La sirena negra

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La sirena negra
Emilia Pardo Bazán


I

En la esquina de la Red de San Luis y el de Gracia, me separé del grupo que venía conmigo desde el Teatro de Apolo, donde acabábamos de asistir a un estreno afortunado. Si hablase en alta voz, hubiese dicho «grupo de amigos», pero, para mi sayo, ¿qué necesidad tengo de edulcorar la infusión? Espero no poseer amigo ninguno; no tanto por culpa de los que pudieran serlo, cuanto por la mía. Si alguna vez me he dejado llevar del deseo de comunicación, de expansión, de registrarme el alma y enseñar un poco de su oscuro contenido, a la media hora de hacerlo estaba corrido y pesaroso, según estaría un sacerdote hebreo que hubiese permitido a un profano tocar al arca de alianza.

Por lo mismo, me guardé de terciar en la polémica que armaron sobre «la idea» de la obra. La tal idea es ya para mí una persona de toda confianza: por sexta vez en este invierno la aprovecha un autor. Según los recitados, cantares y diálogos de la zarzuelilla, la vida es buena, la alegría es santa y los que no andan por ahí chorreando satisfacción son unos porros. No sé por qué (acaso por efecto de la discusión trabada entre los del grupo, y que me golpeó en el cerebro con redoble de martillazos secos y ligeros sobre una placa sonora), la cuestión, en aquel momento, me preocupaba. Ningún problema, para el que vive, revestirá mayor interés que este de la calidad de la vida.

Y, aunque preocupado, mediante la facultad de desdoblamiento que poseemos los meditativos sensuales, no dejaba yo de notar una serie de insignificantes circunstancias. Bajo mis pisadas, la acera resonaba metálicamente. La noche era límpida; el frío, puñalero; y al abrigo del tapabocas de malla de seda, mi respiración se liquidaba en gotitas glaciales, humedeciendo la barba. Se me ocurrió tomar un coche; después opté por seguir andando. El frío duro me activaba el pensar, y en aquel mismo instante decidí plantearme yo el problema, aprovechando todas las ocasiones de caminar hacia su resolución, no en beneficio del género humano, sino para mi gobierno tan solo. El «género humano» es el vocablo más vacío de sentido; no hay humanidad, hay hombres. Si algo se afirma del género humano, los hombres se encargan de desmentir al punto la afirmación. Rumiando estas afirmaciones, saqué el pañuelo y sequé las esférulas que me aljofaraban la barba, impregnada de brillantina olorosa.

Al entrar en la calle de Jacometrezo, interrumpió mis cavilaciones una criatura de mantón gris, de ojeras carbonadas. ¿Qué opinará del vivir esta mujer, a quien rechazo con fastidio como a una mosca? No necesito preguntar: si hay algo previsto, conocido, de psicología rudimentaria, es el poso del ánimo de estas galantes callejeras. Las llaman de la vida, por antonomasia, y, a más, de la vida alegre. Para olvidar un instante lo alegre de su vida, fuman, gritan, riñen, se embeodan, insultan —y su ideal, su dorado sueño, es acostarse temprano y dormir a pierna suelta.

Cien pasos más allá, el sereno se inclina sobre un hombre espatarrado en el suelo. A mi ademán auxiliador y a mi pregunta, el vigilante responde solícito para mí y compasivamente desdeñoso para el caído: «Nada, lo diario: un borracho que todas las noches se tumba exactamente en esa rinconada misma... Nunca llega a su casa, que dista dos pasos... Y es lástima de él: un carpintero, perito en su oficio, con cinco chiquillos que caben debajo de una cesta...».

Cuando lo enderezamos, algo líquido, viscoso, resbaló por mi mano, que sacudí con repugnancia. Era sangre. «Está herido», advertí al sereno; y lo llevamos con mayores precauciones a su morada, edificio angosto y caduco, de esos que abundan en las vías más céntricas del Madrid viejo. Salió la esposa, abotagada de sueño, desgreñada: vio la rotura de la cabeza de su marido, y maldijo y se desdichó: «¡Gaste usted ahora en médicos y botica!». Al oír los consuelos negativos del sereno —en vez de un herido, pudiéramos traer un difunto, si el filo de la acera lo coge de otro modo— renegó la comadre: «A un difunto no le duele na. Él dice siempre que los pobres nunca estamos mejor que difuntos...».

