Lecturas de poesía chilena

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EDICIONES UNIVERSIDAD CATÓLICA DE CHILE

Vicerrectoría de Comunicaciones

Av. Libertador Bernardo O’Higgins 390, Santiago, Chile

editorialedicionesuc@uc.cl

www.ediciones.uc.cl

LECTURAS DE POESÍA CHILENA

De Altazor a La Bandera de Chile

María Inés Zaldívar

© Inscripción Nº 432

Derechos reservados

Diciembre 2019

ISBN Edición impresa Nº 978-956-14-2480-7

ISBN Edición digital Nº 978-956-14-2481-4

Diseño: Francisca Galilea

Diagramación digital: ebooks Patagonia

www.ebookspatagonia.com info@ebookspatagonia.com

CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Zaldívar, María Inés, 1953-, autor.

Lecturas de poesía chilena, de Altazor a La bandera de Chile / María Inés Zaldívar.

1. Poesía chilena – Historia y crítica.

2. Poetas chilenos – Siglo 20 – Crítica e interpretación.

I. t.

2019 Ch861.09 + DDC23 RDA


Contenido


Nota de la autora

Primera mitad del Siglo XX

Esa caída de Altazor que permanece en el tiempo

Gabriela Mistral y sus “locas mujeres” del Siglo XX

Cuatro poetas chilenas que transitan del modernismo a la vanguardia

La persona y el personaje: Winétt de Rokha y la vanguardia literaria en Chile

El caso Olga Acevedo

El otro lado de Venus: oscuridades y tensiones en Ola nocturna de Chela Reyes

Luis Omar Cáceres y su búsqueda de la emoción desnuda

Segunda mitad del Siglo XX

A partir de la generación del sesenta en Chile: (dis)continuidades, transformaciones y las hermanas ausentes

Guillermo Deisler y la escritura del espacio, en el contexto de los 60

Los colores de las palabras y su sombra, acerca de la poesía de Manuel Silva Acevedo

La mirada de Millán

Tres miradas a Tridente de Thomas Harris

Acerca de Parloteo de sombra, un poemario de Damaris Calderón

Rosabetty Muñoz, una palabra para el rebaño universal

¿Qué es una bandera y para qué sirve? A propósito de La bandera de Chile de Elvira Hernández

Bibliografía




Nota de la autora

La presente publicación, que trata acerca de posibles aproximaciones a la poesía de autoras y autores chilenos, está en sintonía con dos aspectos fundamentales de mi quehacer: uno, con el trabajo académico de docencia e investigación en el área de poesía que desempeño en la Facultad de Letras UC desde hace más de veinte años y, dos, con la creación y la escritura poética que he realizado desde hace varias décadas, ejercicio vital e irrenunciable.

El propósito de este libro ha sido compartir con ustedes un conjunto de mis lecturas sobre poesía chilena del siglo XX e inicios del XXI, las que he ido realizando desde mediados de los años noventa hasta la actualidad. Esto ha supuesto recopilar textos de mi autoría, de variada índole, que han sido publicados en revistas especializadas y de difusión a lo largo de estos años, revisarlos y seleccionarlos respetando su diversidad de formato. En algunos casos ameritaron una actualización o reescritura para una mejor comprensión y contextualización, pero el espíritu fue siempre respetar la factura del texto original.

En concreto, el libro consta de quince lecturas de textos poéticos de autoras y autores chilenos de diferentes puntos del país —textos de poetas metropolitanos y otros que nos hablan desde regiones—, y que a su vez dan cuenta de estéticas y temáticas diferentes que van desde la vanguardia, la poesía social, la amorosa, hasta la poesía visual. Estos quince textos, que pueden ser leídos cada uno en particular o bien en su conjunto, están distribuidos en dos: siete en la parte inicial, que considera poesía de la primera mitad del siglo XX y ocho en la segunda, que abarca la segunda mitad del siglo hasta los inicios del XXI.

