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A n t e s d e q u e e n v i d i e

(un misterio con MACKENZIE WHITE—libro 12)

B L A K E P I E R C E

Traducido por AsunCIÓN Henares

Blake Pierce

Blake Pierce es el autor de la serie exitosa de misterio RILEY PAIGE que cuenta con trece libros hasta los momentos. Blake Pierce también es el autor de la serie de misterio de MACKENZIE WHITE (que cuenta con nueve libros), de la serie de misterio de AVERY BLACK (que cuenta con seis libros), de la serie de misterio de KERI LOCKE (que cuenta con cinco libros), de la serie de misterio LAS VIVENCIAS DE RILEY PAIGE (que cuenta con tres libros), de la serie de misterio de KATE WISE (que cuenta con dos libros), de la serie de misterio psicológico de CHLOE FINE (que cuenta con dos libros) y de la serie de misterio psicológico de JESSE HUNT (que cuenta con tres libros).

Blake Pierce es un ávido lector y fan de toda la vida de los géneros de misterio y los thriller. A Blake le encanta comunicarse con sus lectores, así que por favor no dudes en visitar su sitio web www.blakepierceauthor.com para saber más y mantenerte en contacto.

Copyright © 2016 por Blake Pierce. Todos los derechos reservados. Excepto por lo que permite la Ley de Copyright de los Estados Unidos de 1976, ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, distribuida o transmitida de ninguna forma ni por ningún medio, o almacenada en una base de datos o sistema de recuperación sin el permiso previo del autor. Este libro electrónico tiene licencia para su disfrute personal solamente. Este libro electrónico no puede volver a ser vendido o regalado a otras personas. Si desea compartir este libro con otra persona, por favor, compre una copia adicional para cada destinatario. Si está leyendo este libro y no lo compró, o no lo compró solamente para su uso, entonces por favor devuélvalo y compre su propia copia. Gracias por respetar el duro trabajo de este autor. Esta es una obra de ficción. Los nombres, los personajes, las empresas, las organizaciones, los lugares, los acontecimientos y los incidentes son producto de la imaginación del autor o se utilizan de manera ficticia. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, es pura coincidencia. Imagen de portada Copyright lassedesignen, utilizada con licencia de Shutterstock.com.

LIBROS ESCRITOS POR BLAKE PIERCE

SERIE DE THRILLER DE SUSPENSE PSICOLÓGICO CON JESSIE HUNT

EL ESPOSA PERFECTA (Libro #1)

EL TIPO PERFECTO (Libro #2)

LA CASA PERFECTA (Libro #3)

SERIE DE MISTERIO PSICOLÓGICO DE SUSPENSO DE CHLOE FINE

AL LADO (Libro #1)

LA MENTIRA DEL VECINO (Libro #2)

CALLEJÓN SIN SALIDA (Libro #3)

SERIE DE MISTERIO DE KATE WISE

SI ELLA SUPIERA (Libro #1)

SI ELLA VIERA (Libro #2)

SI ELLA CORRIERA (Libro #3)

SI ELLA SE OCULTARA (Libro #4)

SI ELLA HUYERA (Libro #5)

SERIE LAS VIVENCIAS DE RILEY PAIGE

VIGILANDO (Libro #1)

ESPERANDO (Libro #2)

ATRAYENDO (Libro #3)

TOMANDO (Libro #4)

SERIE DE MISTERIO DE RILEY PAIGE

UNA VEZ DESAPARECIDO (Libro #1)

UNA VEZ TOMADO (Libro #2)

UNA VEZ ANHELADO (Libro #3)

UNA VEZ ATRAÍDO (Libro #4)

UNA VEZ CAZADO (Libro #5)

UNA VEZ AÑORADO (Libro #6)

UNA VEZ ABANDONADO (Libro #7)

UNA VEZ ENFRIADO (Libro #8)

UNA VEZ ACECHADO (Libro #9)

