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Robinson Crusoe

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Robinson Crusoe
Robinson Crusoe
Аудиокнига
Читает Dietmar Mues, Rolf Boysen, Werner Bruhns, Willi Sachse
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Junto a esta casa, tenía los corrales para el ganado, es decir, mis cabras. Como había tenido que hacer esfuerzos inconcebibles para cercarlos, cuidaba con infinito celo que la valla se mantuviese entera, evitando que las cabras la rompiesen. Tanto estuve en esto que, después de mucho trabajo, logré cubrir la parte exterior con pequeñas estacas, tan próximas unas a otras, que más que una valla, formaban una empalizada, pues apenas quedaba espacio para pasar una mano a través de ella. Más tarde, durante la siguiente estación de lluvias, las estacas brotaron y crecieron hasta formar un cerco tan fuerte como una pared, o quizás más.



Todo esto da testimonio de que nunca estaba ocioso y que no escatimaba en esfuerzos para hacer todo lo que consideraba necesario para mi bienestar. Me parecía que tener un rebaño de animales domésticos era disponer de una reserva viviente de carne, leche, mantequilla y queso, que no se agotaría mientras viviese allí, así pasaran cuarenta años. La posibilidad de conservar esa reserva dependía exclusivamente de que fuera capaz de perfeccionar los corrales para mantener los animales unidos, cosa que logré con tanto éxito que cuando las estacas comenzaron a crecer, como las había plantado tan cerca unas de otras, me vi obligado a arrancar algunas de ellas.



En este lugar también crecían mis uvas, de las que dependía, principalmente, mi provisión de pasas para el invierno y las preservaba con gran cuidado, pues eran el mejor y más agradable bocado de mi dieta. En verdad no solo eran agradables sino ricas, nutritivas y deliciosas en extremo.



Como el emparrado quedaba a mitad de camino entre mi otra morada y el lugar en el que había dejado la piragua, normalmente dormía allí cuando hacía el recorrido entre uno y otro punto, pues a menudo iba a la piragua y conservaba todas sus cosas en orden. A veces iba solo por divertirme, pues no estaba dispuesto a hacer más viajes peligrosos ni alejarme más de uno o dos tiros de piedra de la orilla; tal era mi temor de volver a ser arrastrado sin darme cuenta por la corriente o el viento o sufrir cualquier otro accidente. Pero ahora comienza una nueva etapa de mi vida.





Un día, a eso del mediodía, cuando me dirigía a mi piragua, me sorprendió enormemente descubrir las huellas de un pie desnudo, perfectamente marcadas sobre la arena. Me detuve estupefacto, como abatido por un rayo o como si hubiese visto un fantasma. Escuche y miré a mi alrededor pero no percibí nada. Subí a un montículo para poder observar, recorrí con la vista toda la playa, a lo largo y a lo ancho, pero no hallé nada más. Volví a ellas para ver si había más y para confirmar que todo esto no fuera producto de mi imaginación pero no era así. Allí estaba muy clara la huella de un pie, con sus dedos, su talón y todas sus partes. No sabía, ni podía imaginar, cómo había llegado hasta allí. Después de darle mil vueltas en la cabeza, como un hombre completamente confundido y fuera de sí, regresé a mi fortificación, sin sentir, como se dice por ahí, la tierra bajo mis pies, aterrado hasta mis límites, mirando hacia atrás cada dos o tres pasos, imaginando que cada árbol o arbusto, que cada bulto en la distancia podía ser un hombre. No es posible describir las diversas formas que mi mente trastornada atribuía a todo lo que veía; cuántas ideas descabelladas se me ocurrieron y cuántos pensamientos extraños me pasaron por la cabeza en el camino.



Cuando llegué a mi castillo, pues creo que así lo llamé desde entonces, me refugié en él como alguien a quien persiguen. No puedo recordar si entré por la escalera o por la puerta de la roca, ni pude hacerlo a la mañana siguiente, pues jamás hubo liebre o zorra asustada que huyese a ocultarse en su madriguera con mayor terror que el mío en ese momento.



