La persona de Cristo

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La persona de Cristo

Donald MacLeod

En memoria de mis padres, Donald y Alice Macleod, mis primeros y mejores tutores en la cristología

Colabora en esta edición:

Centro Evangélico de Estudios Bíblicos de Barcelona www.ceeb.org.es

Publicaciones Andamio

Alts Forns nº 68, Sót. 1º

08038 Barcelona T. 93 432 25 23 editorial@publicacionesandamio.com www.publicacionesandamio.com

Publicaciones Andamio es la sección editorial de los Grupos Bíblicos Unidos de España (GBU)

La persona de Cristo

© 2011 Donald Macleod

© Donald Macleod 1998

All rights reserved. This translation of The person of Christ first published in 1998 is published by arrangement with Inter-Varsity Press, Nottingham, United Kingdom. All rights reserved. No part of this book may be reproduced in any form without written permission from editor.

Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial sin la autorización por escrito del editor.

Traductor: Daniel Menezo

Diseño cubierta e interior: Coated Studio Maquetación: Stephanie Williams

Adaptación a Ebook: Benjamín Espinosa González

ISBN: 978-84-123352-1-7

© Publicaciones Andamio 2011

1ª Edición diciembre 2011

ÍNDICE

Presentación de la Biblioteca de José M. Martínez

Prefacio

Abreviaturas

Introducción

PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea

Capítulo 1. El nacimiento virginal

Capítulo 2. La Preexistencia de Cristo

Capítulo 3. Cristo, el Hijo de Dios

Capítulo 4. El Jesús histórico

Capítulo 5. El Cristo de la fe: Dios verdadero de Dios verdadero

SEGUNDA PARTE. « Dios verdadero, hombre verdadero»: Hasta Calcedonia y más allá

Capítulo 6. La Encarnación

Capítulo 7. Calcedonia: «Perfecto en divinidad, perfecto en humanidad»

Capítulo 8. La kenōsis: Jesús se anonadó

Capítulo 9. La ausencia de pecado en Cristo

Capítulo 10. No hay otro nombre: La unicidad de Cristo en la teología moderna

Epílogo

Notas

Bibliografía adicional

Presentación de la Biblioteca de José M. Martínez Prefacio Abreviaturas Introducción PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea Capítulo 1. El nacimiento virginal Capítulo 2. La Preexistencia de Cristo Capítulo 3. Cristo, el Hijo de Dios Capítulo 4. El Jesús histórico Capítulo 5. El Cristo de la fe: Dios verdadero de Dios verdadero SEGUNDA PARTE. « Dios verdadero, hombre verdadero»: Hasta Calcedonia y más allá Capítulo 6. La Encarnación Capítulo 7. Calcedonia: «Perfecto en divinidad, perfecto en humanidad» Capítulo 8. La kenōsis: Jesús se anonadó Capítulo 9. La ausencia de pecado en Cristo Capítulo 10. No hay otro nombre: La unicidad de Cristo en la teología moderna Epílogo Notas Bibliografía adicional

Presentación de la Biblioteca de José M. Martínez

Con la Biblioteca de José M. Martínez el Centro Evangélico de Estudios Bíblicos de Barcelona (CEEB) inicia un proyecto, en colaboración con Publicaciones Andamio, que nos llena de ilusión, en primer lugar por lo que tiene de reconocimiento y en segundo lugar por la importante aportación que como CEEB podemos hacer en el ámbito de la educación y de la formación teológica evangélica en nuestro país.

El CEEB es un instituto bíblico-teológico que inicia su andadura en el año 1969, desde entonces y de forma ininterrumpida viene realizando su labor académica y pedagógica hasta el presente. Por sus aulas han pasado más de 1.000 alumnos, muchos de los cuales son hoy reconocidos siervos de Dios y las asignaturas han sido impartidas, en un momento u otro de su historia, por destacados profesores, teólogos y eruditos nacionales y extranjeros (www.ceeb.org.es).

Desde su inicio D. José M. Martínez estuvo involucrado en dicha iniciativa. Siendo uno de sus impulsores y estando presente en la reunión constitutiva del Centro el 11 de abril de 1969, fue elegido Vicepresidente de la primera Junta Directiva.