La idea de reunir estos textos en un volumen es apostar a que la poesía, y en este caso la poesía chilena, a través de su identidad como expresión estética, dibuja un rico y complejo mapa, distinto al “oficial”, que nos permite volver a mirar desde otro ángulo lo que somos y queremos, cuestionando y problematizando situaciones muy concretas de nuestra realidad, especialmente en el contexto neoliberal cada vez más acentuado que estamos viviendo. Y, al mismo tiempo, apreciar cómo en este mapa poético alternativo se dibujan subjetividades y voces que usualmente no entran en los relatos nacionales. Se trata de apostar a que la lectura de nuestra poesía posibilita identificarnos con otros ojos, puesto que esta invaluable forma de conocimiento, que no se corresponde necesariamente con rígidas clasificaciones —geográficas, políticas, económicas, sociales, étnicas, genéricas, religiosas— en las que estamos acostumbrados a inscribirnos e inscribir nuestra comprensión de la realidad, amplía, sensibiliza y agudiza nuestra percepción.

Sabemos que existen variadas aproximaciones teóricas para enfrentar el fenómeno poético; a partir de la aparición de las ciencias del lenguaje a comienzos del siglo XX, para luego canalizarse en diversas teorías literarias en la segunda mitad del siglo pasado y hasta el día de hoy, existe un gran abanico de posibilidades de soportes analíticos para leer y disfrutar productiva y creativamente la poesía. En este contexto, el aparato crítico que he ido construyendo a través de los años para leer poesía configura la competencia literaria que, aunque considera fundamental la contribución de la teoría y la crítica, pone a los poemas mismos como el eje central que determina a sus instrumentos de análisis. Abogo, cada día con mayor énfasis, por evitar que los poemas sean meros pretextos para desarrollar las diversas teorías de turno; apuesto más bien a pensar que cada poema requiere, para ser leído con placer y lucidez, una “caja de herramientas” funcional a su propia naturaleza. Es por ello que intento poner en el centro al texto poético, y asimilar las propuestas teóricas de acercamiento como medios facilitadores y no como un fin en sí mismas.

Por último, estoy consciente a través de mi desempeño como profesora de cursos de poesía chilena e hispanoamericana y de análisis poético, que existe la necesidad entre los estudiantes de literatura y en los mismos profesores —tanto de enseñanza superior como de enseñanza media—, de acercamientos y reflexiones que faciliten y amplíen lecturas lúcidas y placenteras de la poesía. Además, con la consideración explícita de que este libro está pensado y escrito para toda persona que quiera acercarse a las posibilidades de conocimiento que puede entregar un poema o un conjunto de ellos, en un sentido amplio de la palabra. Mi idea ha sido compartir con ustedes una propuesta personal que espero les permita ahondar en los textos para con ello gatillar sus propias capacidades lectoras como amantes de la poesía.




PRIMERA MITAD DEL SIGLO XX


Esa caída de Altazor que permanece en el tiempo1

La presente relectura de Altazor de Vicente Huidobro se inscribe y se reconoce como parte de una genealogía de otras tantas lecturas tales como las de Cedomil Goic, Jaime Concha, Ana Pizarro, Óscar Hahn y Federico Shopf, y ojalá lo sea también de muchas más que la sucedan. Esta actual mirada pretende incorporarse como otro eslabón de la cadena que va conectando este fundador e ineludible texto de nuestro canon poético, desde su momento de publicación en 1931, hasta el día de hoy. Por cierto es una posible lectura personal, parcial e inconclusa que, como sabemos, también responde, en parte indeterminada, a mi propia subjetividad construida a la vera de cercanías, afinidades, miedos y obsesiones.

 

Altazor, sujeto que canta, llora y clama mientras cae al vacío lentamente en un paracaídas, con un movimiento “regido por una cosmología negativa que arrastra todo lo existente hacia su aniquilamiento y muerte, por una ley de gravitación universal poderosa y mortal, inescapablemente destructora”(p. 109)2 al decir de Cedomil Goic es, al mismo tiempo, un sujeto que propone orientar y sostener sentimentalmente la constitución de nuevas imágenes, según Federico Schopf; este planteará su lectura como respuesta a dos grandes preguntas: “¿Por qué (el sujeto propone, necesita anhela) el ser y no más bien la nada?” y la otra, por donde se encaminará la mía, “referida a los límites y alcances de la poesía”.(p. 1492).3 A propósito de esta nueva construcción de imágenes, mencionada por Schopf, Jaime Concha aporta una iluminadora hipótesis de lectura al plantear que estas imágenes conformarían en el texto una constelación cuya matriz central se aglutinará en torno a la figura de la mujer, dando origen a tres movimientos fundamentales: la soledad y la angustia; el afán de eternidad; y la presencia viva de la creación poética.4 Y este sujeto Altazor, que cristaliza en palabras a principios de los años treinta del siglo pasado “la vida del hombre primitivo vuelta hacia los astros, guiándose por ellos, interpretándolos y forjando mil leyendas, se une a la del hombre del siglo veinte, para quien el espacio sideral es el aerolito, el meteoro y el avión”, como bien dijo Ana Pizarro.5

