De viento y huesos

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De viento y huesos
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Charlie Jiménez

Viento y huesos


Primera edición en ebook: octubre, 2020

Título Original: Viento y huesos

© Charlie Jiménez

© Editorial Rara Avis

ISBN: 978-84-17474-90-4

Prohibida la reproducción total o parcial, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, en cualquier medio o procedimiento, bajo las sanciones establecidas por las leyes.


Para Oscar Bouzo.

Por susurrarle al viento.

Y luchar con los huesos.


PRÓLOGO

Mario lo tenía todo atado. Ni sus padres lo echarían de menos, ni su novia le podría reprochar nada. Su mejor amigo ya no era su mejor amigo. Habían discutido hacía unos años y desde entonces no se habían vuelto a ver.

Siempre había evitado pensar en escribir esa carta que ahora estaba ultimando. En ella mencionaba cosas que había hecho y de las que se arrepentía, cosas que no había hecho y otras que le quedaban por hacer. Lo que peor llevaba era pensar en todo lo que les dejaba a sus seres queridos. Aquellas tormentas interiores, que siempre hacían acto de presencia en momentos culminantes y que hoy pasaban desapercibidas. Todo estaba decidido, ya no había vuelta atrás.

Su novia, Blanca, nunca se lo perdonaría. También se trataba de una última lección que les daba a sus padres, al fin y al cabo, estaban de vacaciones en Cuba y tampoco le daban demasiada importancia a las decisiones que tomaba su hijo, así que una carga menos para ellos. Lo que de verdad le importaba es lo que pensarían sus amigos cercanos, sobre todo Álex, la persona más importante de su vida, ya que le partía el alma tener la certeza de que no lo volvería a ver. Aunque Mario sabía perfectamente que lo que estaba a punto de acontecer era un reflejo reprimido durante toda su vida. Siempre había estado dispuesto a ayudar a los demás, aun sabiendo que el esfuerzo nunca se vería recompensado. Pero así era él, fuerte en los momentos en los que los demás se sentían débiles y débil en aquellos en los que los demás eran más fuertes. El porqué es algo que siempre se había preguntado. Echando la vista atrás, a menudo había sido una persona sociable, vestía con alegría una gran sonrisa que le caracterizaba. Contagiaba e irradiaba buenas vibraciones. Era la típica persona que querrías tener a tu lado, como amigo. Siempre dispuesto a ayudar… Sin embargo, en el fondo, Mario sabía que eso era solo una fachada. Un escudo con el que se enfrentaba a sus problemas diarios. Un insulto a su propia integridad. ¿Estaba dispuesto a convivir con ello? Por supuesto que sí. Y así lo había hecho hasta sus treinta y dos años. Pero ahora todo era distinto. Ya no quería ser la persona que siempre estaba preocupándose por los demás. Ahora quería ser libre, desatarse de sus responsabilidades.

Vivir en Mallorca le supuso seguir atado a todo aquello que no le permitía abrir sus alas. La isla es un paraíso turístico a los ojos de cualquier persona que viva o no viva en ella. Pero para él, ese paraíso no existía. Su sonrisa se había ido difuminando poco a poco hasta tal punto de sentirse ahogado en ella. Tenía sus propios motivos. Mario no dejaba cabos sueltos, tenía un plan y quería dejar plasmados sus motivos en papel. Pero antes de escribir aquella carta, se mudó a Barcelona, una ciudad cultural in crescendo. Quería demostrarse a sí mismo que podía salir del bache en el que se había metido. Aunque, por desgracia, al cabo de dos años, la vida le volvió a demostrar que había tomado malas decisiones. Los problemas le perseguían, e incluso, Carmen, la única hermana que tenía, se animaba a reprocharle el abandono a su familia. ¿Qué le importaba a ella? Siempre había sido la niña mimada de papá y jamás se preocupó por lo que pensara su hermano al respecto. Su padre le había regalado un yate cuando se sacó la carrera de Derecho, mientras que a Mario no le regalaron ni la tarta en su último cumpleaños. Cuando Mario regresó a Mallorca, su hermana lo recibió con un «aquí vuelve el desheredado con el rabo entre las piernas». No es que siempre se hubieran llevado como el perro y el gato, simplemente antes vivían tiempos mejores, incluso Carmen llegó a ser el principal apoyo de Mario, pero todo cambió cuando él decidió dejar de sonreír. Mil veces le había dicho su hermana que se había vuelto un borde y un prepotente. «Desde la fiesta del yate, no has vuelto a ser el mismo», le decía.

