Nunca bailes con un turco bajo la luz de la luna

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Nunca bailes con un turco bajo la luz de la luna
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© E.M.K.

Diseño de edición: Letrame Editorial.

Maquetación: Juan Muñoz

Diseño de portada: Rubén García

Supervisión de corrección: Ana Castañeda

ISBN: 978-84-1114-498-8

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

Letrame Editorial no tiene por qué estar de acuerdo con las opiniones del autor o con el texto de la publicación, recordando siempre que la obra que tiene en sus manos puede ser una novela de ficción o un ensayo en el que el autor haga valoraciones personales y subjetivas.

«Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)».

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«Un hilo rojo invisible conecta a aquellos que están destinados a encontrarse, sin importar tiempo, lugar o circunstancia. El hilo se puede estirar o contraer, pero nunca romper».

Mito oriental.

CAPÍTULO I

«En mala hora se me ocurrió aceptar este marrón. También es cierto que no tenía otra opción».

Esto era lo que pensaba Olatz, sentada en el coche privado que la llevaba desde el aeropuerto de Estambul al apartamento que le había alquilado su empresa en las inmediaciones de la plaza Taksim.

Llevaba como una loca casi 16 horas. Metida en autobuses, aviones y corriendo por los aeropuertos arrastrando un maletón que parecía que se había llevado media casa.

Olatz era adjunta a dirección en una empresa conservera. Ser adjunta del jefe y dueño de la empresa significaba hacer de todo: nóminas, contratar nuevo personal, llevar la agenda del jefe, solucionar problemas en la planta, comprobar los envíos e incluso ir a ver in situ cómo iban madurando los tomates…

Trabajaban con hortalizas y verduras. Compraban las producciones enteras de casi 40 pequeños hortelanos, ya sea directamente o través de cooperativas. Pagaban un precio justo por el producto y ellos mismos se encargaban del transporte. No usaban camiones frigoríficos. Recogían el producto en su perfecto estado de maduración y en pocas horas ya estaba embotado, manteniendo todo su sabor y propiedades. A base de esfuerzo, trabajo y organización, habían conseguido hacerse un buen nombre. Todas sus conservas se vendían en las mejores tiendas de delicatessen de España y Latinoamérica. Nunca habían querido entrar en el «mamoneo» de las grandes superficies. No querían abaratar sus costes para ocupar la balda central del pasillo de conservas vegetales. Porque eso implicaba pagar menos al hortelano y sería ir en contra de uno de los principios de la empresa.

Una semana antes de que Olatz estuviese desquiciada por los aeropuertos, su jefe la llamó al despacho.

—¿Querías algo, Patxi? —preguntó Olatz después de tocar con los nudillos la puerta y entrar sin esperar respuesta.

—Olatz, egun on, siéntate, por favor.

Ella se sentó mosqueada, no le gustaba nada la cara de su jefe. El ceño fruncido implicaba problemas.

—Tenemos un problema en el almacén de Estambul. Nos han parado la obra.

—¿Quién? ¿No estaba todo cerrado con el ayuntamiento?

—Sí, tenemos todos los papeles y permisos. Pero no hemos contado con los propietarios de los pisos de la zona. Nos han interpuesto un recurso y como medida cautelar nos han parado la construcción del almacén. Hemos contratado a un abogado especializado en estos temas, me acaba de llamar por teléfono y me ha comentado que sería bueno que fuese un representante de la empresa para hablar con el portavoz de la comunidad de propietarios. Un tal Ateş Koçu.

—Por lo que veo, me toca a mí. ¿No?

—Eres mi mano derecha, «resolvedora» de problemas y apagafuegos. Ya sabes que mi nuera está a punto de salir de cuentas y no me gustaría ausentarme un mes.

—¿Perdona? ¿Un mes?

—Ya que vas, también te vas a encargar allí de lo que haces aquí. Contratar personal para el almacén de Estambul y un par de personas para la conservera en İznik. No te puedo obligar, pero sé que harás lo mejor para la empresa…

Y la miró con cara de cordero degollado. Desde el principio sabía que Olatz no iba a rehusar el encargo. Todos los días daba gracias a Dios por haberla contratado. Era organizada, trabajadora, competente, con cabeza fría, pero ponía todo su corazón en lo que hacía.