UNA VEZ PERDIDO (Libro #10)

UNA VEZ ENTERRADO (Libro #11)

UNA VEZ ATADO (Libro #12)

UNA VEZ ATRAPADO (Libro #13)

UNA VEZ INACTIVO (Libro #14)

SERIE DE MISTERIO DE MACKENZIE WHITE

ANTES DE QUE MATE (Libro #1)

ANTES DE QUE VEA (Libro #2)

ANTES DE QUE CODICIE (Libro #3)

ANTES DE QUE SE LLEVE (Libro #4)

ANTES DE QUE NECESITE (Libro #5)

ANTES DE QUE SIENTA (Libro #6)

ANTES DE QUE PEQUE (Libro #7)

ANTES DE QUE CACE (Libro #8)

ANTES DE QUE ATRAPE (Libro #9)

ANTES DE QUE ANHELE (Libro #10)

ANTES DE QUE DECAIGA (Libro #11)

ANTES DE QUE ENVIDIE (Libro #12)

SERIE DE MISTERIO DE AVERY BLACK

CAUSA PARA MATAR (Libro #1)

UNA RAZÓN PARA HUIR (Libro #2)

UNA RAZÓN PARA ESCONDERSE (Libro #3)

UNA RAZÓN PARA TEMER (Libro #4)

UNA RAZÓN PARA RESCATAR (Libro #5)

UNA RAZÓN PARA ATERRARSE (Libro #6)

SERIE DE MISTERIO DE KERI LOCKE

UN RASTRO DE MUERTE (Libro #1)

UN RASTRO DE ASESINATO (Libro #2)

UN RASTRO DE VICIO (Libro #3)

UN RASTRO DE CRIMEN (Libro #4)

UN RASTRO DE ESPERANZA (Libro #5)

CONTENIDOS

CAPÍTULO UNO

CAPÍTULO DOS

CAPÍTULO TRES

CAPÍTULO CUATRO

CAPÍTULO CINCO

CAPÍTULO SEIS

CAPÍTULO SIETE

CAPÍTULO OCHO

CAPÍTULO NUEVE

CAPÍTULO DIEZ

CAPÍTULO ONCE

CAPÍTULO DOCE

CAPÍTULO TRECE

CAPÍTULO CATORCE

CAPÍTULO QUINCE

CAPÍTULO DIECISÉIS

CAPÍTULO DIECISIETE

CAPÍTULO DIECIOCHO

CAPÍTULO DIECINUEVE

CAPÍTULO VEINTE

CAPÍTULO VEINTIDÓS

CAPÍTULO VEINTITRÉS

CAPÍTULO VEINTICUATRO

CAPÍTULO VEINTICINCO

CAPÍTULO VEINTISÉIS

CAPÍTULO VEINTISIETE

CAPÍTULO VEINTIOCHO

CAPÍTULO VEINTINUEVE

CAPÍTULO TREINTA

CAPÍTULO TREINTA Y UNO

CAPÍTULO TREINTA Y DOS

CAPÍTULO UNO

Mackenzie respiró hondo y cerró los ojos, preparándose e intentando detener el dolor. Había leído mucho sobre el método de respiración, pero ahora, mientras Ellington la llevaba al hospital, parecía que todo se le hubiera escapado de su memoria. Tal vez era porque había roto aguas y todavía podía sentir el fluido recorriéndole la pernera del pantalón. O tal se debiera a que había sentido su primera contracción auténtica hacía unos cinco minutos y podía sentir como se acercaba otra.

Mackenzie se apretó contra el asiento del pasajero, viendo pasar la ciudad a través de la oscuridad, la lluvia que salpicaba el parabrisas y las luces de las calles. Ellington estaba al volante, sentado rígidamente y mirando el parabrisas como un hombre poseído. Apretó el claxon mientras se acercaban a un semáforo e rojo.

“Ey, está bien, puedes ir más despacio”, le dijo.

“No, no, vamos bien”, dijo.

