Las once mil vergas

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Из серии: Rey de bastos #5
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LAS ONCE MIL VERGAS

Apollinaire

Traducción de Xavier Aleixandre


Título Original: Les onze mille verges

Cubierta: Schiele

© de esta edición:

Laertes S.A. de Ediciones, 2012

C./Virtut 8, baixos - o8o12 Barcelona

www.laertes.es

Programación: JSM

ISBN: 978-84-7584-885-3

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos reprográficos, <www.cedro.org>) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Prólogo

En su prólogo a la edición de 1930, Troisétoiles defendía con una pasión fría todavía surrealista, aunque ya no por mucho tiempo, Las once mil vergas contra los moralistas de toda ralea y contra el propio Apollinaire. En 1963 era una nota final que Toussaint Médecin-Molinier dedicaba a una nueva edición: confirmaba en ella valiéndose de diversas pruebas la autenticidad de un texto mal conocido aún por el público e insistía en su carácter de loca fantasía.

Hoy, esta obra de reputación escandalosa ha salido de la clandestinidad. No se trata ya de invocarla contra los poemas de guerra de Calligrames, ni de justificar su atribución al poeta de Alcools, sino de leerla. Algunos se lamentarán: una recuperación más operada por la cultura burguesa, ¿para cuándo Las once mil vergas en los programas universitarios? Yo digo: ¿por qué no? ¿Es preciso que su difusión neutralice el libro? ¿Y se debe temer su presencia de pleno derecho en las obras completas de Apollinaire? De ello resultará por el contrario una lectura enriquecida por unas aproximaciones multiplicadas.

Y ante todo una lectura que se hará en una versión correcta. Las diferentes ediciones más o menos recientes contienen, en efecto, no menos de una treintena de errores: sin hablar del subtítulo «o los amores de un hospodar» deliberadamente suprimido, van desde la simple errata, ya grave (tâter por téter,1 cuando se trata del «huérfano» de Mony, ¡casi nada!), hasta la omisión de palabras, e incluso de una página entera, sin razón aparente. Por otro lado, se había creído conveniente rectificar la puntuación poco gramatical, es cierto, pero tan expresiva de Apollinaire, que es la pulsación misma de la frase.

Era preciso volver a un texto correcto. Hemos elegido el de la edición original de 1907. Ciertamente, ese pequeño volumen de apariencia más bien mala no es perfecto: es la primera tentativa de un impresor de Montrouge, especialista en encargos de obras clandestinas y decidido a trabajar por su propia cuenta. Contiene un número bastante grande de erratas evidentes (faltas de concordancia, por ejemplo, o simples faltas de ortografía) que era conveniente corregir; nuestra intervención se ha referido también a algunos casos de puntuación por demasiado aberrantes. Pero, siempre que cabía la duda, la lección del original ha dado la pauta. Es pues una verdadera restitución de Las once mil vergas de 1907 la que aquí hemos establecido.

Entre ese libro no confesado, salvo a algunos amigos próximos, y las otras obras de Apollinaire, los lazos profundos no faltan. Los más simples conciernen, aparte de las particularidades de puntuación ya señaladas, a aproximaciones lingüísticas: el gusto por palabras como bayer, Nissard, kellnerine —preferentemente pelirroja—, nixe, pandiculation...,2 la propensión al equívoco (en el mismo título que hace alusión al martirio de santa Úrsula y de las 11.000 vírgenes compañeras suyas)3 o a los ecos sonoros, como al principio del capítulo segundo (... un verre de raki. —Chez qui? chez qui? ... si je mens. —Et comment ... je ne suis pas un noceur. —Et ta soeur!),4 etc. Aviso a los aficionados a las estadísticas y los cálculos de frecuencias. El ordenador que engulló todas las palabras de Calligrames para el Centro de estudio del vocabulario francés de la Facultad de Letras y Ciencias humanas de Besançon está aún en servicio.

También se hace patente la atracción de Apollinaire por la erudición. No le desagrada subrayar, sin duda recordando una anécdota de la juventud de Casanova, que «mentula» es femenino, y «coño» masculino, ni sugerir que los testículos no son, como pretende una vana etimología, los testigos del acto amoroso, sino «las pequeñas testas que encierran la materia cervical que brota de la mentula o pequeña inteligencia». A buen latinista... En otra parte, muy contento de insertar en su relato una historia japonesa (según un procedimiento de collage igualmente utilizado más adelante para la confesión de Katache y que nunca dejó de emplear tanto en prosa como en poesía), se entrega a un exceso de exotismo nipón, escribiendo además según la moda del siglo xix lotos en vez de lotus y sintoisme sin h.

