Pensadores de frontera

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Pensadores de frontera
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JAIME NUBIOLA

Pensadores de frontera

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2020 by JAIME NUBIOLA

© 2020 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Colombia, 63, 8.º A, 28016 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realiazión ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5250-4

ISBN (versión digital): 978-84-321-5251-1

Para mi hermano Ramon,

ingeniero y sacerdote.

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

DEDICATORIA

PRESENTACIÓN

1. ELIZABETH ANSCOMBE (1919-2001): UNA VERDADERA FILÓSOFA

2. HANNAH ARENDT (1906-75) Y LA NOSTALGIA DE DIOS

3. ALBERT CAMUS (1913-1960): en busca de la luz

4. LA LARGA SOLEDAD DE DOROTHY DAY (1897-1980)

5. FIÓDOR DOSTOIEVSKI (1821-1881): EN BUSCA DE DIOS Y LA BELLEZA

6. VINCENT VAN GOGH (1853-1890): BUSCANDO LOS COLORES DE DIOS

7. ETTY HILLESUM (1914-1943): DIOS EN LOS BARRACONES

8. FRANZ KAFKA (1883-1924): EL SILENCIO DE DIOS

9. LA ÚLTIMA POSADA DE IMRE KERTÉSZ (1929-2016)

10. EL FEMINISMO LITERARIO DE GERTRUD VON LE FORT (1876-1971)

11. C. S. LEWIS (1898-1963) Y SUS AMIGOS

12. LA RELIGIOSIDAD POÉTICA DE ANTONIO MACHADO

13. ALASDAIR MACINTYRE (1929-): DIOS EN LA UNIVERSIDAD

14. CHARLES S. PEIRCE (1839-1914): UN PENSADOR PARA EL SIGLO XXI

15. HILARY PUTNAM (1926-2016): UN FILÓSOFO AMERICANO

16. RAINER MARIA RILKE (1875-1926) Y LA JOVEN POETA

17. LA VIDA EN LOS BOSQUES DE HENRY D. THOREAU (1817-1868)

18. SIMONE WEIL (1909-1943): UNA MUJER QUE DA MUCHO QUE PENSAR

19. LA RELIGIOSIDAD DE LUDWIG WITTGENSTEIN (1889-1951)

20. ACTUALIDAD DE MARÍA ZAMBRANO (1904-1991)

EPÍLOGO

ÍNDICE DE NOMBRES

AUTOR

PRESENTACIÓN

AUNQUE HAN PASADO CASI CUARENTA años, todavía resuenan en mis oídos las palabras pronunciadas por san Juan Pablo II en la Facultad de Derecho de la Universidad Complutense en la mañana del 3 de noviembre de 1982: «La síntesis entre cultura y fe no es solo una exigencia de la cultura, sino también de la fe. Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no totalmente pensada, no fielmente vivida». Me impactaron aquellas palabras —que el papa reiteraría en muchos otros lugares— y me impresionó muchísimo el aplauso atronador —que se prolongó durante tres o cuatro minutos— de los representantes de las universidades, las academias reales y el mundo de la investigación y el pensamiento que abarrotábamos el aula, revestidos de nuestros trajes académicos. En cierto modo, desde aquel día adopté como lema para mi trabajo como profesor universitario aquellas palabras que urgían a una valiente y renovada síntesis entre la cultura y la fe.

Este libro aspira a ser una invitación a repensar más a fondo la fe en el horizonte cultural de nuestro tiempo, precisamente para poder acogerla más plenamente e intentar vivirla más fielmente. En uno de sus capítulos se cuenta cómo el poeta estadounidense Christian Wiman se acercó a la fe gracias a aquel pasaje de Simone Weil de los dos prisioneros confinados en una cárcel. Entre ellos hay una gruesa pared de piedra y con el paso de los años aprenden a comunicarse mediante toques en la piedra. La pared es lo que les separa, pero también es el único medio que tienen para comunicarse. «Es lo mismo entre nosotros y Dios —explica Weil—. Lo que separa es lo que une». Para Wiman el muro de piedra es el lenguaje poético, pues al otro lado del esfuerzo creativo siempre está Dios. Cuando la cultura contemporánea parece alejarse de Dios, los ojos de la fe descubren que esa cultura realmente puede unirnos a Él.

Merece quizá la pena transcribir las palabras finales de aquel discurso del papa Juan Pablo II en la Complutense a los representantes del mundo de la cultura en nuestro país: «Ojalá que, en vuestro deber bien cumplido, en vuestro servicio a la humanidad, encontréis esa Verdad total, que da sentido pleno al hombre y a la creación. Esa Verdad que es el horizonte último de vuestra búsqueda». Me parece que quienes buscan la verdad en el arte, la poesía o la filosofía están en última instancia buscando a Dios. Por eso son pensadores de frontera, porque tienden puentes y abren caminos que nos ayudan a cada uno de nosotros a pensar más y quizás a acercarnos a Dios.

