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Robinson Crusoe

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Robinson Crusoe
Robinson Crusoe
Аудиокнига
Читает Dietmar Mues, Rolf Boysen, Werner Bruhns, Willi Sachse
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En primer lugar, me trajeron una caja de botellas do un excelente licor, seis botellas de dos cuartos de vino de Madeira, dos libras de un excelente tabaco, doce trozos de carne, seis trozos de cerdo, una bolsa de guisantes y casi cien libras de galletas.

También me trajeron una caja de azúcar, otra de harina, una bolsa de limones, dos botellas de zumo de lima y un montón de cosas más. Aparte de esto, me dio algo mil veces más útil: seis camisas nuevas, seis corbatas estupendas, dos pares de guantes, un par de zapatos, un sombrero, un par de calcetines y una de sus chaquetas, que había usado muy poco. En pocas palabras, me vistió de pies a cabeza.

Era un regalo generoso y agradable para alguien en mis circunstancias. No obstante, al principio, cuando me puse las ropas me parecieron incómodas, extrañas y desagradables.

Después de las ceremonias, y cuando todas estas cosas maravillosas fueron transportadas a mi pequeña vivienda, comenzamos a debatir qué hacer con los prisioneros, pues teníamos que decidir si los llevaríamos con nosotros, en especial a dos de ellos, que eran incorregibles y obstinados en extremo. El capitán dijo que eran unos bandidos y que no teníamos ninguna obligación hacia ellos, por lo que, si los llevábamos, sería encadenados, como a malhechores, para entregarlos a la justicia en la primera colonia inglesa que tocáramos. No obstante, me di cuenta de que el capitán se sentía intranquilo con la idea.

A esto le respondí que, si lo deseaba, yo me atrevía a ir a por los dos hombres de los que hablaba y preguntarles si estaban dispuestos a quedarse en la isla.

-Esto me parece muy bien -dijo el capitán.

-Bien -le dije-, mandaré a buscarlos y hablaré con ellos en su nombre.

Mandé a Viernes y a los dos rehenes, que habían sido puestos en libertad por la buena gestión de sus compañeros, a que fueran a la cueva, condujeran a los cinco hombres prisioneros hasta la casa de campo y los retuvieran allí hasta que yo llegara.

Al poco rato volví hasta allí, vestido con mis nuevas ropas y habiendo tomado otra vez el título de gobernador. Cuando estuvimos todos reunidos y con el capitán a mi lado, ordené que trajeran a los prisioneros ante mí y les dije que estaba al tanto de su malvada conducta hacia el capitán y de la forma en que habían tomado el barco con la intención de cometer nuevas fechorías, si la Providencia no los hubiese hecho caer en el mismo foso que habían cavado para otros.

Les dije que el barco había sido tomado por órdenes mías, que por eso estaba en la rada y que dentro de poco verían la recompensa que había recibido su rebelde capitán, que estaba colgado del palo mayor.

Les pregunté si tenían algo que alegar para que yo no ordenase su ejecución cómo piratas cogidos en el acto del delito, conforme con la autoridad que me había sido conferida.

Uno de ellos contestó, en nombre del resto, que no tenían nada que alegar, salvo que el capitán les había prometido perdonarles la vida cuando los tomó prisioneros, por lo que, humildemente, imploraban mi clemencia. Les dije que no creía que debía tener ninguna clemencia con ellos pero que había decidido abandonar la isla con todos mis hombres y embarcarme con el capitán rumbo a Inglaterra. Como el capitán no podía llevarlos a Inglaterra si no era encadenados como prisioneros para ser enjuiciados por el motín y el hurto del barco, tan pronto llegasen allí, serían condenados a la horca, como bien sabían. Les pregunté si estarían dispuestos a quedarse en la isla, lo cual me parecía lo mejor para ellos, y les comuniqué que no me importaba que lo hicieran, ya que yo tenía libertad de abandonarla. Puesto que me sentía inclinado a perdonarles la vida, si ellos pensaban que podían sobrevivir aquí, lo haría de grado.

Se mostraron muy agradecidos por esto y dijeron que preferían quedarse en la isla antes que ser conducidos a Inglaterra para ser ahorcados, de modo que accedí en este tema.