Otras confrontaciones son más curiosas. El botcha amante de Ninette es hermano del botcha Costantzing del cuento «La Favorite» en Le Poète assassiné. El bello Egon, castigado por donde había pecado y que muere empalado entre el sufrimiento y el placer, recuerda a otro ganímedes (bello, este, como Atys), que, izado a una verja por unos bribones, muere «con voluptuosidad tal vez» en el primero de los tres «Châtiments divins» de L’Héresiarque et Cié. Las escenas de San Petersburgo anuncian sin duda el comienzo de La femme assise. Y así sucesivamente.

Dos pasajes emergen. Uno es ese delicado paisaje renano al alba, cuya aparición inesperada sucede a la orgía sangrienta del Orient-Express (un Orient-Express que además lleva a Bucarest por un curioso itinerario). «El único paisaje renano descrito por Apollinaire», escribe R. d’Artois, catedrático de alemán, en su edición de las Memorias de una cantante alemana. ¿El único? Veamos, ¡querido colega! Viñedos, una música de pífanos que no se ven, un paisaje que se aleja, y niños, vacas en un prado, ¿no es ese el paisaje de Mai, o el de Colchiques, sin hablar de la prosa que surge súbitamente, como si en el espacio de un instante la mirada de Wilhelm hubiera pasado por los ojos de Mony?

El otro pasaje se encuentra al final del libro. Culculine pide al escultor Genmolay que erija una estatua en recuerdo de Mony Vibescu. Este se anima con una sesión de desenfrenos en la que, con Cornaboeux, está asociado a Alexine y Culculine y, al día siguiente, comienza el trabajo. Del mismo modo y guardando todas las proporciones, y todas las convenciones, en el último capítulo de Le poète assassiné el pájaro del Bénin decide con Tristouse la construcción de un monumento a Croniamantal, ambos pasan una jornada con el príncipe de los poetas y su amiga en el bello bosque de Meudon y, al día siguiente, es rematado un monumento conmemorativo tan «sorprendente» como el de Mony.

Por último —aún un poco de pedantería—, la dialéctica de lo verdadero y lo falso, ese punto focal del imaginario apollinariano puesto de relieve por toda la crítica moderna, ¿no es una de las estructuras de esa novela (siendo otra, como para Le Poète assassiné, la geografía del viaje)? La historia de Vibescu, noble sin serlo y siéndolo a la vez, cuyo delirio sádico ha provocado por azar la victoria japonesa, termina con la imagen de una estatua cuyo significado cada cual interpreta a su manera, tras una muerte que confirma de modo ambiguo un juramento ambiguo y, de una deficiencia, hace la razón de su inmortalidad, pasando por la muerte trágica de Kilyému, extrañamente conforme a sus deseos.

Inquietante identidad de los esquemas. Louis Lelan sugirió ya que Les exploits d’un jeune Don Juan podían muy bien ser algo así como el vaciado de Le poète assassiné, una «obra al negro» respondiendo a la obra en claro. ¿Serían nuestras 11.000, a su vez, una especie de sombra proyectada que subraya las formas de la obra ampliándolas?

Que polemicen los psicoanalistas. Ellos nos enseñarán que la crueldad agresiva está siempre ligada al amor en nuestro poeta; que su atracción por las nalgas y la sodomía, que no era simplemente literaria, su afición por la palabra «culo» (ver Alcools) son otros tantos signos del miedo al sexo femenino y del predominio de un estadio regresivo sádico-anal; que por otro lado la única escena de castración del libro es altamente significativa: ¿no arranca la bien llamada Culculine de un mordisco —¡vagina dentada!— el glande de la Chaloupe —¡ablación del falo!? Y que la continuación del episodio no es menos simbólica: la venganza sádica de Cornaboeux no se ejerce sobre el sexo femenino, ni sobre la boca que fue su sustituto activo, sino que es «entre las dos nalgas de Culculine» donde planta su cuchillo. El psicoanálisis tendrá de nuevo algo que decir a propósito de numerosas situaciones que aparentemente son de voyeurismo, en realidad de frustración: un hombre asiste a los jugueteos de una pareja, y más a menudo de dos mujeres que le rechazan, y no puede sino masturbarse ante ese espectáculo —siendo el colmo alcanzado por ese mal-aimé masoquista de Katache, que con tanta complacencia relata sus desventuras (digámoslo de paso, estas se desarrollan en parte en uno de los paisajes afectivos de Apollinaire tan importante como las orillas del Rin, Niza y Mónaco).