La lectura de Altazor nos devela entonces a un hablante que recorrerá, en caída libre y durante un prefacio y siete cantos, a un personaje convertido, o más precisamente travestido, ya sea en aviador, “pastor de aeroplanos”, “orquesta trágica”, gran poeta, pájaro, mago, o ángel (el que puede transformarse tanto en uno caído, como en otro salvaje, o loco), describiendo entre los astros una estela que dibujaría una especie de viaje funerario de la palabra poética. Lo hará, según Óscar Hahn, emulando al personaje de Nietzsche, pero como “un loco apócrifo”. Uno que “quiere rodearse del aura excéntrica que proporciona la demencia, pero conservando al mismo tiempo el lugar que los cuerdos se reservan en la sociedad”.(p. 17).6

Este Altazor será quien una tarde coge su paracaídas “la única rosa perfumada de la atmósfera, la rosa de la muerte” (Prefacio, 735)7 y, acomodado en los arneses bajo su amplio globo, inicia ese solitario y angustioso descenso “de sueño en sueño por los espacios de la muerte”(Prefacio, 731). Nos contará de su nacimiento “a los treinta y tres años, el día de la muerte de Cristo” (Prefacio, 731); de su padre, quien “era ciego y sus manos más admirables que la noche” (Prefacio, 731); de su madre sin igual quien, entre otras cosas, “hablaba como la aurora y como los dirigibles que van a caer” y “bordaba lágrimas desiertas en los primeros arcoíris” (Prefacio, 731). Luego dará cuenta de sus primeros encuentros; el con ese pájaro que se bebe las gotas de rocío de sus cabellos, le lanza tres miradas y media, y se aleja diciéndole “Adiós” mientras agita “su pañuelo soberbio” (Prefacio, 731). También con el que sostiene un “precioso aeroplano, lleno de escamas y caracoles” (Prefacio, 731), ese que busca “un rincón del cielo para guarecerse de la lluvia” (Prefacio, 731); y, por último, con ese que no se ve, pero con el que se tiene un contacto potente, auditivo, para ser testigos del encuentro con el “Creador, sin nombre, que es un simple hueco en el vacío, hermoso como un ombligo” (Prefacio, 731).

La voz del Creador recitará al viajero la narración de los pasos de su creación: la del mar con sus olas que “irán siempre pegadas como los sellos a las tarjetas postales” (Prefacio,732); a la de la luz que permitirá “coser los días uno a uno” (Prefacio, 732); el advenimiento tanto de la tierra con su geografía de relieves como al otro que se inscribe en “las líneas de la mano” (Prefacio, 732). Y, entonces, fruto de la sed “(a causa de la hidrografía)” (732), esa voz del Creador evocará la necesidad que tuvo de beber cognac (que no agua ni vulgar bebestible) para saciar su sed, y contará de su creación de “la boca y los labios de la boca para aprisionar las sonrisas inequívocas y los dientes de la boca para vigilar las groserías que nos vienen de la boca” (Prefacio, 732). De ahí, y sin mediar un paso, dará cuenta del alumbramiento de “la lengua de la boca”, esa que por desgracia, “desviaron de su rol, haciéndola aprender a hablar… a ella, ella, la bella nadadora, desviada para siempre de su rol acuático y puramente acariciador” (Prefacio, 732). Y será en el marco de esta puesta en escena, después de todo lo anteriormente descrito, que su “paracaídas empieza a caer vertiginosamente, [pues] tal es la fuerza de atracción de la muerte y del sepulcro abierto” (Prefacio, 732).