Entonces se refugiaba en los besos y abrazos de Blanca. Aquella chica tenía algo especial. Siempre lo miraba de tal manera que a Mario le calmaba los nervios. Ella siempre estaba dispuesta a consolarlo. Blanca se había enamorado de Mario nada más verle, aunque, por desgracia, entre ellos no surgió la chispa inmediatamente, ya que ella no estaba en el mejor momento de su vida. Aquella primera vez habían coincidido en un cumpleaños de un amigo que tenían en común. Desde el primer momento entablaron una conversación sobre series de televisión que les mantuvo entretenidos durante toda la noche. Conversaban sobre los entresijos de Juego de Tronos, el final poco convincente de Perdidos, el relleno intencionado de The Walking Dead o el enrevesado argumento de Homeland. Dos años después, tras varias relaciones infructuosas y dos novios de Blanca, esta se dio cuenta de que estaban hechos el uno para el otro. Un día, en una de esas cenas que hacían mensualmente en el restaurante hindú de siempre, Mario se sinceró: «No pienso esperar a que te enrolles con un tercer tío si ese no soy yo. No es justo ni para ti ni para mí. Además, no es agradable estar observando cómo los demás te rompen el corazón. Nunca me atrevería a hacerte algo así. Creo que ya ha pasado el tiempo suficiente como para que me conozcas. ¿Capisci?». A Mario se le daba bien ligar con mujeres, no es que fuera un mujeriego, para nada, pero cuando quería a alguien, no tenía fijación para nadie más, y podía estar años esperándola hasta que esa persona se diera cuenta de que también lo deseaba. O al menos, eso pensaba él. Fue así como Blanca le respondió con un tremendo beso y continuó con el deseo liberado en el colchón. Desde entonces habían sido uña y carne, pero, aunque Mario era el típico caballero que derrochaba aires de bohemio y que contenía miradas risueñas, también cometía errores. La sólida amistad de Álex se vio truncada enfocándose en lo que siempre había necesitado: dedicarse tiempo a sí mismo. Por desgracia, se vio obligado. Se lo debía a sí mismo. Álex, su mejor amigo, se había mostrado sempiterno, es decir, le había prometido estar siempre a su lado. Ambos se necesitaban, aunque contrariamente, su comportamiento era muy distante. No obstante, el fragor de una buena amistad se puede quebrar con un simple pensamiento. ¿Entonces por qué no se habían vuelto a dirigir la palabra después de tres años? Podría tratarse de falta de confianza, pero ya había demostrado que la relación entre Álex y él, sobrepasaba cualquier otro límite. Aunque eran almas muy distintas, solían percibir las cosas con la misma intensidad.

Abandonó a Álex por falta de fe. Se apoyó fervientemente en Blanca, quien se desvivió plenamente por él.