En el año 1981, es elegido como Presidente, cargo que desempeñó hasta el año 1996 y bajo su presidencia se inicia una nueva singladura, que fortalecería el ministerio pedagógico y daría lugar a una organización más sólida del CEEB, que se consolidará en el año 1984 mediante la adquisición de una sede social idónea para la ubicación formal y estable del Centro.

Además de su trabajo administrativo como vicepresidente y presidente de la Junta Directiva durante casi 30 años, D. José M. Martínez también ha sido miembro del Cuerpo Docente enseñando las asignaturas de Hermenéutica, Homilética y Teología Pastoral, cuyas clases y material docente dieron origen a los libros Ministros de Jesucristo (2 vols., Homilética y Pastoral) y posteriormente Hermenéutica Bíblica, ampliamente usados en España y en el continente hispanoamericano, de modo especial en institutos bíblicos y seminarios.

Por todo ello, consideramos necesario reconocer el ministerio que D. José M. Martínez ha desarrollado a lo largo de los años en el CEEB y a favor de la obra evangélica en nuestro país. Una de las cualidades de D. José M. Martínez que siempre nos llamó la atención fue su amplitud de miras, su visión a largo plazo y la necesidad de compartir dones y colaborar con las iglesias y entidades evangélicas siendo consciente que, en muchos aspectos de la obra evangélica, la colaboración es la clave de la solución a ciertas limitaciones que individualmente podamos tener.

Por ello, creímos que dicho reconocimiento no debería ser un acto puntual, sino algo que tuviese continuidad, que vinculara de forma permanente al CEEB y a D. José M. Martínez y que incorporase dicha amplitud de miras y visión de futuro. Con estas ideas en mente pensamos en publicar una serie de libros de temática bíblica y teológica, libros de reconocida valía en ámbitos evangélicos internacionales y ponerlos a disposición del pueblo evangélico bajo el título genérico “Biblioteca José M. Martínez”.

Esta Biblioteca José M. Martínez, estará formada por títulos relacionados con la Teología Sistemática, escritos por autores de reconocido prestigio en el ámbito evangélico. Estos títulos combinan los principios y verdades bíblicas con la cultura contemporánea, proporcionando un excelente recurso para predicadores, maestros y para todos aquellos que desean crecer espiritualmente.

El que esta Biblioteca lleve el nombre de José M. Martínez, no quiere decir que él personalmente esté de acuerdo con todos y cada uno de los planteamientos que los autores puedan exponer. Lo que sí podemos afirmar es la coincidencia en la perspectiva evangélica que domina toda la colección y la metodología, que aplica y contextualiza las doctrinas estudiadas a nuestras necesidades y desafíos contemporáneos.

Por tanto, es nuestro deseo y oración que el Señor use esta Biblioteca para que el pueblo evangélico pueda seguir creciendo en la gracia y en el conocimiento que es en Cristo Jesús, siendo un apéndice del ministerio docente de D. José M. Martínez, quien ha recomendado personalmente esta colección, y que sea de gran estímulo y ayuda para la formación de nuevas generaciones de creyentes, al igual que su ministerio pastoral y su labor pedagógica lo han sido para varias generaciones de siervos de Dios que nos han precedido.

 

Soli Deo Gloria.

Por la Asamblea General del CEEB y su Junta Directiva

Pedro J. Pérez

Vice-Presidente y Decano académico del CEEB

Prefacio

Por diversos motivos he tardado un tiempo desmesuradamente largo en escribir este libro. En realidad, que haya llegado a este punto resulta casi milagroso. Durante los últimos diez años lo he retomado, abandonado y reanudado más veces de las que puedo recordar.

La otra parte de mi excusa es que soy teólogo y, por consiguiente, por definición, un generalista. Mi labor no consiste en ser experto en ningún campo concreto, sino en tener en cuenta los acontecimientos importantes en una amplia gama de disciplinas, e intentar reunirlas para formar una unidad coherente. El trabajo constante de los especialistas académicos es indispensable para los teólogos, pero tenemos que esperar a que sus descubrimientos se prueben antes de poder usarlos como fundamento. El debate actual sobre las relaciones entre Pablo y el judaísmo, y entre Jesús y el ebionismo son poco relevantes para la cristología. Centrarse en la relación entre Jesús y el Espíritu Santo resulta más prometedor, siempre que no se acabe perdiendo en el adopcionismo.

¿Qué mayor privilegio puede tener un hombre que disfrutar de la oportunidad de escribir sobre un tema como la Persona de Cristo? Ruego a Dios que aporte honra a su Nombre.