Enfrentada a este ejercicio escritural, con una rica historia de lecturas previas, podría agregar en esta ocasión que percibo en el Altazor de Vicente Huidobro, tomando como hilo conductor esta desnaturalización de la lengua en su función primaria, y su forzamiento hacia otras funciones ya no tan gratuitas y gozosas, un monumental lamento sobre la pérdida de ese paraíso original de la sagrada materia, que derivará en una alucinada y radical conciencia del límite, (“Con dolor de límites constantes y vergüenza de ángel estropeado”, dirá Altazor en el Canto I, 742), de los límites de lo humano y cuasi divinos en su autopercepción, fijados desde el nacimiento a través del epítome de todos los límites, la conciencia de la muerte, de aquella que “se acerca a la tierra como el globo que cae” (Prefacio, 731).


Imagen de Marcelo Escobar, tomada de la edición: Vicente Huidobro, Altazor o el viaje en paracaídas poema en VII. Santiago: Origo Ediciones, 2016, página 26.


Imagen de Marcelo Escobar, tomada de la edición: Vicente Huidobro, Altazor o el viaje en paracaídas poema en VII. Santiago: Origo Ediciones, 2016, página 132.

Paso a compartir mis reflexiones.

Dentro de este contexto inicial de recuerdos, señalamientos y presencias del cayente, es que me interesa retomar el hilo de la madeja de este viaje alucinado (quizá amorfinado), que va desde “el Equinoccio, bajo las hortensias y los aeroplanos del calor” (Prefacio, 731), hasta la “Flor y noche/ Con su estatua/ Cristal muerte” (Canto VI, 806). Más precisamente, me interesará establecer una relación entre la caída de Altazor y esa boca impregnada de cognac dentro de la cual la lengua, en vez de permitírsele solo disfrutar del placer y el letargo acariciante de la flotación en líquidos varios, se le enseña y fuerza a la palabra que, en este caso, no se relaciona solo con el forzamiento al lenguaje articulado a través del habla sino que, más a contrapelo, al del lenguaje escrito y, mucho más aún, al del lenguaje poético impreso sobre la hoja de papel: doble, no, triple expulsión del paraíso. Porque el monólogo altazoriano explícita e implícitamente hablará todo el tiempo de poesía y de su construcción, de su creación. Dirá que “Los verdaderos poemas son incendios” (Prefacio, 732) que irremediablemente se propagan para ver sus “estremecimientos de dolor o de agonía”(Prefacio, 732); que “un poema es una cosa que será” o más bien “una cosa que nunca es pero que debiera ser” (Prefacio, 732); que “Se debe escribir en una lengua que no sea materna” (Prefacio, 732) aunque un poema es, en realidad, “una cosa que nunca ha sido, que nunca podrá ser” (Prefacio, 732).

Altazor, el viajero protagonista de esta historia, es ese que está “Encerrado en la jaula de su destino” y que “En vano [se] aferr[a] a los barrotes de la evasión” (Canto I, 737). Es ese aviador camaleónico que en su recorrido buscará traspasar la barrera de lo humano tanto hacia lo pajarístico como hacia lo esotérico, lo angelístico, y con derechas pretensiones hacia lo divino eternal. Y Altazor es también a ratos un urgido y ansioso sujeto, como el conejo blanco de ojos rosados, con reloj de bolsillo, que aparece frente a Alicia, repitiendo “¡Voy a llegar tarde!”, y cuya presencia la arrastra a ese otro viaje, madriguera adentro, hacia el fondo de la tierra8. Nuestro viajero en cambio, mientras se desplaza por los aires y en caída libre, dirá: “No hay tiempo que perder” (Canto IV, 770), puesto que “A la hora del naufragio ambiguo/ Yo mido paso a paso el infinito […. mientras] El mar quiere vencer/ y por lo tanto no hay tiempo que perder” (Canto IV, 770-771) ya que, quizás, por fin, “Más allá del último horizonte/ Se verá lo que hay que ver” (Canto IV, 771).