En cada capítulo presento a un pensador o pensadora del pasado reciente cuya lectura me ha interpelado y que me parece del todo relevante para seguir pensando hoy. Se trata de exposiciones breves que, sobre todo, invitan a leer directamente los textos del autor abordado en cada caso para aprender qué nos dicen hoy a cada uno de sus lectores. Los veinte autores presentados son ampliamente conocidos. Cuando en el cuerpo del texto no se desarrolla el perfil biográfico, incluyo una nota inicial con algunos datos básicos de su biografía.

He secuenciado los capítulos por orden alfabético de apellidos y, aunque el volumen tiene gran unidad, pueden ser leídos cada uno independientemente. Varios capítulos han sido escritos en colaboración con otros autores expertos en los pensadores estudiados: a ellos va mi gratitud.

Agradezco también al editor Santiago Herraiz su implicación y ayuda para dar forma final a este volumen. Además, agradezco las correcciones a mi borrador de Marinés Bayas, María Rosa Espot, Ainhoa Marin y Ramon Nubiola.

Pamplona, 28 de enero 2020

1.

ELIZABETH ANSCOMBE (1919-2001): UNA VERDADERA FILÓSOFA[1]

EL 19 DE MARZO DE 2019 SE CUMPLIÓ el centenario del nacimiento de quizá la más grande de las filósofas angloamericanas del siglo xx: Gertrude Elizabeth Margareth Anscombe, discípula de Ludwig Wittgenstein, cuya cátedra de filosofía en la Universidad de Cambridge ocupó desde 1970 hasta su jubilación en 1986. La profesora Anscombe, conversa al catolicismo a los 21 años, no solo fue una filósofa brillante y original, sino que a lo largo de toda su vida constituyó un excepcional ejemplo —en palabras de Alejandro Llano— de «mujer fuerte, que siempre está en la brecha en defensa de la humanidad». Estuvo casada con el también filósofo Peter Geach, fallecido en 2013, y tuvieron siete hijos.

Elizabeth Anscombe estudió en Sydenham School y se graduó en St. Hugh’s College, en Oxford. En 1942 conoció a Wittgenstein en Cambridge y pronto se convirtió en uno de sus más fieles discípulos. Cuando en 1946-47 Anscombe fue nombrada research fellow en Sommerville College en Oxford viajaba todas las semanas a Cambridge para asistir a las clases de Wittgenstein. De hecho, pocos años después, Wittgenstein, enfermo ya de cáncer, se trasladaría a vivir durante varios meses a la casa de Anscombe y Geach; es a ella a quien iban dirigidas aquellas famosas palabras suyas poco antes de morir: «¡Eliza, yo siempre he amado la verdad!». Elizabeth Anscombe, fiel tanto a Wittgenstein como a sus convicciones, realizó desde su juventud el ideal filosófico de orientar toda la vida hacia la verdad.

 

Después de la muerte de Wittgenstein en 1951, Anscombe dedicó durante años muchas energías para que el legado filosófico de su maestro, escrito en su mayor parte en alemán, viera la luz. En particular, debe mencionarse su prodigiosa traducción al inglés de las Investigaciones filosóficas. Además de su trabajo como albacea literario de Wittgenstein, Elizabeth Anscombe será recordada entre los filósofos por su libro de 1957 Intention, que es considerado como el documento fundacional de la filosofía contemporánea de la acción, su monografía de 1959 An Introduction to Wittgenstein’s Tractatus, en la que estudia magistralmente el primer libro de Wittgenstein, y por muchos de los artículos compilados en sus tres volúmenes de Collected Philosophical Papers de 1981, que tuvieron un singular impacto en la comunidad filosófica.

Elizabeth Anscombe fue siempre una pensadora original, viva y muy a menudo a contracorriente de las mayorías o de las conveniencias políticas. Por ejemplo, cuando la Universidad de Oxford se propuso conferir el doctorado honoris causa al presidente americano Harry S. Truman, se opuso enérgicamente a ello junto con otros dos colegas por la responsabilidad de Truman en el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. «Para los hombres elegir matar al inocente como medio de alcanzar sus fines es siempre asesinato», sostuvo con firmeza Anscombe a este respecto. De manera análoga, en múltiples ocasiones escribió valiente y brillantemente sobre la sexualidad, la natalidad, la protección del no nacido y muchos otros temas de actualidad, escandalizando a muchos colegas más acomodaticios con las modas.