Donald Macleod

Abreviaturas


ANF Ante-Nicene Fathers (reedición de Ante-Nicene Christian Library en 10 vols., Buffalo y Nueva York, 1885-96, y Grand Rapids, 1950-51); nueva ed. (Grand Rapids: Eerdmans, y Edimburgo: T. & T. Clark).
KJV King James Version.
NEB New English Bible.
NPNF A Select Library of Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, primera serie, ed. P. Schaff, 14 vols. (Nueva York, 1886-90); segunda serie, eds. H. Wace y P. Schaff, 14 vols. (Nueva York, 1890-1900); nueva ed. (Grand Rapids: Eerdmans, y Edimburgo: T. & T. Clark, 1980).
RSV Revised Standard Version.
TDNT G. Kittel y G. Friedrich (eds.), Theological Dictionary of the New Testament, trad. y ed. G. W. Bromiley, 10 vols. (ET Grand Rapids: Eerdmans, 1964-76).

Introducción

Este libro no es una afirmación académica aislada. Está escrito en el interior de la comunidad cristiana, por un miembro de ésta y para su beneficio. Como tal, refleja mi creencia personal de que el evangelio nos permite acceder al verdadero Jesús. También refleja mi creencia de que los grandes credos, lejos de traicionar los Evangelios, sintetizan fielmente su intención central de presentar a Jesús como el Hijo encarnado de Dios.

Sin embargo, resulta fácil simpatizar con el escepticismo, contemporáneo o no. Las afirmaciones que formuló la iglesia primitiva (y, desde mi punto de vista, el propio Cristo) son asombrosas e incluso ofensivas. En numerosos momentos exigen una revisión radical de nuestras creencias intuitivas sobre Dios. Aunque personalmente he trascendido ya la duda e incluso la incertidumbre, espero no haber olvidado cómo piensan los no cristianos y, en cada etapa del argumento, he asumido que están mirando por encima de mi hombro y poniendo en tela de juicio mis conclusiones. Muchos de aquellos con los que discrepo profundamente han enriquecido mi vida al exponerme nuevas preguntas y ofrecerme nuevos programas.

No existe un enfoque obligatorio a la cristología y, en determinados momentos, me he visto obligado a tomar decisiones metodológicas que se pueden criticar fácilmente.

La más evidente es que, en contra de la corriente contemporánea, he optado por una «cristología desde arriba». Esto no quiere decir que no me tome en serio la humanidad de Cristo. Me la tomo muy en serio; algunos incluso pensarán que demasiado. Pero si hubiera optado por una cristología desde abajo, hubiera incurrido en un fingimiento. No parto desde abajo, sino desde la fe, convencido antes de poner la pluma sobre el papel (o el dedo sobre la tecla) de que Jesucristo es el Hijo eterno de Dios. Considero que ése es también el punto de partida de los Evangelios. En la época en que fueron escritos, Cristo ya estaba «arriba», y ese hecho determinó la selección, la disposición y la exposición de los materiales. Prima facie, este enfoque parece adolecer de una gran tendenciosidad. No obstante, no es más tendencioso que el que insiste en que debemos tratar a Cristo como «un hombre normal y corriente», y el Evangelio como si fuera literatura ordinaria.

Una parte sustancial de este estudio es histórica, y aborda las preguntas suscitadas y las respuestas ofrecidas por el pensamiento cristiano desde Tertuliano hasta Barth (si este último me disculpa que le haya emparejado con el padre norteafricano), y de Práxeas a Edward Irving. Durante el curso de estas exposiciones se formuló la mayoría de preguntas posibles (y quizá algunas imposibles), y se propuso la mayor parte de respuestas posibles. Quedan pocas preguntas nuevas y menos respuestas novedosas.

No podemos contentarnos jamás con la repetición -como los loros- de las definiciones del pasado. Sin embargo, sería presuntuoso hablar antes de haber escuchado a los padres. Los hombres como Atanasio y Agustín, Basilio y Calvino, son los Newtons y los Einsteins de la Teología. En comparación, nosotros somos pigmeos. Nuestra única esperanza para ver más lejos consiste en encaramarnos en los hombros de los gigantes.