Dentro de este escenario, percibo que el hablante del poema esgrime una constante y porfiada búsqueda de utilización de la palabra, y me voy a permitir utilizar una imagen que me viene a la mente, y es que pienso en Josefina Ludmer y sus “tretas del débil”, cuando se refiere a Sor Juana Inés de la Cruz, develando sus estrategias y triquiñuelas para hacerse de la palabra y establecer una voz frente a la autoridad desde la estructurada indefensión que habita. Según Ludmer, en el caso de la Respuesta de Juana Inés de la Cruz a sor Filotea, que es el texto analizado bajo este prisma, hay dos verbos claves: saber y decir, pues ambos constituirían los campos enfrentados para una mujer. Las tretas, entonces, se desprenderían del manejo que se hace de ellos: “en primer lugar, separación del campo del saber del campo del decir; en segundo lugar, reorganización del campo del saber en función del no decir (callar). (p. 48)”9 Guardando las debidas proporciones, Altazor, quien incursiona abiertamente a veces lúdica y gimnásticamente con la palabra fungiendo ser ese primigenio creador sin nombre, ese simple hueco en el vacío que es hermoso como un ombligo, tiene sus tretas, sus tretas de débil: se trasviste de niño o de loco delirante y, aunque sabe lo que quiere, no lo dice comprensivamente sino lo calla para la lengua articulada. Lo oculta tras cadenas de letras y palabras sonoras que no tienen existencia legal dentro del diccionario de la lengua castellana. Ejerce como creador de una palabra alucinada que juega e insiste decir callando, en el intento de crear nuevos caminos que permitan romper barreras, abrir rendijas, no para acceder al mundo de la institucionalidad masculina, como en el caso de sor Juana (pues en realidad por condición social y género sí forma parte de ella), sino para decir lo indecible y con ello volver a contactarse y disfrutar la perfección de una materialidad tanto inexpugnable, como eterna e inmutable. Así las cosas, aunque en el poema el hablante señala explícitamente al inicio del Canto V que “Aquí comienza el campo inexplorado” (782), ya desde el Canto IV, Altazor, frente al inexpugnable mundo cotidiano empieza —para emborrachar la perdiz (o en este caso específico la golondrina, cual niño travieso (mimado y desesperado)— con la utilización de juegos de palabras que nombran sincopadamente un abanico de posibilidades, con el objeto de hacer frente a esta realidad inasimilable a través de su arte denominativo. Un par de ejemplos:

Al horitaña de la montazonte

La violondrina y el goloncelo

Descolgada esta mañana de la lunala

Se acerca a todo galope

Ya viene viene la golondrina

Ya viene viene la golonfina

Ya viene la golontrina

Ya viene la goloncima

Viene la golonchina

Viene la golonclima

Ya viene la golonrima

Ya viene la golonrisa

La golonniña

La golongira

La golonlira

La golonbrisa

La golonchilla

Ya viene la golondía

Y la noche encoge sus uñas como el leopardo (Canto IV, 775-776)

O este otro fragmento, el del molino, que puede leerse en su persistencia por hacer como que: Jugamos fuera del tiempo/ Y juega con nosotros el molino del viento […] ” (Canto V, 789), pero que luego de ciento noventa y un versos que lo adjetivan y juegan con él, termina siendo un “Molino truculento”(794). Lo es tal, puesto: “Que teje las noches y las mañanas/ Que hila las nieblas de ultratumba/ Molino de aspavientos y del viento en aspas/ El paisaje se llena de tus locuras” (Canto V, 794-795). Me aventuro a postular que veo en este tipo de discurso que sabe y calla paradójicamente vociferando, como cabezazos contra el muro, a veces torpes, otras con mayor estilo, pero cabezazos que del juego pasan al dolor y que progresivamente van aturdiendo y desintegrando al escribidor y a su palabra contra el suelo, acomodando su aullido sobre la superficie de la tierra, pero sin penetrarla, para solo deletrear finalmente un “Ai ai ai ai i i i o ia” (Canto VI, 808).