No obstante, el capitán comenzó a presentar ciertas objeciones, como si no se atreviese a dejarlos aquí. Me mostré un poco enfadado con el capitán y le dije que eran prisioneros míos y no suyos; que habiéndoles perdonado, no podía faltar a mi palabra; que si no estaba de acuerdo con esto, los pondría en libertad, tal cual los había encontrado; y que si esto no le parecía bien, podía arrestarlos si lograba capturarlos.

Ante esto, todos se mostraron muy agradecidos. En consecuencia, los puse en libertad y les dije que se retiraran al lugar del bosque de donde habían venido y que yo les daría armas, municiones e instrucciones para vivir cómodamente, si esto les parecía bien.

Entonces, comencé a prepararme para subir a bordo del barco. Le dije al capitán que deseaba pasar la noche en la isla para arreglar mis cosas pero deseaba que él permaneciera en el barco, para mantener el orden y, al día siguiente, me enviara una chalupa. Mientras tanto, debía colgar al capitán rebelde del palo mayor para que los hombres pudieran verlo.

Cuando el capitán se hubo marchado, hice venir a esos hombres a mi vivienda y entablé con ellos una conversación muy seria sobre su situación. Les dije que, según mi criterio, habían tomado la decisión correcta porque, si el capitán los llevaba, sin duda serían ahorcados. Les mostré al capitán rebelde colgado del palo mayor del barco y les aseguré que no podían esperar nada mejor.

Después de cerciorarme de que estaban dispuestos a quedarse en la isla, les dije que deseaba contarles la historia de mi vida en aquel lugar, a fin de facilitarles un poco las cosas. Por consiguiente, les hice una detallada descripción del lugar y de mi llegada. Les mostré mis fortificaciones, la forma en que hacía mi pan, sembraba mi grano y secaba mis uvas; en pocas palabras, todo lo necesario para que estuvieran cómodos. También les conté la historia de los dieciséis españoles, por cuyo regreso estábamos aguardando y les dejé una carta, haciéndoles prometer que lo compartirían todo con ellos.

Les dejé mis armas, a saber: cinco mosquetes, tres escopetas de caza y tres espadas. Aún tenía más de un barril y medio de pólvora, pues, después del segundo año, utilicé muy poca y no desperdicié ninguna. Les hice una descripción del modo en que cuidaba las cabras y les di instrucciones para ordeñarlas y alimentarlas y para hacer mantequilla y queso.

En pocas palabras, les conté todos los detalles de mi historia y les dije que le pediría al capitán que les dejara otros dos barriles de pólvora y algunas semillas, las cuales en otro momento me habría gustado mucho tener. También les di la bolsa de guisantes que el capitán me había regalado y les aconsejé que los sembraran y los cultivaran.

Habiendo hecho todo esto, al día siguiente los abandoné y subí a bordo del barco. Nos preparamos inmediatamente para zarpar pero no levamos anclas esa noche. A la mañana siguiente, dos de los cinco hombres que se habían quedado llegaron a nado hasta el barco, quejándose lastimosamente de los otros tres y suplicando por Dios, que los lleváramos en el barco, pues, de lo contrario, serían asesinados. Le rogaron al capitán que los dejase subir a bordo aunque solo fuese para colgarlos inmediatamente.

El capitán dijo que no podía hacer nada sin mi consentimiento y después de algunos inconvenientes y solemnes promesas de enmienda, se les permitió subir a bordo y se les azotó fuertemente, después de lo cual se comportaron como hombres honestos y tranquilos.

Tras de esto, con la marea alta, una de las chalupas fue enviada a la orilla con las cosas que les había prometido a los hombres, a lo cual, por intercesión mía, el capitán agregó sus cofres y algunas ropas, que recibieron con sumo agrado. Además, para animarlos, les dije que, si en el camino encontraba algún navío que pudiera recogerlos, no me olvidaría de ellos.

Al abandonar la isla, traje conmigo algunas reliquias como el gran gorro de piel de cabra que me había confeccionado, la sombrilla y el loro. También traje el dinero, del que hablé al principio, que, como había estado guardado durante tanto tiempo, se había oxidado y ennegrecido y apenas habría podido pasar por plata, si antes no lo hubiese limpiado y pulido. Traje, además, el dinero que había encontrado en el naufragio del barco español.

Y fue así como abandoné la isla el 19 de diciembre de 1686, según los cálculos que hice en el barco, después de haber vivido en ella veintiocho años, dos meses y diecinueve días. De este segundo cautiverio fui liberado el mismo día del mes que había escapado por primera vez de los moros de Salé en una piragua.