Esta aproximación histórica explica algunas de las peculiaridades de este libro. Por ejemplo, aborda la historia de Jesús tras dedicar tres capítulos al material neotestamentario básico. Mi motivo para hacer esto es que el debate sobre el Jesús histórico comenzó en un momento relativamente tardío en la historia del pensamiento cristiano. Aparte, su interés fundamental radicaba en desafiar la autenticidad del material evangélico tocante a la deidad de Cristo. En concreto, desafiaba (y sigue haciéndolo) la conclusión que intento establecer en el capítulo 3, a saber, que los títulos como el Hijo de Dios pueden localizarse en el propio Jesús.

De forma parecida, aunque puede parecer evidente que hay que tratar la unicidad de Cristo al principio del libro, he optado por abordarla al final, dentro del contexto del debate contemporáneo. Estamos demasiado cerca de ese período como para evaluarlo correctamente, pero no puede haber duda de que la pregunta moderna crucial es «¿Qué hace a Cristo diferente?». Para la ortodoxia, la respuesta está muy clara. Cristo es diferente porque es Dios encarnado. Pero ¿qué pasa si rechazamos la ortodoxia, como hacen Bultmann y los asociados con The Myth of God Incarnate? ¿En qué sentido podemos seguir adorándole como único? ¿Y sobre qué base podemos seguir adorándole?

En un momento posterior del libro (página 175) critico la famosa observación de Melanchton de que «conocer a Cristo supone conocer sus beneficios». Sin embargo, ésta contiene una verdad importante. Aunque escriba con la pluma de hombres y de ángeles, si no tengo la vida de Dios en mi alma, de nada me aprovecha.

PRIMERA PARTE. «El mismo Dios del mismo Dios»: de los evangelios a Nicea

Capítulo 1. El nacimiento virginal

Un lugar común de la cristología moderna es que debemos comenzar con la humanidad de Jesús, no con su divinidad. Como resultado, se crea una tendencia contra una cristología «de lo alto» y se favorece poderosamente una «de abajo». Wolfhart Pannenberg es un ejemplo típico de ello. Habiendo afirmado que «el método de una cristología “de lo alto” está vetado para nosotros», sigue diciendo: «Nuestro punto de partida debe radicar en la pregunta sobre el hombre Jesús; sólo de este modo podemos analizar su divinidad».1

Por supuesto, este paradigma no se puede descartar sin más ni más. Klaas Runia escribe: «No tengo ninguna objeción a un concepto cristológico que empiece “desde abajo”. Creo que saca a la luz aspectos de la persona y de la obra de Jesús que una cristología “de lo alto” puede ignorar fácilmente. Además, es el mismo camino por el que la iglesia apostólica llegó a su confesión de Jesús como Mesías, como Señor, como Hijo de Dios».2 No cabe duda de que la iglesia pasó por alto la humanidad de Cristo y se centró con demasiada exclusividad en «el Señor del cielo». También puede decirse —como sugiere Runia— que los primeros cristianos, en su viaje de fe, partieron «de abajo»: primero le conocieron en su humanidad y progresaron a partir de ella, con mayor o menor rapidez, hacia una comprensión de su deidad.

A primera vista, el problema «de lo alto» o «de abajo» sólo se centra en el método. Si es así, podemos distanciarnos de él, diciendo simplemente que methodus est arbitrarius. Lo único que queremos es un sistema que nos permita acomodar los datos. Pero entonces nos encontramos con un hecho extraño: el Nuevo Testamento, casi con total unanimidad, nos presenta una cristología de lo alto. Parte del campo de su deidad, no del de su humanidad. Seguramente hay un buen motivo para esto. El Nuevo Testamento contempla a Cristo a la luz de la resurrección; y si articulamos nuestra teología desde el punto de vista de la fe, no podemos hacer otra cosa. Analizar la resurrección como una cuestión abierta por sí solo es un juicio contra la fe. Además, históricamente el movimiento descrito en el Nuevo Testamento va de Dios al hombre y, si empezamos desde abajo (desde el lado humano), puede resultar tremendamente difícil recuperar esta perspectiva. No carece de importancia que desde que el enfoque «desde abajo» se puso de moda se ha producido una avalancha de cristologías adopcionistas que no presentan a Cristo como Dios hecho hombre sino como un hombre que, en cierto sentido, se convierte en Dios. Según este paradigma, la naturaleza humana no se convierte sólo en un axioma, sino también en un factor limitador: no podemos decir nada de Cristo que no podamos decir del hombre. Como no es de extrañar, a muchos teólogos les resulta imposible arrancar de este punto de partida para creer en la deidad de Cristo.

