El asesino del cordón de seda

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11
Roma, marzo del año del Señor de 1494

El cardenal César Borgia abre su corazón a Michelotto y a continuación ambos enfilan sus pasos a la taberna de La Turca

Había jurado a su eminencia el cardenal César Borgia no revelar a nadie lo que a lo largo de la tarde le había ido desgranando y por el Altísimo, que antes se dejaría cortar una mano que faltar a su compromiso. Que el vino había puesto de su parte para que se sincerase haciéndole depositario de secretos que afectaban a lo más íntimo de su ser, lo tenía asumido. Pero había detectado en él un deseo poco menos que perturbador, por sacar de una vez por todas lo que le estaba devorando por dentro y se veía precisado a compartir con alguien, como si de esa manera le fuera posible espantar a sus demonios.

Lo que Michelotto no acertaba a adivinar era por qué se había inclinado precisamente por él en calidad de confidente, cuando había personas que mantenían con el cardenal una relación más estrecha y estaban más capacitadas. Aunque lo mismo tenía necesidad de alguien alejado de su círculo íntimo, alguien a la suficiente distancia, con la adecuada perspectiva, como para mostrarse objetivo. Y, ¿por qué no?, alguien que no le cuestionase ninguna de sus opiniones, ninguna de sus decisiones, por disparatadas que fuesen.

Su padre había dispuesto por él, sin consultarle ni pedirle su parecer lo había iniciado en la carrera eclesiástica, lo había hecho obispo y cardenal, simple y llanamente para contar con un consejero de toda confianza, un aliado dentro de la Curia, y quién sabe si con la pretensión de que un día ocupase la silla de Pedro. Él se tenía por un hombre al que le tiraba más la espada que la mitra, más la soldadesca y la gente de la calle que los atildados e hipócritas purpurados. Y le apasionaban las mujeres, la buena mesa, la fiesta, el juego, lancear toros, las peleas callejeras y las tabernas.

De haber estado en sus manos, habría abrazado la carrera de las armas, sería condotiero, habría prestado sus servicios a cualquier república o reino de Italia que le pagase por ello o a un poderoso Estado extranjero, o, mejor aún, en calidad de gonfalonero se habría puesto a la cabeza del ejército de los Estados Pontificios y habría defendido sus dominios y acrecentado su área de influencia.

De lo que no estaba tan seguro era de si, aun habiendo cambiado las cosas, la arrolladora personalidad de su padre, su carácter vehemente, no se habrían interpuesto y habrían acabado por manejarlo y pensado por él, como había pensado por sus tres hermanos, a los que movía a su antojo en el tablero de sus intereses y ambiciones, tal que de infelices peones del juego del ajedrez se tratase.

A su hermano Juan, duque de Gandía, lo había empujado a contraer nupcias en Barcelona con María Enríquez y Luna, prima de Fernando de Aragón, y, a lo que parecía, las relaciones entre la pareja no andaban precisamente a partir un piñón, hasta el punto de que tres meses después del enlace se rumoreaba que el matrimonio no se había sustanciado en el lecho. Enterado el papa de tal anomalía, en razón de los informes de hombres destacados en España, había escrito a Juan con la admonición de que se dejara de correrías nocturnas, partidas de cartas y atracones de vino, y se aplicase a la tarea de proporcionarle un nieto, a lo que Juan respondió que su esposa sufría continuos desarreglos intestinales que le hacían complicada la coyunda, pero que no más recobrase la salud se pondría manos a la obra.

A su hermano Jofré, un niño que acababa de cumplir doce años, lo había casado con la nieta del rey Ferrante de Nápoles, Sancha, una adolescente de quince, en demasía interesada por el sexo opuesto y cuya catadura moral no auguraba sino un sinfín de sinsabores para el inexperto y asustadizo marido, quien había tardado nueve meses en consumar el matrimonio.

Y a su hermana Lucrecia la había forzado a tomar por esposo al repugnante Sforzino, con quien nada la unía, habida cuenta de que la diferencia de edad los hacía poco menos que incompatibles, sus caracteres e intereses eran opuestos, en contadas ocasiones coincidían en el mismo lugar y se maliciaba que al cabo de diez meses de matrimonio todavía no habían mantenido relaciones íntimas.