Nunca olvidaría su foto encadenada a un árbol, que recorrió las redes sociales como la pólvora. El ayuntamiento de un pequeño pueblo de Bizkaia iba a expropiar parte de las tierras de diez de sus proveedores, aduciendo que era por el bien común, pero sin darse cuenta que quitaban el medio de vida de casi treinta familias. Olatz removió Roma con Santiago, fue el azote del pobre alcalde durante semanas. Al final consiguió que el proyecto se cambiase. Así era con todo. Alegre y combativa.

Y una auténtica belleza. Un pelo negro, liso y denso. Lo llevaba corto. Una capa entera justo hasta encima de la oreja con un gran flequillo ladeado que le descansaba sobre la ceja derecha. Patillas en pico, y desde la coronilla hasta la nuca, capas desfiladas que le quitaban volumen y a la vez siempre hacían que tuviese el cabello perfectamente peinado. Pero realmente lo que te hipnotizaba de su rostro eran los ojos. Grandes, rasgados. De un tono verde oscuro que dependiendo de su estado de ánimo podían ir del color del musgo al jade. Limpios y directos, como era ella.

Pero también recordó cuando esos ojos estuvieron apagados y tristes durante meses. Nunca olvidaría una mañana de hace dos años cuando entró en su despacho y se la encontró desmayada en el suelo tumbada encima de un charco de sangre. Nunca olvidaría la cara de ella cuando unas horas más tarde el ginecólogo le comunico que no iba a poder ser madre. La explicación técnica a él se le escapó, algo de un mioma y una malformación uterina. Pero allí estaba, ejerciendo de padre sustituto hasta que sus verdaderos padres llegasen de sus vacaciones en Cádiz, agarrándola de la mano mientras ella se la apretaba con fuerza al oír la horrible noticia.

Ya no había dolor ni vacío en su mirada, pero de vez en cuando mostraba añoranza de algo que nunca iba a ocurrir. Cuando iban a las huertas de sus proveedores y había por ahí algún niño jugando, Olatz se ponía de cuclillas o se sentaba en el suelo y jugaba con ellos. Hacía caminitos para las hormigas o una casa para las hadas. Y en esos divertidos momentos, sus ojos se nublaban de lágrimas no derramadas. Hacía un movimiento con la cabeza para quitarse los pensamientos negativos y seguía jugando con los pequeños.

Mientras Patxi recordaba todos esos momentos, Olatz pensaba rápidamente, haciendo cálculos de lo que tenía que dejar listo antes de irse. Necesitaría una semana para organizar todo lo de la oficina y le gustaría ir a Ezcaray a comer con sus padres.

Su padre se había jubilado hacía unos pocos años. Había cambiado el traje de bancario por unos pantalones de mahón. El despacho con luz artificial y aire acondicionado por una huerta llena de vida y de sol. Después de vender el piso de Bilbao, el trastero y el garaje, habían comprado una casa con terreno en el mismo pueblo en el que llevaban veraneando los últimos cuarenta años.

Cada vez que iba a visitarlos, dos veces al mes, Olatz encontraba a sus padres más rejuvenecidos, felices y compenetrados. Y además necesitaba ir. Le encantaba hacer senderismo o coger la bicicleta, pero lo que más le gustaba era ir con sus padres a tomar el aperitivo. Necesitaba esos momentos de risa, complicidad, relajo y amor.

—Patxi, necesito una semana…

—Hecho. —Y una sonrisa surcó su cara de oreja a oreja.

Olatz se levantó de la silla con la sensación de que ya estaba todo cerrado antes de que entrase al despacho, y dejando un rastro de su característica colonia, se marchó briosamente a hacer todos los preparativos.

Patxi, cuando la vio marchar con el arranque que la caracterizaba,pensó que al pobre Ateş Koçu no sabía la que le iba a caer encima.

Y una semana más tarde, ahí estaba ella. Mirando por la ventanilla del taxi una sucesión de casas, árboles, cemento… De repente, al girar una curva, vio un gran letrero luminoso en lo que parecía un campo de fútbol. Vodafone Park. Le preguntó al chófer mientras señalaba con la mano.

—Sorry,what’sthis?

El chófer soltó el volante (provocando que Olatz soltase un grito ahogado), se giró hacia ella y mientras ponía las manos como si fuesen las garras de algún animal, gritó:

—Siyah, beyaz. Beşiktaş.