 

La pista es apasionante, pero peligrosamente enjabonada. Es divertido constatar que confluye, en su seriedad, con una incitante reseña de 1907, citada por Louis Perceau en su Bibliographie du roman érotique según un catálogo clandestino de la época. He aquí esta reseña, en la que puede suponerse, con Toussaint Médecin-Molinier, que Apollinaire intervino, aún sin ser el redactor:

«“Más fuerte que el marqués de Sade”, así es como un crítico famoso ha juzgado Las once mil vergas, la nueva novela que se comenta en voz baja en los salones más señoriales de París y del extranjero.

Ese volumen ha gustado por su novedad, por su impagable fantasía, por su apenas creíble audacia.

Deja a gran distancia las obras más terribles del divino marqués. Pero el autor ha sabido mezclar lo encantador con lo espantoso.

Nada se ha escrito más terrible que la orgía en el coche-cama, acabada en un doble asesinato. Nada más conmovedor que el episodio de la japonesa Kilyému cuyo amante, marica probado, muere empalado como ha vivido.

Hay escenas de vampirismo sin precedentes cuyo actor principal es una enfermera de la Cruz Roja, bella como un ángel, la cual, vampira insaciable, viola a los muertos y los heridos.

Los cafetuchos y los burdeles de Port-Arthur dejan enrojecer en ese libro las obscenas llamas de sus faroles.

Las escenas de pederastia, de safismo, de necrofilia, de escatomanía, de bestialidad se mezclan del modo más armonioso.

Sádicos o masoquistas, los personajes de Las once mil vergas pertenecen de ahora en adelante a la literatura.

La FLAGELACIÓN, este arte voluptuoso del que se ha llegado a decir que quienes lo ignoran no conocen el amor, es tratado aquí de una manera absolutamente nueva.

Es la novela del amor moderno escrita de una forma perfectamente literaria. El autor ha osado decirlo todo, es cierto, pero sin vulgaridad ninguna.»

Novela del amor moderno es mucho decir; es sobre todo ignorar las distancias que se toma Apollinaire con el amor y el erotismo. «Las once mil vergas no es un libro erótico, —había remarcado Troisétoiles—, pero es quizá el libro de Apollinaire donde el humor aparece con mayor pureza.» Y la risa, que se lleva con el erotismo tan mal como el humor. Las combinaciones de los cuerpos son descritas con una exageración que las hace caricaturales, o reducidas a precisiones cómicas. Vean si no a Cornaboeux, Mony y Mariette en el Orient-Express, unidos a más no poder; y a Mony «aullando»: «¡Puerco ferrocarril! No vamos a poder guardar el equilibrio». Troisétoiles lo decía bien: «Permítanme señalarles que todo esto no es serio». Sade, ¡sí! Rabelais, ¡no! Lo malo es que Apollinaire, sea precisamente Sade acomodado a la salsa rabelaisiana.

El relato erótico tiene generalmente unas localizaciones específicas: un castillo, una casa en el campo, un país exótico... en pocas palabras, un «otra parte» indeterminado. A excepción de algunas tiradas visiblemente calcadas, sobre el wagnerismo por ejemplo, el canto y Alemania tienen una función completamente secundaria en las Memorias de una cantante alemana; y los capítulos documentales están claramente separados de los episodios eróticos en La venus india. La novela de Apollinaire está en cambio claramente situada en el espacio y el tiempo. Toussaint Médecin-Molinier ya lo señaló: la conjura de Bucarest no es ninguna invención y Alejandro Obrenović es asesinado lo mismo que su mujer Draga en la noche del 10 al 11 de junio de 1903; el asedio de Port-Arthur termina con la victoria japonesa a principios de 1905.