Con los ojos aún cerrados para lidiar con la conducción de Ellington, puso sus manos sobre la gran protuberancia en su abdomen, enfrentándose a la idea de que sería madre en las próximas horas. Podía sentir que el bebé apenas se movía, tal vez porque estaba tan asustado por la conducción de Ellington como ella misma.

Te veré enseguida, pensó ella. Era un pensamiento que le provocaba más alegría que preocupación y por eso, estaba agradecida.

Las luces de la calle y los carteles pasaban a toda velocidad. Dejó de prestarles atención hasta que vio las señales que apuntaban hacia la sala de emergencia del hospital.

Había un hombre apostado afuera en la acera, esperándolos bajo el toldo con una silla de ruedas, sabiendo que venían. Ellington detuvo cuidadosamente el coche y el hombre les hizo señales con la mano y les sonrió con el tipo de entusiasmo perezoso que la mayoría de las enfermeras en la sala de emergencias a las dos de la madrugada parecían tener.

Ellington la guió hacia él como si fuera de porcelana. Mackenzie sabía que él estaba siendo sobreprotector y mostrando urgencia porque él también estaba un poco asustado. Pero más que eso, era muy bueno con ella. Siempre lo había sido. Y ahora estaba demostrando que también iba a ser bueno con este bebé.

 

Oye, espera, más despacio”, dijo Mackenzie mientras Ellington la ayudaba a subirse a la silla de ruedas.

“¿Qué? ¿Qué es eso? ¿Qué pasa?”.

Sintió que se acercaba otra contracción, pero aún así logró mostrarle una sonrisa. “Te quiero”, dijo ella. “Eso es todo”.

El hechizo bajo el que había estado durante los últimos dieciocho minutos, entre saltar de la cama al anuncio de que ella iba a dar a luz, y ayudarla a subirse a la silla de ruedas, se rompió por un momento y él le devolvió la sonrisa. Se inclinó y la besó suavemente en la boca.

“Yo también te quiero”.

El hombre que agarraba las asas de la silla de ruedas miró hacia otro lado, un poco avergonzado. Cuando terminaron, preguntó: “¿Están listos para tener un bebé?”.

La contracción golpeó y Mackenzie se encogió al sentirla. Recordó de sus lecturas que solo empeorarían cuando el bebé estuviera a punto de llegar. Aun así, miró más allá de todo eso durante un momento y asintió.

Sí, estaba lista para tener este bebé. De hecho, no podía esperar a tenerlo en sus brazos.

*

Sólo había dilatado cuatro centímetros para las ocho de la mañana. Había llegado a conocer bien al médico y a las enfermeras, pero cuando cambiaron de turno, el estado de ánimo de Mackenzie empezó a cambiar. Estaba cansada, dolorida, y simplemente no le gustaba la idea de que otro médico entrara y husmeara bajo su bata. Sin embargo, Ellington, tan obediente como siempre, se las había arreglado para poner a su ginecólogo al teléfono y estaba haciendo todo lo posible para llegar al hospital tan pronto como pudiera.

Cuando Ellington volvió a la habitación después de hacer la llamada, estaba frunciendo el ceño. Ella odiaba ver que él había descendido de su punto álgido de protector de la noche anterior, pero también estaba contenta de no ser la única que estuviera experimentando un cambio de humor.

“¿Qué pasa?”, preguntó.

“Estará aquí para el parto, pero ni siquiera se molestará en venir hasta que estés por lo menos a ocho centímetros”. Además... iba a traerte unos gofres de la cafetería, pero las enfermeras dicen que deberías comer poco. Te traerán gelatina y hielo en cualquier momento”.

Mackenzie se movió en la cama y miró su estómago. Ella prefería mirar allí en lugar de a las máquinas y monitores a los que la tenían conectada. Al trazar la forma de su abdomen, llamaron a la puerta. El siguiente doctor entró caminando, sosteniendo sus historiales. Se le veía feliz y completamente renovado, recién salido de lo que parecía haber sido una noche de sueño reparador.