Sus padres, Juan Antonio y María del Mar, eran harina de otro costal. Se afianzaban en la seguridad de su empresa, un bufete de abogados muy prestigioso en las islas Baleares. Bufete Amengual, lo llamaron, en honor al padre de Juan Antonio y abuelo de Mario. Por último, Carmen, muy pendiente de sacarse el máster en derecho, se las ingeniaba para ser el ojito derecho de la familia. Alguien en quién poder confiar. Si dependiera de ella, su hermano Mario no habría tenido la oportunidad de regentar el bufete cuando sus padres se jubilaran. Por suerte, su hermano había rechazado la oportunidad de heredar el negocio. Fue tal la ignorancia de su familia, que no se dieron cuenta de que Mario había montado un negocio con el dinero que había ahorrado durante sus años trabajando de camarero junto a la ayuda económica que le dejó en herencia su abuela cuando murió. Así nació Varados, el pub que regentó Mario durante tres años y que luego vendió al mejor postor con tal de pasar más tiempo libre consigo mismo. Durante esos tres años intentó demostrar a sus padres que valía para algo. Es cierto que Carmen se mostró positiva con la adquisición del local y colaboró algún que otro fin de semana como camarera, pero, al fin y al cabo, no era accionista y, por lo tanto, no hacía hincapié en opinar. Su hermano vendió Varados a un joven al que la vida le había sonreído tocándole la lotería. Mario sabía que su hermana era capaz de esforzarse y demostrar su lado más humano. Fueron días felices, pero se hacían cuesta arriba. No solo por el cansancio que conlleva dirigir un local nocturno de éxito, sino también porque eran días inciertos. Sus amigos, sus primos, sus tíos… todos acudían a verle, y Mario siempre vestía con habitual sonrisa. «Tranquilo, primo, a esta invita la casa». «Kovak, esta es la última que nos conocemos». «Álex, no te pases, que luego tienes que conducir. Una más y ya». Mario se fiaba. Ese era su lema. Total, ¿a quién le importaba? Dejar el local en manos de otro fue su mejor decisión hasta la fecha. Aun así, sus padres nunca vieron con buenos ojos que su hijo tuviera un local de copas, y de vez en cuando le recordaban su disgusto. Carmen se pasó defendiéndolo esos últimos tres años, pero cuando Mario vendió el bar, se le agrió el carácter y su hermana se aprovechó de las circunstancias para ganar puntos de autoestima. Ganó puntos en la familia, pero no se sabe a ciencia cierta si es que su hermana los ganaba intencionadamente o es que Mario los perdía con facilidad. Hubo rencores, sobre todo por sus padres. Esas disputas se fueron consolidando con el paso del tiempo.

 

Quizá fuera una de las razones por las que estaba escribiendo esa carta, pero no era la única, claro. Fueron un cúmulo de circunstancias.

Mario no sabía muy bien por qué se acordaba de todo aquello precisamente en ese momento. Solo se sentía en paz, pero había cierta pincelada de tristeza, porque sabía que dejaba muchas cosas a medias. Entonces, meditó una última vez y escribió las últimas frases de la carta.

Blanca:

Puede que mis palabras te parezcan puñales, pero ya que me iba a ir por la puerta grande, me armé de valor para ser feliz una última vez. Hay que reconocer, que estos días a tu lado han sido increíbles. Gracias por darme tanto, Blanca. Eres unas de las mejores personas que ha pisado suelo terrestre y, por tanto, todo tu valor y tu energía debería ser recompensado. Está claro que tu camino no es el de proporcionarme consuelo. No puedo arrastrarte a ti también. Tan solo te pido que me perdones cuando creas que estás preparada para hacerlo. Cuida de Álex, posiblemente me odiará y no lo entenderá. Con Kovak tengo una charla pendiente, y prometo que la mantendré, así que cuando su alma descanse le estaré esperando en algún rincón recóndito del universo. Él sabrá perdonarme. Por último, no quiero olvidarme de mi familia. Mi hermana Carmen necesita que alguien le diga qué es lo correcto y qué no, buscará mil formas de darse consuelo y no lo encontrará. En el fondo se siente perdida, como yo, pero tiene un alma bondadosa por mucho que la disfrace con palabras crueles. Es lo que la vida le ha enseñado de momento. No me juzgará, pero fingirá que lo hace, y sé que tarde o temprano sabrá que esta decisión no la he tomado a la ligera. Seguramente al principio le producirá rechazo, pero tratará de buscarle una explicación. Creo que debería hablar más con Kovak, parece mentira que todavía no se hayan dado cuenta de que se entienden a la perfección. De mis padres no puedo decir mucho. No los juzgues. Mi madre ha nacido en la pobreza y ha sido educada con unos principios algo primitivos, pero que le han ayudado a sobrevivir. Tiene una mente privilegiada, y sabe utilizarla cuando es debido. Es muy posible que cuando todo esto suceda no quiera asimilar que su hijo también ha cometido errores. Mi padre, por el contrario, vestirá su armazón como si se tratara de una chaqueta, para después reconocer, que su hijo es el mejor del mundo. Es lo que le enseñó mi abuelo Matías. Ojalá hubiera recibido algún abrazo suyo cuando mi vida comenzaba a desmoronarse, pero la vida a veces es un rompecabezas que no sabes cómo encajar. Carga con una coraza de acero, pero por dentro es corazón fundido. Entenderá que no haya seguido su ejemplo al no aceptar ser el nuevo socio del bufete. También aceptará mi naturaleza. No te preocupes por él, ya me ha pedido perdón. Así lo he sentido. Solo puedo decir que, a pesar de todo, los quiero. Y tampoco es plan de arrepentirme de la familia que me ha tocado, porque la familia no se elige. Es la que es, y hay que aprender a convivir con ella…