Pero a esta trama histórica, en la que sus personajes están insertos, él ha mezclado algunos hilos de color fantasía. La actriz Estelle Ronange, que tiene problemas con el administrador de la Comédie-Française Jules Claretie y recita tan bien la Invitation au voyage, hace pensar en Marguerite Moréno. Los encargados del burdel de moda de Port-Arthur son dos poetas simbolistas que no tardamos en reconocer, no solo por sus nombres traspuestos, sino también por el esbozo de pastiche y las alusiones que constituyen los versos que les son atribuidos, Adolphe Retté-Terré y Tancrède de Visan-Tristán de Vinaigre. Vienen a cambio sin máscara el nombre del periodista André Barre, privado únicamente de sus dos últimas letras, y el del fiel amigo Jean Mollet, convertido en Genmolay y promovido a escultor.

¿Hace falta precisar que las aventuras atribuidas a unos y otros son absolutamente ficticias? Se trata tan solo de un juego, como en La fin de Babylone el personaje del «célebre poeta» Jahq Dhi-Sor, Jacques Dyssord, o el de Ramidegourmanzor —Remy de Gourmont.

Pero el juego no es nunca absolutamente gratuito. Si André Barre está chistosamente mezclado en una sombría maquinación, es por una razón que descubrimos en «La vie anecdotique» del Mercure de France del 16 de enero de 1912, donde Apollinaire, hablando de profecías, cuenta la siguiente anécdota:

«El señor André Barre, cuya tesis sobre el simbolismo tuvo gran resonancia, fue célebre en Europa, hace algunos años. En esa época, en L’Européen, semanario que publicándose en París, casi desconocido en Francia, gozaba de una autoridad europea, el señor André Barre escribía unas notas sobre Serbia. Combatía violentamente la dinastía de los Obrenović y, cierta semana, anunció la muerte próxima de la pareja real.

La tragedia de Belgrado tuvo lugar poco después de este artículo, que había tenido gran eco en Europa, y el señor André Barre se convirtió, durante algunos días en el hombre del día. Sin embargo, el señor André Barre, a quien la política extranjera había dejado probablemente de interesar, prosiguió su vocación literaria. Es lástima, ya que el papel de profeta no es de despreciar.»

Por un proceso comparable de inserción de lo imaginario en lo real, el pájaro del Bénin es y no es Picasso, Elvire Goulot es a la vez Irène Lagut y una creación novelesca. La broma converge con los arcanos de la invención poética, y el autor anónimo de Las once mil vergas con el Apollinaire de Le poète assassiné o de La femme assise.

Otro anónimo que había entretanto confesado su identidad, Toussaint Médecin-Molinier, señaló ya la existencia de un ejemplar dedicado por Apollinaire a Pierre Mac Orlan. He aquí otra de esas raras dedicatorias, en forma de acróstico sobre el nombre de Picasso; si bien es cierto que, al igual que el libro, solo está firmada con las iniciales G. A., su autenticidad es indiscutible:

P ríncipe rumano, Mony convergió hacia el amor

I inmolándose en aras de los príncipes del Amor

C redencial de la enorme gloria con que arrolla

A cualquier hora podía servirse de su polla

S u martirio flagelar a los dioses le permite

S u nimbo es un gran culo que se llama luna en los cielos

O h Pablo sé capaz de un día ser mejor.

G. A.

Míchel Décaudin5

La presente versión de Les onze mille verges, basada en el texto original publicado en 1907, pretende —y solo «pretende»— respetar y mantener en todo momento las características fundamentales, en el fondo y en la forma, del hacer de Guillaume Apollinaire.

Capítulo primero

Bucarest es una bella villa donde parece que vayan a mezclarse el Oriente y el Occidente. Aún estamos en Europa si atendemos meramente a la situación geográfica; pero estamos ya en Asia si nos remitimos a ciertas costumbres del país, a los turcos, a los serbios y otras razas macedonias de las que se ven por las calles pintorescos especímenes. No obstante es un país latino, los soldados romanos que colonizaron el país tenían sin duda el pensamiento constantemente puesto en Roma, entonces capital del mundo y cabeza de todas las elegancias. Esta nostalgia occidental se ha transmitido a sus descendientes: los rumanos piensan sin cesar en una ciudad donde el lujo es natural, donde la vida es alegre. Pero Roma ha sido despojada de su esplendor, la reina de las ciudades ha cedido su corona a París y no resulta extraño que, por un fenómeno atávico, el pensamiento de los rumanos esté sin cesar puesto en París, ¡que tan bien ha reemplazado a Roma en la cabeza del universo!

