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Anagramas

LORRIE MOORE

Básicamente, me di cuenta, estaba viviendo en esa espantosa etapa de la vida que va desde los veintiséis a los treinta y siete años conocida como estupidez. Es cuando no sabes nada, sabes incluso menos de lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tienes una filosofía sobre las cosas que no sabes, algo que sí tenías a los veinte y que volverás a tener a los treinta y ocho. Aunque intentaste ciertas cosas.

Benna Carpenter es cantante en un club nocturno y rehúye de su vecino Gerard, que la ama con locura. Benna Carpenter es profesora de aerobics para ancianos, le detectan un bulto en un pecho, escribe errados anagramas y está enamorada de Gerard, un músico que le rompe el corazón reiteradamente. Benna Carpenter es profesora universitaria, tiene una hija imaginaria y un amigo íntimo, Gerard, de quien descubre un poderoso secreto cuando ya es demasiado tarde.

En Anagramas, su primera novela, Lorrie Moore despliega un agudo sentido del humor y un delicado manejo del lenguaje que serán característicos de toda su obra, y construye una suerte de laberinto de espejos que reflejan otras vidas posibles en una solapada estrategia para combatir la soledad y el abandono. Como si la vida no fuese otra cosa que intentar todas las combinaciones posibles con las letras que a cada uno le tocaron en gracia.

Hilarante, chispeante y muy tierno, Anagramas es el trabajo de un talento sobresaliente.

The Independent

Anagramas

LORRIE MOORE

Traducción de Cecilia Pavón


Índice

  Cubierta

  Sobre este libro

  Portada

  Agradecimientos

  Epígrafes

  1. Escape de la invasión de los asesinos del amor

  2. Cuerdas demasiado cortas para ser usadas

  3. Venta de garaje

  4. Agua

  5. La novicia da

  Sobre la autora

  Página de legales

  Créditos

AGRADECIMIENTOS

Por su ayuda y su apoyo, agradezco a las siguientes personas: Victoria Wilson, Melanie Jackson, Joe Bellamy, Alison Lurie, Richard Estell, Margaret Moore, Mike Sangria, Sheila Schwartz, Gary Mailman, Kelly Cherry (y su máquina de escribir), Ron Wallace y mis padres. Mi agradecimiento también para Yaddo, donde escribí parte de este libro.

La palabra mamut deriva del término tártaro mamma que significa “la Tierra”… Por esta razón, algunos creyeron que la gran bestia vivía debajo de la tierra y cavaba madrigueras como un gran topo. Y estaban seguros de que moría cuando salía a la superficie y respiraba aire fresco.

ROY CHAPMAN ANDREWS,

All About Strange Beasts of the Past

Diré esto con un suspiro…

ROBERT FROST,

“El camino no tomado”

No creo que haya nada para mí en el bolso negro.

JUDY GARLAND, El Mago de Oz

1. ESCAPE DE LA INVASIÓN DE LOS ASESINOS DEL AMOR

Gerard Maines vivía en el mismo piso que una mujer llamada Benna, quien luego de pasar cuatro minutos en cualquier conversación, siempre lograba decir la palabra pene. Él no era un mojigato, pero de todas formas sentía vergüenza al escucharla. Trabajaba todo el día con niños, les enseñaba un tipo de aerobics, y el lenguaje más extremo que solía escuchar le parecía estar en código, hecho de acrónimos o quizás, incluso, en alemán –bu bu, funky, pinik–, palabras cuyo significado era difícil de descifrar incluso en contexto, y que por esa razón no presentaban ningún peligro para él. Sospechaba que esto no era algo distinto a esos conocidos suyos que odiaban las traducciones de las óperas. “Créeme”, solían explicar, “realmente no quieres saber qué están diciendo”.

Hoy, Gerard y Benna estaban hablando sobre las familias.

–Los padres y los hijos –dijo ella– son como los gobiernos: siempre están usando sus penes como espadas.

