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100 Clásicos de la Literatura

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—Bueno —dijo—, me encuentro perdido en el cielo, sin más compañía que un par de animales muy marranos, que no saben más que lo que sabría un rector de la universidad hace trescientos o cuatrocientos años. ¡Vaya, qué desastre, Huck Finn! En aquellos días hubo Papas que sabían tanto como tú ahora.

Yo le contesté:

—Arrojar lodo no es discutir, Tom Sawyer.

—¿Quién está arrojando lodo?

—Tú lo has hecho.

—Nunca. No es ninguna vergüenza, creo yo, comparar a dos zoquetes como vosotros de los campos de Missouri con un Papa, aunque fuera el más cascarrabias que se haya sentado alguna vez en el trono, así que es un honor para ti, para ti que eres un renacuajo. El Papa, ése sí que se las trae, no tú, y no podrías acusarle por decir palabrotas, ya que no las dicen. Ahora no, quiero decir.

—¿Seguro, Tom, que lo han hecho alguna vez?

—¿En la Edad Media? Era lo normal.

—¡No! No querrás decir realmente que decían tacos.

Esto hizo que sus pensamientos le dieran vueltas en la cabeza y que soltara un discurso, tal como solía hacerlo algunas veces, cuando se sentía en la cumbre, y le pedí que me escribiera la segunda mitad de lo que dijo, porque aquél parecía el discurso de un libro, difícil de recordar, y utilizaba palabras a las que yo no estaba acostumbrado, y que ya eran hasta bastante difíciles de deletrear:

—Sí, decían tacos. No quiero decir con esto que fueran despotricando por ahí como Ben Miller, ni tampoco que los dijeran del mismo modo. No, ellos utilizaban las mismas palabrotas, pero las colocaban de diferente manera, porque habían sido enseñados por los mejores maestros, y sabían cómo utilizarlas, lo cual es algo que Ben Miller no sabe. Él sólo pilla un taco de allí, otro de acá y otro de más allá, y no ha tenido ninguna persona competente que le enseñe. Pero ellos sí sabían. No era un acto frívolo el despotricar al azar, como el de Ben Miller, que comienza por cualquier parte y acaba en ningún sitio, no: era algo realizado científica y sistemáticamente; además era muy severo, solemne y terrible, no era algo para que lo oyeras y te rieras o te mantuvieras a distancia, como suele hacer la gente cuando ese pobre ignorante de Ben Miller empieza con lo suyo. Ahora bien, Ben Miller es el tipo de persona que puede estar insultando a alguien sin parar durante una semana, y eso no influiría en la persona más que el cacareo de un ganso; pero era una cosa completamente distinta cuando, en la Edad Media, un Papa educado para decir tacos los juntaba todos y se los echaba encima a algún rey, o a un reino, o a un herético, a un judío o a cualquiera que no le complaciera o que necesitara un repaso. No lo hacía a tontas y a locas, no: cogía al rey o a cualquier otra persona, y comenzaba desde arriba, insultándolo todo a lo largo, hasta llegar abajo, y lo hacía con sumo detalle: comenzaba con los pelos de su cabeza, los huesos de su esqueleto, los oídos de sus orejas, la vista de sus ojos, el aire en los orificios nasales, en sus partes vitales, sus venas, sus extremidades y sus pies, sus manos, la sangre y la carnes del cuerpo entero; continuaba con los amores de su corazón, con sus amigos, lo retiraba del mundo, despotricaba contra cualquier persona que le ofreciese comida para comer, o agua para beber, o cobijo y cama, o harapos para cubrirse cuando se estaba congelando. ¡Diablos! Era fenómeno hablar de esa manera de despotricar, y era la única en este mundo que merecía la pena llevarse a cabo: el hombre quedaba completamente derribado, su país derribado, mejor hubiese sido que se muriera cuarenta veces. ¡Ben Miller! ¡Se cree que él sabe insultar! ¡Vaya! El obispo campesino más pobre de la Edad Media, con un solo caballito, podría superarle ampliamente. En nuestros días, no sabemos lo que es decir tacos.