Al igual que los otros rumanos, el bello príncipe Vibescu soñaba con París, la Ville-Lumière, donde las mujeres, todas bellas, son todas fáciles también. Cuando estaba aún en el colegio de Bucarest, le bastaba pensar en una parisina, en la parisina, para trempar y verse obligado a meneársela lentamente, con beatitud. Más tarde, se había corrido en multitud de coños y culos de deliciosas rumanas. Pero estaba muy claro, necesitaba una parisina.

Mony Vibescu era de una familia muy rica. Su bisabuelo había sido hospodar, lo cual equivale en Francia al título de subprefecto. Pero aquella dignidad se había transmitido de nombre a la familia, y el abuelo y el padre de Mony habían llevado ambos el título de hospodar. Mony Vibescu tuvo que llevar igualmente ese título en honor de su antepasado.

Pero había leído suficientes novelas francesas como para saber reírse de los subprefectos: «Veamos —decía—, ¿acaso no es ridículo hacerse llamar subprefecto porque lo haya sido tu abuelo? ¡Es grotesco, simplemente!». Y para ser menos grotesco, había reemplazado el título de hospodar-subprefecto por el de príncipe. «He ahí —exclamaba— un título que puede transmitirse por vía hereditaria. Hospodar es una función administrativa, pero es justo que los que se han distinguido en la Administración tengan el derecho de llevar un título. Yo me ennoblezco. En el fondo, soy un precursor. Mis hijos y mis nietos me lo agradecerán.»

El príncipe Vibescu estaba muy liado con el vicecónsul de Serbia: Bandi Fornoski quien, se decía por la ciudad, enculaba con gusto al encantador Mony. Un día el príncipe se vistió correctamente y se dirigió al viceconsulado de Serbia. Por la calle, todos le miraban y las mujeres lo hacían de hito en hito diciéndose: «¡Qué aire tan parisino tiene!».

En efecto, el príncipe Vibescu andaba como se cree en Bucarest que andan los parisinos, es decir, a pequeños pasitos apresurados y meneando el culo. ¡Es encantador! y cuando un hombre anda así en Bucarest, no hay mujer que se le resista, ni que se trate de la esposa del primer ministro.

Llegado ante la puerta del viceconsulado de Serbia, Mony meó largamente contra la fachada, luego llamó. Un albanés vestido con una fustanela blanca fue a abrirle. Rápidamente el príncipe Vibescu subió al primer piso. El vicecónsul Bandi Fornoski estaba completamente desnudo en su salón. Tumbado en un mullido sofá, trempaba con firmeza; a su lado se encontraba Mira, una morena montenegrina que le hacía cosquillas en los cojones. Estaba igualmente desnuda y, como estaba inclinada, su postura hacía resaltar un bello culo muy rechoncho, moreno y mullido, cuya fina piel parecía a punto de estallar. Entre las dos nalgas se extendía la raya bien hendida y de pelos castaños, se vislumbraba el agujero prohibido redondo como una pastilla. Debajo, los dos muslos, vigorosos y largos, se extendían, y como su postura forzaba a Mira a separarlos se podía ver el coño, abundante, tupido, bien hendido y sombreado por una espesa melena completamente negra. No se inmutó cuando entró Mony. En otro rincón, sobre una tumbona, dos bonitas muchachas de gordo culo bolleaban lanzando breves «¡Ah!» de voluptuosidad. Mony se desembarazó rápidamente de sus vestimentas, luego, el pijo en el aire, bien trempante, se precipitó sobre las dos bolleras intentando separarlas. Pero sus manos resbalaban sobre sus cuerpos lisos y sudorosos que se enroscaban como serpientes. Entonces viendo que babeaban de voluptuosidad y furioso de no poder compartirla, se puso a cachetear con su mano abierta el gordo culo blanco que se encontraba a su alcance. Como eso parecía excitar considerablemente a la portadora de aquel culazo, se puso a pegar con todas sus fuerzas, de suerte que pudiéndole el dolor a la voluptuosidad, la bonita muchacha de la que había vuelto rosa el bonito culo blanco, se enfureció diciendo:

—Cerdo, príncipe de los enculados, nada queremos saber de tu gordo pijo. Vete a dar ese pirulí a Mira. ¿No crees, Zulmé?