Bastardo, pensó Mackenzie.

Por suerte, el doctor mantuvo la conversación al mínimo mientras la revisaba. Mackenzie no le prestó mucha atención, la verdad. Estaba cansada y se dormía a ratos, hasta cuando él le ponía la gelatina en el estómago para comprobar el progreso del bebé. Se quedó dormida durante un rato hasta que escuchó al médico hablar con ella.

“¿Sra. White?”.

“¿Sí?”, preguntó, irritada por no poder dormir una pequeña siesta. Había estado tratando de colarlas entre contracciones... cualquier cosa por descansar un poco.

“¿Sientes alguna molestia nueva?”.

“Nada más que los mismos dolores que he tenido desde que llegamos aquí”.

“¿Has sentido al bebé moverse mucho en las últimas horas?”.

“No lo creo. ¿Por qué... algo anda mal?”

“No, no está mal. Pero creo que tu bebé ha cambiado de posición. Hay una muy buena posibilidad de que esto sea un parto de nalgas. Y estoy recibiendo un latido irregular... nada terriblemente fuera de lo normal, pero lo suficiente como para preocuparme”.

Ellington se plantó a su lado de inmediato, tomando su mano. “De nalgas. ¿Es eso arriesgado?”.

“Casi nunca”, dijo el doctor. “A veces sabemos que el bebé ya está de nalgas semanas antes del parto, pero su bebé estaba en la posición correcta durante el último chequeo... incluso estaba perfectamente posicionado cuando se registró anoche. Ahora él o ella se ha movido un poco y a menos que algo drástico cambie, no veo que su hijo vuelva a la posición correcta. Ahora mismo, es este latido lo que me preocupa”.

“Entonces, ¿qué recomienda?”, preguntó Mackenzie.

“Bueno, me gustaría hacer una revisión minuciosa del bebé sólo para asegurarme de que su repentino cambio de posición no lo ha puesto en apuros, que es lo que podría significar el latido errático del corazón. Si no lo ha hecho, y no hay razón para creer que lo haya hecho, reservaremos una sala de operaciones para usted tan pronto como podamos”.

La idea de saltarse el trabajo del parto tradicional era atractiva, seguro, pero añadir la cirugía al proceso de parto tampoco le sentaba muy bien.

“Lo que crea que es mejor”, dijo Mackenzie.

“¿Es seguro?”, preguntó Ellington, sin siquiera intentar ocultar el temblor del miedo en su voz.

“Perfectamente seguro”, dijo el doctor, limpiando el exceso de gelatina del estómago de Mackenzie. “Por supuesto, como con cualquier cirugía, tenemos que mencionar que siempre hay un riesgo cuando alguien está en la mesa, pero los partos por cesárea son muy comunes. Personalmente he dirigido más de cincuenta. Y creo que su ginecólogo es la Dra. Reynolds. Ella es mayor que yo por un tiempo... no le digan que dije eso...y te garantizo que ella ha dirigido más que yo. Estás en buenas manos. ¿Reservo una habitación?”

“Sí”, dijo Mackenzie.

“Genial. Conseguiré una habitación y me aseguraré de que la Dra. Reynolds sepa lo que está pasando”.

Mackenzie lo vio salir y luego miró hacia abajo, hacia su vientre. Ellington se unió a ella, con las manos entrelazadas sobre el hogar temporal de su hijo.

“Eso da un poco de miedo, ¿eh?”, preguntó Ellington, besándola en la mejilla. “Pero estaremos bien”.

“Por supuesto que sí”, dijo con una sonrisa. “Piensa en nuestras vidas y en nuestra relación. Casi tiene sentido que este chico venga a este mundo con un poco de drama”.

Lo decía en serio, pero incluso entonces, en uno de sus momentos más vulnerables juntos, Mackenzie ocultaba más miedo del que quería dejar ver.