–En serio –dijo Gerard, sentado en la mesa de la cocina de ella, y sorbió un poco de cerveza sin alcohol como desayuno. Se tocó la barba como un hombre tratando de decidir.

–Pero yo qué sé –Benna sonrió y se encogió de hombros–. Crecí en un tráiler. No es como una verdadera familia con una casa. –Esa era su excusa para todo, su propio estribillo de autocrítica; había crecido en un tráiler en el estado de Nueva York y por eso no estaba calificada para opinar sobre ninguno de los temas sobre los que se seguía pronunciando.

Gerard tenía su propia línea de autojustificación:

–Yo hice de retardado en la obra de mi padre.

–¿Fuiste un retardado en la obra de tu padre?

–Sí –dijo, y se dio cuenta de que cuando uno se enfrentaba con las grandes preguntas de la vida y no encontraba grandes respuestas, debía conformarse con respuestas pequeñas, improvisadas, de la misma forma en que en un día cualquiera una persona tiene que comer al menos algo, aunque no sea maravilloso y grande–. Escribía obras de teatro en nuestro pueblo. Él también elegía el elenco y realizaba la dirección. Fue más difícil vivir el resto de la vida después de eso.

–Debe haber sido horrible para ti –dijo Benna mientras servía más cerveza sin alcohol en los dos vasos.

–Sí –dijo. Él la amaba mucho.

Benna cantaba en clubes nocturnos. Cuatro noches por semana, se ponía un vestido corto negro y lo que ella cansinamente llamaba sus zapatos “Joan-Crawford-atrápame-poséeme”, y salía a cantar por los diferentes bares de Fitchville. A veces, Gerard iba a verla y a beber demasiado. En el escenario, bajo el reflector, ella le parecía irremediablemente bella, una estrella; sus alhajas de vidrio le lanzaban quásares al público, su risa retumbaba en el micrófono. Había visto a otros hombres enamorarse de ella; conocía la mirada jactanciosa, los tragos gratis enviados entre canciones: él mismo lo había hecho. A veces, se quedaba durante los tres sets y le compraba una hamburguesa al final, o la llevaba a casa. Otras veces, cuando había mucha gente, se la dejaba a los fans –los hombres de negocios con corbatas flojas, las adolescentes del pueblo que la idolatraban, los músicos que contrataba para tocar con ella–, y volvía a casa y se sentaba en la bañera vacía, con la ropa puesta, y esperaba. Sus departamentos tenían una disposición que les hacía compartir la pared del baño, y Gerard podía quedarse allí, en su bañera, esperando a que ella volviera a las dos de la mañana para escucharla hacer pis, escuchar el ruido del papel higiénico desenrollarse, el resorte metálico lanzando la descarga en el inodoro, el deslizarse de la puerta de la ducha, el chorro, la lluvia, el sisear del agua. A veces, la llamaba a través de los azulejos. Ella cerraba la ducha y le gritaba:

–Gerard, ¿me estás hablando a mí?

–Sí, te estoy hablando a ti. No, le estoy hablando a Zero Mostel.

–Escucha, estoy cansada. Me voy a acostar.

Una vez, volvió a casa a las tres de la mañana, completamente borracha, y le tocó la puerta. Cuando él le abrió, estaba apoyada contra el marco, con los ojos cerrados y los zapatos en la mano.

–Gerard –dijo arrastrando las palabras–, ¿harías el amor conmigo? –y entonces se deslizó hasta el piso y se desmayó.

Todas las mañanas, se bajaba un pack de seis cervezas sin alcohol.

–Es que soy viuda –decía, y luego hablaba rápidamente sobre un marido, un abogado que había muerto en un accidente de auto.

–Eres tan joven –murmuraba Gerard–, debe haber sido devastador.

–No –exhalaba, y después cantaba mientras pelaba una naranja–: Oh, qué hermosa mañana –solo esa línea–. No lo sé –decía, y se encogía de hombros.