No dormí en toda la noche. Mientras más lejos estaba de la causa de mi miedo, más crecían mis aprensiones, contrario a lo que suele ocurrir en estos casos y, sobre todo, a la conducta habitual de los animales atemorizados. Pero estaba tan aturdido por los terrores que imaginaba, que no tenía más que pensamientos funestos, aunque en aquel momento me encontrara fuera de peligro. A veces, pensaba que podía ser el demonio y razonaba de la siguiente manera: ¿Quién si no puede llegar hasta aquí asumiendo una forma humana? ¿Dónde estaba el barco que los había traído? ¿Acaso había huellas de otros pies? ¿Cómo es posible que un hombre haya llegado hasta aquí? Mas, luego me preguntaba, igualmente confundido, por qué Satanás asumiría una forma humana en un lugar como este, sin otro fin que dejar una huella y sin tener la certeza de que yo la vería. Pensaba que el demonio debía tener muchos otros medios para aterrorizarme, más convincentes que una huella en la arena, pues viviendo al otro lado de la isla, no podía ser tan ingenuo como para dejar la huella en un lugar en el que había una entre diez mil posibilidades de que la descubriera, más aún, cuando tan solo una ráfaga de viento habría sido suficiente para que el mar la hubiese borrado completamente. Nada de esto concordaba con las nociones que solemos tener de las sutilezas del demonio, ni tenía sentido en sí mismo.





Estas y muchas otras razones me convencieron de abandonar mi temor a que se tratara del demonio y pensé que acaso se tratara de algo más peligroso aún, por ejemplo, salvajes de la tierra firme que rondaban por el mar en sus canoas y que impulsados por la corriente o el viento, habían llegado a la isla, habían estado en la playa y luego se habían marchado, tan poco dispuestos a quedarse en esta isla desierta como yo a tenerlos cerca.



Mientras estas ideas daban vueltas en mi cabeza, me sentí muy agradecido por no haberme encontrado allí en ese momento y porque no hubiesen visto mi piragua, lo cual, les habría advertido de la presencia de habitantes en la isla y, acaso, les habría incitado a buscarme. Entonces me asaltaron terribles pensamientos y temí que hubiesen descubierto mi piragua y que, por eso, supieran que la isla estaba habitada. Si esto era así, sin duda, vendrían muchos de ellos a devorarme y, si no lograban encontrarme, descubrirían mi refugio, destruirían todo mi grano, se llevarían todo mi rebaño de cabras domésticas y yo moriría de hambre y necesidad.



El temor borró toda mi esperanza religiosa. Toda mi antigua confianza en Dios, fundada en las maravillosas pruebas de su bondad, se desvanecía ahora, como si Él, que me había alimentado milagrosamente, no pudiese salvar, con su poder, los bienes que su bondad me había conferido. Me reproché mi comodidad, por no haber sembrado más grano que el necesario para un año, como si estuviese exento de cualquier accidente que destruyera la cosecha, y consideré tan merecido este reproche, que decidí, en lo sucesivo, proveerme de antemano con grano para dos o tres años, a fin de no correr el riesgo de morir por falta de pan, si algo ocurría.



¡Qué misteriosos son los caminos por los que obra la Providencia en la vida de un hombre! ¡Qué secretos y contradictorios impulsos mueven nuestros afectos, conforme a las circunstancias en las que nos hallamos! Hoy amamos lo que mañana odiaremos. Hoy buscamos lo que mañana rehuiremos. Hoy deseamos lo que mañana nos asustará e, incluso, nos hará temblar de miedo. En este momento, yo era un testimonio viviente de esa verdad pues, siendo un hombre cuya mayor aflicción era haber sido erradicado de toda compañía humana, que estaba rodeado únicamente por el infinito océano, separado de la sociedad y condenado a una vida silenciosa; yo, que era un hombre a quien el cielo había considerado indigno de vivir entre sus semejantes o de figurar entre las criaturas del Señor; un hombre a quien el solo hecho de ver a uno de su especie le habría parecido como regresar a la vida después de la muerte o la mayor bendición que el cielo pudiera prodigarle, después del don supremo de la salvación eterna; digo que, ahora temblaba ante el temor de ver a un hombre y estaba dispuesto a meterme bajo la tierra, ante la sombra o la silenciosa aparición de un hombre en esta isla.





