El asesino del cordón de seda

Текст
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

3
Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

Stéfano, un pobre diablo, a consecuencia del vino trasegado en una taberna y la oscuridad de la noche, es objeto de un accidente

Sentado en un banco corrido que flanqueaba una mesa de madera, Stéfano había llenado y vaciado hasta decir basta, el vaso de estaño que había extraído de debajo de la ropa y guardaba para no contagiarse de las plagas que asolaban Roma. Y aun así no las tenía todas consigo, que más de uno y de dos de los que tenían por hábito apurar las noches en aquel garito del Trastévere revelaban en las manos y en el rostro indicios de una enfermedad que no hacía distingos de sexo, edad o condición.

Ya algo achispado, se había solazado con Camila, una meretriz con nombre de heroína clásica, que estaba en el ocaso de su carrera y cuya tarifa era proporcional a la flaccidez de sus carnes y a la desgana con que se comportaba en la lid amorosa, y para poner colofón a tan gloriosa jornada había contribuido a que el tiempo volase con su rendición a una partida de cartas. A lo largo de la misma había apostado sus parcos ahorros en envites, en los que estaba seguro de que llevaba todas las de ganar y que le dejaron con la bolsa temblando. Y hacer trampas, mejor ni planteárselo, que la clientela que atiborraba el local no incitaba especialmente a ello. En más de una ocasión había sido testigo de disputas, mamporros y cuchilladas, cuyos protagonistas habían acabado haciendo compañía a los peces del Tíber.

Si esa noche había bebido por encima de lo que tenía por norma, si se había enfrascado en los naipes hasta quedar pelado, lo cargaba a las ganas con que había hecho acto de presencia en aquella taberna de mala muerte y a su deseo poco menos que obsesivo de recuperar el tiempo perdido por culpa de las tormentas que, sin conceder tregua a lo largo de tres días con sus correspondientes noches, habían azotado la ciudad de los papas y lo habían forzado, como a tantos y tantos, a recluirse entre las cuatro paredes de su casa.

Por más que el calor, igual que todos los veranos, hubiese sido implacable y tornado la atmósfera irrespirable e insana, hasta el punto de que nobles, terratenientes y prelados se habían mudado al frescor de sus villas de más allá de las murallas y de los montes Albanos, el brutal estallido de un trueno, al que se encadenaron otros, había dado vía libre a un combate, en el que rivalizaban relámpagos, rayos y un diluvio que amagaba con horadar la tierra y remover sus entrañas. De la ciudad se había apoderado una ominosa oscuridad, de sus pedestales habían caído estatuas, el suelo se había resquebrajado dejando a la vista vestigios del pasado, el Tíber se había salido de madre y, entre un lodazal de agua, fango y cascotes, habían aflorado a la superficie sepulcros y restos humanos.

Como otras noches, Stéfano había abandonado el local sin despedirse de nadie y con una punzada de aprensión se había dispuesto a enfrentar los peligros que a horas tan intempestivas acechaban los barrios de Roma y con más virulencia el barrio donde a la sazón se hallaba y al que había acudido llevado por su mala cabeza y su amargura. Y le dio por pensar que la muerte del papa Inocencio VIII había dejado una ciudad huérfana de autoridad, en la que bandas de facinerosos campaban a sus anchas, perpetraban toda suerte de delitos y se valían de la impunidad que se les concedía, para dirimir diferencias, restañar heridas y saldar cuentas pendientes. Entre otras razones, porque, durante las fechas que mediaban hasta la elección del nuevo pontífice, cuantos pecados se cometieran quedaban graciosamente perdonados, sin precisar de confesión.

La luz de las mañanas de esos días de interregno entre papa y papa solía traer montones de cadáveres desparramados por callejas y rincones o flotando en el río, cuando no en sus profundidades, con una piedra amarrada al cuello, y se estimaba de lo más normal que se saquearan o fueran pasto de las llamas palacios de algún que otro cardenal, cuya tabla de salvación se la proveían las murallas de sus fortalezas, tras las que se parapetaban hasta tanto las aguas volvían a su cauce.

Stéfano se alisó el pelo apelmazado y sudoroso, se tentó el chafalote de hoja afilada y ancha que colgaba de la cintura, bien resguardado en su funda a la altura del costado derecho, y elevando los ojos al cielo esbozó una media sonrisa al divisar allá en lo alto una luna grande y plateada, que iba a servirle de guía y escolta a lo largo del trayecto que estaba por emprender.