—Bueno —dije yo—. No hace falta que chilles, me parece que podemos continuar. ¿Puede un obispo insultar ahora como solía hacerlo antes?

—Sí, también han aprendido, porque es parte del protocolo en su preparación (una especie de retórica, podría decirse), y aunque él no les dé más utilidad que las chicas de Missouri al francés, tienen que aprenderlos igual que ellas, pues una chica de Missouri que no sepa decir paglé-vú, y un obispo que no sepa decir tacos, no tienen nada que hacer en esta sociedad.

—¿Es que ya no dicen ninguno en absoluto, Tom?

—Muy rara vez. Tal vez lo hagan en Perú, pero entre la gente que sabe algo ya no se acostumbra. Tampoco a nadie le importan más que los insultos de Ben Miller. Eso es porque ha pasado tanto tiempo, que ahora las personas saben tanto como los saltamontes en la Edad Media.

—¿Los saltamontes?

—Sí. En la Francia de la Edad Media, cuando los saltamontes comenzaron a comerse las cosechas, el obispo iba por los campos, poniendo una expresión muy solemne y les soltaba una retahíla de tacos de los más concienzudos. Lo mismo que lo hacía con un rey, un herético o un judío, como os estaba contando.

—¿Y qué hacían los saltamontes, Tom?

—Se partían de risa, ponían manos a la obra como al principio y continuaban devorando las cosechas. En la Edad Media, la diferencia entre un ser humano y un saltamontes es que los saltamontes no eran tontos.

—¡Oh, Dió mío! ¡Oh, Dió santo! ¡Allí está el lago de nuevo! —chilló Jim en ese momento—. Ahora bien, amo Tom, ¿qué tiene que desir?

Sí señor, allí estaba el lago otra vez, se veía a lo lejos en el Desierto, perfectamente claro, con árboles y todo, igual que antes. Yo dije:

—Creo que ahora sí que estarás satisfecho, Tom Sawyer.

—Sí, satisfecho, porque allí no hay ningún lago.

Jim le respondió:

—No hablej así, amo Tom…, da miedo oírte. Hase tanto caló, y tú está tan sediento, que a lo mejó no estáj en tu sano juisio, amo Tom. ¡Oh…! ¿No ej hermoso? No sé cómo vi a’sperá pa llegá’sta’llí. ¡Tengo tanta sé!

—Pues tendrás que esperar; de todos modos no serviría de nada que llegases hasta allí, pues no existe tal lago, de verdad.

Yo dije:

—Jim, no le quites el ojo de encima. Yo tampoco lo haré.

—Claro que no; y válgame Dió, cariño, no podría haselo aunque quisiera.

Continuamos volando de prisa, amontonando kilómetros detrás de nosotros como si nada, pero no podíamos aproximarnos al oasis ni siquiera un centímetro… ¡De repente, había desaparecido otra vez! Jim se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Cuando recobró el aliento dijo, jadeando como un pez:

—Amo Tom, ej un fantasma, eso é lo que é, y Dió quiera que no veamoj otro má. Allí había un lago…, y entonsej algo susedió…, el lago se murió…, y lo que hemo visto es su fantasma; lo hemo visto do vese, y ésa é la prueba. El Desierto está embrujao, está embrujao, seguro; oh, amo Tom, vámono de aquí, preferiría morime que quedame aquí y que no’sorprendiese la noche, y el fantasma del lago volviese con su lamento, mientraj estamo dormido y no… no demo cuenta del peligro en el que noj emo metido.

—¡Un fantasma, so ganso! No se trata más que de calor, aire y sed mezclados por la imaginación de una persona. Si yo… ¡Dame los prismáticos!

Se apoderó de ellos y comenzó a observar hacia la derecha.

—¡Es una bandada de pájaros! —exclamó—. Se dirige en dirección al ocaso, y están en formación de abeja, siguiendo nuestro paso en dirección a algún sitio. Eso quiere decir algo: tal vez estén buscando comida o agua, o quizá ambas cosas. ¡Poned rumbo a estribor! ¡Virad a babor completamente! Así…, afloja un poquito…, quieto, mantente así como vas.