Estas vicisitudes de la vida humana, que después me provocaron curiosas reflexiones, una vez me hube repuesto de la sorpresa inicial, me llevaron a considerar que esto era lo que la infinitamente sabia y bondadosa Providencia divina había deparado para mí. Como no podía prever los fines que perseguía su divina sabiduría, no debía disputar sus decretos, puesto que Él era mi Creador y tenía el derecho irrevocable de hacer conmigo según su voluntad. Yo era una criatura que lo había ofendido y, por lo tanto, podía condenarme al castigo que le pareciera adecuado y a mí me correspondía someterme a su cólera porque había pecado contra Él.



Pensé que si Dios, que era justo y omnipotente, había considerado correcto castigarme y afligirme, también podía salvarme y, si esto no le parecía justo, mi deber era acatar completamente su voluntad. Por otro lado, también era mi deber tener fe en Él, rezarle y esperar con calma los dictados y órdenes de su Providencia cada día.



Estos pensamientos me ocuparon muchas horas, mejor dicho, muchos días, incluso, podría decir que semanas y meses, y no puedo omitir uno de los efectos de estas reflexiones: Una mañana, muy temprano, estaba en la cama, con el alma oprimida por la preocupación de los salvajes, lo que me abatía profundamente y, de pronto recordé estas palabras de las escrituras: Invócame en el día de tu aflicción que yo te salvaré y tú me glorificarás.



Entonces, me levanté alegremente de la cama, con el corazón lleno de confianza y la convicción de que le rezaría fervorosamente a Dios por mi salvación. Cuando terminé de rezar, cogí la Biblia y, al abrirla, tropecé con las siguientes palabras: Aguarda al Señor y ten valor y Él fortalecerá tu corazón; aguarda, he dicho, al Señor. No es posible expresar hasta qué punto me reconfortaron estas palabras. Agradecido, dejé el libro y no volví a sentirme triste; al menos, por esta vez.

 



En medio de estas meditaciones, miedos y reflexiones, un día se me ocurrió que todo esto podía ser, simplemente, una fantasía creada por mi imaginación y que aquella huella bien podía ser mía, dejada en alguna de las ocasiones que fui a la piragua. Esta idea me reanimó y comencé a persuadirme de que todo era una ilusión, que no era otra cosa que la huella de mi propio pie. ¿Acaso no había podido tomar ese camino para ir o para regresar de la piragua? Por otra parte, reconocía que no podía recordar la ruta que había escogido y comprendí, que si esta huella era mía, había hecho el papel de los tontos que se esfuerzan por contar historias de espectros y aparecidos y terminan asustándose más que los demás.



Entonces me armé de valor y comencé a asomarme fuera de mi refugio. Hacía tres días y tres noches que no salía de mi castillo y comencé a sentir la necesidad de alimentarme, pues dentro solo tenía agua y algunas galletas de cebada. Además, debía ordeñar mis cabras, lo cual era mi entretenimiento nocturno, ya que las pobres estarían sufriendo fuertes dolores y molestias, como, en efecto, ocurrió, pues a algunas se les secó la leche.





Fortalecido por la convicción de que la huella era la de mis propios pies, pues he de decir que tenía miedo hasta de mi sombra, me arriesgué a ir a mi casa de campo para ordeñar mi rebaño. Si alguien hubiese podido ver el miedo con el que avanzaba, mirando constantemente hacia atrás, a punto de soltar el cesto y echar a huir para salvarme, me habría tomado por un hombre acosado por la mala conciencia o que, recientemente, hubiera sufrido un susto terrible, lo cual, en efecto, era cierto.