Dejé un duro para botica y pedí un poco de agua para lavarme la mano maculada. Me sacaron de la trastienda una palangana tan negruzca, que opté por taponarme sencillamente con mi pañuelo. Me alejé, sintiendo un escozor irritado, un enojo sordo. La noche no me ofrecía sino impresiones «de color sombrío», como las palabras leídas por el Dante sobre el dintel de la puerta del infierno. Sin embargo, de análogas impresiones se sacan obrillas aplaudidas, donde el vicio y la borrachera son temas regocijados. Debe de consistir la sabiduría en mirar todas las cosas desde un punto de vista gayo y saltarín; de seguro yo no sé colocarme en él: peor para mí, ¡qué demonio!

Todavía me dirigí otro reproche. Aunque no creo en la humanidad, concepto hueco, palabra de meeting, un instinto de estética moral me induce a mostrarme piadoso con los desgraciados y los insignificantes, cuando me los encuentro al paso. Me pesaba no haberme quedado velando al carpintero, no haber buscado para él un médico y remedios y hasta no haberle dado consejos sobre la mala costumbre del alcohol.

¿Causas de mi abstención? Dos, que voy a declarar. La primera, una especie de pudor vergonzoso de practicar eso que se llama el bien, la beneficencia, y que no comprendo en relativo, sino en absoluto —dedicando a ello la existencia toda—. El hacer algo caritativo acarrea el que se apeguen a uno caninamente, o siquiera el que le den a uno gracias y lo ensalcen por su bondad, otras tantas mentiras, pues privarse de lo que nos sobra, ¿qué bondad revela? La segunda, un miedo a la acción, que no puedo (ni quiero) vencer. La acción es enemiga de los ensueños y reflexiones, en que encuentro atractivo singular. Ni hay acción tan noble como una idea: pensar lo que estoy pensando vale más que correr a casa de Alejandro San Martín y traerlo a la cabecera de un beodo que batió contra una piedra saliente. ¡Pss! Allá él. Zurrapa más, zurrapa menos en la barrica...

Encogiéndome de hombros, sigo —sin prisa— hacia mi casa. En la plazuela trabajan, a estas altas horas, obreros del alcantarillado y del Canal. Según parece, su labor no puede interrumpirse. Un arroyo de agua helada corre bajo sus pies. Para no quedarse hechos unos carámbanos, han encendido un brasero, al cual por turno se arriman, resoplando y estirando las manos engarrotadas. Para impedir que los transeúntes sufran percances, han colgado un farolito avisador sobre los adoquines arrancados y apilados. Antes que dedicarse a tal labor, ¿no preferiría yo... otra cosa? ¿Será que ellos también, como las coristas que desafinaban hace una hora en Apolo, entienden que la vida es muy rica y buena, prenda divina de encantos llena?...

Un poco más adelante —tropiezo que pudiera ser divertido— avanzan por la acera, pegadas al caserío, recelosas, dos mujeres no mal vestidas, pulcramente calzadas. Las reconozco: son las modistas del tercero de mi casa, muchachas de San Sebastián, que han venido a establecerse en Madrid. Suelo encontrármelas en la escalera. La mayor es agraciada, fresca aún, a pesar del trabajo y del sedentarismo. La menor es coja; su pierna desigual le hace pegar saltos de codorniz, asaz ridículos. Emparejo con ellas y les ofrezco mi compañía: se me antoja saber si resuelven que la vida es buena. Ellas suponen que voy con otro fin, fin condenable y gustoso. La mayor se atribuye la conquista; la coja, en su humildad de lisiada, nunca imagina que tales cosas vayan con ella. Para entrar en materia, les pregunto si están contentas de Madrid y qué tal marchan sus negocios.

—Regular. Por ahora, no sabemos... ¡Las señoras son tan raras! Hasta que nos acostumbremos a sus caprichos...