Estaba bien avanzada la noche cuando Michelotto y su eminencia el cardenal dejaban a la espalda el palacio de San Clemente, en el que César Borgia llevaba residiendo desde que hubo vuelto de Spoletto, para encauzar su deambular por el cercano Ponte Sant’Angelo, en dirección al barrio cuyas callejas los adentraban en la Roma puttana, apelativo que hacía honor a que, de las aproximadamente siete mil prostitutas que vendían sus servicios en la ciudad de los papas, un elevado número de las mismas se concentrara en esta zona, en la que personarse a deshoras equivalía poco menos que a jugarse la vida.

Hasta poner los pies en la taberna en la que tenían pensado apurar las luces del alba, se les fueron ofreciendo prostitutas italianas, españolas, turcas, francesas, orientales, que atravesando la calle les destapaban sus carnes y les sonreían, y alcahuetes que, con la mano extendida, señalaban ventanas enrejadas, donde aguardaban rameras de celosía, y otro tipo de ventanas, protegidas por cortinas de tela, tras las cuales dormitaban rameras de empanada. Delante de las puertas, putas de candela, quienes a falta de criada acompañaban escalera arriba con la lamparilla en la mano, les llamaban a grito pelado, les hacían gestos obscenos y a la vista de su desidia les echaban en cara que no sabían lo que se perdían.

Ya se habían internado en la taberna de La Turca, cuando fueron acogidos por la propietaria del local, que conocía al cardenal de tiempos pasados y había sido quien había tenido el dudoso honor de arrancarle la virginidad. Se saludaron como viejos amigos y el matón que se desvivía por mantener el orden en aquel antro se dio prisa en echar a patadas a los rufianes que, en un banco corrido y ante una mesa de mármol, estaban acomodados en el fondo.

Antes de que les diera tiempo de asentar sus posaderas, una de las mujeronas que atendían las mesas les traía una bandeja en la que tropezaban entre sí dos vasos de estaño, una jarra de cristal con vino de garnacha y platos de cobre con albóndigas de picadillo especiadas con cilantro, así como con porqueta, pepitoria, berenjenas con pimientos, uvas y peras.

—Antes de nada, mi buen Michelotto, oremos a Dios Misericordioso para que deje caer sus bendiciones sobre nosotros y nuestras familias y brindemos por que pasemos una noche inolvidable —su eminencia el cardenal, al tiempo que alzaba el vaso, miraba a los ojos del hombre que tantas veces se había partido la cara por él.

Michelotto chocó su vaso con el del cardenal.

—La noche se presenta animada —su eminencia esparció la mirada por el local que a esas horas atestaban las prostitutas que ya habían dado de mano a su jornada, los chulos que las explotaban, alguna que otra alcahueta y un montón de clientes, a cual más perjudicado por el vino.

—Esperemos que hoy nos obsequien con la danza de las castañas. Gente hay para ello de sobra —sostuvo Michelotto.

—Eso, al final de todo. Antes tienen que hacer acto de presencia las brujas —puntualizó el cardenal.

Las mujeres, que se servían ellas mismas, que parloteaban con la boca llena, que bebían como si el vino fuese a acabarse y que sin razón que lo justificase estallaban en carcajadas, se protegían del frío con zamarras de piel de conejo, o quién sabe si de gato, echadas por encima de groseras prendas de color claro o teñidas de azul, y en su mayoría calzaban babuchas o pantuflas. De entre ellas, unas pocas se entretenían jugando a las damas, al ajedrez o a las cartas y, en cuanto el vino empezaba a subírseles a la cabeza, se procuraban aire con el abanico. Y era tal la confianza, que en su conjunto transmitían en sus evoluciones que daban la impresión de hallarse en su propia casa y en familia.

La Turca, el matón y dos clientes irrumpieron a través del vano de una puerta que una cortina separaba de las dependencias de detrás del mostrador, acarreando una tarima de madera, cuyos bordes se habían dado maña en despedazar las ratas, y la emplazaron delante de la pared de la entrada, de manera que quedara a la vista de cuantos se arracimaban en la taberna.

—¿Quién quiere ser la primera? —voceó la Turca.

Fue anunciarlo y una joven a la que llamaban la Perugina cruzó la sala por entre el gentío y se subió a la tarima:

—El primer consejo que mi madre me regaló cuando le comuniqué mi deseo de consagrarme al puterío, fue que, si resolvía retirarme y agenciarme a un hombre que no supiera de mi vida anterior, tratara de ruborizarme en la primera cita con él, por cuanto la timidez y la honestidad marchan de la mano. Y como no me salía de natural, me dio por hacer fuerzas como si fuera a mear o a cagar y así los colores se me subían a la cara, con la mala fortuna de que en una ocasión calculé mal y me cagué de verdad.