Capítulo 16 FORTUNA DE ROBINSON

Al cabo de un largo viaje, llegamos a Inglaterra el 11 de junio de 1687, después de treinta y cinco años de ausencia. Cuando llegue a Inglaterra era un perfecto desconocido, como si nunca hubiese vivido allí. Mi benefactora y fiel tesorera, a quien había encomendado todo mi dinero, estaba viva pero había padecido muchas desgracias. Había enviudado por segunda vez y vivía en la pobreza. La tranquilice respecto a lo que me debía y le aseguré que no le causaría ninguna molestia, sino al contrario, en agradecimiento por sus pasadas atenciones y su lealtad, la ayudaría en la medida que me lo permitiera mi pequeña fortuna, lo cual no implicaba que pudiese hacer gran cosa por ella. No obstante, le juré que nunca olvidaría su antiguo afecto por mí y así lo hice cuando estuve en condiciones de ayudarla, cómo se verá en su momento.

Me dirigí a Yorkshire; pero mi padre, mi madre y el resto de mi familia había muerto, excepto dos hermanas y dos hijos de uno de mis hermanos. Cómo no habían tenido noticias mías, después de tantos años, me, creían muerto y no me habían guardado nada de la herencia. En pocas palabras, no encontré apoyo ni auxilio y el pequeño capital que tenía, no era suficiente para establecerme,

 

No obstante, recibí una muestra de agradecimiento que no esperaba. El capitán del barco, al que había salvado felizmente junto con el navío y todo su cargamento, les contó a sus propietarios, con lujo de detalles, la extraordinaria forma en que yo había salvado sus bienes. Estos. me invitaron á reunirme con ellos y con otros mercaderes interesados y, después de muchos agradecimientos por lo que había hecho, me obsequiaron con casi doscientas libras esterlinas.

Me puse a reflexionar en las circunstancias de mi vida y en lo poco que tenía para establecerme en el mundo. Entonces decidí viajar a Lisboa para ver si podía obtener alguna información sobre mi plantación en Brasil y enterarme de lo que había sido de mi socio, que al cabo de tantos años, me habría dado por muerto.

Con esta idea, me embarqué rumbo a Lisboa, a donde llegué en abril del año siguiente. Mi siervo Viernes me acompañaba fielmente en todas estas andanzas y demostró ser el servidor más leal del mundo en todo momento.

Cuando llegué a Lisboa, y después de hacer algunas averiguaciones, encontré a mi viejo amigo, el capitán del barco que me rescató la primera vez en las costas de África. Ahora era un anciano y había abandonado el mar, dejando a su hijo, que ya no era un jovenzuelo, a cargo del barco con el que aún traficaba en Brasil. El viejo no me reconoció y en verdad, tampoco yo pude reconocerlo pero inmediatamente lo recordé, así como él me recordó a mí cuándo le dije quién era.

Después de algunas expresiones de mutuo afecto, le pregunté, como era de esperarse, por mi plantación y mi socio. El viejo me dijo que no había viajado a Brasil en nueve años pero podía asegurarme que la última vez que había estado allí, vio a mi socio con vida, aunque aquellos a los que había dejado a cargo de administrar mis intereses habían muerto. No obstante, suponía que podía recibir cuenta exacta de mi plantación pues, creyéndome muerto, mis administradores habían dado relación de la producción de mi parte al procurador fiscal, que tomaría posesión de ella, en caso de que yo no volviera nunca a reclamarla, dándole una tercera parte al rey y las otras dos terceras partes al monasterio de San Agustín, para ayudar a los pobres y a la conversión de los indios al catolicismo. Mas, si yo la reclamaba o alguien en mi nombre lo hacía, se me restituiría completamente con excepción de los intereses o rentas anuales, que estaban destinados para la caridad y no podían ser reembolsados. Me aseguró que tanto el intendente del rey (de sus tierras) como el proveedor o encargado del monasterio, se habían ocupado de que el titular, es decir, mi socio, les rindiera cuentas anualmente de los beneficios de la plantación, de la cual había apartado, con escrupuloso celo, la mitad que me correspondía.

Le pregunté si sabía cuánto había crecido mi plantación, si le parecía que valía la pena reclamarla o si, por el contrario, solo encontraría obstáculos para recuperar lo que justamente me correspondía.