Olatz le sonrió con cortesía mientras pensaba que ya era lo que le faltaba para rematar el día. Lo primero que veía de Estambul era un campo de fútbol y tenía un forofo al volante, cuando no lo soltaba. Claro.

Al cabo de tres cuartos de hora ya estaba en las inmediaciones de la plaza Taksim, en su apartamento.

La gestión se la había hecho el gerente de la planta conservera de İznik. Un pequeño apartamento en un buen edificio con portero. A veinte minutos andando del bufete de abogados que les llevaba el caso. Y que tan amablemente le habían cedido un despacho para que ella pudiese trabajar.

 

Sacó las llaves del bolso y un sobre con todas las indicaciones del apartamento. Piso, mano, toma de agua, cuadro de luces, calefacción…Todo debidamente explicado.

Entró en la casa arrastrando los pies, sacó de la maleta el camisón y se tiró en plancha sobre la cama. Cuando todavía no le había dado tiempo ni a taparse con la colcha, estaba profundamente dormida.

Al día siguiente se levantó totalmente descansada y llena de energía. Dio una vuelta por el que iba a ser su hogar el próximo mes. Quedó muy satisfecha. Era pequeño pero coqueto. Muy bien decorado y tenía absolutamente de todo. Incluso una pequeña terraza, con una mesa redonda y dos sillas, que daba a un pequeño jardín perfectamente cuidado. Se imaginó en esa terraza tomando el primer café de la mañana. Y fue lo que hizo. Mientras lo degustaba, pensó en cómo sería el señor Koçu…

Ateş se levantó como siempre, de mal humor. No le gustaba madrugar, sobre todo si la noche anterior había estado trabajando hasta altas horas de la madrugada. Pero hoy había quedado con el representante de la empresa que pretendía construir un feo almacén de hormigón a menos de cincuenta metros de su casa. De su paraíso.

Se sirvió una taza de café y subió a la azotea. Era de su propiedad, venía con la casa. Cinco años atrás, cuando tenía veintiocho, había dejado el hogar familiar para ir a vivir de alquiler con unos amigos mientras buscaba casa. Vio multitud de pisos, casas y chalés por todo Estambul. Se podía permitir casi todo. Era uno de los especialistas en ciberseguridad más valorado y demandado de Turquía.

Estuvo dando vueltas hasta que encontró lo que buscaba. Le gustaba mucho la zona, conservaba todavía ese espíritu de barrio que a él le encantaba. Tenía cafés, restaurantes y pequeñas tiendas que vendían de todo. Le enseñaron el piso (muy parecido a otros veinte que había visto), pero cuando subió a la azotea y vio el atardecer rosado sobre su amado Bósforo, olió el salitre y oyó el graznido de las gaviotas, supo que había llegado a casa.

Y ahora desde la azotea, donde antes había un solar bien cuidado sin vallar, donde los niños jugaban al fútbol o a pillarse unos a otros, había unos cimientos a medio construir que afeaban el entorno.

Fue al despacho a acabar de mandar un informe. No estaba demasiado lejos de la azotea. Era bajar unas escaleras de caracol, llegar a la terraza de la cocina, cruzarla e ir por el pasillo hasta la segunda puerta a la derecha. Su empresa era él, su oficina era su casa. Por eso iba a luchar con uñas y dientes para que toda su vida fuese como había sido hasta ese momento. Tranquila.

Quedaba media hora para la reunión. Olatz ya llevaba cuarenta minutos metida en un taxi. Los días de principios de octubre eran muy traicioneros. A primera hora de la mañana hacía frío y luego al mediodía te achicharrabas. Así que se puso un vestido de algodón negro con pequeñas florecillas rosas. Ceñido hasta el principio de los muslos. A partir de ahí salían unos volantes asimétricos que le llegaban hasta cinco centímetros por encima de la rodilla. Y menos mal, porque si no, no podría andar. Sin mangas y con cuello halter. Optó por una media de verano negra y unos zapatos de salón con tacón medio. Lo imprescindible para estilizar la pierna y estar cómoda a la vez. No era amiga de llevar tacones demasiado altos. Como mucho 5 cm. Medía 1,70 cm, y cuando en alguna boda se había puesto taconazos, se sentía la jirafa del lugar. No le gustaba llamar la atención ni por exceso ni por defecto. Una torera negra con el forro rosa palo y unos pendientes gigantes de oro rosa en forma de aro completaban el atuendo.