Disminuimos un poco la velocidad para no espantar a los pájaros, y comenzamos a seguirlos. Nos mantuvimos a unos metros de distancia detrás de ellos, y cuando les seguimos por espacio de una hora y media, empezamos a sentirnos muy descorazonados, con una sed insoportable, hasta que Tom dijo:

—Coged los prismáticos, uno de vosotros, y ved qué es eso, allá lejos por delante de los pájaros.

Jim echó una primera ojeada, y se dejó caer en la litera, angustiado. Estaba casi llorando, cuando dijo:

—Allí está otra vé, amo Tom, est’allí otra vé. Ya sé que me vi’a morí, pues cuando alguien ve un fantasma por tersera vé, eso é lo que quiere desí. ¡Ojalá nunca hubiese subido en este globo!

Y ya no miró más; lo que dijo me daba miedo a mí también, porque sabía que era verdad, ya que así había ocurrido siempre con los fantasmas; así que yo tampoco miré más. Ambos suplicamos a Tom que diésemos la vuelta y fuésemos hacia otro lado, pero él no quiso, y nos dijo que éramos unos charlatanes supersticiosos e ignorantes. Sí, dije yo, ya se pillará los dedos un día de éstos, insultar así a los fantasmas. Tal vez lo soportarán durante algún tiempo, pero eso no durará para siempre, pues cualquiera que conozca algo sobre fantasmas sabrá lo fácil que resulta herirlos, y también lo vengativos que son.

De manera que permanecimos completamente quietos y callados, Jim y yo muertos de miedo, y Tom manteniéndose ocupado. Al poco rato, Tom pidió que detuviésemos el globo, y dijo:

—Ahora, levantaos y mirad, inocentones.

Así lo hicimos, y, ¡era cierto!, había agua justo debajo de nosotros. Era clara, azul, fresca, profunda y ondulaba con la brisa. Era la visión más encantadora que yo haya contemplado. Había bancos de césped y flores por todas partes, y bosquecillos con frondosos árboles que daban mucha sombra, entremezclados con plantas trepadoras, y con un aspecto tan apacible y tranquilo, que casi daban ganas de llorar de tan hermoso.

Jim sí que lloró, completamente desatado ya, bailaba armando un gran jaleo, de tan agradecido y loco de alegría como estaba. Era mi turno de guardia, así que me tocaba permanecer haciendo algunos trabajos, pero Tom y Jim bajaron a beber un barril de agua cada uno y cogieron un montón para mí también. He probado muchas cosas buenas en mi vida, pero nada comparadas con el agua aquella. Entonces bajaron de nuevo y se dieron un baño, luego Jim tomó el relevo y Tom y yo dimos una carrera, y luego estuvimos boxeando, no recuerdo haberlo pasado mejor en toda mi vida. No tenía mucho calor, pues se acercaba el anochecer y, de todos modos, tampoco teníamos puestas nuestra ropa. La ropa está bien para el colegio, la ciudad, los bailes de etiqueta y demás, pero no tiene sentido llevarla donde no existe la civilización, ni ningún tipo de molestias o chinchorrerías.

 

—¡Leone! ¡Qué vienen lo leone! ¡De prisa amo Tom, subí, Huck! ¡Sálvese quien pueda!

¡Y vaya si corrimos! Ni nos paramos a recoger nuestras ropas, trepamos por la escala con los ojos cerrados. Jim perdió la cabeza completamente —siempre lo hacía, cada vez que se entusiasmaba o tenía miedo—; y entonces, en vez de subir un poco la escala para que no rozase el suelo, de manera que los animales no pudieran alcanzarla, salió disparado a la velocidad del rayo, y nos llevó pitando por el cielo, colgados de la escala durante un buen rato, antes de recobrar el sentido común y darse cuenta de la tontería que estaba haciendo. Entonces lo detuvo, pero se olvidó completamente de la maniobra siguiente; así que allí estábamos, dando tumbos por el aire, tan arriba que los leones parecían cachorritos.