***

Kevin Thomas Ellington nació a las doce y veinte de la noche. Pesaba siete libras y seis onzas y, según Ellington, tenía la cabeza deforme y las mejillas sonrosadas de su padre. No era la experiencia de parto que Mackenzie había estado esperando, pero cuando escuchó sus primeros gritos, al respirar por primera vez, no le importó. Podría haberle dado a luz en un ascensor o en un edificio abandonado. Estaba vivo, estaba aquí, y eso era lo importante.

Una vez que escuchó los llantos de Kevin, Mackenzie se permitió calmarse. Estaba mareada y semi consciente por la anestesia del procedimiento de cesárea y sentía cómo el sueño tiraba de ella. Era ligeramente consciente de que Ellington estaba a su lado, con su gorra blanca de quirófano y su bata azul. Le besó la frente y no hizo ningún esfuerzo por ocultar el hecho de que estaba llorando abiertamente.

“Fuiste increíble”, dijo entre lágrimas. “Eres tan fuerte, Mac. Te amo”.

Abrió la boca para devolver el sentimiento, pero no estaba completamente segura de haberlo dicho. Se alejó hacia los hermosos sonidos de su hijo que seguía llorando.

La siguiente hora de su vida fue una especie de felicidad fragmentada. Estaba anestesiada y aún no sentía nada cuando los médicos la cosieron de nuevo. Estaba completamente inconsciente mientras la trasladaban a una sala de recuperación. Apenas se daba cuenta de que una serie de enfermeras la miraban, revisando sus signos vitales.

Sin embargo, fue cuando una de las enfermeras entró en la habitación que Mackenzie comenzó a comprender mejor sus pensamientos. Alargó la mano torpemente, tratando de agarrar la mano de la enfermera, pero falló.

“¿Cuánto tiempo?”, preguntó.

La enfermera sonrió, mostrando que había estado en esta situación muchas veces antes. “Has estado inconsciente unas dos horas. ¿Cómo te sientes?”.

“Como si necesitara sostener entre mis brazos al bebé que acaba de salir de mí”.

Esto provocó una risa de la enfermera. “Está con tu marido. Los enviaré a los dos”.

La enfermera se fue y mientras ella no estaba, los ojos de Mackenzie permanecieron en la entrada. Permanecieron allí hasta que Ellington entró poco después. Llegó empujando una de los pequeños moisés rodantes del hospital. La sonrisa en su cara no se parecía a ninguna que ella hubiese visto de él antes.

“¿Cómo te sientes?”, preguntó mientras aparcaba la cuna junto a su cama.

“Como si me hubieran arrancado las entrañas”.

“Y así ha sido”, dijo Ellington frunciendo el ceño juguetonamente. “Cuando me llevaron a la sala de operaciones, tus tripas estaban en unas cuantas cacerolas diferentes. Ahora te conozco por dentro y por fuera, Mac”.

Sin que se lo pidieran, Ellington metió las manos en el moisés para sacar a su hijo. Lentamente, le entregó a Kevin. Ella lo sostuvo contra su pecho y sintió al instante como se expandía su corazón su corazón. Una oleada de emoción pasó a través de ella. No estaba segura de si alguna vez había experimentado lágrimas de felicidad en toda su vida, pero llegaron cuando besó a su hijo en la coronilla.

“Creo que lo hicimos bien”, dijo Ellington. “Quiero decir, mi parte fue fácil, pero ya sabes a qué me refiero”.

“Sí”, dijo ella. Ella miró a los ojos de su hijo por primera vez y sintió lo que sólo podía describir como una conexión emocional. Era la sensación de que su vida había cambiado para siempre. “Y sí, lo hicimos bien”.

Ellington se sentó al borde de la cama. El movimiento hizo que le doliera el abdomen, por la cirugía a la que se había sometido hace poco más de dos horas. Pero no dijo nada.