¿De dónde venían? ¡Casualidad más sorprendente! Del mismo teatro que yo, solo que a la salida unas amigas las habían convidado a chocolate... ¿El estreno? Bonito; música muy animada.

—¿Y qué opinan ustedes de eso de que la vida es buena? Pilita..., Manola... ¿Están ustedes contentas de haber nacido?

La pregunta fue contestada con risas y dichetes. Creían que bromeaba, y no se quedaban atrás. Probablemente (después se me ha ocurrido) estas dos abejas cuyo dardo es la aguja no se encuentran desgraciadas. Yo sí que me encontré cándido al elegir para mi indagatoria tales sujetos. A fin de desviar la conversación, les dirigí unos cuantos requiebros insulsos, antes de dejarlas a la puerta de mi domicilio. Subir con ellas de bracero era una pacheca insoportable, y preferí callejear un poco todavía.

No sé qué tienen, en las horas que preceden al amanecer, sobre todo en invierno, cuando la noche es más noche, las calles de una capital populosa. Detrás de las imponentes puertas de los palacios; detrás de las ventanas, parecidas a ojos que dejaron caer sus párpados al adormirse —¡qué infinito misterio! ¿Por qué esta suspensión de la vida, en toda la ciudad a la vez?—. La multitud recogida en sus dormitorios, míseros o confortables, ¿no está realmente como si hubiese muerto? ¿No es cada alcoba, cerrada y tibia, una antesala del sepulcro? Y este silencio, esta paz letal de la noche, ¿no es el único periodo delicioso, dulce, apacible de las veinticuatro horas que tejen el giro diurno?

Cuando, por casualidad, el trasnochador se cruza con otro trasnochador, ¿no sienten los dos un movimiento de desconfianza, de medrosa curiosidad? Solo velan y solo ambulan fuera del nicho de sus dormitorios las almas perdidas por la miseria, por la delincuencia o por el amor clandestino. Si veo a un trasnochador derrotado, mendigo o malhechor; si a un burgués bien trajeado, de tapabocas, subido el cuello del gabán, amante oculto. Y el caso es que yo no soy lo uno ni lo otro, y también vago, transido y envarado de frío ya, de ese frío matinal, tórpido, que no es como el del anochecer, porque se complica con el agotamiento nervioso, causado por el insomnio. Esta reflexión me hace detenerme al pie de la blanca fachada, correcta, tranquilizadora, del Teatro Real. ¿Qué hago en las calles, dando diente con diente? ¿No tengo mi alcoba, tan silenciosa, tan recogida, mi cama tan cómoda, de dorado bronce, con un somier y un colchón que convidan a tenderse en ellos, con un edredón relleno de plumón de ánade, que halaga sin pensar, que al apoyar en él la palma, brinca y se hunde fofo para volver a erguirse inflado?

 

«¿Cuántos me lo envidiarían?», pensé; pero al iniciar la retirada hacia mi agujero, me faltó fuerza de voluntad y seguí calle del Arenal adelante. Una transparencia lívida se difundía en el firmamento: el amanecer. La iglesia parroquial abría sus puertas para la primera misa. Subí la escalera, crucé el atrio, me deslicé en la sacristía penumbrosa, y por una puertecilla entré en la nave. El contacto de la recia estera fue simpático a mis pies, que, a pesar de la caminata, eran dos montones de granizo. En un rincón un banco se ofreció a mi fatiga; me dejé caer en él, y, sin ser poderoso a resistir, rendido, exánime, cedí a un letargo repentino, de esos que saltean al jinete sobre su montura, al timonel con la mano en la caña.

Al despertar, siendo ya día claro, no sabía dónde estaba, y fue grande mi asombro cuando vi de soslayo el retablo del altar mayor y a mi lado un púlpito. A decir toda la verdad, desperté porque el sacristán me dio palmadas en un hombro y me silabeó en el hueco del oído un «pssit, ¡eh!, ¡caballero!» bastante encolerizado. Parece que existe y está clasificada la variedad de los trasnochadores que gustan de descabezar un sueño en el apacible recinto de las iglesias, a la madrugada, y que los monagos abrigan contra esta ralea justificada prevención y la corren como a los perros intrusos.