Me dijo que no podía decirme con exactitud cuánto había crecido mi plantación pero sabía con certeza que mi socio se había hecho muy rico, con solo la mitad y que, según creía recordar, la tercera parte del rey, que, al parecer, le había sido otorgada a otro monasterio o comunidad religiosa, producía unos doscientos moidores al año. En cuanto a la posibilidad de recuperar mis derechos sobre la plantación, estaba seguro de que lo conseguiría pues mi socio, que aún vivía, podía dar fe de mis títulos, que estaban inscritos a mi nombre en el catastro de los propietarios del país. También me dijo que los sucesores de mis dos administradores eran gente honrada y muy rica y que, según pensaba, no solo me ayudarían a recuperar mis posesiones sino que, además, me entregarían una considerable cantidad de dinero por los beneficios producidos en mi plantación durante el tiempo que sus padres la habían administrado antes de la cesión, que debieron ser unos doce años.

Me mostré un poco preocupado e inquieto ante este relato y le pregunté al viejo capitán por qué mis administradores habían dispuesto en esa forma de mis bienes, cuando él sabía que yo había dejado un testamento, que lo declaraba a él, el capitán portugués, mi heredero universal.

Me respondió que aquello era cierto pero que, no estando lo suficientemente seguro de mi muerte, no podía actuar como ejecutor testamentario hasta que tuviese una prueba fehaciente de ella. Además, no había querido inmiscuirse en un asunto que estaba en un lugar tan remoto. No obstante, había registrado el testamento, haciendo constar sus derechos y, en caso de haber sabido con certeza que había muerto, hubiese actuado por medio de un procurador para tomar posesión del ingenio, como llamaban a las haciendas azucareras, y le habría dado a su hijo, que ahora se hallaba en Brasil, poder para hacerlo.

-Pero -agregó el anciano-, tengo que daros otra noticia que quizás no sea tan agradable como las otras y es que, creyéndoos muerto, vuestro socio y sus administradores se ofrecieron a pagarme, en vuestro nombre, los beneficios de los primeros seis u ocho años, los cuales recibí. Mas, como en aquel momento se hicieron grandes gastos para aumentar la producción, construir un ingenio y comprar esclavos, la ganancia no fue tan elevada como después. Debo, daros, empero, cuenta precisa de todo lo que he recibido y de la forma en que he dispuesto de ello.

Al cabo de varios días de conversaciones con este viejo amigo, me trajo la cuenta de los pagos por los primeros seis años de ingresos de la plantación, firmada por mi socio y los administradores, que siempre se efectuó en especias tales como rollos de tabaco, toneles de azúcar, ron, melaza, etc., que son los bienes que produce una plantación de azúcar. Por esta cuenta, descubrí que los ingresos aumentaban considerablemente por año aunque, según se ha dicho, como el desembolso inicial fue grande, las primeras cuentas eran bajas. No obstante, el anciano me dijo que me debía cuatrocientos setenta moidores de oro, aparte de sesenta toneles de azúcar y quince rollos dobles de tabaco, que se habían perdido en un naufragio que sufrió en el camino de vuelta a Lisboa hacía once años.

El buen hombre comenzó entonces a lamentarse de sus desgracias, que lo habían forzado a utilizar mi dinero para cubrir sus pérdidas y comprar una participación en un nuevo navío.

-Empero, mi viejo amigo -dijo el anciano-, no careceréis de recursos y tan pronto regrese mi hijo, quedaréis plenamente satisfecho.

Diciendo esto, sacó una vieja bolsa y me entregó, a modo de garantía, ciento sesenta y seis moidores de oro portugueses y los títulos de derechos sobre el navío en el que había ido su hijo a Brasil, del cual poseía una cuarta parte de las participaciones y su hijo, una más.

Me sentí tan conmovido por la honestidad y la amabilidad del pobre viejo, que no pude resistirlo y, recordando todo lo que había hecho por mí cuando me rescató del mar, su trato generoso y, sobre todo, su sinceridad en este momento, apenas podía contener las lágrimas ante sus palabras. Por tanto, le pregunté, en primer lugar, si sus circunstancias le permitían prescindir de tanto dinero de una vez sin que se viese perjudicado. Me contestó que le quebrantaría un poco pero que el dinero era mío y, posiblemente, lo necesitaría más que él.