Estaba sentada entre los brazos de su marido con su hijo recién nacido en brazos, y no podía recordar ni un solo momento de su vida en el que hubiera sentido una felicidad tan absoluta.

CAPÍTULO DOS

Mackenzie había pasado los últimos tres meses de su embarazo leyendo casi todos los libros sobre bebés que pudo encontrar. No parecía haber una respuesta inequívoca en cuanto a qué esperar las primeras semanas de regreso a casa con un recién nacido. Algunos decían que siempre y cuando hubieras dormido al mismo tiempo que el bebé, deberías estar bien. Otros decían que durmieras cuando pudieras con la ayuda de un cónyuge u otros miembros de la familia que estuvieran dispuestos a ayudar. Todo ello había hecho que Mackenzie se convenciera de que el sueño sólo sería un precioso recuerdo del pasado una vez llevaran a Kevin a casa.

Resultó que eso fue lo correcto durante las primeras dos semanas más o menos. Después del primer chequeo de Kevin, descubrieron que tenía reflujo ácido grave. Esto significaba que cada vez que comía, tenía que estar de pie durante quince o treinta minutos cada vez. Esto era bastante fácil, pero se convertía en algo agotador durante las últimas horas de la noche.

Fue durante este tiempo que Mackenzie comenzó a pensar en su madre. La segunda noche, después de recibir instrucciones de sostener a Kevin de pie después de comer, Mackenzie se preguntó si su propia madre se había enfrentado a algo así. Mackenzie se preguntaba qué clase de bebé había sido.

Probablemente le gustaría ver a su nieto, pensó Mackenzie.

Pero ese era un concepto aterrador. La idea de llamar a su madre sólo para saludarla ya era bastante mala. Pero si le añadimos un nieto sorpresa, lo haría caótico.

Sintió a Kevin retorciéndose contra ella, tratando de ponerse cómodo. Mackenzie revisó el reloj de cabecera y vio que lo había tenido en posición vertical durante poco más de veinte minutos. Parecía que se había quedado dormido sobre su hombro, así que se acercó al moisés y lo metió dentro. Estaba envuelto en pañales y parecía bastante cómodo, mientras ella le echaba un último vistazo antes de volver a la cama.

“Gracias”, dijo Ellington desde su lado, medio dormido. “Eres increíble”.

“No tengo ganas de nada. Pero gracias”.

Se acomodó, acomodando su cabeza sobre la almohada. Llevaba con los ojos cerrados unos cinco segundos cuando Kevin empezó a llorar de nuevo. Se levantó de la cama y dejó salir un pequeño gemido. Sin embargo, le preocupaba que pudiera convertirse en un ataque de llanto. Estaba cansada y, lo peor de todo, estaba experimentando sus primeros pensamientos tóxicos sobre su hijo.

 

“¿Otra vez?”, dijo Ellington, con voz cortante. Se puso en pie, casi tropezando fuera de la cama, y marchó hacia el moisés.

“Ya voy yo”, dijo Mackenzie.

“No....ya has estado con él cuatro veces. Y lo sé.... me desperté para todas y cada una de esas veces”.

Ella no sabía por qué (probablemente la falta de sueño, pensó ociosamente), pero este comentario la molestó. Prácticamente se tiró de la cama para adelantársele en consolar a su bebé. Golpeó su hombro contra Ellington un poco más fuerte de lo necesario para que pudiera considerarse una bromita. Cuando recogió a Kevin, dijo: “Oh, lo siento. ¿Te despertó?”.

“Mac, sabes a lo que me refiero”.

“Lo sé. Pero Jesús, podrías estar ayudando más”.

“Tengo que levantarme temprano mañana”, dijo. “No puedo quedarme dormido…”

“Oh Dios, por favor, termina esa frase”.

“No. Lo siento. Yo solo...”

“Vuelve a la cama”, dijo Mackenzie. “Kevin y yo estamos bien”.

“Mac...”.

“Cállate. Vuelve a la cama y duerme”.