Mario frenó la pluma en ese instante. Le pasaban miles de imágenes por esa cabeza angustiada. Recordaba la claridad de un embalse llamado Gorg Blau, la silueta majestuosa de una catedral impetuosa en la costa, las largas excursiones por las montañas de la Sierra de Tramontana, o los momentos cómicos que vivía con cada uno de sus amigos, familiares o conocidos. Aquellas imágenes, ambiguas a más no poder, rebotaban con fuerza y destrozaba sus emociones. Cuando recordó el amor, lo invadió la desazón y sus paredes cognitivas recobraron el desamor. Sintió cómo un escalofrío le invadía todo el cuerpo y le destrozaba las entrañas. Intentó dejar la mente en blanco, pero no pudo. Sabía que aquellos últimos minutos le producirían tal efecto. En su cabeza se lo había imaginado miles de veces. Solo quedaba una cosa por hacer. Despedirse a lo grande, entre sonrisas no forzadas o malgastar su energía en sí mismo; cosa que no era propia de él. No pudo contenerse y se desfogó. Mientras las lágrimas se deslizaban por el rostro, un labio atormentado luchaba por no temblar. El pulso se le agitaba sin compasión. Tomó aire para tranquilizarse y poder terminar la carta, pero de momento no le funcionaba. Su cuerpo no reaccionó a ningún estímulo. Ya no había vuelta atrás. La decisión estaba tomada. Volvió a coger aire e hinchó sus pulmones. Por momentos conseguía tranquilizarse. Después expulsó el aire y creó conciencia. Era mejor enfocar sus sentidos en otros intereses, conseguir dejar la mente en blanco. Se levantó de la silla y abrió la ventana. Respiró la humedad del día. Olió a lluvia y tierra mojada. A ropa recién lavada y a jazmín de la maceta que colgaba en su ventana. Esos olores los echaría de menos, así como también el sabor del café con leche condensada, la soledad de leer un buen libro en la tenue luz de una lámpara, las visitas a las playas cristalinas de su isla, las conversaciones sencillas en un bar, la sensación de libertad al correr por el Paseo Marítimo de Palma, el placer momentáneo que le producía traducir un texto antiguo que encontraba por la red, entre otras muchas otras cosas que ahora se asomaban por el rabillo del ojo.

Después de unos instantes agónicos en los que la carta parecía avanzar sola, decidió firmarla:

Siempre vuestro, siempre.

Mario Amengual.

La pluma descansó. Dobló la carta y la metió en un sobre beige. Por último, escribió un «Para Blanca» en la cubierta. Se fue hasta su habitación y lo dejó apoyado en la lámpara de la mesita de noche. Ya en el aseo, se mojó la cara y se la secó con la toalla, se peinó los ondulados rizos dorados con cera de brillo, se cepilló los dientes y se dirigió hasta la salida del piso que compartía con su novia. Una brisa fría se filtró al abrir la puerta. Reparó en que alguien se había dejado la ventana del rellano abierta. Cogió un abrigo, se lo abrochó y subió dos pisos más hasta la azotea del edificio.