Sin embargo, Tom consiguió trepar y subir al globo para recobrar el mando. Empezó entonces a descender, y a regresar al lago, donde los animales merodeaban como en una reunión campestre; por un momento, pensé que él también había perdido el juicio, pues sabía que yo estaba demasiado asustado para trepar. ¿No sería acaso su intención la de arrojarme entre los tigres y todas aquellas cosas?

Pues no. Estaba completamente cuerdo y sabía lo que estaba haciendo. Descendió hasta quedar a uno o dos metros por encima del lago y allí se detuvo. Entonces chilló:

—¡Suéltate rápido y déjate caer!

Así lo hice y caí al agua de pie; creí haber descendido por lo menos un kilómetro hacia el fondo; y, cuando salí a flote, me dijo:

—Ahora túmbate sobre la espalda y flota, hasta que descanses y recobres el valor; entonces sumergiré la escala y podrás trepar a bordo.

Así lo hice.

La verdad es que Tom era siempre así de listo, pues si hubiese salido disparado hacia cualquier sitio, yo me hubiera caído en algún sitio en la arena, las fieras nos hubiesen dado alcance y entonces habríamos tenido que seguir buscando un lugar a salvo, hasta que yo hubiese quedado hecho polvo y me hubiera caído.

Mientras tanto, los tigres y leones se habían hecho con nuestras ropas e intentaban repartírselas de manera que alcanzaran para todos, pero, teniendo en cuenta que algunos acaparaban más de lo que les correspondía, allí se armó una insurrección como no habréis visto otra en vuestra vida. Debía de haber cincuenta de ellos, todos mezclados, resoplando y rugiendo, dándose zarpazos, mordiéndose y desgarrándose mutuamente; todo eran colas, patas, arena y pelos en el aire, y ya no podía distinguirse a quien pertenecía cada cosa. Cuando acabaron la pelea, unos estaban muertos, otros cojeaban tullidos, y el resto permanecía sentado en el campo de batalla, algunos lamiéndose las heridas mientras los demás nos miraban como invitándonos a bajar para pasar con ellos un rato divertido, pero nosotros no teníamos la menor intención de hacerlo.

En cuanto a las ropas, no quedaba ninguna. Hasta el último harapo de ellas estaba ya en el estómago de aquellos animales; lo cual no me parecía nada bien, puesto que los bolsillos estaban llenos de botones de bronce, navajas, tabaco, clavos, tizas, canicas, anzuelos de pesca y cosas diversas. Pero no me importaba. Lo que más me molestaba era que no nos quedaban más que las ropas del profesor, una gran colección, pero no demasiado apropiada para recibir visitas, en caso de que nos cruzásemos con alguna, ya que los pantalones eran largos como túneles, y las chaquetas y demás cosas en concordancia. Aun así, había allí todo lo que un sastre pudiese necesitar, y Jim era un sastre bastante rápido, así que nos aseguró que pronto podría recortarnos uno o dos trajes, para sacarnos del apuro.

Capítulo 9

Las disertaciones de Tom en el desierto

Sin embargo, pensamos que nos dejaríamos caer de nuevo por allí un rato más, pero esta vez con otra misión. La mayor parte de las provisiones del profesor estaba conservada en latas de una manera muy novedosa que alguien acababa de inventar. Si lleváis un filete, desde Missouri hasta el Gran Sahara, deberéis tener mucho cuidado de manteneros en un clima lo más fresco posible. Nuestra temperatura había sido muy buena, hasta que nos detuvimos demasiado tiempo entre aquella gente muerta. Aquello arruinó el agua, y sazonó el filete hasta tal punto, que estaría bien para un inglés, dijo Tom, pero era demasiado raro para los americanos; así que los tres acordamos que volveríamos al mercado de los leones, para ver qué podíamos encontrar allí.

Sacamos otra vez la escala y nos colocamos justo encima de los animales, y entonces bajamos una cuerda con un lazo corredizo, e izamos un león muerto, uno pequeño y tierno, y luego pillamos a un cachorro de tigre con un buen tirón. Tuvimos que mantener alejado al grupo a punta de revólver, para evitar que les diera por echarnos una mano en las tareas y ayudar.