Después de unos primeros compases titubeantes, lentos y desconfiados, en los que no cesaba de echar la vista atrás, optó por apretar el paso, marginó al rincón del olvido la eventualidad de un enojoso encuentro y antes de que se quisiera dar cuenta se enfrentaba a Ponte Sisto, que lo ponía al otro lado del Tíber y en comunicación con la zona más extensa y abigarrada de Roma.

En paralelo a la corriente del río, sin perder de vista sus aguas negras y crecidas, transitó por delante del teatro Marcelo, dio la espalda a la iglesia de San Giovanni Decollato, cuyos escalones de acceso los agobiaban desheredados de la fortuna, que en las posturas más sorprendentes descabezaban un sueño, y cruzó a toda prisa lo que quedaba del Foro Romano, tras cuyas columnas se apostaban rufianes prestos a matar por unas calzas, una camisa, un jubón o una capa, que a la vuelta de unos días vendían en el mercado negro.

En tanto desfilaba por debajo del arco de Tito, se apreció empequeñecido, tal que hubiera menguado, y un estremecimiento le sacudió la nuca al alzar sus ojos al Coliseo, el majestuoso monumento que tal vez en mayor grado lo pusiera en conexión con el pasado, como si su mera contemplación lo retrotrajera a siglos atrás y le hiciera enorgullecerse de formar parte de una civilización que tantos episodios de gloria había obsequiado al mundo, si bien, analizado desde otra perspectiva, venía a representar de igual manera la crueldad y sinrazón de un tiempo ya superado.

El monte Opio, a medio camino entre el Palatino y el Esquilino, se insinuaba como el postrero escollo que le restaba por superar, antes de girar sobre sus huellas y enfilar en dirección a Campo dei Fiori, donde había dejado el carro de su propiedad y en cuyo interior tenía pensado encadenar un sueño, hasta que la claridad del alba, el regusto amargo de la resaca y los clavos en las sienes lo sacasen del mismo. Desde allí arrearía el mulo y atravesaría media ciudad rumbo al sur para salir de las murallas por Porta San Paolo a campo abierto, hasta converger en el cuchitril que tenía por vivienda y que no compartía con nadie. Y no porque le hubiesen faltado ganas o no lo hubiese ambicionado. Pero las cosas no habían salido como a él le habría gustado, los desengaños amorosos, las traiciones se habían ido sucediendo y acabaron por hacer de él un hombre receloso, arisco e insatisfecho con su suerte.

Ya que el amor había pasado de puntillas para no quedarse, y estaba cargado de prejuicios como para volver a salirle al paso, cifraba su ambición en llegar a ser como uno de esos ricachones que se concedían el lujo de mantener en exclusiva una mujer para su uso y disfrute, una cortesana a la que quien más y quien menos llamaría madonna, a la que instalaría en un palacete como el de los Orsini o los Colonna, a la que sepultaría en joyas y obsequiaría costosos vestidos y los perfumes más delicados.

Estaba Stéfano atacando las primeras rampas del monte Opio, cuando el cansancio y el sueño empezaban a pasarle factura. En determinadas zonas, el terreno, jalonado de matorrales en los que dormitaban gatos y culebras, se notaba resbaladizo, por lo que se veía obligado a poner en liza sus cinco sentidos, si no quería dar con sus huesos en el suelo. En otras, aluviones de tierra, que habían germinado de la tormenta de días atrás, le aconsejaban dar un sinfín de rodeos para no tropezar con ellos.

Conforme iba avanzando, alguna que otra nube aislada, que había aparecido de manera inesperada, cruzaba por delante de la luna y hacía que su resplandor llegase por momentos más difuminado, por lo que, más que de la vista, le era menester fiarse de su memoria y capacidad de retentiva, que para algo sus pasos estaban adiestrados para hollar el mismo sendero cada vez que el vino hacía de las suyas y en las oscuras noches de invierno era como si lo transitasen por cuenta propia.

Ahora, fragmentos de mármol, escapados de algún resto de columna, a los que se agregaban cascotes salidos de Dios sabe dónde, modelaban lo más afín a una muralla de escasa altura, que en condiciones normales habría salvado sin dificultad. Pero las piernas le pesaban como si cadenas de hierro las lastrasen, así que juzgó más conveniente retroceder unos pasos, desviarse del camino de siempre e indagar un acceso distinto.