El taxi llegó al borde de un paseo que bordeaba la costa y el taxista le comentó que no podía llevarla más allá, la zona era peatonal. Pero que a donde quería ir estaba solo a diez minutos andando.

Olatz asintió, pagó la carrera con propina y se apeó. No le importó absolutamente nada ir andando. El cielo era de color azul vívido, no había ni media nube que empañase esa luminosidad. Hacía un poco de fresco, pero lo agradeció. Los coches siempre acababan por marearla. Respiró hondo, se puso las gafas de sol y miró a su alrededor. El paseo peatonal, el mar, un pequeño parque con bancos desperdigados, una estrecha calle donde no había demasiado tráfico (un milagro para tratarse de Estambul), casas de no más de tres pisos pintadas de colores vivos cuyos bajos estaban llenos de pequeños negocios y un poco más al fondo, un edificio de cinco alturas el cual lo habían construido con la suficiente cabeza para que no desentonase en la zona.

Si ella viviese ahí también lucharía para que no construyesen nada que empañase ese pequeño oasis dentro de la caótica ciudad.

Ateş salió de casa, tenía tiempo para tomar un café en el parque que bordeaba la costa. Era unos de sus rituales favoritos de los domingos. Coger un expreso en la cafetería de al lado de su piso, sentarse en un banco mientras veía el mar y observar a la gente que pasaba.

Pero hoy no era domingo, era lunes y parece ser que era el día de clase de baile latino. La Asociación de Comerciantes del barrio organizaba clases gratuitas para toda la gente que se quisiese apuntar: Yoga, taichí, pilates, bailes de salón… Se rio con disimulo al ver los esfuerzos que hacía el señor Yilmaz, el frutero del barrio, por seguir el ritmo caribeño. Pero la sonrisa se le congeló en los labios.

A lo lejos vio como se iba acercando la mujer más impresionante que había visto en su vida. Andaba con autoridad marcando el paso con fuerza, pero el movimiento de sus caderas hacía que pareciese una modelo desfilando por una pasarela. La brisa del Bósforo agitaba su flequillo. Negro como una noche de invierno, pero a la vez era brillante como un rayo de luna. Incluso creyó ver una tonalidad azul en su pelo, probablemente un reflejo del mar o del cielo. Tuvo una visión de esas largas piernas rodeándole a él mismo. Agitó la cabeza para quitarse esa imagen. No era bueno que tuviese esos pensamientos, media hora antes de una reunión de trabajo.

Olatz se paró para ver cómo bailaba el pequeño grupo variopinto que estaba intentando seguir el ritmo de un merengue encima del césped y de repente sonó una de sus canciones favoritas: A pedir su mano, de Juan Luis Guerra y 4.40.

La habían lanzado al mercado cuando ella ni si quiera había nacido, pero era «la canción» de sus padres. Siempre recordará la risa cantarina de su madre mientras su padre la hacía girar una y otra vez por el salón de casa cada vez que pinchaban la canción en la radio. Era uno de los tantos recuerdos maravillosos que tenía de su niñez.

Sin quererlo, empezó a seguir el ritmo con el pie y las caderas. El abnegado profesor de baile la vio. Llevaba más de una hora luchando para que sus alumnos no se pisasen unos a otros, fue donde ella y le tendió la mano. No había nada como enseñar con la práctica.

Ateş vio la escena y pensó: «Lo tienes claro. Menudas calabazas te van a dar. Además, estaba yo primero». Pero para su asombro, Olatz sonrió al profesor, aceptó su mano y lo siguió hasta el césped donde estaba el resto del grupo. Se quitó el bolso que llevaba en bandolera y la chaqueta. Y los depositó encima del césped junto al portadocumentos que llevaba. Empezó a seguir los pasos del profesor. Bailaba perfectamente, con estilo y ritmo. Mientras giraba y daba vueltas, su risa inundaba el parque. Ateş se estaba poniendo enfermo. No sabía si era por su risa, por el movimiento sexy de sus caderas o porque cada vez que daba una vuelta los volantes se le subían y veía un trozo más que considerable de sus torneadas piernas.

Acabó la canción y Olatz, con una pequeña reverencia, se despidió del grupo. Se señaló el reloj para explicar que tenía prisa y salió medio corriendo de allí. Le quedaban diez minutos para encontrar el solar.