A la Perugina la reemplazó la Prudencia.

—Por una apuesta, me comprometí a matar de agotamiento en el plazo de un año a un judío español, un camarero y un canónigo, mis clientes más pertinaces. Y no falté a mi promesa: el mismo día enterraban a los tres. Al poco me arrepentí del mal causado y entregué mi vida a socorrer con el fruto de mi trabajo a putas viejas o enfermas, así como a adquirir cálices, candelabros y ropa de altar para las iglesias.

Tras la Prudencia vino la Virginia.

—Con alumbre y agalla de encina me comprometo a restañar la virginidad perdida y dejar la figa como una bolsa cerrada con cordones. Soy maestra, por demás, en el arte de preparar vejigas con sangre de paloma o de conejo para engatusar a los vejestorios que se pierden por montar a una doncella. Y como prueba de lo anterior, he de confesar que hasta el día de hoy he perdido la virginidad más de doscientas veces.

 

Después de la Virginia se encaramó a la tarima la Tiberia.

—A mi hija, que ansía entregar sus mejores años a la misma profesión que su madre, la he advertido que para prosperar en tan competitivo menester no basta con tener cabello rubio, rostro angelical, ojos verdes, o saber levantarse la falda. Lo primordial es aparentar, bien que no se tenga, cierta clase. No se debe masticar como si se rumiase, no se debe elevar putescamente la voz y, cuando se tengan ganas de mear, hay que procurar que la meada no caiga con el ruido de la leche al ordeñar las vacas.

A la Tiberia la siguió la Fausta.

—Antes de dedicarme a este oficio, yo era una mujer honesta y matrimoniada con un viejecillo con posibles, al que por puerco y desconsiderado había aborrecido y a quien volvía loco salir de noche y no regresar hasta que amanecía, por lo que me eché de amante a un fraile insaciable que, aprovechando su ausencia, no solo me visitaba y me daba lo que yo precisaba, sino que se bebía el vino que guardaba en un tonelillo. Sin que ni el fraile ni yo nos apercibiéramos de ello, el vino fue a acabarse, y prometí a santa Annunziata que, si mi marido no se daba cuenta de tal menoscabo, le llevaría a su altar un tonelillo hecho en cera. Al final, a la Virgen tuve que llevarle, no uno, sino dos. El primero, para agradecerle que, a raíz de la paliza que le propinaron por hacer trampas con los naipes, mi marido muriera desangrado, y el segundo para cumplir la promesa que le hice, ya que al estar muerto no tuvo oportunidad de apreciar que el tonel se había quedado vacío.

Un griterío proveniente del exterior indujo a las prostitutas y clientes de la taberna a volver la cabeza y gritar de contento. Habían llegado las brujas, que de mesa en mesa, con sus sortilegios, pronósticos, buenaventuras, ramas secas, ojos de lechuza, ombligos de niños, pieles de serpientes, uñas trituradas y manojos de cilantro, se las ingeniaban para desplumar a tan indocta concurrencia.

Su eminencia, a la par que jugueteaba con la daga extraída de su funda, se aprestó a escrutar los rostros de las strege que acababan de hacer acto de presencia y estaban ya leyendo las manos de prostitutas y clientes, y al azar escogió a una en los huesos, sin dientes y patituerta, a la que con un chasquido de dedos y el tintineo de unas monedas espoleó a que se acercara.

—Léele la mano a mi amigo Michelotto —sus ojos inyectados en vino, sus dientes apretados y la daga encima de la mesa no admitían una negativa.

La strega se guardó las monedas bajo la raída camisa que dejaba transparentar su esqueleto y pidió a Michelotto que extendiese la palma de la mano. Le pasó los dedos por las líneas que apenas se marcaban y mirándolo a los ojos le murmuró:

—Ya va siendo hora de que devolváis lo que obra en vuestro poder y no os pertenece.

A su eminencia le quedaba lejos el sentido de las palabras de la strega y Michelotto cayó en la cuenta, solo después de transcurridos unos segundos. Aun así, juzgó prudente no revelar nada al cardenal, a quien por el momento acuciaban otras prioridades.

—Ahora a mí —exigió su eminencia.

Empezar a leer las líneas de la mano y palidecer el rostro de la strega fue una misma cosa.