No obstante, al cabo de tres días de salir sin encontrar nada, comencé a sentir más valor y a pensar que, en realidad, todo había sido producto de mi imaginación. Mas no logré convencerme totalmente hasta que fui nuevamente a la playa para medir la huella y ver si había alguna evidencia de que se trataba de la huella de mi propio pie. Cuando llegué al sitio, comprobé, en primer lugar, que cuando me alejé de la piragua, no pude haber pasado por allí ni por los alrededores. En segundo lugar, al medir la huella me di cuenta de que era mucho mayor que la de mi pie. Estos dos hallazgos me llenaron la cabeza de nuevas fantasías y me inquietaron sobremanera. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo, como si tuviera fiebre, y regresé a casa con la idea de que, no uno, sino varios hombres, habían desembarcado en aquellas costas. En pocas palabras, la isla estaba habitada y podía ser tomado por sorpresa. Mas no sabía qué medidas tomar para mi seguridad.



¡Oh, qué absurdas resoluciones adoptan los hombres cuando son poseídos por el miedo, que les impide utilizar la razón para su alivio! Lo primero que pensé fue destruir todos los corrales y devolver mis rebaños a los bosques, para que el enemigo no los encontrase y dejara de venir a la isla con este propósito. A continuación, excavaría mis dos campos de cereal con el fin de que no encontraran el grano, y se les quitaran las ganas de volver. Luego demolería el emparrado y la tienda para que no hallaran vestigios de mi morada y se sintieran inclinados a buscar más allá, para encontrar a sus habitantes.



Este fue el tema de mis reflexiones durante la noche que pasé en casa después de mi regreso, cuando las aprensiones que se habían apoderado de mi mente y los humos de mi cerebro estaban aún frescos. El miedo al peligro es diez mil veces peor que el peligro mismo y el peso de la ansiedad es mayor que el del mal que la provoca. Mas, lo peor de todo aquello era que estaba tan inquieto que no era capaz de encontrar alivio en la resignación, como antes lo hacía y como me creía capaz de hacer. Me parecía a Saúl, que no solo se quejaba de la persecución de los filisteos, sino de que Dios le hubiese abandonado. No tomaba las medidas necesarias para recomponer mi espíritu, gritando a Dios mi desventura y confiando en su Providencia, como lo había hecho antes para mi alivio y salvación. De haberlo hecho, al menos me habría sentido más reconfortado ante esta nueva eventualidad y quizás la habría asumido con mayor resolución.





Esta confusión de pensamientos me mantuvo despierto toda la noche pero por la mañana me quedé dormido. La fatiga de mi alma y el agotamiento de mi espíritu me procuraron un sueño profundo y el despertar más tranquilo que había tenido en mucho tiempo. Ahora comenzaba a pensar con serenidad y, después de mucho debatirme, concluí que esta isla, tan agradable, fértil y próxima a la tierra firme, no estaba abandonada del todo, como hasta entonces había creído. Si bien no tenía habitantes fijos, a veces podían llegar hasta ella algunos botes, ya fuera intencionadamente o por casualidad, impulsados por los vientos contrarios.



Habiendo vivido quince años en este lugar, y no habiendo encontrado aún el menor rastro o vestigio humano, lo más probable era que, si alguna vez llegaban hasta aquí, se marchasen tan pronto les fuese posible, pues, por lo visto, no les había parecido conveniente establecerse allí hasta ahora.



El mayor peligro que podía imaginar era el de un posible desembarco accidental de gentes de tierra firme, que, según parecía, estaban en la isla en contra de su voluntad, de modo que se alejarían rápidamente de ella tan pronto pudiesen y tan solo pasarían una noche en la playa para emprender el viaje de regreso con la ayuda de la marea y la luz del día. En este caso, lo único que debía hacer era conseguir un refugio seguro, por si veía a alguien desembarcar en ese lugar.