Ateş se quedó en el banco, atontado, viendo como se alejaba. Cuando la perdió de vista, pegó un trago largo al café para acabarlo mientras se miraba las playeras. Y se dio cuenta, demasiado tarde, que había salido de casa con la ropa cómoda y vieja que usaba para trabajar.

CAPÍTULO II

Olatz estaba de pie, frente al vallado del solar, esperando al tal señor Koçu. Que por cierto, le quedaban exactamente dos minutos para llegar puntualmente a la cita. Miró a lo lejos, al final del camino de grava que desembocaba en el parque y vio a un chico que se acercaba donde ella.

Menos mal que llevaba las gafas de sol puestas porque estaba segura que se le habían salido los ojos de las órbitas.

«IMPRESIONANTE», pensó Olatz. Nunca había visto a nadie andar así. Como si fuese el dueño del mundo, pero en vez de moverse con chulería, andaba con un aire tan despreocupado y sin prisa que solo le faltaba pegar patadas a las piedrillas del camino. Llevaba las manos metidas en los bolsillos del pantalón gris tipo cargo. Una sencilla camiseta blanca lisa de cuello en pico, un poco cedida por el uso, que se le ajustaba perfectamente a sus hombros anchos y su torso musculoso. Y unas simples playeras blancas de loneta.

«El pelo demasiado largo, ya le metía yo un buen tijeretazo». Negro con mechones rojizos como finas lenguas de lava, peinado hacia atrás de forma descuidada, un mechón rebelde caía sobre su frente. El cabello le salía disparado en todas direcciones, pequeños rizos y bucles aparecían por todos sitios. Ateş sabía que lo tenía un poco largo, pero nunca encontraba tiempo para ir al peluquero.

Olatz lo siguió mirando mientras se acercaba a ella. Una barba de tres días bastante bien cuidada, más rojiza que el pelo. Unos brazos muy musculados, como todo su cuerpo, indudablemente por meter muchas horas en el gimnasio. Y unas gafas de aviador grises oscuras con montura de plata hacían que no se pudiese ver sus ojos. «¿Este es el señor Koçu?», pensó Olatz. «Mira tú qué listos los de la Comunidad de Propietarios. Me envían al macizorro del barrio…».

Ateş siguió andando hacia ella mientras mentalmente daba gracias a todos los dioses, santos y profetas que conocía. Ella era la representante de la empresa española, no se podía tener más suerte en este mundo.

Cuando se encontraron frente a frente, Olatz le miró las playeras y pensó que las pobres ya habían cumplido su misión hacía unos cuantos años. Levantó la cara (dándose cuenta que le sacaba más de diez cm)y preguntó:

—Mister Koçu?—Ateş asintió—. Good morning, my name is Ol…

—No se preocupe, podemos hablar en español. Lo estudié en la universidad.

Olatz notó un escalofrío en la nuca mientras sus piernas parecían que se habían convertido en chicle, no porque supiera hablar español, sino por su tono de voz. Grave, susurrante, sexy. Y por su medio sonrisilla, que marcaba en sus mejillas, unos hoyuelos pícaros.

—Ahhh, pues perfecto entonces. Me llamo Olatz Hondarribia y vengo en representación de la empresa Eguzkilore—y le tendió la mano.

—Buenos días, Günaydın, soy Ateş Koçu. Representante de los propietarios de la zona—y sonrió mientras le cogía la mano.

Olatz se quedó embobada con su sonrisa. Sincera, cautivadora, impactante. Le soltó la mano, dándose cuenta que el tiempo políticamente correcto ya había pasado.

—Pues hechas las presentaciones, señor Koçu…

—Ateş… me llamo Ateş.

—Lo siento, señor Koçu, no me parece apropiado. Como tampoco me parece apropiado hablar de negocios de pie en mitad de un camino. —«E indudablemente lo menos apropiado de todo es el escalofrío que estoy sintiendo por todo el cuerpo», pensó Olatz.

—Hemos quedado aquí, señorita Hondarribia—dijo con retintín—, para que vea dónde está situado el solar y en qué zona quieren ustedes construir un almacén. Le recomiendo que eche un vistazo a su alrededor. Mar, parque, paseo peatonal, niños jugando en la calle, viviendas, negocios, gente charlando de ventana a ventana… Barrio. Vida.