Cerca de su edificio de departamentos había un gran campo de béisbol que raramente se usaba. Desde su living, Gerard podía ver el viejo marcador del campo, podrido, erosionado como una madera arrastrada por el agua y con la pintura descascarada, pero que todavía mostraba su escritura discernible y prolija: LOCAL y VISITANTE. Cuando se mudó al departamento, esas palabras parecían burlarse de él –puntuando y enfatizando su propio desplazamiento y soledad– hasta el punto de tener que cerrar las persianas para no verlas.

 

Sin embargo, ahora, cada tanto, tarde por la noche, solía caminar hasta el campo de béisbol y cuando era verano y hacía calor, se acostaba boca arriba sobre el pasto, a la izquierda del montículo del lanzador, y contemplaba el cielo. Era importante marearse con las estrellas, pensaba. Con demasiada frecuencia uno hasta se olvidaba de que existían. Podía observar una estrella, una estrella brillante y nerviosa, durante tanto tiempo que todas sus entrañas parecían de repente salir disparadas hacia el cielo para encontrarse con ella. Era como lo que sentía de niño cuando jugaba al béisbol; se concentraba tanto en la bola lanzada que, en el momento crucial, el bate parecía saltársele de las manos con un sonido seco para encontrarse con la bola en el medio del aire.

De adulto, rara vez tenía esos momentos de conexión, aunque los que había tenido últimamente habían sido en gran parte con los niños a los que les daba clase. Les había estado mostrando cómo estirarse y luego tocarse la punta de los pies –como árboles, les decía–, y cuando finalmente puso música y les pidió que lo hicieran, los ojos de ellos gritaron: “¡Mírame, lo estoy haciendo!”. El vínculo repentino que se creaba entre ellos tenía la misma magia que un home run. Cada vez se convencía más de que era solo a través de los niños que uno podía volver a conectarse con algo, que en esta vida era solo a través de los niños que uno podía llegar a casa, volverse un hogar, dejar de ser un visitante.

–Muchacho, sí que eres sentimental –le dijo Benna–. Siento que estoy en una película de Shirley Temple.

Benna era una mujer que sabía que estaba ovulando porque soñaba que corría por pasillos para tomar trenes; también era una mujer que decía que no deseaba tener hijos. “Vi a mi amiga Eleanor dar a luz”, decía. “Cuando ves a un niño nacer te das cuenta de que un bebé no es más que un sándwich de jamón y queso reconstituido. Solo un pequeño anagrama de ti y de lo que has estado comiendo durante nueve meses”.

“Pero mira las estrellas”, quería decirle él. “¿Cómo hace uno para llegar allí?”. Pero luego la recordaba cantando en el bar del Ramada Inn, sus diamantes falsos brillando en la oscuridad del lugar, y pensaba que de alguna forma ella ya estaba allí.

–Dime por qué no quieres tener hijos –le preguntó Gerard. Hacía poco, se había permitido fantasear durante una semana completa con la idea de tener una familia con Benna, aunque ella no había demostrado ningún interés real en él después de aquella noche en su puerta, y en general salía con otros hombres. A veces, él los escuchaba subir y bajar las escaleras con un ruido sordo.

–Ya me conoces –dijo–, crecí en un tráiler. Tu propio padre te hizo un retardado. Tú dime por qué quieres tener hijos.

Gerard pensó en el pequeño niño sordo de su clase, un chico llamado Barney que hoy había dicho en voz alta, con su lenguaje embrollado y falto de consonantes: “Por favor, Mr. Maines, cuando esté parado detrás de mí, ¿puede zapatear más fuerte?”. La única forma en que Barney podía escuchar la música y el ritmo era a través de las vibraciones en el piso. Gerard sonrió con bondad y dijo: “Por supuesto, jovencito”, y algo corrió y después se aquietó en su corazón.

–A veces pienso que sin niños somos bestias o polvo. Que somos como algo perdido en el mar.