Mientras tanto, la nube aislada pasó a ser un recuerdo y en lugar suyo montones de nubes vinieron a superponerse unas a otras trazando un enrejado, o, mejor, un tapiz, unas nubes compactas que no filtraban la luz y daban la impresión de que habían venido para asaltar el cielo. La luna acabó por transformarse en un torpe remedo de sí misma, poco más que en una siniestra caricatura, y en un suspiro la noche se tornó negra como pata de araña y lo dejó a merced de las tinieblas. Y se confesó desorientado y perdido. Tan desorientado y perdido como lo estaba en la vida. Y empezó a ser presa de los nervios.

Se paró en seco, tragó saliva y se marcó de objetivo tranquilizarse y recobrar la sangre fría. No estaba tan lejos de su destino y no sería la primera vez que se veía en la dificultad de plantar cara a una noche como aquella. Claro que el diluvio caído había dejado su impronta y el camino distaba de parecerse al de antes. Se habían originado corrimientos de tierras, se habían abierto socavones, y piedras de todos los tamaños y formas erizaban la superficie y le empujaban a ralentizar el paso.

 

Ante la perspectiva de que fuera a estrellarse contra algo y se lastimara, adelantó el pie derecho alzándolo en el aire de una forma grotesca y avanzando con ello más de lo que en él era normal. Ya había comenzado a hacerlo descender para dar con su apoyo en tierra, y a renglón seguido realizar la misma operación con el izquierdo, cuando un soplo de aire helado le abofeteó el rostro, la espina dorsal se le erizó y ante sus ojos que no veían cobró carne el espectro de su madre fallecida que, con una sonrisa sin dientes y agitando la mano, lo acuciaba a seguir en pos de ella.

En su descenso, el pie rozó primero hierbajos y zarzas cuyo crecimiento habría propiciado la lluvia y, no bien se disponía a posarse sobre la tierra, que por debajo servía de manto, y a aguardar la presencia del otro pie, que ya iniciaba la maniobra de aproximación, vino a desfondarse en el vacío más absoluto. Y un grito fue a escapar de su garganta, al tomar conciencia de que ambos pies acababan de ser succionados por una grieta que se agazapaba bajo la maleza y que, lejos de darse por satisfecha con tan magra presa, reclamaba las restantes piezas de su cuerpo. Luego, como si una fuerza inhumana tirase de él hacia abajo o unas manos lo empujasen por la espalda, el descenso al abismo, después, golpes y rozaduras en los hombros, los costados y la cabeza, y para finalizar, la agridulce sensación de que el mundo se acababa, ya todo había llegado a su fin y de una vez por todas se le permitía descansar en paz.

4
Roma, 5 de agosto del año del Señor de 1492

Un desconocido que pasaba por allí, oye los gritos de socorro de Stéfano

El cuerpo le dolía como si por encima le hubiese pasado una manada de búfalos, la pierna derecha no daba señales de vida y de un momento a otro la cabeza iba a saltar hecha pedazos. Se frotó los ojos y fue a rociarlos por los rincones de donde quiera que hubiera caído, pero no atinó a distinguir nada, y la mente le jugó una mala pasada al proyectarle que, de resultas del golpe en un punto sensible de su anatomía, lo mismo se había quedado ciego. Estaba tendido bocarriba, los brazos pegados a los costados, y fueron las manos las que al roce de lo que había debajo le revelaron que era tierra, una tierra reseca y cuajada de guijarros, que a la altura de los riñones y la espalda se le estaban clavando como puñales.

Con idea de escapar de aquel suplicio, hizo por incorporarse, ponerse primero en cuclillas y a continuación de pie, pero las fuerzas no le respondieron y la única pierna con ciertas garantías le temblaba de manera tan ostensible, que resolvió darse la vuelta y probar bocabajo. Por una asociación de ideas más que evidente, mientras redoblaba sus esfuerzos por cambiar de postura, le rondó la imagen de una tortuga a la que un niño travieso hubiera dado la vuelta y pugnara por recobrar su posición natural para echarse a andar.

Ahora, a la manera de una serpiente, empezó a reptar, a avanzar con el movimiento de los codos y con la rémora de la pierna que no obedecía las directrices de su cerebro, y en su desplazamiento a ninguna parte fue topándose con guijarros como los que se le habían clavado en la espalda y en los riñones, con montoncitos de tierra apilados unos detrás de otros y con lo que al tacto reconoció como cascotes y piedras de tamaño considerable.

La oscuridad y un silencio fracturado por el roce de su cuerpo sobre el suelo seguían siendo sus únicos acompañantes y en su mente empezaron a desmenuzarse los recuerdos, que conforme avanzaba el tiempo iban aproximándolo con más fiabilidad a lo que había sucedido.