—¡Sí! ¡Toné! —respondió la otra chica.

El príncipe blandió su enorme pijo exclamando:

—¡Cómo, jóvenes cochinas, una y mil veces os pasaré la mano por el trasero!

 

Luego agarrando a una de ellas, quiso besarla en la boca. Era Toné, una bonita morena cuyo cuerpo muy blanco tenía en los buenos lugares, bonitos lunares que realzaban su blancura; su rostro era blanco igualmente y un lunar en la mejilla izquierda hacía muy excitante el aspecto de aquella graciosa muchacha. Su pecho estaba adornado con dos soberbias tetas duras como el mármol, cercadas de azul, coronadas por unos fresones rosa suave el derecho de los cuales estaba bellamente manchado por un lunar colocado allí como una mosca, una mosca asesina.

Mony Vibescu al agarrarla había pasado las manos bajo su gordo culo que parecía un hermoso melón que hubiese crecido al sol de medianoche, tan blanco y macizo era. Cada una de sus nalgas parecía haber sido tallada en un bloque de Carrara sin defecto y los muslos que descendían debajo eran redondos como las columnas de un templo griego. ¡Pero qué diferencia! Los muslos estaban tibios y las nalgas estaban frías, lo cual es un síntoma de buena salud. La azotaina las había vuelto un poco rosadas, de suerte que hubiera podido decirse de ellas que estaban hechas de nata mezclada con frambuesas. Aquella vista excitaba hasta el límite de la excitación al pobre Vibescu. Su boca chupaba por turno las tetas firmes de Toné o bien posándose en el cuello o en el hombro dejaba los correspondientes chupetones. Sus manos aferraban firmemente aquel culazo firme como una sandía dura y pulposa. Palpaba aquellas nalgas reales y había insinuado el índice en un agujero del culo de una maravillosa estrechez. Su gorda polla que trempaba cada vez más iba a batir en brecha un arrebatador coño de coral dominado por un toisón de un negro reluciente. Ella le gritaba en rumano: «¡No, no me la meterás!», y al mismo tiempo pataleaba con sus bonitos muslos redondos y rollizos. El gran pijo de Mony había ya con su cabeza roja y ardiente tocado el reducto húmedo de Toné. Esta se escapó aún, pero haciendo este movimiento soltó un pedo, no un pedo vulgar sino un pedo de sonido cristalino que le provocó una risa violenta y vigorosa. Su resistencia se relajó, sus muslos se abrieron y el gordo artefacto de Mony había ya escondido su cabeza en el reducto cuando Zulmé, la amiga de Toné y su compañera de bolleo, se agarró bruscamente a los cojones de Mony y, estrujándolos en su pequeña mano, le causó un dolor tal que el bárbaro pijo volvió a salir de su domicilio con gran decepción de Toné que empezaba ya a remover su gordo culo bajo su fino talle.

Zulmé era una rubia cuya copiosa cabellera le caía hasta los talones. Era más bajita que Toné, pero su esbeltez y su gracia no le iban a la zaga. Sus ojos eran negros y ojerosos. En cuanto hubo soltado los cojones del príncipe, este se lanzó sobre ella diciendo: «¡Pues bien! Tú vas a pagar por Toné». Luego, atrapando de un bocado una bonita teta, empezó a chupar su punta. Zulmé se retorcía. Para burlarse de Mony hacía menear y ondular su vientre bajo el cual danzaba una deliciosa barba rubia muy rizada. Al mismo tiempo echaba hacia arriba un bonito coño que hendía un rechoncho terrón. Entre los labios de aquel coño rosado bullía un clítoris bastante largo que probaba sus hábitos de tribadismo. El pijo del príncipe intentaba en vano penetrar en aquel reducto. Por fin, agarró las nalgas e iba a penetrar cuando Toné, disgustada por haber sido privada de la descarga del soberbio pijo, se puso a cosquillear con una pluma de pavo real los talones del joven. Este se puso a reír, a desternillarse. La pluma de pavo le hacía cosquillas sin parar; desde los talones había subido hasta los muslos, la ingle, el pijo que destrempó rápidamente.