“No puedo”.

“¿El bebé es demasiado ruidoso? ¡Ve al sofá, entonces!”.

“Mac, tú...”.

“¡Vete!”.

Ahora estaba llorando, abrazando a Kevin mientras se acomodaba en la cama. Seguía llorando, un poco dolorido por el reflujo. Ella sabía que tendría que sostenerlo de nuevo en posición vertical y eso la hizo querer llorar aún más. Pero hizo todo lo que pudo para contenerlo mientras Ellington salía furioso de la habitación. Iba murmurando algo en voz baja y ella se alegró de no poder oírlo. Estaba buscando una excusa para explotar delante de él, para regañarlo y, honestamente, para liberar parte de su frustración.

Se sentó contra la cabecera sosteniendo al pequeño Kevin lo más quieto y erguido posible, preguntándose si su vida volvería a ser la misma.

***

De alguna manera, a pesar de las discusiones a altas horas de la noche y la falta de sueño, su nueva familia tardó menos de una semana en acostumbrarse a la nueva rutina. Fueron precisas algunas pruebas fallidas para que Mackenzie y Ellington lo consiguieran, pero después de esa primera semana de problemas de reflujo, todo pareció ir bien. Cuando los medicamentos eliminaron lo peor del reflujo, fue más fácil controlarlo. Kevin lloraba, Ellington lo sacaba de la cuna y le cambiaba el pañal, y luego Mackenzie lo amamantaba. Dormía bien para ser un bebé, unas tres o cuatro horas seguidas durante las primeras semanas después del reflujo, y no era muy quisquilloso para nada.

Fue Kevin, sin embargo, quien empezó a abrir sus ojos sobre lo rotas que estaban las familias de las que ambos provenían. La madre de Ellington vino dos días después de que llegaran a casa y se quedó unas dos horas. Mackenzie fue lo mínimamente educada, esperando hasta lo que pensó que sería el momento oportuno para un descanso. Se fue a su dormitorio a echarse una siesta mientras Kevin estaba ocupado con su padre y su abuela, pero no consiguió quedarse dormida. Hizo una lista de la conversación entre Ellington y su madre, sorprendida de que pareciera haber algún intento de reconciliación. La Sra. Nancy Ellington salió del apartamento unas dos horas más tarde, e incluso a través de la puerta del dormitorio, Mackenzie pudo sentir algo de la tensión que quedaba entre ellos.

A pesar de todo, había dejado un regalo para Kevin antes de marcharse y hasta había preguntado por el padre de Ellington, un tema que casi siempre trataba de evitar.

El padre de Ellington ni se molestó en venir a verles. Ellington le hizo una llamada por FaceTime y aunque charlaron durante una hora y hasta asomaron algunas lágrimas a los ojos de su padre, no había planes inmediatos para que él viniera a ver a su nieto. Había empezado su propia vida hace mucho tiempo, una nueva vida sin su familia original. Y así, aparentemente, era como quería que continuaran las cosas. Claro que él había tenido un abrumador gesto financiero el año pasado en lo que se refería a pagar por su boda (un regalo que finalmente habían declinado), pero que había sido de ayuda desde la distancia. Actualmente vivía en Londres con la Esposa Número Tres y aparentemente estaba inundado de trabajo.

En cuanto a Mackenzie, aunque sus pensamientos finalmente se dirigieron a su madre y a su hermana, su única familia superviviente, la idea de ponerse en contacto con ellas era espantosa. Sabía dónde vivía su madre y, con un poco de ayuda de la oficina, supuso que incluso podría conseguir su número. Stephanie, su hermana menor, probablemente sería un poco más difícil de localizar. Como Stephanie nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo lugar, Mackenzie no tenía idea de dónde podría localizarla estos días.