Había pasado buena parte de la noche en una de las tabernas del Trastévere, donde había dado cuenta de un sinfín de vasos de vino, su fijación por las cartas le había hecho perder hasta el alma, y se había desahogado con una puta cuyo nombre había olvidado, pero que apostaría se lo había birlado a una heroína del mundo clásico. Luego de haber traspuesto media Roma, a la altura del monte Opio, la luna se había oscurecido, había renunciado a alumbrar su camino y entre tropezón y tropezón se había visto obligado a andar a tientas y confiar en su intuición para no terminar descalabrado.

Seguía anclada a su memoria la zona por donde había transitado, resbaladiza y sembrada de matorrales, de residuos de mármol, de alimañas, así como aquella última zancada en la que, en vez de encontrarse con el acomodo de la superficie, se encontró con un agujero lo suficientemente amplio como para haberse tragado su cuerpo entero. Luego, mientras se precipitaba cielo abajo, sin saber adónde, el cosquilleo en el estómago, la sequedad en la boca, la sensación de vacío e indefensión y el estallido de su cuerpo roto al estamparse contra la dureza del suelo.

De lo que, en cambio, no guardaba recuerdo alguno era del tiempo que llevaba en aquella cueva. Igual la noche en que había sufrido el percance aún no había tocado a su fin y había estado inconsciente dos o tres horas, que igual llevaba durmiendo días o semanas. Y se asió a la esperanza de que la grieta por la que había caído e intuía sobre su cabeza, más pronto que tarde permitiera el paso de un rayo de sol, que lo orientase y despejase sus dudas.

Mientras tanto, por más que fuese a un ritmo en exceso lento, seguía reptando y reptando, en un intento de al menos hacerse una idea de la forma y dimensiones de la trampa en la que lo habían cazado. Sus esfuerzos pronto se vieron recompensados y, tras varios recorridos hacia arriba y hacia abajo, aventuró que aquello era una cámara de planta rectangular no muy amplia, y para descanso de su cuerpo comprobó que uno de los lados más cortos presentaba un reborde a ras de suelo de una altura de tres o cuatro cuartas. A duras penas logró tomar asiento en él y al pasar las manos por la lisura de la pared y su rectitud, cayó en la cuenta de que igual se había precipitado al interior de una de tantas construcciones antiguas que proliferaban bajo la superficie de Roma.

En estas digresiones andaba embebido, cuando un rayo de sol, poco más que un hilo, vino a iluminar el espacio de delante de sus pies. Minuto a minuto el hilo fue ganando espesor y con él el área sobre la que proyectaba su claridad. Sus uñas escarbaron la tierra que ahora se veía rojiza y punteada por fragmentos de ladrillo y, escarbando y escarbando, apartando a un lado la tierra, fueron a tantear la superficie dura y lisa de lo que se ocultaba debajo: un pavimento enlosado cuyo color no adivinó, pero que lo reafirmó en la idea de que antaño aquel recinto en el que se hallaba había sido habitado por hombres como él y no era un accidente de la naturaleza.

Alzó los ojos y muy por encima del agujero por donde el sol penetraba vislumbró un cielo rosáceo, que al poco se hacía azul y lo ponía en conexión con la vida. Una vida que en el exterior daba por hecho seguiría como de costumbre, sin que nadie lo echara de menos. Faltaba poco para que hombres y mujeres circularan por las inmediaciones del agujero y quién sabe si no reparaban en él y no les daba por asomar la cabeza.

De sus conjeturas y reflexiones lo sacaron unas toses, que provenientes del exterior se iban haciendo cada vez más cercanas. No iba a dejar pasar aquella oportunidad. Igual no volvía a aparecer nadie hasta dentro de horas o días, o él no se apercibía de ello, o no aparecía nunca. Y haciendo bocina con las manos se puso a gritar, a pedir socorro. Ya se estaba figurando la cara de asombro de quien caminaba próximo a él, su cabeza dando vueltas y viendo de localizar la procedencia de las voces. O lo mismo no, lo mismo se agobiaba, salía a todo correr y desaparecía de por vida.

Por encima de su posición le llegó el eco de unas pisadas, que al cabo de unos instantes se detuvieron, y a las pisadas vinieron a reemplazar la cabeza de un hombre y su voz, que se abría paso a través del agujero:

—¿Quién está ahí?

—Me he caído en este agujero. Ayudadme. Os lo ruego por Dios Padre Todopoderoso.

—No perdáis la calma. Voy en busca de ayuda. Enseguida estoy de vuelta.