Todas las palabras del pobre hombre estaban tan cargadas de afecto, que yo apenas podía contener las lágrimas, Resumiendo, tomé cien moidores y le pedí una pluma y tinta para firmar un recibo. Le devolví el resto y le dije que si algún día recuperaba la plantación, se lo devolvería, como en efecto, hice después. Respecto a los títulos de derechos sobre el navío; no podía aceptarlos bajo ninguna circunstancia pues, si alguna vez necesitaba el dinero, sabía que él era lo suficientemente honrado como para pagármelo y si, por el contrario, recuperaba lo que él me había dado esperanzas de recuperar, jamás le pediría un centavo.

Entonces, el anciano me preguntó si podía hacer algo para ayudarme a reclamar mi plantación. Le dije que pensaba ir personalmente. Me respondió que le parecía razonable pero que no había necesidad de que hiciera un viaje tan largo para reclamar mis derechos y recuperar mis ganancias. Como había muchos barcos en el río de Lisboa, listos para zarpar hacia Brasil, inmediatamente me hizo escribir mi nombre en un registro público, junto con una declaración jurada que aseguraba que yo estaba vivo y era la misma persona que había comprado la tierra para cultivar dicha plantación.

Regularizamos la declaración ante un notario y me recomendó agregar un poder legalizado y enviarlo todo con una carta, de su puño y letra, a un comerciante conocido suyo, que vivía allí. Después me propuso que me hospedara en su casa hasta tanto llegase la respuesta.

Jamás se realizó trámite más honorable que este, pues, en menos de siete meses, me llegó un paquete de parte de los herederos de mis difuntos administradores, por cuenta de quienes me había embarcado, que contenía los siguientes documentos y cartas:

En primer lugar, el informe de la producción de mi hacienda o plantación durante los seis años que sus padres habían saldado con mi viejo capitán portugués. El balance daba un beneficio de mil ciento setenta y cuatro moidores a mi favor.

En segundo lugar, el informe de los cuatro años siguientes, durante los cuales, los bienes habían permanecido en su poder antes de que el gobierno reclamase su administración, por ser los bienes de una persona desaparecida; lo que ellos llamaban, muerte civil. Dado el aumento en el valor de la plantación, el balance de dicha cuenta era de treinta y ocho mil ochocientos noventa y dos cruzeiros, que equivalen a tres mil doscientos cuarenta y un moidores.

En tercer lugar, el informe del prior de los agustinos que había recibido los beneficios de mis rentas durante más de catorce años. No teniendo que reembolsar lo que había sido utilizado a favor del hospital, honestamente declaraba que aún le quedaban sin distribuir ochocientos setenta y dos moidores que me pertenecían. De la parte del rey, nada me fue reembolsado.

Había, además, una carta de mi socio en la que me felicitaba muy afectuosamente por estar vivo y me informaba del desarrollo de la plantación, los beneficios anuales, su ex tensión en acres cuadrados y los esclavos que trabajaban en ella. Al final de la carta, había trazado veintidós cruces como señales de bendición que correspondían a los veintidós Ave Marías que había rezado a la Virgen por haberme rescatado con vida. Me invitaba a que fuera personalmente a tomar posesión de mi propiedad o que, al menos, le dijera a quién entregarle mis efectos si no lo hacía. Finalmente, me enviaba muchos saludos afectuosos de su parte y de su familia y un regalo: siete hermosas pieles de leopardo, que, sin duda, había recibido de África, en algún barco fletado por él y que, al parecer, habían hecho un mejor viaje que el mío. Me mandó, además, cinco cajas de excelentes confituras y un centenar de piezas de oro sin acuñar, un poco más pequeñas que los moidores.

En el mismo barco llegaron, por parte de mis administradores, mis doscientas cajas de azúcar, ochocientos rollos de tabaco y el resto de la cuenta en oro.

Podría decirse que el final de la historia de Job fue mejor que el principio. Resulta imposible explicar mi emoción cuando leí aquellas cartas y, en especial, cuando me vi rodeado de toda mi fortuna y, dado que los navíos brasileños navegan en flotas, los mismos barcos que me trajeron las cartas, trajeron mis bienes, que estaban a salvo en el río antes de que las cartas llegaran a mis manos. En pocas palabras, me puse pálido, me mareé y si el anciano no me hubiese traído un poco de licor, con toda certeza habría caído muerto de la emoción en el acto.