Una vez arriba se asomó al bordillo que daba a la calle principal. «Por aquí no, puedo llamar demasiado la atención», pensó. Hacía frío, mucho frío. Estaba siendo un invierno muy crudo. Se asomó por el lado contrario que daba al patio interior. Un barullo de cuerdas de tender iba de un lado al otro de la fachada. Un poco más abajo, varios toldos cubrían algunos patios. «Son cinco pisos, tengo que calcular bien por dónde caer para no darme contra los toldos», meditó. La crudeza de aquellas palabras no le hacían perder la compostura. Se puso en pie en el borde con un impulso. Un vendaval casi lo empuja hacia su abismo personal y tuvo que luchar por mantener el equilibrio.

En un instante se hizo un silencio atroz y llenó sus pulmones de aire. Cerró los ojos. Ahora sí que había conseguido dejar la mente en blanco. El mundo se quedó mudo a sus pies. Notó cómo la sangre dejó de correrle por sus venas. Es como si todo el Universo se hubiera quedado en pausa. Cerró ambos puños con mucha fuerza con la intención de sentir algo. Después, solo vería niebla. No tenía miedo. Solo sentía paz por dejar atrás todo lo que le hacía daño.

Se lanzó.

La gravedad hizo el resto.

Se oyó un tremendo golpe; instantes después, los gritos desmesurados de una vecina anunciaban la tragedia.

PRESENTE

Pip, pip, pip, pip…

El monitor cardíaco de Mario resonaba por toda la habitación. En la pantalla se mostraban el trazado de la función del ritmo, la irrigación cardíaca, la frecuencia respiratoria por minuto, la frecuencia cardíaca y la capacidad de la sangre para oxigenar los órganos del cuerpo. Todo parecía correcto, pero Mario seguía durmiendo. Tenía el rostro hinchado, y un tubo metido por la boca. Su frente estaba envuelta en un vendaje y una gran parte de la cara morada. La peor parte de la caída se la había llevado su cuerpo: el lado derecho estaba escayolado casi en su totalidad.

Carmen le observaba el rostro mientras le sujetaba la mano mientras sollozaba a la vez. Desde que la vecina del primero diera el aviso, habían transcurrido dos días, y en el primero de ellos habían tenido que operar de urgencia a Mario. Cuando los médicos llamaron a Carmen ya habían terminado, pero el trayecto hasta la clínica fue un completo calvario.

Lo único que pensaba ahora era en esa dichosa pregunta: ¿por qué? Negaba una y otra vez con la cabeza mientras observaba a su hermano. Agarraba con tanta fuerza su mano que, por un instante, tuvo miedo de estar haciéndole daño. «Despierta, Mario, despierta», se decía a sí misma, pero Mario no despertaba, y las señales del monitor cardíaco no presagiaban buenas noticias a corto plazo. Ella lo sabía, pero esperaba que ocurriera un milagro. «¿Un milagro? Ya ha ocurrido un milagro. Ha sobrevivido». Se frotó los ojos porque los tenía abotargados de tanto llorar y comenzaban a picarle. Eran las cuatro de la madrugada y su hermano sufría un profundo coma del que no lograba despertar.

Al cabo de un rato, Blanca apareció por la puerta. Carmen observó que no traía mejor cara que ella. Llevaba un vaso caliente en la mano.

— Te he traído un café de la cafetería —le ofreció a Carmen.

—Gracias. Déjalo encima de la mesita, enseguida me levanto —le contestó sin apartar la vista del rostro de su hermano.

Blanca se recogió la melena castaña y se hizo una coleta. Luego se acercó hasta la cama de su novio y se quedó observándolo con la misma mirada perdida que no desentonaba con Carmen.

—¿Crees que va a despertar? —le preguntó a Blanca.

—Eso espero…

—¿Mañana? —Carmen alzó el rostro, pero sin apartar la mirada de su hermano. Una sonrisa fingida se asomó.