Nos aprovisionamos con bastante carne de los dos, y cuidamos de salvar las pieles, y entonces echamos el resto por la borda. Luego cebamos algunos de los anzuelos del profesor con carne fresca, y nos dispusimos a pescar. Detuvimos el globo justo encima del lago, manteniéndonos a una distancia prudencial, y cogimos un montón de peces, de los más bonitos que hayáis visto. Tuvimos la cena más sorprendente de nuestras vidas: filete de león, filete de tigre, pescado frito y sopa de maíz caliente. No creo que exista nada mejor.

También tuvimos algo de fruta para terminar la comida. La cogimos de la copa de un árbol monstruosamente alto. Era un árbol muy delgado, y no tenía una sola rama desde el suelo hasta la copa: desde allí, se abría como un plumero. Era una palmera, claro; cualquiera reconoce una palmera al minuto de verla, por las ilustraciones que hay de ellas. Nos pusimos a buscar cocos en una, pero no encontramos ninguno. En cambio, estaba llena de racimos de cosas que parecían uvas grises demasiado grandes, y Tom dijo que eran dátiles, pues respondían a la descripción que había de ellos en el libro de Las mil y una noches, y en otros más. Claro que podía ser que no fuesen venenosos, pero podía ocurrir que sí; así que esperamos un ratito y observamos si los pájaros los comían. Lo hicieron, así que nosotros también, y estaban buenísimos.

Para entonces surcaban todo el cielo unos pájaros gigantescos: podían verse con los prismáticos, cuando todavía estaban demasiado lejos para verlos a simple vista. La carne muerta era demasiado fresca para despedir cualquier olor, al menos cualquiera que pudiese alcanzar a un pájaro que se encontraba a ocho kilómetros de distancia; así que Tom dijo que los pájaros no podían haber averiguado que allí había carne por el olor, tenían que haberla visto. ¿No os parece que tenían una vista extraordinaria? También nos dijo que, a aquella distancia, un grupo de leones se vería más pequeño que la uña del dedo de una persona, y que no tenía ni idea de cómo habrían hecho para distinguir algo tan chiquito desde tan lejos.

Resultaba muy extraño y antinatural ver cómo los leones se comían a otros leones, y nos pareció que no debían ser parientes. Pero Jim dijo que eso no tenía la menor importancia. Dijo que los cerdos eran aficionados a comerse a sus propios hijos, y que también lo eran las arañas, y que un león podría parecerle un poco carente de escrúpulos, pero tampoco demasiado. Era posible que no se comiera a su propio padre, si es que sabía cuál era, pero que no tendría muchos reparos en comerse a su cuñado si en ese momento tenían un hambre atroz, o quizá también a su suegra, cuando hiciera falta. Sin embargo, las suposiciones no quieren decir nada. Puedes estar haciendo suposiciones hasta el día del Juicio Final, y no llegar a ninguna conclusión. Así que nos dimos por vencidos y lo dejamos.

Generalmente, las noches en el Desierto eran muy tranquilas, pero esta vez teníamos música. Un montón de animales vinieron a cenar: escurridizas fieras que aullaban y que Tom creía que eran chacales, y otras de lomos curvados, que él suponía que eran hienas; todas ellas armando un jaleo infernal con sus furiosos rugidos. A la luz de la luna, formaban un cuadro completamente distinto a los que yo había visto. Subimos rápidamente hasta colocarnos sobre la copa de un árbol, pero no soportamos hacer ninguna guardia, y todos nos fuimos a dormir; sin embargo, yo me levanté dos o tres veces para observar a los animales y escuchar su música. Era como tener gratis una butaca de primera fila en una casa de fieras, lo cual era algo que yo nunca había hecho antes, y me parecía una tontería irme a dormir y perdérmelo, ya que podría ser que no volviera a presentarse una oportunidad así.