Hice mis genuflexiones y salí del templo enervado, con el malestar del insatisfecho, de la función fisiológica interrumpida. Bebí en cualquier sitio un vaso de café caliente para despabilarme y, al contrario, diríase que aumentó mi afán de reposo, mi nostalgia de la muerte temporal, mi sed de la nada. Salté dentro de un alquilón y di mis señas. Amodorrado y cabeceando contra mi pecho en el ángulo del clárens, donde no me atrevía a recostarme temeroso de la impureza promiscua depositada allí por tantas cabezas, iba pensando que es una niñería humana el temer a ciertos modos de morir, pues muérase como se muera, ello es que descansamos. El sueño que yo buscaba en mi alcoba, donde no faltan refinamientos, no iba a ser más dulce y total que el hurtado sobre duro banco en el rincón de una iglesia. Tomado ya el sueño, logrado el aniquilamiento, ¿qué importan precedentes?

Entré con mi llavín; los criados seguramente no se habrían levantado; mi hermana, menos; la casa estaba muda. Encendí mi serpentina de gas fluido, y a los cuatro minutos tuve agua caliente para las abluciones. Enjabonado, pasada la esponja de mil ojos, enjuto, reaccionado, me vestí el camisón, y llegó el momento mágico de alzar las ropas y deslizarse, ágil y desmadejado a un tiempo, en la ancha cama, suspirando de placer. La frialdad de las sábanas cede a la corriente de calor que pronto establece el cuerpo; el colchón rebota con suave elasticidad al dar yo vuelta y arroparme; los ruidos de la calle se extinguen para mí... Por última vez, suspiro de bienestar... Duermo.


II

Mi hermana Camila tiene, acerca de mí, proyectos matrimoniales. Creo que es el caso general de todas las hermanas, a menos que sea el contrario —un odio corso a cualquier ser femenino que su hermano distinga.

Propala mi hermana que ha sido muy feliz en su matrimonio; y no lo dudo, entre otras razones porque la unión duró cinco o seis años, y mi cuñado estuvo dos de ellos en Cuba, arreglando negocios pendientes. Si Camila fuese franca, confesaría que es ahora cuando lo pasa bien; pero ¿y la pose de viuda inconsolable? ¿Quién se la quita? Una vez, anualmente, inconsolable la proclama la cuarta plana de La Correspondencia, en la esquela más cara y espaciosa de las que allí se publican. Aquel día, la viuda encarga misas en diversas parroquias. Por la tarde, una docena de amigos y parientes vienen a hacer el duelo a Camila; un duelo en que no se alude al finado, en que se murmura sin mostaza y se planean combinaciones de abonos para la temporada de primavera. Ya el año pasado, que acudió más gente, se sirvió té con galletas (auténticas de Londres), y un revistero de sociedad anunció el five. Ese día no falta ella nunca; y, generalmente, la veo cada semana dos o tres veces, en el Real o en mi casa, donde almuerza bastantes domingos.

He subrayado ella, únicamente por no singularizarme; por conformarme a los usos establecidos en tales materias. Si miro hacia mi corazón, o adonde se cobijen los efectos, allí no la llamo ella, sino buenamente Trini.

¿Su retrato? Ni bonita ni fea. Hay menos beldades por ahí adelante de lo que las novelas y las planas a todo color de los semanarios harían suponer. Tiene un defecto, la cara redonda; un atractivo peculiar, la boca húmeda de juventud y dentada a maravilla. Es hija de un magistrado que fue íntimo de mi padre, que casó con una heredera opulenta de Aragón, y hubo de sus legítimas nupcias una hembra y dos varones. Si al fin me uno a Trini, deberé a la gran Segadora verme libre de suegra y suegro. Los padres de Trini son honrados; les han hecho las honras, por cierto, a todo lujo. Trini manda en sí y en su caudal y es modelo de «señoritas formales». Unas cuantas dueñas cotorronas, tertulianas de Camila, no se sacian de repetirlo, y protegen instintivamente la candidatura. A pesar de mi espíritu crítico y minucioso, conozco que Trini será una gran ama, no solo de llaves, sino de sala y gabinete. Es fina, lista, limpia, primorosa.