Ahora comenzaba a arrepentirme de haber ampliado mi cueva y hacer una puerta hacia el exterior, que se abriera más allá de donde la muralla de mi fortificación se unía a la roca. Después de una reflexión madura y concienzuda, decidí construir una segunda fortificación en forma de semicírculo, a cierta distancia de la muralla en el mismo lugar donde, hacía doce años, había plantado una doble hilera de árboles, de la cual ya he hecho mención. Había plantado estos árboles tan próximos unos a otros, que si agregaba unas cuantas estacas entre ellos, formaría una muralla mucho más gruesa y resistente que la que tenía.



De este modo, ahora tenía una doble muralla pues había reforzado la interior con pedazos de madera, cables viejos y todo lo que me pareció conveniente para ello y le había dejado siete perforaciones lo suficientemente grandes como para que pudiese pasar un brazo a través de ellas. En la parte inferior, mi muro llegó a tener un espesor de diez pies, gracias a la tierra que continuamente extraía de la cueva y que amontonaba y apisonaba al pie del mismo. A través de las siete perforaciones coloqué los mosquetes, de los cuales había rescatado siete del naufragio, los dispuse como si fuesen cañones y los ajusté a una armazón que los sostenía, de manera que en dos minutos podía disparar toda mi artillería. Me tomó varios meses extenuantes terminar esta muralla y no me sentí seguro hasta haberlo conseguido.





Hecho esto, por la parte exterior de la muralla y a lo largo de una gran extensión de tierra, planté una infinidad de palos o estacas de un árbol parecido al sauce, que, según había comprobado, crecía muy rápidamente. Creo que planté cerca de veinte mil, dejando entre ellas y la muralla espacio suficiente para ver al enemigo sin que pudiese ocultarse entre ellas, si intentaba acercarse a mi muralla.



Al cabo de dos años tuve un espeso bosquecillo y, en cinco o seis, tenía un auténtico bosque frente a mi morada, que crecía tan desmedidamente fuerte y tupido, que resultaba verdaderamente inexpugnable. No había hombre ni criatura viviente que pudiese imaginar que detrás de aquello había algo, mucho menos una morada. Como no había dejado camino para entrar, utilizaba dos escaleras. Con la primera pasaba a un lugar donde la roca era más baja y podía colocar la segunda escalera. Cuando retiraba ambas, era imposible que un hombre viniera detrás de mí sin hacerse daño y, en caso de que pudiese entrar, se hallaría aún fuera de mi muralla exterior.



De este modo, tomé todas las medidas que la humana prudencia pudiera recomendar para mi propia conservación. Más adelante se verá que no fueron del todo inútiles, aunque en aquel momento no obedecieran más que a mi propio temor.





Capítulo 10 LOS CANÍBALES



Mientras realizaba estas tareas, no abandonaba mis otros asuntos. Me ocupaba, sobre todo, de mi pequeño rebaño de cabras, que no solo era mi reserva de alimentos para lo que pudiese ocurrir, sino que me servían para abastecerme sin necesidad de gastar pólvora y municiones y me ahorraban la fatiga de salir a cazar. Por lo tanto, no quería perder estas ventajas y verme obligado a tener que criarlas nuevamente.



Después de considerarlo durante mucho tiempo, encontré dos formas de protegerlas. La primera era hallar un lugar apropiado para cavar una cueva subterránea y llevar las allí todas las noches. La otra era cercar dos o tres predios tan distantes unos de otros y tan ocultos como fuese posible, en los cuales pudiese encerrar una media docena de cabras jóvenes. Si algún desastre le ocurría al rebaño, podría criarlas nuevamente en poco tiempo y sin demasiado esfuerzo. Esta última opción, aunque requeriría mucho tiempo y trabajo, me parecía la más razonable.