Benna lo miró y parpadeó, tenía los ojos hinchados como por una alergia. Tomó un gran sorbo de cerveza sin alcohol, lo tragó y se encogió de hombros:

–¿Sí? –dijo–. Creo que estoy exhausta de tanto trabajar.

–Sí, bueno –dijo Gerard, intentando expresar algo más ligero–. Supongo que por eso le dicen trabajo. Supongo que por eso no le dicen ping pong.

–¿Qué miras? –Gerard había golpeado a su puerta y había entrado. Benna estaba acurrucada en el sofá debajo de una manta mirando televisión. Gerard intentó sonreír, lo había estado practicando, debía sentir el aire en sus dientes, las mejillas tenían que inflárseles y entrar en su campo de visión, sus orejas, elevarse levemente a los costados de su cabeza.

–Algo de ciencia ficción –dijo ella–. Escape de algo. O quizás sea invasión de algo. No recuerdo.

–¿Quiénes son esos personajes con bordes de neón? –preguntó mientras se sentaba junto a ella.

–Esos son los asesinos del amor. Te aman y después te matan. Son de otro planeta. Supuestamente.

Gerard miró el rostro de Benna. Estaba pálida, sin maquillaje, y los ángulos de sus pómulos parecían huesos exquisitos. Su cabello, atado con una banda elástica, brillaba rojizo con la luz de la lámpara. Así como estaba, envuelta en una manta que tenía signos elocuentes de pelo de perro y manchas de café, Gerard sintió más que nunca ganas de abrazarla. Y en una especie de impulso fuera de sí, se inclinó sobre ella y la besó en la boca.

–Gerard –dijo ella, mientras se alejaba levemente de él–. Me gustas mucho, pero no me estoy sintiendo muy sexual últimamente.

Gerard pudo sentir la sequedad de los labios de ella sobre los de él, que seguían ahí, como un fantasma de diez segundos.

–Pero sales con hombres –insistió, y al instante odió el tono de su propia voz–. Los escucho.

–Mira. Ahora estoy atravesando la vida sola –dijo Benna–. No puedo pensar en hombres, ni en penes, ni en matrimonio, ni en hijos. Trabajo demasiado. Ni siquiera me masturbo.

Gerard se hundió en el sofá con ganas de decir algo desagradable, algo de lo que mañana tendría que disculparse. Lo que dijo fue:

–¿Acaso necesitas un público para todo? –Y sin esperar una respuesta, se paró y volvió a su departamento, donde el cartel de LOCAL y VISITANTE, como un juego amañado y milenario, se burlaría de él incluso con las persianas bajas. Se puso de pie y cruzó el pasillo en dirección a su casa.

2. CUERDAS DEMASIADO CORTAS PARA SER USADAS

A pesar de que estaba entre dos trabajos y temía quedar atrapada en las grietas y las pausas de dos seguros de salud diferentes, me sentí contenta cuando me dijeron que tenía un bulto en un pecho. Yo lo había descubierto por mi cuenta durante una revisación casera, había contado hasta veinte y había vuelto a palparlo, y a pesar de que Gerard no paraba de decir “¿Dónde? ¿Ahí? ¿Es eso a lo que te refieres? Parece algo muscular”, yo se los mostré.

–Sí –dijo la enfermera–. Sí, hay un bulto en su pecho.

–Sí, es así –dijo el cirujano parado junto a ella como un padrino de boda.

–Gracias –dije–. Muchas gracias. –Me incorporé y me vestí. El cirujano tenía fotos de su esposa e hijos en la pared. Todos los miembros de la familia parecían alumnos de escuela secundaria, bellos y jóvenes. Miré las fotos y pensé: ¿Y? Me puse los zapatos y me subí el cierre, intentando no sentirme un poco como una prostituta.