 

Esta búsqueda se realiza, además de la utilización de las tretas anteriores, a través de una palabra que nombra personas y cosas tanto en su belleza como en su fragilidad. Es el canto a la belleza y su deseo de fusión con la mujer, ya sea esta la madre biológica, esa “con ojos de bandera y ojos llenos de navíos lejanos” (Prefacio, 731); o la Virgen, aquella “sin mancha de tinta humana” (Prefacio, 733) escrita con mayúscula y venerada en un casi impúdico marianismo religioso, y cuya mirada es “un alambre en el horizonte para el descanso de las golondrinas” (Prefacio, 733); y por cierto, con largueza, por la enamorada, la amada que permanece, musa salvadora, indispensable, que va poblando de bellas imágenes el Canto II:

[…]

Mi alegría es oír el ruido del viento en tus cabellos

(Reconozco ese ruido desde lejos)

Cuando las barcas zozobran y el río arrastra troncos de árbol

Eres una lámpara de carne en la tormenta

Con los cabellos a todo viento

Tus cabellos donde el sol va a buscar sus mejores sueños

Mi alegría es mirarte solitaria en el diván del mundo

Como la mano de una princesa soñolienta

Con tus ojos que evocan un piano de olores

Una bebida de paroxismos

Una flor que está dejando de perfumar

Tus ojos hipnotizan la soledad

Como la rueda que sigue girando después de la catástrofe

(Canto II, 761-762)

[…]

Nada se compara a esa leyenda de semillas que deja tu presencia

A esa voz que busca un astro muerto que volver a la vida

Tu voz hace un imperio en el espacio

Y esa mano que se levanta en ti como si fuera a colgar soles en el aire

Y ese mirar que escribe mundos en el infinito

Y esa cabeza que se dobla para escuchar un murmullo en la eternidad

Y ese pie que es la fiesta de los caminos encadenados

Y esos párpados donde vienen a vararse las centellas del éter

Y ese beso que hincha la proa de tus labios

Y esa sonrisa como un estandarte al frente de tu vida

Y ese secreto que dirige las mareas de tu pecho

Dormido a la sombra de tus senos

Si tú murieras

Las estrellas a pesar de su lámpara encendida

Perderían el camino

¿Qué sería del universo? (Canto II, 762-763)

En Altazor presenciamos el drama de esa Palabra que quisiera ser Lengua, y que es manipulada por las manos de ese pequeño dios aunque sabe y reconoce con dolorosa conciencia que solo:

Manicura de la lengua es el poeta

Mas no el mago que apaga y enciende

Palabras estelares y cerezas de adioses vagabundos

Muy lejos de las manos de la tierra

Y todo lo que se dice es por él inventado

Cosas que pasan fuera del mundo cotidiano

Matemos al poeta que nos tiene saturados (Canto III, 766)

De una u otra manera, en el texto presenciamos la fatalidad de ese dolor conocido, que tan bien había cantado Rubén Darío veintiséis años atrás, “pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,/ ni mayor pesadumbre que la vida consciente”, mientras son “Dichoso el árbol, que es apenas sensitivo,/ y más la piedra dura porque esa ya no siente”10. Estamos pues frente a la lucidez que supone la vida consciente y al desgarro que acarrea el develamiento de la fragilidad de este constructor y todos los constructores y constructoras de universos verbales. Su fragilidad y su grandeza radican en que, aunque la palabra poética puede nombrarlo todo, representarlo todo, esta no podrá nunca ser otra cosa de lo que es, una posible representación, un reflejo más del espejo, otro eslabón más de esta cadena de desplazamientos del significante, como diría Derridá. Y, más que debido a la pericia o impericia del creador, la flaqueza e imposibilidad de esa vuelta a la fusión original, proviene de que la palabra poética, esa que sigue “cultivando en el cerebro las tierras del error”, y que permanecerá, “sin que se derrumben las vigas del cerebro”(Canto I, 741), está en las afueras, dentro de su sellada e inexpugnable materialidad. Estaremos resignados, entonces, a movernos en un universo “Lleno de zafiros probables/ De manos de sonámbulos/ De entierros aéreos/ Conmovedores como el sueño de los enanos” (Canto V, 782).