Las dos golfas, Toné y Zulmé, encantadas con su broma, rieron un buen rato, luego, rojas y sofocadas, reemprendieron su bolleo abrazándose y lamiéndose ante el estupefacto y avergonzado príncipe. Sus culos se alzaban en cadencia, sus pelos se mezclaban, sus dientes chasqueaban los unos contra los otros, los satenes de sus senos firmes y palpitantes se aplastaban mutuamente. Por fin, retorcidas y gimiendo de voluptuosidad, se mojaron recíprocamente, mientras el príncipe empezaba de nuevo a trempar. Pero viendo a una y a otra tan cansadas de su bolleo, se volvió hacia Mira que seguía toqueteando el pijo del vicecónsul. Vibescu se acercó dulcemente y haciendo pasar su bello pijo entre las gordas nalgas de Mira, lo introdujo con habilidad en el coño entreabierto y húmedo de la bonita muchacha que, en cuanto sintió la cabeza del nabo que la penetraba, dio una culada que hizo penetrar completamente el artefacto. Luego prosiguió sus movimientos desordenados, mientras que con una mano el príncipe le meneaba el clítoris y con la otra le hacía cosquillas por la pechera.

Su movimiento de vaivén en el bien apretado coño parecía causar un vivo placer a Mira que lo demostraba con gritos de voluptuosidad. El vientre de Vibescu iba a chocar contra el culo de Mira y el frescor del culo de Mira causaba al príncipe una sensación tan agradable como la causada a la muchacha por el calor de su vientre. Pronto los movimientos se hicieron más vivos, más bruscos, el príncipe se pegaba contra Mira que jadeaba apretando las nalgas. El príncipe la mordió en el hombro y la retuvo así. Ella gritaba:

—¡Ah! Es bueno... aguanta... más fuerte... más fuerte... ten, ten, toma todo. Dámela, tu leche... Dame todo... Ten... ¡Ten!... ¡Ten!...

Y en una corrida común se desplomaron y quedaron un momento anonadados. Toné y Zulmé abrazadas en la tumbona los contemplaban riendo. El vicecónsul de Serbia había encendido un fino cigarrillo de tabaco de Oriente. Cuando Mony se hubo levantado, le dijo:

—Ahora, querido príncipe, me toca a mí; esperaba tu llegada y solo me he hecho toquetear el pijo por Mira en consecuencia, pero te he reservado el goce. Ven, mi bello corazón, mi enculado querido, ¡ven! que te lo meta.

Vibescu le miró un momento, luego, escupiendo sobre el pijo que le presentaba el vicecónsul profirió estas palabras:

—Ya estoy harto de que me des por el culo, toda la ciudad habla de ello.

Pero el vicecónsul se había levantado, trempando, y había cogido un revólver.

Dirigió el cañón hacia Mony que, temblando, le tendió el trasero balbuceando:

—Bandi, mi querido Bandi, sabes que te quiero, encúlame.

Bandi sonriendo hizo penetrar su polla en el elástico agujero que se encontraba entre las dos nalgas del príncipe. Metido allí, y mientras las tres mujeres lo contemplaban, se agitó como un poseso renegando:

—¡M. c... e. D...! Qué gusto, aprieta el culo, mi lindo pituso, aprieta, qué gusto. Aprieta tus bonitas nalgas.

Y extraviados los ojos, crispadas las manos sobre los hombros delicados, se corrió. A continuación Mony se lavó, se volvió a vestir y se marchó diciendo que regresaría después de cenar. Pero al llegar a su casa, escribió esta carta:

«Querido Bandi:

Estoy harto de que me des por el culo, estoy harto de las mujeres de Bucarest, estoy harto de gastar aquí mi fortuna con la que tan dichoso sería en París. Antes de un par de horas me habré marchado. Espero divertirme enormemente allí y te digo adiós.

Mony, Príncipe Vibescu,

Hospodar hereditario.»

El príncipe selló la carta, escribió otra a su notario en la que le rogaba liquidar sus bienes y enviarle el total a París en cuanto supiera su dirección.

Mony tomó todo el dinero líquido que poseía, o sea unos 50.000 francos, y se dirigió a la estación. Echó sus dos cartas al correo y tomó el Orient-Express hacia París.

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