Esta es la razón por la que me alegré: el bulto no era simplemente un punto para centrarme en mi autoconmiseración; era también una batería que me propulsaba, que me fortalecía: exactamente mi propia cita con la muerte. Era algo que me anclaba y me volvía más profunda, como un secreto. Empecé a sentirlo cuando caminaba, saliendo justo de mi axila: evidencia dura y dolorosa de que yo era realmente una santa llena de ampollas, un ángel sangrante. Al menos se había confirmado: mi vida era tan complicada como yo siempre lo había sospechado.

–Es verdad, está ahí –le dije a Gerard cuando volví a casa.

–¿Quién está ahí? –murmuró preocupado y ausente como un portero. Iba a cantar la parte de Eneas en una producción local de su propia ópera rock, y estaba yendo al centro a comprar sandalias “de esas que trepan por la pierna”.

–No es un chiste de preguntas y respuestas, Gerard. El bulto. El bulto está ahí. Y ahora es un bulto certificado.

–Oh –dijo lentamente, con suavidad y desconcierto–. Oh, cariño.

Compré grandes sostenes elastizados: un talle único que se acomoda a todos los tamaños, atrapa todo, agarra todo y lo presiona contra ti. Empecé a verme a mí misma como algo más que un mero organismo: un sistema simbiótico, como un rinoceronte y un picabuey o un queso gorgonzola.

Gerard y yo vivíamos en departamentos separados solo por un pasillo. Juntos, poseíamos la totalidad del piso superior de una pequeña casa roja sobre la calle Marini. Podíamos trabar las puertas abiertas con ladrillos e ir y venir entre los dos departamentos, y a pesar de que la mayor parte del tiempo estábamos de acuerdo en decir que vivíamos juntos, había momentos en los que yo sabía que no era lo mismo. Cuando Gerard se mudó a la calle Marini, yo ya llevaba tres años viviendo ahí. Fue su manera de aplacar mi deseo de discutir nuestro futuro. En ese momento, habíamos sido amantes por diecinueve meses. Un año antes, él había decidido irse a vivir a la otra punta de la ciudad en un “gran departamento en el bosque”. (A mi casa le decía “la cabaña en la ciudad”). Era un lugar demasiado caro, pero Gerard, con total autocomplacencia decía “lo suficientemente lejos como para ser encantador”. Aunque nunca supe qué era exactamente lo que le parecía encantador a la distancia: si él mismo, el departamento o yo. Quizás era la vista. A Gerard, el mundo le gustaba más a cierta distancia, como una fotografía o un recuerdo, y eso me asustaba. Le gustaba besarme y frotar su nariz contra la mía cuando yo acababa de despertarme y casi no tenía conciencia… o cuando era como un cadáver con gripe o estaba atontada por la fatiga. Le gustaba tener que eliminar algún obstáculo para llegar a mí.

–Es un cerdo sexista –dijo Eleanor.

–Quizás solo sea un necrófilo latente –dije, y de inmediato me di cuenta de que era probable que las dos cosas fueran lo mismo.

–Pasión por el polvo –dijo Eleanor y se encogió de hombros–. Que sea con frialdad después del trabajo.

Entonces, nunca tuvimos el ritual del debate, la toma de decisión y la búsqueda de departamento. Lo que sucedió es que la pareja de indios del departamento frente al mío se fue y Gerard, una noche, mientras mirábamos el monólogo de Carson en la televisión, dijo: “Ey, quizás me mude allí. Tal vez sea más barato que el bosque”. Teníamos alquileres separados, cocinas separadas, números de teléfono separados, baños separados con inodoros apoyados sobre la misma pared. A veces, golpeaba la pared para preguntarme cómo estaba a través de las cañerías. “Bien, Gerard. Todo bien”. “Qué bueno escucharlo”, decía. Y luego apretábamos el botón de descarga al unísono.

–Raro –dijo Eleanor.

–Son como universos paralelos –dije yo–. Es como vivir en camas individuales.

–Es como Delmar, Maryland, que es la misma ciudad que Delmar, Delaware.

–Es como vivir en camas individuales –volví a decir.