La palabra poética podrá nombrar las cerezas más fragantes, sabrosas y coloridas, pero solo alcanzará a hacerle guiños, quizás a acariciarlas mentalmente, con suerte a fundirse con su sabor, olor y materialidad, fruto de la maestría con que el pequeño dios las representa sobre la página, pero luego de ese instante de arrobo mental, surgirá el hambre de su dulzura que solo se saciaría con el mordisco y la pulpa dentro de la boca. Así, como el desanudamiento de los cuerpos enamorados, palabra y objeto o sujeto representado, volverán a su indivisible individualidad, a su redil, a su porción material intransferible, ya que aunque “Tus ojos [que] hipnotizan la soledad” pueden ser bellamente escritos “como rueda que sigue girando después de la catástrofe”, nunca podrán sonreír o llorar con saliva o lágrimas saladas.

Esta caída de Altazor dibuja el intento a través de la palabra de una entrada o una salida a la materia, expresada en los progenitores, la mujer, la modernidad y sus innumerables aparatos, en las creencias que se niegan y sin embargo se nombran con insistencia casi como letanías, como paracaídas auxiliares frente al abismo de la nada. Y se suma pienso yo, el drama supremo, el de estar expuesto, señalado, frente al todo, irremediablemente indefenso por estas afueras —“siento un telescopio que me apunta como un revolver (Canto I, 736)”—, y no poder salirse de sí mismo para mirarse, dimensionarse, poseerse, protegerse y amarse eternamente. En este marco resuenan formidables las palabras de Altazor desafiando a la muerte: “Muera la muerte infiltrada de rapsodias langurosas” (Canto I, 742), como lo hiciera siglos y siglos atrás Juan Ruiz, el Arcipreste de Hita, en su Libro del buen amor (1330-1343), frente a la muerte de su indispensable Urraca:

¡Ay Muerte! ¡Muerta seas, muerta, e mal andante!

Mataste a mi vieja, ¡matases a mí ante!

Enemiga del mundo, que non as semejante,

de tu memoria amarga non sé quien non se espante.11

Percibo en todo el texto de Altazor una búsqueda radical hacia estadios crecientes de conciencia para asimilar y poseer, sin mediación, el sabor de esa inaccesible realidad. Esta conciencia de desconexión produce en el cayente una desubicación espacial y temporal del lugar y la hora en que se habita; produce vértigo frente a lo silencioso y reprimido, y pánico frente a la pérdida del control, a la locura que no es otra cosa, pienso yo, que la ruptura del cordón umbilical que nos conecta con el ser. Así las cosas, se da en el poema huidobriano la siguiente paradoja: la palabra, que es el arma, la materia prima, la riqueza, el oro, la divisa con mayor plusvalía en el mercado del creador, puede a su vez convertirse en su prisión, en su castigo, en su cepo. Esta afirmación me mueve a pensar que este poema está problematizando la afirmación que recorre nuestra poesía y la poesía en general, en el sentido de que esta salva la existencia, de que se está vivo porque se escribe como dijo Enrique Lihn, o que salva de morir como un perro, al decir de Manuel Silva Acevedo, pero entrar en esa materia ameritaría una reflexión mayor, que queda pendiente.

Quisiera concluir señalando que Altazor de Vicente Huidobro podría apreciarse como la estampa, más bien diríamos hoy el video de una caída, caída hacia la desintegración, no solo hacia la desintegración de la palabra poética, sino del yo, del ser que se disuelve en un vacío del abajo que conduce a la nada. Sin embargo, podría percibirse desde la mirada de ese abajo, desde su contracara, aquella que recibe la caída, que quizás este tránsito desde el ser a la nada, podría inaugurar una nueva entrada (al parecer no percibida por el descendente) que no se define en términos espaciotemporales, una que conduce hacia un estado de conciencia ininteligible desde la humanidad, como al parecer William Blake avizoró.12 Si quisiéramos considerar la existencia de un nuevo estado de cosas si se abrieran esas puertas de la percepción, quién sabe a qué entrada fascinante y aterradora nos conducirían. En todo caso, en Altazor sí está inscrita desde el inicio una leve esperanza, quien sabe si amortiguadora del golpe, que alienta a atreverse a caer hacia abajo y hacia adentro, en busca de “una luz sin noche”:

Déjate caer sin parar tu caída sin miedo al fondo de la sombra

sin miedo al enigma de ti mismo

Acaso encuentres una luz sin noche

Perdida en las grietas de los precipicios. (Canto I, 737)

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