Yo me acerco, me dejo caer, le hago unos asomos de corte; pero ni me derrito ni acabo de decidirme a meter el pie en el agua. ¿Es que quiero a otra? —El lenguaje es una tela teñida de los colores primarios, chillones y sin degradación. ¿Existe, acaso, la escala de los matices verbales, justos, imperceptibles, que correspondan al matizado riquísimo del sentir? ¿Cómo denominar lo que no he definido?

La casualidad me ha puesto en relación con una criatura miserable y desquiciada, a quien encontré en la antesala de un médico varias veces. Para dar idea del tipo de esta mujer, sería preciso evocar las histéricas de Goya, de palidez fosforescente, de pelo enfoscado en erizón, de pupilas como lagos de asfalto, donde duerme la tempestad romántica. El modesto manto de granadina, negro marco de la enflaquecida faz, adquiere garbo de mantilla maja al rodear el

crespo tejaroz que deja en sombra la frente. De la mano de la mujer se cuelga un niño como de cuatro a cinco años; un niño hechicero, travieso y cariñoso, por medio del cual entré en trato con la madre. El primer día en que los vi, su turno de consulta precedió al mío, y antes de dar pormenores de mi gastralgia, me enteré de si era grave el padecimiento de la cliente.

—No me ha consultado para sí —contestó el doctor—. Se trataba del chiquillo.

—Pero ¡si ella parece enfermísima!

—Y lo está. Solo que pertenece al número de las enfermas que no quieren hablar de su mal, suponiendo que, si no lo llaman por su nombre, el mal no acude. No he visto mujer más impresionable. Me gustaría que se consultase, porque debe de ser un caso.

La segunda vez, el doctor —mirándome con escama algo guasona, sorprendido de mi interés por aquella esmirriada— amplió las noticias. Se llama Rita Quiñones, y vive estrechamente, con una criadita, en un piso bajo de la calle de San Lorenzo. No es casada. No es tampoco una mujer galante... Parece andaluza. ¿Sus antecedentes? Ignorados.

Al encontrarla de nuevo, conseguí hacer migas, adulando al niño, acariciándolo y regalándole bombones. Obtuve permiso para visitarla, a pretexto de llevar un juguete, y lo aproveché en seguida. Sin manto, con pañoleta de linón y encaje, raída a fuerza de lavados, y dejando asomar por debajo de la falda de lana negra un pie combado, pequeño, era más marcada aún la semejanza con algunos de los inquietadores modelos del Sordo. Me empeñé en que hablase de sí misma, y, en cierto límite, lo conseguí fácilmente: estaba en uno de esos días en que a los neuróticos se les sale parte del alma por la boca. Según creí alcanzar, mi visita, mi solicitud, la alborozaban; parecíanle caso de enamoramiento, y ella era mujer: sobre todo, mujer. No cometió, sin embargo, provocación ni grosería alguna, de esas que suelen gastar las decaídas: al contrario, me pareció notar que miraba con instintiva repulsión las demasías, las materialidades. Su amor al niño era una mezcla de fiebre y ternura: lo nombraba con compasión dolorosa, con palabras como las que se pronuncian a la cabecera del enfermo desahuciado, o al apiadarse del reo que va a salir para el suplicio. Cuando le di el caballito de cartón, causa de transportes de júbilo, la madre murmuró:

—Que se distraiga, que goce... Siquiera mientras pueda gozar, alma mía...