—Yo os diré cómo podéis ayudarme, buen hombre. Mejor vais a Campo dei Fiori y allí, a la derecha del abrevadero, veréis un carro con un mulo. Es un mulo bayo de los que se ven pocos por Roma, y el carro está medio despintado. Es mío, me sirve para acarrear fruta del campo. Traedlo aquí. En su interior hay una cuerda lo bastante larga y resistente como para llegar abajo y aguantar mi peso. Os recompensaré.

—No hay recompensa más valiosa que el amor de Nuestro Señor Jesucristo y hacer el bien.

No más haber dejado de oír la voz del hombre que se había brindado a socorrerlo, una sombra cruzó por delante de sus ojos y lo puso en guardia. Había sido un estúpido con dejarse embaucar, quién sabe si no regresaba y se quedaba con el carro y el mulo, siempre y cuando continuase amarrado a una de las argollas del abrevadero. Una actitud tan altruista no se ajustaba a la idea que se había forjado sobre el ser humano. Su filosofía de vida se apoyaba en dos premisas: nadie hace nada por nadie; y primero yo, luego yo, y después yo. Y empezó a hervirle la sangre por haber confiado en un individuo al que no conocía de nada, aunque, bien mirado, ¿qué otra cosa podía hacer?

Se cruzó de brazos, corrió los párpados y se dispuso a esperar. Semanas atrás, en el evangelio de la misa a la que asistió en la iglesia de San Clemente, había quedado impresionado por una parábola que narraba la historia de un samaritano que se encontró en el camino a un hombre medio muerto, a quien habían asaltado unos bandidos. El samaritano se acercó a él, derramó en sus heridas aceite y vino y las vendó, y montándolo luego en su cabalgadura lo trasladó a una posada y lo cuidó. Al día siguiente, sacó de su bolsa unos denarios y se los entregó al posadero con el ruego de que mirara por él y le prometió que, si gastaba más, a su vuelta se lo reintegraría.

Quién no le decía que el hombre que se había prestado a socorrerlo no era como el buen samaritano de la parábola y regresaba y lo sacaba del agujero. Y hasta que regresaba, se puso a discurrir la manera de auparse a las alturas con el menor coste posible. De todas maneras, entre el porrazo que aún lo tenía aturdido, la fatiga por tanto reptar y la pierna que seguía más muerta que viva, el ascenso no iba a resultarle tarea fácil. Aunque, bien pensado, si desde arriba se actuaba de la forma que se estaba figurando, él apenas tendría que esforzarse, solo cuidar de que el nudo con el que iba a asegurar la cuerda a la altura de la cintura estuviera lo suficiente apretado como para no soltarse y no tanto como para dejarle sin aire. Ignoraba la edad del hombre al que aguardaba, si bien de resultas de su voz aseguraría que se trataba de una persona madura. Tampoco se hacía una idea de su físico, de si era alto o bajo, fuerte o débil. Fuera como fuese, tal detalle lo apreciaba irrelevante, tampoco se vería obligado a sudar en demasía, por cuanto su trabajo iba a consistir en desenganchar el mulo del carro y atar la cuerda al gancho del tiro. Era una operación tan simple, que hasta un niño podría realizarla.

El tiempo iba pasando, del buen samaritano no había ni rastro y por vez primera le invadió una sensación de claustrofobia, que provocó que la respiración se avivase, el rostro se congestionase y el sudor corriese por el cuello, el pecho y la espalda. Y para echar más leña al fuego le dio por maliciarse que el buen samaritano estaría muerto de la risa, tomándose unos vasos de vino a su salud, bosquejando en qué se fundiría los ducados que iba a sacar por la venta del carro y el mulo. Pero lo que más encanallado lo tenía era que, si gracias a la intervención de otro transeúnte acababa fuera del agujero, no iba a poder darse el gusto de ajustarle las cuentas a aquel aprovechado que se había burlado de él. Y esa reflexión acabó por hundirlo del todo y convencerlo de que, si en un plazo más o menos aceptable no aparecía, se pondría a gritar de nuevo.

Por nada de esto tendría que haber pasado si, después de haberse desahogado en la taberna, se hubiese ido a dormir al carro y a la mañana siguiente, abiertas ya las puertas de la muralla, lo hubiese arreado a su casa en el campo. Pero con excedente de vino en el cuerpo le daba invariablemente por lo mismo, por patearse media Roma a la luz de la luna y aguardar a que el aire fresco de la noche le apagara la borrachera. Y juró por todos los Santos que, si salía de esta y recuperaba el mulo y el carro, renunciaría al vino y se daría por satisfecho con zumo de frutas y agua.

 
Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»