De madrugada volvimos a pescar, y luego haraganeamos durante todo el día en la sombra frondosa que había en una isla, turnándonos con la guardia, y vigilando que ninguno de los animales se nos acercara a curiosear por allí, buscando eronautas para cenar. Íbamos a marcharnos al día siguiente, pero no podíamos, todo era demasiado encantador.

Al otro día, cuando nos elevamos en el cielo y salimos navegando rumbo al Este, permanecimos contemplando el lugar que dejábamos detrás, hasta que se convirtió en una mera manchita en el Desierto, y os puedo asegurar que era como decir adiós a un amigo, al que no verás nunca más.

Jim estaba pensando, y al cabo de un rato, dijo:

—Amo Tom, creo que hemos llegao al final del Desierto, digo yo.

—¿Por qué?

—Bueno, eso salta a la vista. Tú sabe cuánto hase que estamo dando vuelta por ensima. Me parese que ya hemo visto demasiá. Ya no debe quedá máj arena.

—¡Caray! Hay suficiente arena, no tienes que preocuparte.

—¡Oh, yo no me preocupo, amo Tom!, sólo me preguntaba, eso é todo. El Señó tiene sufisiente arena, no me cabe la menó duda; sin embargo, no creo que vaya a desperdisiala desa manera; ademá creo que el Desierto ya é bastante grande, tal como ya’mo visto, y cuesta mucho estendé l’arena por ensima.

—¡Venga hombre, cállate ya! No hemos hecho más que empezar a atravesar el Desierto. Estados Unidos es un país bastante grande, ¿verdad? ¿No es cierto, Huck?

—Sí —dije yo—, no hay otro más grande, eso creo.

—Bueno —dijo Tom—, pues este Desierto es del tamaño de los Estados Unidos, y si cubrieras con él, como si fuese una manta, la tierra de la libertad, la taparía por completo. Quedaría tan sólo una esquinita fuera, cerca de Maine, otra por el noroeste, y una más allá por Florida, sobresaliendo como la cola de una tortuga. Eso sería todo. Arrebatamos California a los mexicanos hace dos o tres años, así que esa parte de la costa del Pacífico nos pertenece ahora, y si colocaras al Gran Sahara con el borde apoyado sobre este mar, cubriría los Estados Unidos, y sobrepasaría Nueva York unos novecientos kilómetros por lo menos.

—¡Cielos! —exclamé—. ¿Puedes probar todo eso con documentos, Tom Sawyer?

—Sí, y los tengo justo aquí, los he estado estudiando. Puedes comprobarlo por ti mismo. Desde Nueva York hasta el Pacífico hay unos cuatro mil ciento ochenta y cuatro kilómetros. Desde una punta a otra del Desierto, hay unos cinco mil ciento cuarenta y nueve kilómetros. Los Estados Unidos tienen cinco millones setecientos noventa y tres mil cuatrocientos ochenta kilómetros cuadrados, el Desierto tiene unos seis millones seiscientos noventa y siete mil novecientos seis kilómetros cuadrados. Con toda la masa del Desierto, se podría cubrir cada centímetro de los Estados Unidos, y con los bordes que sobrasen, podríamos abarcar Inglaterra, Escocia, Irlanda, Dinamarca y toda Alemania. Sí, señor, bajo el Gran Sahara se podrían esconder los hogares de los valientes junto con todos los países que os he nombrado, y todavía sobrarían tres mil doscientos dieciocho kilómetros de arena.

—¡Vaya! —exclamé yo—. Eso me deja pasmado. Tom, eso demuestra que el Señor se ha tomado tantas molestias en hacer este Desierto como cuando creó los Estados Unidos y todos los demás países. Me parece que debe de haber estado trabajando dos o tres días para poder acabarlo.

Jim dijo entonces:

—Huck, eso no me parese rasonable. Yo no creo que nadie haya hecho este Desierto. Verá, échale un vistaso…, míralo bien, y dime si tengo rasón. ¿Pa qué sirve el Desierto? No sirve pa ná. ¿No te parese, Huck?

 

—Sí, es verdad.

—¿No tengo rasón, amo Tom?