Su voz es deliciosa, cristalina, menuda; su fraseo, púdico y decente, en medio de la vehemencia de su expresión y del violento afán con que repite que es «mala», «muy mala». He aquí lo curioso y lo atrayente de esta mujer: no miente, es de las histéricas verídicas, que son las menos; calla, sí, algo, sin duda lo más grave de su historia. Es versátil. Lo que ayer sintió de un modo, lo siente mañana del opuesto; y del propio modo se trata a sí misma de maldita y de condenada, con la expresión más tétrica en los abismos de asfalto de sus grandes ojos, que se disculpa, se conmueve de lástima de sí propia. Me ha contado que nació en Cádiz; que su familia era antigua, y de las buenas, venida a menos; que después de apuros y miserias estuvieron en Manila varios años...

—¿Empleado alguien? ¿Su padre de usted...?

Al nombre de su padre, los ojos hondos y calenturientos se velan como de una nube de humo... Sin duda el papá se mostró inhumano para ella; y continúa:

—Sí, empleado fue... ¡Qué tierra aquella! Calor pegajoso..., y está uno tan flojo, tan débil... Falta el ánimo, todo le da a uno igual... A eso llaman aplatanarse... Luego nos volvimos a España... En Madrid nació Rafaelín, pobrecito mío...

No me resuelvo a insistir. La veo tan descolorida, tan desencajada, que aplazo. He percibido que aquí está la clave...

Mes y medio hace que dura nuestra relación (¿se puede llamar relación a esto?) y ninguna tarde encuentro igual a Rita. Tan pronto canta y ríe infantilmente, como yace tendida en un sofá forrado de damasco muy raído, languideciendo, casi sin aliento, en la angustia de la disnea. Un día me enseña el pañuelo estrellado de sangre; otro me pide violetas y dátiles y bruños secos, y se atraca como los chiquillos. Ya habla del amor con murmurio estático, ya lo diseca con buen sentido de abuelita septuagenaria, o lo condena con crispaciones de repugnancia espiritualista. Y no hay ficción, no hay cálculo: lo que fluctúa en sus ojazos es el oleaje de su alma inquieta, torturada no sé por qué. Solo dos sentimientos invariables encuentro en ella. El primero, la idolatría de su hijo. El segundo, un pavor, un sobresalto casi continuo, el miedo a la nada, a la disolución de su organismo.

—¡Morir! —repite cogiéndome la mano con la suya, húmeda y ardorosa—. ¿Verdad que no me moriré? ¿Verdad que no es nada esto que tengo? No, no me repita usted lo que sepa por el médico; si yo no he querido consultarle. Al fin, no lo curan a uno. Prefiero no saber... —Y cierra los pozos de sus ojos, y un estremecimiento sobrenatural corre por todo su cuerpo y se comunica al mío.

—¡La he visto, la he visto pasar! —grita una tarde saltando del sofá, con las pupilas dilatadas—. Es una sombra grande, muy alta, que llega al techo. ¡Ha salido por la puerta de mi alcoba y ahora acaba de desvanecerse en la del pasillo! Pero ¿usted no la ve...? ¿No la ve?

—¿A quién, Rita, a quién? —respondió chancero.

—A la Seca, a la... ¡Jesús!

Y se cubre el rostro, y su temblor, como un aura del otro mundo, le eriza el fosco pelo goyesco.

No sabiendo cómo distraerla de la aprensión y los terrores, le he propuesto ir al teatro algunas tardes. Ha aceptado palmoteando de alegría. Compro un proscenio segundo, localidad vergonzante, y la llevo en coche; nos bajamos un poco antes de llegar a la puerta del teatro, y ella entra sola; yo me reúno momentos después, disimulo que me impongo para que no me importunen con chismes y habladurías. Rita lleva sus acostumbrados trajes de lanilla negra, muy pobres, y como nota de lujo, un boa blanco de pluma que yo le he regalado. La agitación y emoción de su contento trazan en sus pómulos una pincelada de carmín, demasiado violenta, sin el suave desvanecido de las rosas clásicas. Sus manos consumidas bailan dentro de los guantes, también ofrecidos por mí, manejando el abanico con garbo típico de maja gaditana. Yo aparezco poco después, y me quedo agazapado en el fondo del palco. Empieza la representación. Rita se pone de codos en el antepecho, saca fuera el busto, y bebe, absorbe el drama; o, mejor dicho, el drama la absorbe a ella, la arrebata momentáneamente a la realidad, la desprende de sí propia; como la de los extáticos, su alma sale de su cuerpo minado por la enfermedad, codiciado y reclamado por la tierra, y se mete en el cuerpo vibrante de la actriz; sus labios, en un balbuceo, repiten los párrafos más conmovedores, las frases más efectivas; y mientras el agua que duerme en el fondo de sus pupilas tenebrosas salta un momento a la superficie, en chispas de diamantes, se vuelve hacia mí y repite:

 

—¡Qué hermoso! ¿Verdad? ¡Qué hermoso!... ¡Me enternezco! ¿Qué, a usted no le gusta?

Sonrío y contesto que sí me gusta mucho. No tengo pujos críticos cuando estoy con Rita. Todo es admirable; el almizcle de París que desempaquetaron la víspera, el bacalao de Noruega de Ibsen, la ferranchinería romántica, las moralejas garbanceras, sensibleras, genuinamente nacionales, el efectismo de chafarrinón... No me importan estilos, géneros, corrientes ni moldes; en pos de la neurótica, aprendo a viajar por fuera de mi juicio. Alguna vez que se me ha ocurrido censurar al autor, sonreír de una inverosimilitud, Rita me ha atajado, murmurando:

—¡En la vida pasan cosas..., vaya, más gordas que todo eso!

He sacado en limpio que Rita vive de una pensioncilla que le pasa su abuela materna; que su madre murió hace bastantes años; que de su padre no se sabe a punto fijo el paradero —se le sospecha en Manila otra vez—, y que la abuela, señora pudiente de Sanlúcar, aunque manda a su nieta limosna, no ha querido volver a verla; sin duda la maldice. Mi información ha sido fragmentaria: hoy arranco un pedacillo de verdad, mañana otro; y queda, detrás de los hechos escuetos que voy ensartando como pájaros muertos por varilla de cazador, un infinito de historia, un secreto que presiento y que me irrita, como la fragancia de vino encerrado, inaccesible, al bebedor de oficio.

Mi tesis con Rita es persuadirla indirectamente de que morir no hace mal; de que el instante decisivo no lleva aparejado ningún tormento. Observando que cuando ha dormido bastantes horas está contenta, le predico la identidad del sueño con la muerte, sin más diferencia que el instante del despertar, y algunas sensaciones que preceden al punto de dormirse.

—Sí, sí; pero... ¡ese despertar! —gime aterrada la española—. ¡Cuando las personas son como yo, tan malas, tan malas!

Le ofrezco el trivial consuelo de la frecuencia, de la insignificancia de la culpa. ¿Quién no es culpable? ¿Está el mundo lleno de santos o de pecadores?

—No todos los pecadores son iguales... Hay pecados de pecados... —Y la afirmación de la infeliz se completa con un relámpago de su mirada, velado inmediatamente por una niebla de incurable amargura. En estos momentos yo la acaricio para calmarla, sin rastro de maliciosa intención; ella se desvía —porque es la española, que no concibe que un contacto de hombre y mujer puede nunca ser inocente—. Un día, sin embargo, me somete el caso de conciencia. Yo la estoy hartando de finezas, de regalos para ella y Rafaelín... ¿La creo obligada a complacerme?... ¿Mi objeto es acaso...?

—No es ese mi objeto, Rita. No piense usted disparates. Soy un amigo.

Me toma una mano y me la estrecha con devoción. Sonrío y saco del bolsillo una cajita de cartón rosa llena de tabletas de chocolate, de las caras. Rita adora el chocolate; me arrebata la caja, y con transporte de criatura indisciplinada, antojadiza, hinca el diente a la golosina helvética, dándome las gracias con un mirar risueño, aclarado de alegría.

Mientras ella mordisquea, yo la considero, y quisiera abrir su cabeza, destaparla, registrarla, para conocer el arcano que oculta, y por el cual me tiene sujeto, con fidelidad de amante que espera y teme y respeta y calla; el arcano, único atractivo de este espíritu que, de noche, vaga perdido entre las tinieblas del Miedo y del Mal.


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