Consecuentemente con mi plan, pasé un tiempo buscando los parajes más retirados de la isla hasta que hallé uno que lo estaba tanto como hubiese podido desear. Era un pequeño predio húmedo, en medio del espeso monte donde, como ya he dicho, estuve a punto de perderme cuando intentaba regresar a casa desde la parte oriental de la isla. Allí encontré una extensión de tierra de casi tres acres, tan rodeada de bosques que casi era un corral natural o, al menos, no parecía exigir tanto trabajo hacer uno, si lo comparaba con otros terrenos que me habría costado un gran esfuerzo cercar.



Inmediatamente me puse a trabajar y, en menos de un mes, lo había cercado totalmente. Aseguré allí mi ganado o rebaño, como queráis, que ya no era tan salvaje como se podría suponer al principio. Sin demora alguna, llevé diez cabras jóvenes y dos machos cabríos. Mientras tanto, seguía perfeccionando el cerco hasta que resultó tan seguro como el otro y, si bien me tomó bastante más tiempo, fue porque me permití trabajar con mucha más calma.



La causa de todo este trabajo era, únicamente, la huella que había visto y que me provocó grandes aprensiones. Hasta entonces, no había visto acercarse a la isla a ningún ser humano pero desde hacía dos años vivía con esa preocupación que le había quitado tranquilidad a mi existencia, como bien puede imaginar cualquiera que sepa lo que significa vivir acechado constantemente por el temor a los hombres. Además, debo confesar con dolor, la turbación de mi espíritu había afectado notablemente mis pensamientos religiosos y el terror de caer en manos de salvajes y caníbales me oprimía de tal modo, que rara vez me encontraba en disposición de dirigirme a mi Creador. No tenía la calma ni la resignación que solía tener sino que rezaba bajo los efectos de un gran abatimiento y de una dolorosa opresión, temiendo y esperando, cada noche, ser asesinado y devorado antes del amanecer. Debo decir, por mi experiencia, que la paz interior, el agradecimiento, el amor y el afecto son estados de ánimo mucho más adecuados para rezar que el temor y la confusión. Un hombre que está bajo la amenaza de una desgracia inminente, no es más capaz de cumplir sus deberes hacia Dios que uno que yace enfermo en su lecho, ya que esas aflicciones afectan al espíritu como otras afectan al cuerpo y la falta de serenidad debe constituir una incapacidad tan grave como la del cuerpo, y hasta mayor. Rezar es un acto espiritual y no corporal.





Pero prosigamos. Una vez aseguré parte de mi pequeño rebaño, recorrí casi toda la isla en busca de otro sitio apartado que sirviera para hacer un nuevo refugio. Un día, avanzando hacia la costa occidental de la isla, a la que nunca había ido todavía, mientras miraba el mar, me pareció ver un barco a gran distancia. Había rescatado uno o dos catalejos de los arcones de los marineros pero no los traía conmigo y el barco estaba tan distante que apenas podía distinguirlo, a pesar de que lo miré fijamente hasta que mis ojos no pudieron resistirlo. No sabría decir si era o no un barco. Solo sé que resolví no volver a salir sin mi catalejo en el bolsillo.



Cuando bajé la colina hasta el extremo de la isla en el que no había estado nunca, tenía la certeza de que haber visto la huella de una pisada de hombre no era tan extraño como me lo había imaginado. Lo providencial era que hubiese ido a parar al lado de la isla que no frecuentaban los salvajes. Hubiese sido fácil imaginar que, frecuentemente, cuando las canoas que provenían de tierra firme se internaban demasiado en el mar, venían a esa parte de la isla para descansar. Igualmente, como a menudo luchaban en las canoas, los vencedores traían a sus prisioneros a esta orilla donde, conforme a sus pavorosas costumbres, los mataban y se los comían, como veremos más adelante.