La profesora Anscombe viajó mucho, dando clases y conferencias en numerosos países europeos y americanos. En España visitó muy frecuentemente durante los años setenta y ochenta del siglo pasado la Universidad de Navarra, que le confirió el grado de Doctor honoris causa en enero de 1989. El profesor Alejandro Llano en su laudatio afirmaba de ella: «Es el suyo un estilo bello e implacable, que se caracteriza por la capacidad de hacer preguntas insólitas y de responderlas con tanta finura como rigor. La ironía socrática vuelve a estar presente en el origen de un filosofar cuyo campo de acción ya no es un desván lleno de prejuicios y acostumbramientos, sino el aire libre de incitantes enigmas. Cuando Elizabeth Anscombe discute con Descartes o Hume, cuando interpreta a Aristóteles o a santo Tomás, lo que hace es mirar con ellos hacia una realidad siempre nueva y sorprendente. Y sus lectores guardamos la íntima convicción de que ella ha logrado ver más». En aquella solemne ocasión Anscombe explicaba: «La Universidad de Navarra se dedica en su búsqueda de la verdad al servicio de Dios. Que Dios es verdad es algo que no se reconoce hoy en todas partes, ni siquiera en muchas, pero este reconocimiento está constantemente implícito aquí, en la Facultad de Filosofía. Por eso estoy muy agradecida al ser contada como un colega en esta Facultad».

La vida de la profesora Anscombe, llena de resultados académicos, está también cuajada de anécdotas simpáticas. En su obituario en The Guardian, Jane O’Grady recordaba cómo en una ocasión, en Chicago, al ser asaltada en la calle por un ladrón, ella le increpó diciendo que esa no era manera de tratar a un visitante. Enseguida comenzaron a hablar y el asaltante la acompañó hasta su hotel, reconviniéndola por circular por una zona tan peligrosa de la ciudad. La anécdota es bien significativa, y muestra no solo el fino corazón de una filósofa, sino también su convicción —de filiación wittgensteiniana— en la capacidad de la palabra para lograr una verdadera comunicación.

[1] G. E. M. Anscombe (1919-2001) fue una de las figuras más importantes de la filosofía del siglo XX. Estudió en Oxford y en 1970 pasó a ocupar la cátedra de Filosofía en Cambridge. Fue discípula predilecta y albacea testamentaria de Wittgenstein. Entre sus obras destacan Intention (1957) y los tres volúmenes de sus Collected Philosophical Papers (1981), que son una buena muestra de la amplitud de sus intereses filosóficos y del rigor que le caracterizaba.

2.

HANNAH ARENDT (1906-75) Y LA NOSTALGIA DE DIOS

Con Carmen Camey

HANNAH ARENDT ES UNA MUJER difícil de encasillar. Aunque de origen judío, no era religiosa ni creía en un Dios a la manera tradicional. Se autodenominó agnóstica en varias ocasiones y, sin embargo, era una mujer de fe. Pasó la mayor parte de su vida intentando que sus contemporáneos la recuperaran: la fe en la razón, la fe en la humanidad, la fe en el mundo. Hay dos elementos persistentes a lo largo de su vida y de su obra: la confianza y el pensamiento. Estos se alimentan mutuamente: Arendt confiaba en el pensamiento y cuanto más pensaba, más aumentaba su confianza en él.

Había nacido en octubre de 1906 en un pueblo cercano a Hannover. Estudia en Marburgo, donde conoce a Martin Heidegger, se traslada a Friburgo para estudiar con Husserl y finalmente se doctora en Heidelberg en 1929 con una tesis sobre El concepto de amor en san Agustín, dirigida por Karl Jaspers. Desarrolla una amplia actividad política en estos años y ante la persecución de los judíos decide emigrar a los Estados Unidos, donde se instala a partir de 1941 con su segundo esposo Heinrich Blücher. En los Estados Unidos trabajó como periodista y como profesora de ciencia política en varias universidades. Reflexionó mucho sobre su experiencia vital en Alemania y en Estados Unidos. En 1951 obtendrá la nacionalidad estadounidense, después de años de apátrida por habérsele retirado la nacionalidad en Alemania.

En su libro Eichmann en Jerusalén, de 1961, Arendt propone una tesis para intentar comprender cómo hombres y mujeres aparentemente normales pudieron prestarse a las atrocidades cometidas durante la Alemania nazi. Sostenía que el mal de un hombre como Adolf Eichmann, un ejemplo de hombre cualquiera, no era un mal calculado, sádico o ideológico, sino que, al contrario, era un mal banal, superficial, resultado no del exceso de pensamiento, sino precisamente de su ausencia. Fue la incapacidad personal de dar una respuesta reflexionada a una situación moral conflictiva lo que llevó a estas personas a convertirse en asesinos y en colaboradores del mal. Este intento de arrojar luz sobre lo que ocurrió entre 1940-1945 le valió duras críticas por «defender a un nazi y traicionar a su propio pueblo». Lo que muchos no entendieron fue que, durante el juicio de Eichmann, la filósofa alemana no intentó defender a un demonio, sino defender a la humanidad.

