:

–¿Qué dices a esto?

– ¡Ah, Su majestad, no me pida que le conteste! No es conveniente que uno de mi condición lo diga.

–Entonces lo diré yo. Tienes el mismo pelo, los mismos ojos, la misma voz y porte, la misma figura y estatura, el mismo rostro y continente que yo. Si saliéramos desnudos públicamente, no habría nadie que pudiera decir quién eras tú y quién el Príncipe de Gales. Y ahora que estoy vestido como tú estabas vestido, me parece que podría sentir casi lo que sentiste cuando ese brutal soldado… Espera ¿no es un golpe lo que tienes en la mano?

–Sí, pero es cosa ligera, y Su Majestad d sabe muy bien que el pobre soldado…

– ¡Silencio! Ha sido algo vergonzoso y cruel –exclamó el pequeño príncipe golpeando con su pie desnudo–. Si el rey… ¡No des un paso hasta que yo vuelva! ¡Es una orden!

En un instante agarró y guardó un objeto de importancia nacional que estaba sobre la mesa, y atravesó la puerta, volando por los jardines del palacio, con sus andrajos tremolando, con el rostro encendido y los ojos fulgurantes: Tan pronto llegó a la verja, asió los barrotes e intentó sacudirlos gritando:

–¡Abran! ¡Desatranquen las rejas!

El soldado que había maltratado a Tom obedeció prontamente; cuando el príncipe se precipitó a través de la puerta, medio sofocado de regia ira, el soldado le asestó una sonora bofetada en la oreja, que lo mandó rodando al camino.

–Toma eso –le dijo–, tú, pordiosero, por lo que me hizo Su Alteza.

La turba rugió de risa. El príncipe se levantó del lodo y se abalanzó al centinela, gritando:

–Soy el Príncipe de Gales, mi persona es sagrada. Serás colgado por poner tu mano sobre mí.

El soldado presentó armas con la alabarda y dijo burlonamente:

–Saludo a Su graciosa Alteza –y luego añadió colérico–, ¡Lárgate, basura demente!

Entonces la regocijada turba rodeó al pobre principito y lo empujó camino abajo, acosándolo y gritando: "¡Paso a Su Alteza Real!, ¡paso al Príncipe de Gales!"

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