Incluso, al cabo de unas horas, seguía sintiéndome mal y llamaron a un médico que, conociendo en parte la causa real de mi malestar, me prescribió una sangría, luego de la cual, comencé a recuperarme y a sentirme mejor. Creo que si no hubiese sido por el alivio que me causó esto, habría muerto. De pronto, me había convertido en dueño de casi cinco mil libras esterlinas en moneda y tenía lo que podría llamarse un estado en Brasil, que me dejaba una renta de mil libras al año y era tan seguro como cualquier estado en Inglaterra. En pocas palabras, me hallaba en una situación que apenas podía comprender ni sabía cómo disfrutar.

Lo primero que hice fue recompensar a mi antiguo benefactor, mi viejo y buen capitán, que había sido caritativo conmigo en mi desesperación, amable al principio y honesto al final. Le mostré todo lo que había recibido y le dije que, después de la Providencia celestial, que dispone todas las cosas, todo se lo debía a él. Ahora me correspondía a mí darle una recompensa, que sería cien veces mayor que lo que me había dado. Primero le entregué los cien moidores que había recibido de él. Entonces, hice llamar a un notario y le ordené que redactara un descargo, lo más clara y detalladamente posible, por los cuatrocientos setenta moidores que me debía, según lo había reconocido. A continuación, di una orden para que se le entregara un poder como recaudador de las rentas anuales de mi plantación, indicándole a mi socio que llegara a un acuerdo con el viejo capitán para que le enviase por barco, a mi nombre, lo producido. En la última cláusula, ordené que se le pagara una renta anual de cien moidores y otra de cincuenta moidores anuales a su hijo. De esta forma, recompensé a mi viejo amigo.

 

Ahora tenía que decidir qué rumbo tomar y qué hacer con el estado que la Providencia había puesto en mis manos. En realidad, en este momento eran muchas más las preocupaciones que cuando llevaba una vida solitaria en la isla, donde no deseaba nada que no tuviese ni tenía nada que no desease. Ahora, en cambio, tenía un gran peso sobre los hombros y mi problema era buscar la forma de asegurarlo. No disponía de una cueva donde esconder mi dinero ni un lugar donde pudiera dejarlo sin llave o cerrojo para que se enmoheciera antes de que alguien pudiera utilizarlo. Todo lo contrario, ahora no sabía dónde ponerlo ni a quién confiárselo. Mi viejo patrón, el capitán, era un hombre honesto y el único refugio que tenía.

En segundo lugar, mis intereses en Brasil parecían reclamar mi presencia pero no podía ni pensar en marcharme antes de haber arreglado todos mis asuntos y dejado mis bienes en buenas manos. Al principio, pensé en mi vieja amiga, la viuda, que siempre había sido honesta conmigo y seguiría siéndolo. Mas, estaba entrada en años, pobre y, según me parecía, endeudada. No me quedaba otra alternativa que regresar a Inglaterra llevando mis riquezas conmigo.

No obstante, tardé unos meses en resolver este asunto y, habiendo recompensado plenamente y a su entera satisfacción a mi capitán, mi antiguo benefactor, comencé a pensar en la pobre viuda, cuyo marido había sido mi primer protector. Incluso ella, mientras pudo, había sido una leal administradora y consejera. Así, pues, le pedí a un mercader de Lisboa que le escribiera una carta a su corresponsal en Londres, indicándole que, no solo le entregase una letra a aquella mujer, sino que, además, le diese cien libras en moneda y la visitase y consolase en su pobreza, asegurándole que yo la ayudaría mientras viviese. Al mismo tiempo, le envié cien libras a cada una de mis hermanas, que vivían en el campo, pues, aunque no padecían necesidades, tampoco vivían en las mejores condiciones; una se había casado y enviudado y la otra tenía un marido que no era tan generoso con ella como debía.

Sin embargo, no hallaba entre todos mis amigos y conocidos alguien a quien confiarle el grueso de mis bienes, a fin de poder viajar a Brasil, dejando todo asegurado. Esto me producía una gran perplejidad.

Alguna vez había pensado viajar a Brasil y establecerme allí, pues estaba, como quien dice, acostumbrado a aquella región. Pero tenía ciertos escrúpulos religiosos que irracionalmente me disuadían de hacerlo, a los cuales haré referencia. En realidad, no era la religión lo que me detenía, pues si no había tenido reparos en profesar abiertamente la religión del país mientras vivía allí, no iba a tenerlos en estos momentos. Simplemente, ahora pensaba más en dichos asuntos que antes y, cuando imaginaba vivir y morir allí, me arrepentía de haber sido papista, pues tenía la convicción de que esta no era la mejor religión para bien morir.