—Eso creo. Continúa.

—Si no sirve pa ná, está hecho en vano, ¿no é sierto?

—Sí.

—¡Puej entonse! ¿Acaso el Señó hase algo en vano? Contéstame a eso.

—Bueno… no, no hace las cosas en vano.

—Entonse, ¿cómo podría habé creado un Desierto? Amo Tom, en mi opinión, Él no lo ha hecho en asoluto, eso é. Él no planeó ningún Desierto, nunca pensó en hasé uno. Yo te lo vi’a demostrá, y ya verá. A mí me parese que’s como cuando tú te construyej una casa. Siempre hay un montón de basura que sobra. ¿Y qué se hase con ella? ¿No la recoge y la yeva a un viejo terreno vasío fuera de la siudá? Claro. Puej entonse, en mi opinión, esto ej igual. Cuando el Señó iba a construí el mundo, juntó un montón de rocaj y laj apiló, luego hiso un montón de tierra y la colocó serca de la roca, lueg’un montón de arena, y la puso a mano también. Entonse se puso a haserlo así: Cogió alguna piedraj, un poco de arena y algo de tierra. Luego lo mescló todo y dijo: Esta ej Alemania, luego le puso un cartel y la dejó secá. Entonse cogió otras rocas, junto con algo más de arena y tierra, la mesclóo’tra vé y dijo: Esto son loj Estadoj Unidos, le puso otro cartel, y lo dejó secá de nuevo… y así, uno traj otro, hata que llegó el Sábado, se dio la vuelta, y vio todo lo que había creado, y creó un mundo bastante bonito pa’l tiempo que le había llevao. Entonse se dio cuenta de que mientraj había estao calculando la cantidá de tierra y de rocaj, estaba todo bien, pero luego vio que le sobraba muchísima arena, y no recordaba cómo había podido pasarl’eso. Así que se dio la vuelta y buscó un viejo terreno vacío po cualquié lugá, y cuando vio este sitio, se puso mu pero que mu contento, y mandó a loj ángele que arrojaran la arena aquí. Ahora bien, ésa é m’idea sobre el asunto…, que el Gran Sahara no fue creado en asoluto, sino que surgió así, de repente.

Yo dije que me parecía un buen argumento, y opiné que era el mejor que se le había ocurrido a Jim en toda su vida. Tom dijo lo mismo, pero que el problema con los argumentos, era que se trataba sólo de teorías, y que después de todo las teorías no probaban nada, sólo te conceden un punto de apoyo, un descanso para cuando estás atascado, dándote de topetazos por ahí, intentando dar con algo que no puedes hallar y que resulta difícil de resolver. Entonces dijo:

—Hay otro problema con las teorías: siempre tienen un agujero por alguna parte si uno las considera detenidamente, seguro. Lo mismo sucede con esta de Jim. Mirad los billones y billones de estrellas que hay allá afuera. ¿Cómo es que hubo estrellas suficientes y no sobró ninguna? ¿Cómo es que no se encuentran los restos de arena apilada allá arriba?

Jim, que le escuchaba atentamente, preguntó:

—¿Qué é la Vía Látea? Eso é lo que yo quisiera sabé. ¿Qué é la Vía Látea? Contéstame a eso.

En mi opinión, aquél fue un mal trago para Tom. Es tan sólo mi opinión, puede que los demás piensen otra cosa; pero lo dije y lo mantengo: aquél fue un mal trago para Tom. Se quedó sin articular palabra. Tenía la atónita mirada del que ha sido golpeado en la espalda con un armazón de clavos. Todo lo que dijo fue que, antes de tener un intercambio intelectual conmigo o con Jim, prefería tenerlo con un pez gato. Cualquiera puede decir eso, y he notado que lo hacen siempre que se quedan sin argumentos. Tom Sawyer se había enfadado por el giro de aquella charla.