–Es como el cinturón de Borscht –dijo Eleanor–. Primero haces la prueba en un resort de las montañas Catskill antes de ir a un lugar realmente importante.

–Es como luchar contra el rechazo por medio de las descargas del inodoro.

–Es tan típico de Gerard –dijo Eleanor–. Ese hombre vive del otro lado del pasillo de su propio y jodido corazón.

–Es músico –dije con tono de duda. Con demasiada frecuencia, me encontraba creando este tipo de excusas, como una Rumpelstiltskin del amor, estoicamente hilando la paja para convertirla en oro.

–Por favor –advirtió Eleanor señalándose el estómago–, acabo de comer un sándwich con tocino, lechuga y tomate.

Estas son las palabras que utilizaron: aspirar, mamografía, cirugía, bloqueo, esperar. Primero querían esperar y ver si solo era un bloqueo temporario de los conductos de leche.

–¿Productos de leche? –exclamó Gerard.

–¡Conductos! –grité–. ¡Conductos de leche!

Si el bulto no desaparecía en un mes, dirían más cosas y usarían las otras tres palabras. Aspirar sonaba aireado y esperanzador, yo siempre había tenido aspiraciones; y una mamografía sonaba como un apodo simpático que uno le daba a su abuela preferida. Pero las otras palabras no me gustaban.

¿Esperar? –pregunté, tensa como una luz amarilla–. ¿Esperar y ver si se va? Eso podría haberlo hecho yo sola. –La enfermera sonrió. Me caía bien. Ella no le atribuía todo al “estrés” o a mi “vida personal”, una redundancia a la que nunca fui muy afecta.

–Quizás –dijo–. Pero quizás no. –Después el doctor me pasó una tarjeta con el nuevo turno y una receta de sedantes.

De los sedantes había que decir lo siguiente: te ayudaban a adaptarte mejor a la muerte. Cambiar de lugar era difícil sin el equipamiento psicológico necesario, ni hablar de pasar de la vida a la muerte. Me di cuenta de que esa era la razón por la que la gente en situaciones complicadas e infelices tenía problemas para zafar: su fuerza menguaba; al mismo tiempo envejecían y sufrían regresiones; no tenían sedantes. No sabían quiénes eran, aunque sospechaban que eran la hamburguesa recalentada y siempre de oferta del universo paralelo. Temerosos de sus propios dedos de los pies, necesitaban la valentía de los sedantes. Que podría hacerlos reflexionar generosamente sobre los escuálidos restos de sus vidas y considerarlos buenos, asegurándose así una muerte más calma. Después de todo, era más fácil dejar algo que amabas verdaderamente y con serenidad que algo que en realidad amabas frenéticamente pero no amabas tanto. Una buena muerte tenía que ver con mostrar la actitud correcta. Una muerte sana, como cualquier otra cosa –un ascenso en el trabajo o verse más joven–, era simplemente una cuestión de “sentirse bien con uno mismo”. Y aquí es donde entraban los sedantes. Sedada como una menta, una mujer podría colocar su mano feliz sobre el hombro de la muerte y decir con voz ronca: “¿Qué dices, amiga, quieres bailar?”.

 

También podrías ocuparte de los quehaceres domésticos.

Podrías hacer las compras.

Podrías lavar la ropa y doblarla.

Dido y Eneas de Gerard era una versión rock de la ópera de Purcell. Yo nunca la había visto. Él no quería que yo fuera a los ensayos. Decía que quería presentarme todo el espectáculo completo y perfecto, al final, como un regalo. A veces, pensaba que quizás estuviera enamorándose de Dido, su actriz principal, cuyo nombre real era Susan Fitzbaum.

–Diviértete en Túnez –solía decirle cuando partía hacia los ensayos. Me gustaba decir Túnez. Sonaba obsceno, como una parte del cuerpo vista solo en raras ocasiones.

–Cartago, Benna. Cartago. Un lindo lugar para visitar.