La situación intelectual y general en la que Hannah Arendt desarrolla su tesis de la banalidad del mal era de desconfianza ante el mundo y ante el ser humano mismo. Los hombres desconfiaban de la razón porque creían que esta había llevado a tan inmensos desastres: era la razón la que había construido las cámaras de gas y las armas nucleares. Lo que Arendt logra es precisamente refutar esta idea al afirmar que el mal no tiene profundidad, que el mal —de ordinario— no proviene del cálculo, sino precisamente de la falta de reflexión, de la superficialidad.

Arendt recupera la confianza en el hombre como un ser que puede hacer el mal sin por ello ser pura maldad; en su comprensión del hombre queda espacio abierto a la redención, a la esperanza de que cuando el hombre se comporta como tal, no se convierte en un demonio. Somos capaces de hacer el mal, pero no es el pensamiento lo que nos lleva al mal, no son nuestras cualidades más humanas, sino más bien el no usarlas plenamente, lo que puede llevarnos a cometer crímenes horribles.

Pensar lleva a plantearnos las cuestiones últimas. Estos mismos principios son los que invocamos cuando tenemos dudas en nuestro actuar, cuando estamos en una encrucijada moral y necesitamos una guía. El problema surge cuando estos principios no existen, cuando la renuncia a pensar los ha convertido en clichés vacíos que se caen ante el más mínimo asomo de presión y no nos permiten ser capaces de dar una respuesta razonada y personal a los problemas. Respondía Hannah Arendt a Hans Jonas en 1972: «Yo estoy completamente segura de que toda esta catástrofe totalitaria no habría ocurrido si la gente todavía creyera en Dios o, mejor dicho, en el infierno, es decir, de haber existido aún principios últimos. Pero no los había. Y usted sabe tan bien como yo que no había principios últimos que hubieran podido invocarse con visos de éxito. No había nadie a quien invocar».

Este deseo de sacralidad, de una fe más grande en el hombre y en sus capacidades, se transparenta en todas las obras de Hannah Arendt, en las que todos los grandes ideales humanos son reverenciables. Explica Alfred Kazin que leer a Arendt le evoca un mundo al que debemos todos nuestros conceptos de la grandeza humana. Sin Dios no sabemos quiénes somos, no sabemos quién es el hombre. Esto es lo que la filosofía de Arendt parece insinuar: su confianza y su gratitud por el regalo de ser. Su fe en la justicia, en la verdad, en todo lo que hace grande y bueno al hombre la convirtió en una incomprendida, que se alejaba de las convenciones de un mundo que reducía la grandeza y el misterio del hombre. Arendt está muy lejos del nihilismo y de la frustración a los que muchos llegaron después de ser testigos de los sucesos del siglo pasado, pues no pierde la esperanza y su búsqueda de la verdad evoca algunas rendijas por las que se abre a una realidad trascendente, a un misterio inabarcable, a Dios.

Arendt muestra una visión abierta a una realidad trascendente porque no tiene una fe ciega en el ser humano; es perfectamente consciente de lo que el hombre es capaz de hacer, no cierra los ojos a la maldad humana. Sin embargo, esto no es motivo de desesperanza pues su fe no es solo en el hombre mismo, sino en lo que hace grande al hombre. Es consciente de que cuando el hombre solo cree en sí mismo se frustra, no es capaz de ser hombre en plenitud. Esto se ve plasmado, por ejemplo, en la conversación que mantuvo una noche con Golda Meir, primer ministro de Israel. Meir le dijo: «Siendo yo socialista, naturalmente no creo en Dios. Creo en el pueblo judío». Y Arendt explicará: «Me quedé sin respuesta… Pero podía haberle dicho: la grandeza de este pueblo brilló en una época en que creía en Dios y creía en Él de tal manera que su amor y su confianza hacia Él eran mayores que su temor. ¿Y ahora este pueblo solo cree en sí mismo? ¿Qué bien puede derivarse de ello?». Precisamente, la visión de Arendt es esperanzadora porque no confía solo en sus propias capacidades, sino en algo que está más allá del ser humano, deja espacio al misterio, a esa impredecibilidad de la que tanto le gusta hablar. El verdadero mal, para el hombre, es renunciar a ser hombre, es hacerse superfluo como ser humano y esto ocurre cuando el hombre solo confía en sí mismo.

Lo que Arendt hace en sus escritos es preparar el terreno para que quepa Dios. En un mundo donde el hombre es malo y su razón también lo es, Dios no puede existir. Dios existe cuando el ser humano se comprende a sí mismo como lo que es, cuando se sabe poseedor de grandes capacidades y a la vez capaz de los más grandes horrores, cuando pone confianza en sí y a la vez deja espacio para el misterio que lo supera. Por eso, en la filosofía arendtiana podemos percibir esa apertura y esa confianza que están muy lejos de la nada y muy cerca de Dios.

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