Así que volvimos a hablar sobre el tamaño del desierto, y cuanto más lo comparábamos con esto, aquello o lo de más allá, más grande, magnífico y descomunal nos parecía. Y de ese modo, rastreando más números, Tom aseguró al cabo de un rato que el Desierto era tan grande como el Imperio Chino. Entonces nos mostró la extensión del Imperio Chino en un mapa, y el espacio que ocupaba en el mundo. Bueno, era tan maravilloso imaginarlo, que yo dije:

—¡Vaya! Había oído hablar de este Desierto muchas veces, pero hasta ahora no sabía lo importante que era.

Entonces, Tom dijo:

—¡Importante! ¡Que el Sahara es importante! Eso es lo que pasa con alguna gente. Si algo es grande, se piensan que es importante. Eso es todo el sentido común que son capaces de tener. Todo lo que pueden ver es el tamaño. Considerad a Inglaterra. Es el país más importante del mundo; y la podríais meter en un bolsillo del chaleco de China. No solamente eso, sino que sabe Dios el tiempo que tardaríais en volver a encontrarla en caso de necesidad. Y mirad también a Rusia. Se extiende por todas partes, y sin embargo no es más importante para el mundo que Rhode Island, y tampoco tiene en todo su inmenso territorio nada que valga mucho la pena. Mi tío Abner, que era un predicador presbiteriano y uno de los que más respetaba la ley, siempre dice que, si el tamaño fuera la verdadera medida para juzgar la importancia de las cosas, ¿dónde quedaría el cielo si lo comparamos con el otro mundo? Él siempre ha dicho que el cielo es la Rhode Island del Más allá.

De pronto divisamos una colina, que parecía elevarse en el fin del mundo. Tom interrumpió su charla y se apoderó de los prismáticos, muy entusiasmado. Echó un vistazo y dijo:

—¡Ahí está! Es la que tanto he estado buscando, seguro que sí. Si no estoy equivocado, es la colina en donde el derviche enseñó al hombre todos los tesoros del mundo.

De manera que comenzamos a observar, y él comenzó a contarnos un cuento de Las mil y una noches.

Capítulo 10

La colina del tesoro

Tom nos relató así lo que había sucedido en el cuento:

Un derviche iba caminando pesadamente por el Desierto, en un día de calor abrasador. Llevaba andando más de mil kilómetros y era muy pobre, tenía hambre, iba con malas pulgas y estaba cansado. Y justo por donde estamos ahora, se encontró con un camellero que llevaba un centenar de camellos, y le pidió una limosna. Pero el camellero se excusó negándose, y entonces el derviche le preguntó:

—¿No son tuyos estos camellos?

—Sí, son míos.

—¿Tienes deudas?

—¿Quién? ¿Yo? No.

—Bueno, pues entonces, un hombre que tiene cien camellos y ninguna deuda no solamente es rico, sino muy rico. ¿No es así?

El camellero reconoció que aquel hombre tenía razón. Entonces el derviche prosiguió:

—Dios te ha hecho a ti rico, y a mí pobre. Habrá tenido sus motivos, y son muy sabios, así que ¡bendigamos su Nombre! Pero también era su voluntad que los ricos ayudaran a los pobres, y tú me has vuelto la espalda, a mí que soy tu hermano. Él se acordará de esto, y lo pagarás.

Aquel discurso hizo tambalear un poco al camellero, pero como el hombre había nacido avaricioso para el dinero, no quiso perder ni un solo centavo, así que comenzó a quejarse y a dar explicaciones, a decir que eran tiempos difíciles y que, aunque había llevado un buen cargamento de mercancías a Basora y había obtenido un buen precio por él, no podría traer mercancías en el viaje de regreso, así que no habría conseguido hacer grandes cosas durante la travesía.

Entonces el derviche le contestó:

—Muy bien, si quieres correr el riesgo, tú verás, pero creo que esta vez has cometido un error, te has perdido una oportunidad.

El camellero, por supuesto, quiso saber cuál era la oportunidad que se había perdido, porque tal vez podría haber ganado más dinero. Así que salió corriendo tras el derviche y le rogó ansiosamente que tuviese lástima de él y le dijese cuál era la oportunidad que se había perdido, hasta que finalmente el derviche se dio por vencido y le dijo:

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