–Aunque tú, por supuesto, prefieres Italia.

–¿Por la historia? ¿Por echar raíces? Obviamente. ¿Has visto mis llaves?

–¡Ja! El día en que tú eches raíces… –dije, pero luego no se me ocurrió cómo terminar la frase–. Ese será el día que eches raíces –la concluí.

–¿Por qué, querida, piensas que la llamaron Roma? –Sonrió. Le pasé las llaves. Estaban debajo de la revista Opera News que yo había estado usando para espantar moscas.

–Gracias por las llaves –sonrió, y luego desapareció mientras bajaba las escaleras, como un manchón posmoderno de campera de cuero maltrecha, bolso de tela puesto con descuido sobre los hombros y la parte inferior de los pantalones mal planchada y formando cintas de Moebius.

Durante las pausas de los ensayos me llamaba y preguntaba:

–¿Dónde quieres dormir esta noche, tu casa o la mía?

–La mía –decía yo.

Seguramente no estaba enamorado de Susan Fitzbaum. Seguramente ella no estaba enamorada de él.

Por esa época, Eleanor y yo fundamos la escuela de comedia Deja de Llamarme Shirley. Consistía en nosotras dos encontrándonos en el centro para beber tragos y hacer pronunciamientos desesperados sobre la vida y el amor que siempre empezaban “Sin duda alguna…”. También incluía lo que Eleanor llamaba “El gran llanto blanco”: gente blanca blanda juntándose a beber vino blanco y a llorar.

–Nuestra vida sexual está desapareciendo –decía yo–. Gerard va al baño y a eso yo lo llamo “darse la mano con el desocupado”. Los hombres llegan a los treinta, lo juro, y solo quieren hacer el amor dos veces por año, como las focas.

–Nosotros tenemos tres años más de pico sexual –dice Eleanor mientras cierra los ojos y hace el gesto de estrangularse a sí misma–. ¿Cuándo fue la última vez que hicieron el amor? –Eleanor intentó parecer indiferente. Yo canté:

Enero, febrero, junio o julio –pero la camarera se acercó para tomar las órdenes y nos miró con hostilidad. Nos gustaba hacerla sentir culpable dejándole grandes propinas.

–Me siento premenstrual –dijo Eleanor–. Estuve forzada a escribir propuestas para becas durante todo el día. He decidido que odio a todas las personas bajas, a todas las personas ricas, a todos los funcionarios del Estado, a los poetas y a los homosexuales.

–No te olvides de los gitanos –dije.

–¡Los gitanos! –gritó–. ¡Desprecio a los gitanos! –Bebía chablis de una forma que era mezcla de terror y alegría. Siempre a toda velocidad–. ¿Puedes ver que estoy tratando de ser feliz? –dijo.

Eleanor era parte de un grupo de poetas-actores local financiado por becas que hacía lecturas dramáticas y a veces hermosas de poemas escritos por personas famosas muertas. Mis favoritos eran los soliloquios de Romeo de Eleanor, aunque también le salía muy bien “Alto en el bosque en una noche de invierno”. Yo era una bailarina con mala suerte y sin disciplina que despreciaba todas las formas de ejercicio físico relacionadas con la danza e iba de un trabajo de profesora de aerobics a otro, intentando convencer a los estudiantes de que me encantaba. (“¡La vida, la actuación tienen lugar en presencia del oxígeno!” explicaba yo con una euforia preparada. Al menos no decía cosas como “¡Aprieten las nalgas para intensificar el estiramiento!”, o “¡Vamos, chicas, a mover esos cuerpos!”). Acababa de dejar un trabajo en un gimnasio y había sido contratada en la escuela municipal de artes de Fitchville para dar una clase a adultos mayores. Aerobics de geriátrico.

–¿No sientes eso respecto a la danza? –preguntó Eleanor–. Me refiero a que me encantaría escribir y leer algo mío, pero para qué molestarse. Terminé de darme cuenta de eso el verano pasado leyendo a Hart Crane mientras flotaba en el medio del lago en la cámara de una rueda. Ese sí es un poeta.