—Las líneas de vuestra mano no están nada claras. Mejor lo aplazamos para otro día.

—¡Ahora! ¡Y no se te ocurra embaucarme con falsedades como a mi amigo! Michelotto es honrado a carta cabal. Por nada del mundo se quedaría con algo que no le perteneciera —su eminencia puso la daga en el cuello de la strega.

—Alcanzaréis la gloria, pero vuestra vida será efímera. Las armas acabarán demasiado pronto con vos.

Iba el cardenal a poner en su sitio a la bruja, cuando de repente se apagaron las luces y la puerta de detrás del mostrador empezó a vomitar hombres y mujeres desnudos, que portaban candelabros encendidos y esparcían castañas por el suelo.

Por entre la penumbra se abrió paso la voz de la Turca, que anunciaba que de un momento a otro iba a iniciarse el baile de las castañas. Y pregonó:

—En el día de hoy la mujer que al parecer de los jueces sea considerada la más mañosa recibirá de premio un sombrero, una capellina, una pañoleta y un par de zapatos. Una castaña de oro donada por un buen amigo —la Turca brindó una mirada al cardenal — será la recompensa para el hombre que demuestre más entrega y brío a lo largo del concurso.

12
Roma, mediados de diciembre del año del Señor de 1494

Detallado informe de Michelotto a su santidad sobre el ejército francés, que al mando de Carlos VIII se ha apoderado de Florencia y amenaza con invadir Roma

Se había habituado a la vida de Roma y cuanto significara una alteración de su rutina le hacía sentir mal. Los días que había permanecido en Florencia le habían servido, entre otras cosas, para constatar que como en la ciudad de los papas no se vivía en ninguna parte, así como para confesarse a sí mismo que, a no ser por una causa de fuerza mayor, no iba a consentir abandonarla. No obstante ese sentimiento de arraigo, daba por bien empleado el viaje, en la medida en que cuanto se le había encomendado entendía haberlo llevado a cabo a plena satisfacción, aun cuando, hasta tanto su santidad no diese el visto bueno a su informe, no iba a echar las campanas al vuelo.

Había partido rumbo a la ciudad de los banqueros en compañía de Diego García de Paredes, un hombre de su edad, alto y fornido, con quien desde el primer minuto había congeniado y cuya presencia obedecía al deseo expreso de Alejandro VI. Diego era de ascendencia extremeña y, lo mismo que tantos, se había asentado en Roma en busca de fortuna. Con otros españoles se ganaba de mala manera la vida en duelos nocturnos, asaltos y emboscadas, bien por su cuenta, bien a sueldo de nobles romanos. Hasta que una tarde en que mataba el tiempo mediante la práctica del juego de la barra en la explanada de delante del Vaticano fue observado desde una ventana por su santidad, en el momento en que tanto él como sus compañeros eran importunados por unos italianos armados de espada y con ganas de bronca. Con la barra en la mano, Diego se las ingenió para mandar al otro mundo a cinco, herir a diez y obligar a huir despavoridos a los demás, lo que indujo a Alejandro VI a ofrecerle el puesto de jefe de la guardia papal de Castel de Sant’Angelo.

Y ahora los dos se estaban adentrando en el despacho privado del papa, a cuyo lado estaba, encajado en un jubón de terciopelo negro, Johann Burchard, el maestro de ceremonias.

—No es menester que pongamos en vuestro conocimiento que Carlos VIII, el rey de Francia, creyéndose en el derecho a heredar el trono de Nápoles con el peregrino pretexto de que en tiempos pretéritos había pertenecido a la Casa de Anjou, ha invadido Italia. A sus brazos ha corrido el cardenal Giuliano della Rovere, cuyos objetivos se dirigen a conseguir del invasor que se convoque un concilio, Nos seamos depuestos del trono de Pedro y lo eleven a él al pontificado. De otra parte, todas las ciudades por las que su ejército ha ido pasando han recibido al rey francés poco menos que como un libertador y se han puesto de su lado. Y de aquí a nada caerá sobre Roma. Decidnos, amigos, ¿qué habéis visto en Florencia? ¿Son las huestes francesas tan numerosas y formidables como pregonan los rumores? ¿Consideráis que disponemos de alguna posibilidad frente a ellas? —al papa se le veía cansado, los manchurrones morados que se extendían por debajo de sus ojos delataban que le costaba conciliar el sueño.