 



Cuando descendí de la colina a la playa y estaba, como he dicho, en el extremo sudoeste de la isla, me llevé una sorpresa que me dejó absolutamente confundido y perplejo. Me resulta imposible explicar el horror que sentí cuando vi, sobre la orilla, un despliegue de calaveras, manos, pies y demás huesos de cuerpos humanos y, en particular, los restos de un lugar donde habían hecho una fogata, en una especie de ruedo, donde acaso aquellos innobles salvajes se sentaron a consumir su festín humano, con los cuerpos de sus semejantes.



Estaba tan estupefacto ante este descubrimiento que, durante mucho tiempo no pensé en el peligro que me acechaba. Todos mis temores quedaron sepultados bajo la impresión que me causó el horror de ver semejante grado de infernal e inhumana brutalidad y tal degeneración de la naturaleza humana. A menudo había oído hablar de ello pero hasta entonces no lo había visto nunca tan de cerca. En pocas palabras, aparté la mirada de ese horrible espectáculo y comencé a sentir un malestar en el estómago. Estaba a punto de desmayarme cuando la naturaleza se ocupó de descargar el malestar de mi estómago y vomité con inusitada violencia, lo cual me alivió un poco. Más no pude permanecer en ese lugar ni un momento más, así que volví a subir la colina a toda velocidad y regresé a casa.





Cuando me había alejado un poco de aquella parte de la isla, me detuve un rato, como sorprendido. Luego me repuse y, con todo el dolor de mi alma, con los ojos llenos de lágrimas y la vista elevada al cielo, le di gracias a Dios por haberme hecho nacer en una parte del mundo ajena a seres abominables como aquellos y por haberme otorgado tantos privilegios, aun en una situación que yo había considerado miserable. En efecto, tenía más motivos de agradecimiento que de queja y, sobre todo, debía darle gracias a Dios porque aun en esta desventurada situación me había reconfortado con su conocimiento y con la esperanza de su bendición, que era una felicidad que compensaba con creces, toda la miseria que había sufrido o podía sufrir.



Con este agradecimiento regresé a mi castillo y, a partir de ese momento, comencé a sentirme mucho más tranquilo respecto a mi seguridad, pues comprendí que aquellas miserables criaturas no venían a la isla en busca de algo y, tal vez, tampoco deseaban ni esperaban encontrar nada. Seguramente, habían estado en la parte tupida del bosque y no habían encontrado nada que satisficiera sus necesidades. Llevaba dieciocho años viviendo allí sin tropezarme ni una vez con rastros de seres humanos y, por lo tanto, podía pasar dieciocho años más, tan oculto como lo había estado hasta ahora, si no me exponía a ellos. Era poco probable que algo así sucediese, puesto que lo único que tenía que hacer era mantenerme totalmente escondido como siempre lo había hecho y, a menos que encontrase otras criaturas mejores que los caníbales, no me dejaría ver.



Sin embargo, sentía tal aborrecimiento por esos malditos salvajes que he mencionado y de su despreciable e inhumana costumbre de devorar a sus semejantes, que me quedé pensativo y triste y no me alejé de los predios de mi circuito en dos años. Cuando digo mi circuito, me refiero a mis tres fincas, es decir, mi castillo, mi casa de campo, a la que llamaba mi emparrado, y mi corral en el bosque. No seguí buscando otro recinto para las cabras, pues la aversión que sentía hacia aquellas diabólicas criaturas era tal, que me daba tanto miedo verlas a ellas como al demonio en persona. Tampoco volví a visitar mi piragua en todo ese tiempo, sino que preferí hacerme otra, ya que no podía ni pensar en hacer un nuevo intento de traerla a este lado de la isla, pues si me topaba con aquellos seres en el mar y caía en sus manos, sabría muy bien a qué atenerme.





Pero el tiempo y la satisfacción de saber que no corría ningún riesgo de ser descubierto por esa gente, comenzó a disipar mi inquietud y seguí viviendo con la misma calma que hasta entonces, solo que ahora era más precavido y estaba más alerta a lo que ocurría a mi alrededor, no fuera que pudiesen

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