—Carmen… Está en coma. —acató Blanca. Carmen escondió su sonrisa—. Ya has escuchado al doctor. Con estas cosas nunca se sabe. Es probable que despierte, pero no pueden confirmarlo. Tiene los órganos muy afectados. La recuperación será muy lenta. Además, el doctor nos comentó ayer que sufrió un derrame cerebral. No quiero ser aguafiestas, pero es poco probable que despierte mañana. Tenemos mucha suerte de que siga con vida…

Tras un breve silencio, en el que Blanca aprovechó para esconder las lágrimas que le caían, Carmen le soltó la mano para coger ese café que ya empezaba a enfriarse. Las dos se miraron y asintieron en silencio. Poco más podían hacer por Mario, salvo estar a su lado en esos momentos.

La hermana del afectado dio por hecho que el apoyo entre ellas dos era fundamental en esos momentos. Sus padres seguían en Cuba, y hasta entonces desconocían todo acontecimiento relacionado con su hijo. No sabían que Mario había intentado suicidarse.

En ese instante solo se tenían la una a la otra.

—¿Por qué, Blanca? ¿Por qué habrá pensado que esa era la única solución?

—No creo que este sea un buen momento para hacernos esa pregunta —le contestó Blanca mientras le acariciaba un brazo—. Ahora lo importante es que nos apoyemos; cuando vengan tus padres ya pensaremos en todo lo que ha pasado.

—Tienes razón —dijo Carmen.

—¿Cuándo vuelven?

Carmen le pegó un trago lento al café.

—Pasado mañana —contestó al fin.

—¿Se lo dirás el mismo día que lleguen?

—No, esperaré a que descansen. Tras doce horas de vuelo es lo mínimo que puedo hacer.

Ambas se quedaron mirando el paisaje a través de la ventana de la habitación. En esa clínica, todo parecía tan tranquilo… A lo lejos, las luces de la ciudad de Palma mostraban todo su esplendor. Mallorca siempre había sido un paraíso. Pero contemplar ese panorama solo era posible si subías en plena noche a la montaña o si la sobrevolabas en avión. Eso le recordó una anécdota a Blanca, que le obligó a sonreír.

—Recuerdo la primera vez que Mario y yo viajamos en avión.

—Eso fue a los dos años de conoceros, ¿verdad? —le preguntó Carmen.

—Sí. Empezábamos a salir. Después de mi último novio necesitaba desconectar. Tu hermano apareció con un sombrero de paja en el restaurante hindú al que siempre íbamos. Llegó, se sentó y me echó un buen discurso.

—¿Qué te dijo?

—Que no estaba dispuesto a esperar cómo me volvían a romper el corazón. Luego me cogió de la mano y me dijo que si él no era el tercero no merecía la pena esperarme más. Luego me sacó dos billetes de avión y me los puso en la mano. Yo estaba sorprendida. Mario siempre me había gustado, tenía algo especial… pero nunca consideré tener algo serio con él hasta ese momento. Hay que reconocerle que siempre ha tenido un encanto particular. Le hice prometer que, si cedía a su chantaje, dejaría de usar ese espantoso sombrero de paja.

 

—Veo que cedió. —Sonrió Carmen.

—Durante un tiempo así fue, luego volvió a ponérselo de vez en cuando —continuó Blanca.

—Me lo creo. Siempre ha sido un poco cabezota.

—Y que lo digas, pero se convirtió en mi cabezota preferido. —Se secó con la manga algunas lágrimas que se asomaban.

—Pero la carta… —Carmen intentó preguntar, y lo consiguió con cierto temor—. Después de leerla, ¿sigues pensando lo mismo? Es decir, hay varias cosas que menciona que nadie sabía. Bueno, quizá tú sí, aunque una de ellas nunca quise creérmela, no sé muy bien por qué…

Blanca la miró por el rabillo del ojo. Estaba claro que ese era un tema peliagudo, un tema del que le costaría hablar. Carmen y ella nunca se habían llevado especialmente bien, pero todo cambió el día que unieron fuerzas para ayudar a que Mario saliera de su depresión. Aunque, eso sí, Carmen siempre desde la sombra. De vez en cuando compartían historias personales mediante videoconferencia. En ese momento, Blanca sabía que sincerarse era la mejor opción que tenía. Carmen siempre se había mostrado como lo que era: una niña consentida con mucho orgullo, pero que cuando le hacías entrar en razón podía llegar a convertirse en una gran persona en la que poder confiar. Si por algo destacaba, era por saber guardar un secreto.