Independientemente de los motivos, el hecho está claro: el Nuevo Testamento parte de lo alto. Esto es evidente, sobre todo en el Evangelio de Juan. No es que Juan no sea un creyente firme en la humanidad del Señor, más bien al contrario. Es él quien habla del logos hecho carne (Jn. 1:14), retrata al Señor descansando junto al pozo de Jacob (Jn. 4:6) y, concretamente, menciona que cuando la lanza atravesó su costado manó sangre y agua (Jn. 19:34). De hecho, en su primera epístola, Juan sostiene que la negación de la humanidad física de Jesús es una señal del anticristo (1 Jn. 4:2 y ss.). El verdadero meollo del mensaje de Juan es que Cristo vivió una vida genuinamente humana, y que la vivió aquí abajo.

Sin embargo, éste no es su punto de partida. El acceso a la cristología de Juan se encuentra únicamente en su prólogo, donde enfatiza prolongadamente la deidad de Cristo. Lo que nos encontramos en el umbral no es una afirmación sobre nada de aquí abajo, sino las palabras magníficas: «En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios, y el Verbo era Dios» (Jn. 1:1). En este pasaje todo habla de lo de arriba. En el principio, cuando Dios creó los cielos y la tierra (Gn. 1:1), Cristo ya existía. Él hizo todas las cosas. Existía cara a cara con Dios y era Dios. Caminó entre los hombres sólo porque, siendo ya Dios, se hizo carne; e incluso en su estado encarnado, cuando los hombres le miraban y le veían de verdad, lo que percibían era la gloria del unigénito Hijo de Dios (Jn. 1:14). Incluso la idea de que el progreso de los discípulos hacia una visión más elevada de Cristo fue gradual se ve rebatido en cierta manera por el hecho de que, en su primer encuentro con Jesús, Natanael ya exclama: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios; tú eres el Rey de Israel» (Jn. 1:49).

 

La cristología de Hebreos sigue la misma pauta. Como en Juan, se enfatiza firmemente el hecho de la encarnación: «Así que, por cuanto los hijos participaron de carne y sangre, Él también participó de lo mismo» (He. 2:14). Además, a lo largo de la epístola, la humanidad de Cristo se toma con la máxima seriedad. Tuvo una experiencia real de la muerte, gustándola (2:9); se perfeccionó por medio del sufrimiento (2:10); estuvo sujeto a las mismas tentaciones que nosotros (4:15); simpatiza con nosotros en nuestras debilidades; y aprendió la obediencia a través de sus sufrimientos (5:8).

Todas estas ideas tienen una importancia incalculable, pero ninguna de ellas se menciona en primer lugar. Lo primero que se dice es que cuando Dios habló por medio de Cristo lo hizo a través del Hijo (He. 1:2). Este Hijo era el heredero de todas las cosas, y su creador (He. 1:2). Era el resplandor de la gloria del Padre, y la imagen expresa de su Ser (He. 1:3). Por lo que respecta a los seres más elevados de la Creación, Él era su Superior infinito. ¿A qué ángel llamó Dios «hijo» alguna vez? Incluso más, ¿qué ángel recibió jamás el título de «Dios» (He. 1:8)?

Todo lo que el escritor de Hebreos dice después acerca de la vida y los sufrimientos terrenales de Jesús (y dice mucho), lo hace frente a este trasfondo. Cristo es el Hijo celestial de Dios, y es vulnerable a las experiencias de esta vida sólo porque optó por ser, durante un tiempo, un poco menor que los ángeles.

Pablo no es distinto. También para él Cristo es el Señor, un ser cuyo origen está antes del tiempo y de este mundo. Esto refleja, probablemente, la experiencia de Pablo durante su conversión. Su introducción a la grandeza de Cristo no fue gradual en absoluto. En el camino a Damasco Pablo vio al Cristo resucitado, y la visión le cegó y le dejó como muerto (Hch. 9:3 y ss.). Dios le había revelado a Jesús como su Hijo (Gá. 1:16), y esta convicción fue, desde ese momento y para siempre, su punto de partida para describirle. Esto es así, por ejemplo, en su enseñanza en Gálatas, probablemente la más temprana de sus epístolas (escrita antes de que el Concilio de Jerusalén emitiera un veredicto autorizado sobre los temas que disputaban el apóstol y el judaísmo): «Pero cuando vino el cumplimiento del tiempo, Dios envió a su Hijo, nacido de mujer y nacido bajo la ley» (Gá. 4:4). Aquí la presencia de Cristo en el mundo y bajo la ley es el resultado de un movimiento que parte del cielo y cuyo iniciador fue Dios. 2 Corintios 8:9 se mueve en la misma dirección: «Porque ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por amor a vosotros se hizo pobre». El movimiento no va de la pobreza a la riqueza pasando por la resurrección, sino desde las riquezas de la gloria preexistente a la pobreza de su vida terrenal, un entorno inhóspito y hostil donde, además, reinaba la impiedad.