—Sí, señor Koçu, lo veo perfectamente. Pero en esta vida hay que llegar a acuerdos y ceder un poquito en ciertos aspectos. Todos queremos vivir en un entorno perfecto y privilegiado. Yo también, pero si la construcción del almacén va a dar trabajo directo a 35 personas, creo que eso también hay que valorarlo.

Ateş asintió y le indicó que podían ir a tomar un café a un local cercano. Fueron andando por el camino de grava hasta un pequeño café situado en la mitad del parque. La brisa del Bósforo le llevaba a Ateş el aroma de ella. Fresco y afrutado. Olor a melón, mandarina, lima. Se parecía al olor de las gominolas que le compraba su madre de pequeño.

Olatz, por su parte, intentaba descifrar el perfume de él. Fresco pero a la vez penetrante, sin ser excesivamente fuerte. Mandarina y sándalo. Olía a la lumbre que se hacía en invierno en los caseríos para asar castañas.

 

Lo que no sabían es que sus dos aromas se compenetraban perfectamente. Fruta y madera. Dulce y especiado. Creando algo irrepetible. Único.

Llegaron a la cafetería y se sentaron en la terraza.

Era un sitio muy agradable, las vistas del parque y del mar calmaron lo suficiente a Olatz como para que empezase a mirar a su alrededor sin nerviosismo. Las sillas eran de forja pintadas de blanco, las mesas de madera oscura, paneladas con pequeños azulejos todos distintos: pequeñas flores o lisos o con dibujos geométricos. Jarrones de cristal verde encima de las mesas con flores naturales.

Llegó el camarero y Ateş estuvo un rato hablando con él. Se notaba que era asiduo del establecimiento. Mientras hablaban, Olatz se quitó la chaqueta y la colgó en el respaldo de la silla dejando ver unos hombros anchos y torneados lo mismo que sus brazos. Ateş pensó: «Y encima deportista…».

Y así era. Desde que Olatz tenía memoria, sus mejores recuerdos de la infancia estaban asociados al agua, a la playa. Su aita la llamaba «sirenita». Había que sacarla del agua cuando ya tenía los labios morados y los dedos arrugados. Pero ella nunca tenía frío. Su pasión por el agua hizo que empezase a practicar natación de forma semiprofesional en su adolescencia. Deporte que ahora practicaba regularmente para desestresarse.

Mientras Ateş la seguía mirando sin perder detalle, vino el camarero con una bandeja verde de madera con dos pequeñas tazas de café, dos vasos de agua y un plato con dulces y chocolates variados.

—Tatlı yiyelim, tatlı konuşalım. Comamos dulce, hablemos dulce—dijo Ateş con voz susurrante, que hizo que a Olatz le volviesen a temblar las piernas—. «Menos mal que estoy sentada, pero ¿qué pasa con este hombre, no sabe hablar normal?», pensó Olatz. Ateş le explicó lo que había en el plato— Son delicias turcas. Y por lo que veo, son de rosa y granada. Un poco dulces, pero perfectas para tomar con nuestro café turco.

Olatz cogió una, dio un pequeño mordisco y bebió un sorbo de café. Ateş tenía razón, la combinación de sabores era perfecta.

Olatz lo miró a través de sus gafas oscuras y le dijo:

—Está muy bueno. Muchas gracias. Y ahora que ya he tomado algo dulce, podemos hablar, dulcemente, del tema por el que estoy aquí.

Ateş se rio por lo bajo y le contestó:

—Tamam. Vale. Vamos a ello. Los propietarios estamos preocupados principalmente por tres temas: el paisaje, el ruido y el tráfico. Con respecto al paisaje, no queremos un bloque gris que afee nuestro barrio. Ya ha visto usted el entorno en el que vivimos.

—Usted sabe que los almacenes están hechos de una forma concreta para ser lo más eficientes posible. No va a tener una altura superior a seis metros, por lo que no va a ser más alto que ninguna de las viviendas del barrio. Va a estar hecho de bloque de cemento, lo podemos pintar del color que ustedes quieran. Con que en la fachada principal esté el logotipo de la empresa, a nosotros nos vale.

—Perfecto. O sea que el color del almacén va a nuestro gusto. Lo hablaré con el resto de los propietarios—«1-0 para la señorita», pensó Ateş—. El segundo tema es el ruido de los camiones y el de la carga y descarga.