Blanca lo sabía; lo recordó. Todos aquellos malentendidos que pudieran tener en el pasado, los olvidó de golpe. Ella misma lo había dicho: lo importante ahora era que se apoyaran mutuamente.

—Le sigo queriendo —confirmó Blanca finalmente—. Ese es un hecho que no puedo negar.

—Pero… —Carmen no esperaba esa respuesta—. La carta dice que…

—Sé lo que pone la carta —le cortó—. Y debo aceptar el hecho de que Mario no me quiere. O por lo menos no me quiere de la misma manera que lo hago yo. Pero míralo.

Acto seguido, las dos dirigieron sus miradas hasta la cama donde Mario descansaba.

—¿Le crees capaz de que haga daño a alguien?

—Bueno… —contradijo Carmen—. A decir verdad, ahora mismo nos lo está haciendo.

—Carmen, estoy segurísima de que tu hermano nunca ha hecho nada para fastidiarte.

—No es eso…

—Sí es eso —le insistió Blanca—. Siempre ha sido eso. Crees que tu hermano está ahí por gusto, por llamar la atención, pero nadie tiene ni idea por lo que ha tenido que pasar para llegar a estar postrado en esa cama.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Carmen sorprendida.

—Mario estaba pasando por una crisis, por una depresión de la que últimamente no levantaba cabeza. Me costó mucho hacerle ver que todo tenía solución… Y creí que lo había conseguido, pero veo que no.

—No sabía nada… —contestó Carmen con tristeza.

—Nadie lo sabía. Era una lucha que daba por perdida. Ya conoces a tu hermano, la procesión va por dentro.

—¿Por qué nunca dijo nada?

—Vamos, no te enfades. —Blanca trató de tranquilizarla—. No lo sé muy bien. Quisiera pensar que nunca quiso preocupar a nadie… pero ya sabes, después de leer la carta, no sé muy bien qué pensar.

Abstraídas, decidieron dejar que los minutos pasaran. Carmen apuró el café y tiró el vaso a la papelera, luego se sentó al lado de su hermano y volvió a cogerle la mano. Por el contrario, Blanca decidió seguir mirando hasta el infinito por la ventana de la clínica. Meditó minutos, horas… elucubrando sola. ¿Era cierto que Mario nunca la quiso como ella a él? Puede que no. Puede que Mario solo la utilizara para sentirse bien consigo mismo. Blanca, de cierta manera lo sabía, quizá por eso estuvo un par de años tonteando con varios chicos que la hicieron sufrir, porque no estaba segura de los sentimientos hacia Mario. ¿Era ese el castigo por haber cedido a los encantos de su novio? Blanca no quería pensar en eso. El intento de suicidio era algo más serio que unos simples sentimientos. ¿Y si realmente Mario utilizó a Blanca, qué problema había? Nunca se portó mal con ella, al contrario, siempre se sintió cómoda con él. Mario siempre había sido una persona en la que se pudiera confiar, y Blanca lo hacía. Entre ellos nunca había secretos. Ese es el pilar fundamental de una relación. Puedes tener altibajos, como todas las parejas, pero Blanca y Mario nunca los tenían… Hasta que Mario sucumbió a aquella depresión que le llevó a quitarse la vida. Pero su novio empezó a perder algo más que la sonrisa. Perdió kilos, perdió el apetito, perdió la mayoría de sus hobbies, perdió sus ganas de vivir. Perdió la sonrisa. Por perder, perdió hasta el contacto con sus seres queridos. Menos con Blanca, que siempre le apoyó en todo momento. Y ahora no iba a ser menos.