–Un poeta que podría haber usado la cámara de una rueda. No seas tan dura contigo misma. –Eleanor era inteligente, tenía más de treinta años, sobrepeso, y nunca había tenido un novio serio. Era hija de un médico que todavía le enviaba dinero. Se tomaba nuestra mediocridad mutua con más seriedad que yo–. No deberías permitirte el sentirte tan miserable –intenté.

–Yo no tengo esas píldoras –dijo Eleanor–. ¿Dónde se consiguen?

–Creo que lo que haces en la comunidad es absolutamente genial. Haces feliz a la gente.

–Gracias, señorita Hallmark Hall de la Oscuridad.

–Perdón –dije.

–¿Sabes de qué se trata la poesía? –dijo Eleanor–. De la imposibilidad del amor sexual. Los poetas, finalmente, no desean genitales, ni propios ni ajenos. Un poeta quiere metáforas, patrones, alguna física del amor sucedánea. Para un poeta, amar es no tener ningún amante. Y vivir –alzó la copa y no pudo reprimir una sonrisa– es no tener hígado.

Básicamente, me di cuenta, estaba viviendo en esa espantosa etapa de la vida que va desde los veintiséis a los treinta y siete años conocida como estupidez. Es cuando no sabes nada, sabes incluso menos de lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tienes una filosofía sobre las cosas que no sabes, algo que sí tenías a los veinte y que volverás a tener a los treinta y ocho. Aunque intentaste ciertas cosas.

–El amor es el programa de intercambio cultural entre la futilidad y el erotismo –afirmé. Y Eleanor respondió:

–Oh, cuánto cinismo –lo que en realidad quería decir que no había estado siquiera cerca de ser lo suficientemente cínica. Lo había formulado de manera espantosa pero de alguna forma justa, como un campamento infantil donde debes dormir lejos de casa.

–Estar enamorada de Gerard es como dormir en el medio de la autopista –intenté.

–Esa es mi muchacha –dijo Eleanor–. Mucho mejor.

En el formulario de postulación para el trabajo de la escuela municipal, donde preguntaba “¿Está usted casada?” (se trataba de información opcional), yo había consignado un enfático “No” y, a continuación, donde preguntaban “¿Con quién?”, había escrito: “Un tipo llamado Gerard”. De alguna forma mi clase de adultos mayores se enteró del contenido del formulario y una vez que las clases adquirieron ritmo y ganamos confianza, solían sonreír y bromear conmigo:

–Una chica con tan buen humor como el tuyo –solía ser el estribillo retrógrado–, ¡y sin marido!

Las clases tenían lugar por la noche, en el tercer piso de la escuela de arte, que era una enorme casa de estilo victoriano casi donde terminaba el centro. El estudio de danza era decrépito y los espejos eran de pesadilla, como hojas de aluminio extendidas sobre las paredes. Yo hacía lo que podía.

–Abajo, arriba, flexión, otra vez. Abajo, arriba, flexión, estocada.

Tenía diez mujeres de alrededor de sesenta años y un hombre llamado Barney que tenía setenta y tres. Solía gritarle:

–Ahora apúrate –aunque por lo general no me refería al ritmo: Barney tenía un audífono que siempre se le caía al piso en el medio de la rutina. Después de la clase, se quedaba dando vueltas e intentaba conversar: se disculpaba por lo del audífono o me contaba historias sobre su hermana Zenia, que tenía ochenta y un años y, aparentemente, era ágil como un insecto.

–¿Entonces usted y su hermana se ven seguido? –le pregunté una vez mientras guardaba los casetes.

–¡¿Seguido?! –Soltó una carcajada y luego sacó su billetera y me mostró una foto de Zenia en Mallorca con un traje de baño amarillo. Me contó que su hermana nunca se había casado.

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