—Mi empresa lleva desde hace dos años haciendo una fuerte inversión en el parque móvil. No usamos camiones, sino furgonetas eléctricas. Sin ruido ni contaminación. En todas nuestras instalaciones tenemos puntos de recarga autorizados. Por lo que, en ese aspecto, no tienen que preocuparse. El problema de la carga y descarga, por mucho cuidado que tenga nuestro personal, siempre va a haber ruido. Palés, latas de conserva… Lo único sería encontrar el horario más adecuado para ustedes. A nosotros nos da igual trabajar de noche, madrugada o tarde.

—Tamam, se lo traslado también a los propietarios—«Ya va 2-0», pensó otra vez Ateş, y continuó con sus peticiones—. Por último, el tráfico extra que se va a generar en la zona.

—El tema de la salida y entrada de furgonetas está relacionado con la carga y descarga. Por lo que ustedes también ponen ese horario. Aparte de este almacén, tenemos otros dos. Uno en nuestra zona y otro en México. Y los dos tienen horarios distintos. Nosotros trabajamos con pedidos ya cobrados, por lo que nos podemos organizar perfectamente. Y perdóneme, señor Koçu, espero que ahora no nos vayan a echar la culpa del tráfico en Estambul, ¿no?

«Hat-trick para la señorita», pensó Ateş con admiración mientras sonreía de medio lado. No le había dado opción, se notaba que había venido con los deberes hechos.

—Tamam, yo he quedado hoy con el resto de los propietarios. Les trasladaré sus soluciones, debatiremos el tema y le haré saber a qué acuerdos hemos llegado. Y le doy las gracias por la disponibilidad tanto suya como la de la empresa que usted representa. Pensábamos que nos iba a costar bastante más solucionar este asunto.

—De nada. Ya le he dicho que todo se puede solucionar si las personas estamos dispuestas a ceder en algún punto. Lo único que le pido por favor es que esto lo traten lo más rápido posible. Cada día que la obra está parada es dinero que pierde mi empresa. Si quiere ponerse en contacto conmigo, llámeme al bufete de abogados que lleva este litigio. Voy a estar trabajando allí. Y dicho esto se levantó de la mesa, le tendió la mano a Ateş y se marchó, dejándolo con dos palmos de narices porque no lo había visto venir y no había tenido tiempo para reaccionar. Se quedó sentado en la cafetería casi media hora, solo, con la sensación de que acababa de pasar un tornado por su vida y la había puesto del revés.

Olatz llegó al bufete, se presentó en la recepción, saludó a los dos socios y la llevaron a un despacho. Pequeño pero con todo lo que podía necesitar; al fin y al cabo, solo iba a estar allí un mes. Se sentó en la silla ergonómica y empezó a mirar los currículums que le habían enviado para seleccionar al personal del almacén. Eran cincuenta y tenía que elegir a treinta y cinco. Había de todo: con estudios, sin ellos, con experiencia, sin ella, hombres, mujeres…«¿Mujeres? Mierda» pensó Olatz . «Esto no estaba previsto…». Cuando habían montado los almacenes de Derio y de Oaxaca, no se había presentado ninguna mujer a los puestos de trabajo. Olatz nunca lo había entendido, pero así había sido. Ahora encima de la mesa tenía los currículums de ocho mujeres a las cuales iba a contratar. Eso estaba muy claro. Su empresa tenía dos normas a la hora de contratar personal: que fuese gente en paro de la zona y que hubiese la máxima paridad posible. No sabía si en Turquía existía este principio y el de la discriminación positiva, pero para ella era la Biblia. Además, después de ver los currículums de las mujeres, estos eran muy parecidos (por no decir mejores) a los de algunos de los hombres que le habían remitido.

Cogió el plano del almacén y ahí estaba el error. Solo había un vestuario con 35 taquillas. Ahora tenían que hacer dos. Miró el membrete que estaba en la esquina superior derecha del plano con el nombre de la empresa constructora. KAYA HOLDING. Rebuscó en la documentación que tenía para ver quién era la persona de contacto. Una tal señora Ikbal. Cogió el teléfono mientras su cabeza hacía clic para hablar en inglés y marcó el teléfono.

—Buenos días, ¿señora Ikbal? ¿Sí? Buenos días, soy Olatz Hondarribia, de la empresa Eguzkilore. Ustedes se están encargando de la construcción de nuestro almacén. Tenemos que hacer un cambio en los planos.

—Buenos días, señora Hondarribia. ¿Hay algún problema?

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