—Con vuestra aquiescencia, santidad —tomó la palabra Michelotto—. En mi vida he contemplado un ejército tan compacto y bien equipado como el francés. Su infantería, su caballería y su artillería están dotadas de todos los detalles habidos y por haber, alrededor de cincuenta mil hombres en su totalidad. Disponen de mercenarios suizos y alemanes provistos de alabardas que manejan a dos manos, de especialistas en rematar a cuchillo a los que caen heridos en la batalla, de arcabuceros con horquillas en las que apoyan las armas al disparar y de ballesteros de procedencia gascona. La impresión más profunda me la llevé cuando por delante de mis ojos desfilaron cañones y bombardas que, al rodar sobre la tierra, hacían tal ruido que me obligaron a taparme los oídos. De cañones conté unos doscientos y de bombardas yo juraría que otras tantas. La caballería la integran monturas y soldados pertrechados de arneses, gualdrapas, armaduras y estribos de oro y plata. Al menos cinco mil jinetes van armados de picas, arcos de madera y mazas descomunales.

—¿Y el rey? ¿Os dio lugar a observarlo? —el rostro del santo padre se ensombreció. Poco podían hacer sus magras fuerzas contra un ejército tan poderoso.

—Con vuestra venia, santidad —la voz de García de Paredes se evidenció temblorosa. Se juzgaba un hombre de acción, lo suyo era pelear, no construir un discurso. Y la atractiva y majestuosa figura del papa lo había sobrecogido—. Carlos VIII es la otra cara del ejército que manda. Su imagen mueve más a la risa que al respeto o al miedo. Es pequeño, me atrevería a decir que enano, sus miembros se aprecian desproporcionados, más parece un monstruo que un hombre. Sus ojos son grandes e incoloros, su nariz es varias veces más abultada de lo normal y de sus labios entreabiertos escapan hilos de saliva. Y lo que más me llamó la atención, sus manos sufren de persistentes espasmos. Con la debida deferencia a su condición de monarca, santo padre, podría pasar por todo menos por un hombre inteligente.

La mirada de Johann Burchard solicitó a Alejandro VI su beneplácito para interpelar a los dos hombres que habían sido comisionados para espiar en Florencia y evacuar el correspondiente informe.

—Nos han llegado referencias de que el mes pasado estalló en Florencia una rebelión, que se saldó con la expulsión de los Médici del gobierno y el nombramiento de una legación encabezada por el dominico Girolamo Savonarola, quien fue al encuentro del monarca francés, al que proclamó como el nuevo Ciro y el enviado por el Altísimo para deponer al santo padre y acometer la reforma de la Iglesia. Desde entonces andamos faltos de noticias fiables, tan solo rumores. ¿De qué manera calificaríais la situación en la ciudad? —al maestro de ceremonias del papa le interesaba conocer el parecer de Michelotto.

—A mi modesto entender, y en esto creo coincidir con Diego García de Paredes, en Florencia se ha perdido la alegría de vivir. La ciudad se me representa una sombra de lo que fue. Savonarola y otros dominicos la controlan mediante soflamas, les puede la obsesión de reprimir cualquier tipo de libertad y tienen atemorizada a la población. De persistir las medidas que están tomando, no me extrañaría que en breve echen en falta a los Médici.

—Un día Savonarola pagará caro su proceder y sus invectivas sin fundamento —sentenció Alejandro VI, cuya opinión sobre el prior de San Marco no resultaba precisamente halagüeña. Si no mudaba de actitud y se mostraba más contenido en sus manifestaciones, habría de tomar medidas contra él. Y bastantes preocupaciones lo tenían ahora absorbido, como para emplearse en frenar al lenguaraz dominico.

—Así que Florencia se ha pasado también al enemigo — comentó Burchard sin dirigirse a nadie en particular—. Aunque, a decir verdad, ninguna ciudad a la que el francés ha asomado la oreja se ha atrevido a hacerle frente.

—La única esperanza a la que podemos aferrarnos es confiar en que el rey francés se dé por satisfecho con su ataque a Nápoles y pase de puntillas sobre Roma —los ojos de su santidad descendieron al solideo que sus manos apretaban.

—Es lo que se desprende del mensaje que os ha hecho llegar, santidad: «Solicitamos del muy santo padre en Cristo, Alejandro VI, papa por la providencia de Dios, concedernos el paso franco por vuestros territorios y proveernos de las vituallas necesarias a nuestras expensas».