No obstante, como he dicho, este no era el mayor inconveniente para viajar a Brasil, sino el no saber a quién confiarle mis bienes. Finalmente, resolví viajar con todas mis pertenencias a Inglaterra, donde esperaba encontrar algún amigo o pariente en quien pudiese confiar. Así, pues, me preparé para viajar a mi país con toda mi fortuna.

A fin de preparar las cosas para mi viaje a casa, y puesto que la flota estaba a punto de zarpar rumbo a Brasil, decidí responder a los informes tan precisos y fieles que había recibido. En primer lugar, le escribí una carta de agradecimiento al prior de San Agustín por su justa administración y le ofrecí los ochocientos setenta y dos moidores de los que aún no había dispuesto para que los distribuyera de la siguiente forma: quinientos para el monasterio y trescientos setenta y dos para los pobres, según lo estimara conveniente. Aparte de esto, le expresé mis deseos de contar con las oraciones de los buenos padres.

Luego le escribí una carta a mis dos administradores, reconociendo plenamente su justicia y honestidad. En cuanto a enviarles algún regalo, estaban más allá de cualquier necesidad.

Por último, le escribí a mi socio, agradeciéndole su diligencia en el mejoramiento de mi plantación y su integridad en el aumento de la producción. Le di instrucciones para el futuro gobierno de mi parte según los poderes que le había dejado a mi antiguo patrón, a quien deseaba que se le enviase todo lo que se me adeudaba, hasta nuevo aviso y le aseguré que, no solo iría a verlo, sino a establecerme allí por el resto de mi vida. A esto añadí unas hermosas sedas italianas para su mujer y sus dos hijas, pues el hijo del capitán me había hablado de su familia, y dos piezas del mejor paño inglés que pude encontrar en Lisboa, cinco piezas de frisa negra y algunas puntillas de Flandes de mucho valor.

Tras poner en orden mis negocios y convertir mis bienes en buenas letras de cambio, aún me faltaba decidir cómo llegar a Inglaterra. -Me había acostumbrado al mar pero, esta vez, sentía cierto recelo de regresar a Inglaterra por barco y, aunque no era capaz de explicar el porqué, la aversión fue aumentando de tal modo, que no una, sino dos o tres veces, cambié de parecer e hice desembarcar mi equipaje.

La verdad es que había sido muy desafortunado en el mar y, tal vez, esta era una de las razones. Pero en circunstancias como la mía, ningún hombre debería desdeñar los impulsos de sus pensamientos más profundos. Dos de los barcos que había escogido para viajar -y digo dos porque a uno de ellos hice conducir mis pertenencias y, en el otro, incluso llegué a apalabrar el viaje con el capitán-, sufrieron terribles percances. Uno de ellos fue tomado por los argelinos y el otro naufragó en Start, cerca de Torbay y todos los que iban a bordo murieron, excepto tres hombres. Así, pues, en cualquiera de estos navíos, hubiese padecido miserias y sería difícil decir en cuál hubieran sido peores.

Acosado por estos pensamientos, mi antiguo patrón, a quien le contaba todo lo que me sucedía, me recomendó encarecidamente que no fuera por mar sino por tierra hasta La Coruña, que atravesara la bahía de Vizcaya hasta La Rochelle, que siguiera por tierra hasta París, que era un viaje seguro y fácil de hacer y, de ahí pasara a Calais y Dover. También podía llegar hasta Madrid y hacer el viaje por tierra hasta Francia.

En pocas palabras, estaba tan predispuesto contra el mar, que decidí hacer todo el trayecto por tierra, con la excepción del paso de Calais a Dover. Como no tenía prisa ni me importaban los gastos, realmente era la forma más placentera de hacer el viaje. Y, para hacerlo más agradable, mi viejo capitán me presentó a un caballero inglés, hijo de un comerciante de Lisboa, que estaba dispuesto a viajar conmigo. Más tarde, se nos unieron dos mercaderes ingleses y dos jóvenes caballeros portugueses, que solo viajaban hasta París. En total éramos seis y cinco criados; los dos mercaderes ingleses y los dos jóvenes portugueses se contentaron con un criado por pareja, a fin de ahorrar en los gastos, y yo llevaba a un marinero inglés para que me sirviera, aparte de mi siervo Viernes, que por ser extranjero, no estaba capacitado para servirme en el camino.

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