Sin embargo, la dinámica de la cristología de Pablo se aprecia más claramente en Filipenses 2:5-11. Aunque el propio Pablo no redactara este pasaje, sino que lo tomó prestado de un himno antiguo, es evidente que respaldaba su enseñanza. Aquí, una vez más, el punto de partida es la preexistencia de Cristo. La idea ya está implícita en la palabra hyparchōn («existente»), y todo el contexto la refuerza. Antes de que Cristo diera el gran paso de la kenōsis, ya existía como alguien que participaba de la forma de Dios, y era su igual en todos los sentidos.

No obstante, cuando acudimos a los Evangelios sinópticos, ¿no hallamos una imagen distinta? ¿No es cierto que vemos una teología desde abajo? ¡De ninguna manera! El punto de partida de Marcos es el mismo que el de Juan: «Principio del evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios». Para ser justos, este pasaje se debate. La frase «Hijo de Dios» no figura en algunos manuscritos, y Westcott y Hort la omitieron de su edición del Nuevo Testamento (1885). De todos modos, los comentaristas recientes no han seguido su ejemplo. Vincent Tayler escribió: «Hay razones poderosas para aceptar la frase como original a la vista de su testimonio, su posible omisión por homoioteleuton y el uso del título en la cristología de Marcos».3 C. E. B. Cranfield adopta la misma postura: «Hay muchos motivos sólidos para aceptarla como original».4 Dennis Nineham está menos convencido: «Es complicado decidir si las palabras son originales», escribe; y añade: «Pero esta cuestión no reviste una gran importancia, dado que san Marcos creía ciertamente que Jesús era el Hijo de Dios, y esta creencia subyace en todo el Evangelio».5

Por consiguiente, existen pocos motivos crítico-textuales para omitir la expresión «el Hijo de Dios» del texto de Marcos. Éste declara su convencimiento (y su tesis) en el mismo principio de su Evangelio, y todo lo posterior es una confirmación y una ilustración de esta idea.

Sin embargo, no debemos aislar esta expresión. Como señala Nineham,6 el propósito de toda la sección introductoria (vv. 1-11) es el de establecer la identidad y las credenciales de Jesús. Una manera en que se consigue esto es describiendo la relación entre Jesús y Juan el Bautista. Juan, a pesar de su importancia, no fue más que el precursor de Cristo. En cierto sentido, la diferencia es meramente funcional: «Yo a la verdad os he bautizado con agua; pero Él os bautizará con Espíritu Santo» (Mr. 1:8). Pero la diferencia también es ontológica: «Viene tras mí el que es más poderoso que yo» (Mr. 1:7). Esta diferencia en estatus es incluso más evidente cuando reflexionamos sobre la importancia que tiene el hecho de que Marcos cite Malaquías 3:1. Dentro del contexto original, el propio Yahvé es el que viene, y la aplicación que hace Marcos del pasaje (y del título) a Jesús es un indicativo claro de la posición única que él atribuye a Jesús.

La identidad y las credenciales de Jesús se afirman con la misma claridad, pero de forma más dramática, en la historia de su bautismo. Entonces no sólo es ungido visiblemente con el Espíritu Santo, sino que la Voz celestial atestigua que es el Hijo de Dios (y su Siervo): «Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia» (Mr. 1:11). Es evidente que Marcos no permite que la deidad de Cristo vaya revelándose gradualmente a lo largo de su narrativa. Quiere asegurarse de que el lector, en su primer encuentro con Jesús, no tenga ninguna duda de que Aquel procede de lo alto. Por supuesto, también indica que el propio Jesús comenzó su obra poseyendo ya la garantía de que Dios era, en un sentido único, su Padre.

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