—Amigo Burchard, ¿quién nos garantiza que el rey va a cumplir lo que ha garabateado en un papel? ¿Quién está en situación de asegurar que no saqueará la ciudad? O peor aún, ¿que no acabará por pasarla a sangre y fuego? Sea como sea, y por muy en desventaja que estemos, no vamos a abandonar Roma. Nos encerraremos tras los muros de Castel de Sant’Angelo, a su interior trasladaremos las provisiones, armas y oro que podamos reunir. Allí resistiremos todo el tiempo que sea menester. Y a vosotros, Diego y Michelotto, os encomendamos que toméis las medidas pertinentes para la salvaguardia de la ciudad. En vosotros confiamos para que nuestra amada Roma, símbolo de la cristiandad, sufra el menor perjuicio posible. Si ha aguantado indemne a lo largo de más de veinte siglos, si ha soportado el embate de belicosos pueblos, no vamos a tolerar que ahora caiga en manos del monarca francés. Somos nosotros los que tenemos la obligación de conservarla para las generaciones venideras.

 

De nuevo, Johann Burchard se permitió apelar a Alejandro VI para que le concediera exponer su punto de vista.

—Santo padre, tal vez nos estemos precipitando al ponderar que solo las armas gozan de predicamento para combatir a un enemigo como el francés. Vos sois versado en el uso de la palabra, poseéis la admirable cualidad de convencer con vuestros argumentos. Hemos de hallar la manera de dilucidar el conflicto que se avecina por medio de la negociación, de la diplomacia. Y en ese terreno, santidad, no hay quien os supere. Y menos que nadie el rey francés, a quien el señor García de Paredes ha catalogado de persona poco avispada. Si a ello asociamos que es un joven sin experiencia, la batalla dialéctica está ganada.

—Muy optimista os habéis vuelto, amigo Burchard. Parecéis olvidar que los franceses no son de fiar. Para vuestro conocimiento, os revelaremos que ya han dado sobrada muestra de sus intenciones.

La cara de asombro que puso Burchard no pasó inadvertida para Alejandro VI, que continuó:

—Hace unos días, nuestra muy amada hija Lucrecia, en compañía de nuestra prima Adriana y la bella Giulia Farnese, solicitó de Nos autorización para abandonar el palacio de Santa Maria in Portico de Roma y emprender camino a Pesaro, donde la aguardaba su marido, Sforzino, con quien hacía tiempo que no se veía. Mientras nuestra hija se quedaba junto a él, madonna Adriana y la bella Giulia determinaron regresar a Roma, o, para no faltar a la verdad, obedecieron nuestras órdenes de retornar cuanto antes, pues las echábamos de menos, si bien no tanto como ellas a Nos. Pues bien, en las proximidades de Viterbo, el carruaje que las traía fue a cruzarse en su camino con una avanzadilla de los franceses que amenazan con caer sobre nuestra ciudad. Tanto una como otra se apuraron en hacer partícipe de su identidad al capitán al mando de la patrulla, que, lejos de dejarlas continuar, las hizo apresar y conducir a la fortaleza de Montefiascone. Justo ayer nos llegó una misiva de los franceses, en la que se nos conmina a entregar la suma de tres mil ducados para hacer frente al pago del rescate.

La indignación se había enraizado en los rostros de Michelotto y García de Paredes, al tiempo que Johann Burchard exhibía su habitual frialdad. Si de los dos españoles hubiera dependido, habrían partido a uña de caballo en dirección a Montefiascone, habrían rescatado sin pararse en mientes a la prima y a la protegida del santo padre y las habrían trasladado a su presencia.

—¿Hay algo más humillante para Nos que hayan apresado en nuestro propio territorio a dos damas a las que amamos de corazón y que encima nos veamos obligados a realizar un desembolso económico si queremos volver a verlas con vida? Si los franceses se han comportado de una manera tan ruin con quienes forman parte de la familia papal, ¿cómo no se comportarán con el resto de la ciudadanía? Amigo Burchard, se aproximan tiempos revueltos.

—Santidad, ¿a quién vais a despachar a Montefiascone para que haga efectivo el pago del rescate y traiga de vuelta a madonna Adriana y a la bella Giulia Farnese? —preguntó, sin perder la calma, Johann Burchard.

—Los tenéis delante —los ojos de Alejandro VI se asentaron primero en Michelotto y acto seguido en Diego García de Paredes—. Irán en una carroza con asientos de terciopelo y el escudo de los Borgia en los laterales, y los seguirá una escolta de medio centenar de hombres.

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