La carta le había destrozado. Las razones de suicidio de su novio no la convencían, pero sabía que tenía que aceptarlas. En la carta, Mario hablaba de todas sus cosas buenas y todas las malas. Hablaba de Kovak, uno de sus mejores amigos, hablaba de su hermana Carmen, de sus padres, de Blanca, pero especialmente hablaba de Álex, su mejor amigo.

Álex… ese ser que fue su mejor amigo, que le prometió que nunca se separaría de él, que le hizo creer que siempre confiarían el uno en el otro… Mario se lo había dicho por activa y por pasiva a Blanca: «Álex es el mejor amigo que voy a tener nunca, si algún día lo pierdo, yo también estaré perdido». Esas palabras ahora resonaban en su cabeza con más fuerza que nunca. ¿Era Álex el mayor motivo del intento de suicidio? Esas páginas narraban una verdad universal. Blanca lo sabía, pero se engañó durante años conformándose con estar a su lado. ¿Qué más podía hacer si ya estaba con la persona por la que tanto había suspirado? Pero la realidad era muy distinta. La verdadera verdad universal es que Mario estaba postrado en una cama en un limbo casi permanente y que Álex estaba durmiendo plácidamente en su casa.

Blanca decidió tragarse el orgullo.

—Carmen, ¿has llamado a Álex?

—No… —contestó—. No estoy muy segura de hacerlo. ¿Tú qué opinas?

—Opino que, si lo llamas, vendrá.

—¿Crees que ayudaría en algo que…?

—Sí. —Blanca no le dejó terminar—. Claro que le ayudará. Mario lo sabrá.

Al día siguiente, un hombre moreno con una peculiar perilla picuda, recibió una llamada inesperada.

Cuando Álex colgó el teléfono no podía apartar esa cara de incredulidad. Eran las 11:29 de la mañana. Lo normal es que no cogiera el teléfono en el trabajo, pero cuando vio que se trataba de Carmen, le pareció extraño. Lo primero que pensó es que estaba relacionado con su hermano y sus sospechas fueron confirmadas. Álex fue inmediatamente en busca de Kovak. Aquella tienda de electrodomésticos no vivía sus mejores días. La crisis económica había hecho mella en la facturación diaria, así que tenían pocos clientes a los que atender. Se recorrió todos los pasillos, pasando por la zona de informática, luego por la de ocio, hasta cruzar por la de electrodomésticos, que era la que le correspondía a su amigo. Kovak y Álex trabajaban juntos. Ambos habían superado la treintena. Se llevaban un par de años de diferencia y habían estudiado juntos en una importante escuela de artes escénicas. Después de varios años de casting y audiciones decidieron optar por la vía fácil: echar currículums a mansalva por toda la ciudad. El primero que lo consiguió fue Kovak, pero no por sus propios métodos, fue gracias a Mario que tiró de contactos para conseguirle el puesto. Es lo que tenía ser el hijo de un prestigioso bufete de abogados. Juan Antonio y María del Mar habían hecho favores a mucha gente de la isla. Mario detectó cómo los planes de Kovak se truncaban cuando le rechazaban en la mayoría de las audiciones, así que optó por hablar con un cliente de su padre —el encargado de la tienda de electrodomésticos de la calle Aragón— sobre las dotes carismáticas de su amigo; este cedió y concertó una entrevista. Juan Antonio tenía poder, sí, pero por desgracia no era muy ducho en el sector artístico, así que sus contactos eran más bien profesional inmobiliario, el sector del metal o siderúrgico, farmacéutico y comercial. Pocos días después, Kovak ya disponía de uniforme. Un año más tarde le tocaría el turno a Álex, que vivió una situación parecida a la de Kovak , no se le había dado bien la búsqueda de trabajo. En este caso, Mario no utilizó sus dotes, ya que, para entonces, habían perdido el contacto, pero Kovak se encargó de hablar maravillas de él y cuando hubo una vacante en la empresa le llamaron. Antes de que Álex empezara a trabajar con Kovak, los dos fueron ayudantes en el pub nocturno indie Varados, creado con los ahorros del mismo Mario. Ese sí que era un trabajo de ensueño.

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