Tristemente, se daba cuenta de que eso le parecía bien. Sin duda, pensaba que su madre merecía ver a su primer nieto, pero eso significaría abrir las cicatrices que había cerrado hacía poco más de un año cuando finalmente consiguió cerrar el caso del asesinato de su padre. Al cerrar ese caso, también había cerrado la puerta a esa parte de su pasado, incluyendo la terrible relación que siempre había tenido con su madre.

Era extraño lo mucho que pensaba en su madre ahora que tenía un hijo propio. Cada vez que abrazaba a Kevin, se recordaba a sí misma lo distante que había estado su madre incluso antes del asesinato de su padre. Mackenzie se juró a sí misma que Kevin siempre sabría que su madre lo amaba, que nunca dejaría que nada, ni Ellington, ni el trabajo, ni sus propios problemas personales, interfiriera con eso.

Era esto mismo lo que pululaba por su mente durante la duodécima noche después de traerse a Kevin a casa. Acababa de terminar de amamantar a Kevin para su alimentación nocturna, que había empezado a coincidir con el periodo entre la una y media y las dos de la madrugada. Ellington volvía a la habitación después de haber colocado a Kevin en su cuna en la habitación de al lado. En su día había sido un despacho en el que habían almacenado todos los documentos y artículos personales de la oficina, pero se había convertido fácilmente en la habitación de su bebé.

“¿Por qué sigues despierto?”, preguntó, refunfuñando en su almohada mientras se recostaba.

“¿Crees que seremos buenos padres?”, preguntó.

Levantó la cabeza soñoliento y se encogió de hombros. “Creo que sí. Quiero decir, sé que lo serás. Pero yo... imagino que lo presionaré demasiado cuando empecemos con los deportes juveniles. Algo que mi padre nunca hizo por mí y que siempre sentí que me perdí”.

“Hablo en serio”

“Me lo imaginaba. ¿Por qué lo preguntas?”.

“Porque nuestras propias familias son terribles. ¿Cómo sabemos cómo criar a un niño de la manera correcta si tenemos experiencias tan horribles para inspirarnos?”.

“Me imagino que tomaremos nota de todo lo que nuestros padres hicieron mal y no haremos nada de eso”.

Alargó la mano en la oscuridad y la colocó en su hombro, para tranquilizarla. Si era honesta, ella quería que la envolviera en sus brazos y le diera un revolcón, pero aún no estaba completamente curada de la cirugía.

Yacieron allí, el uno al lado del otro, igual de exhaustos como de emocionados por sus vidas, hasta que el sueño se los llevó a ambos, el uno detrás del otro.

***

Una vez más, Mackenzie se encontraba caminando a través de hileras de maíz. Los tallos eran tan altos que no podía ver su parte superior. Las mazorcas de maíz en sí mismas, como dientes amarillos viejos que se clavan a través de encías podridas, se asomaban en medio de la noche. Cada mazorca medía fácilmente un metro de largo; el maíz y los tallos en los que crecían eran ridículamente grandes, lo que la hacía sentir como un insecto.

En algún lugar más adelante, un bebé estaba llorando. No se trataba de cualquier bebé, sino de su bebé. Podía reconocer los tonos y el volumen de los lamentos del pequeño Kevin.

Mackenzie se fue a través de las hileras de maíz. Le abofetearon, los tallos y las hojas le hacían sangrar con demasiada facilidad. Cuando llegó al final de la hilera en la que se encontraba, tenía la cara cubierta de sangre. Podía saborearla en su boca y verla gotear desde su barbilla hasta su camisa.

Al final de la hilera, se detuvo. Delante de ella había tierra abierta, nada más que tierra, hierba muerta y el horizonte. Sin embargo, en medio de ella, había una pequeña estructura que ella conocía bien.

Era la casa en la que había crecido. Era de donde provenía el llanto.

Mackenzie corrió hacia la casa, sus piernas se movían mientras el maíz seguía pegado a ella y tratando de arrastrarla de vuelta al campo.

Corrió con más fuerza, dándose cuenta de que las costuras alrededor de su abdomen se habían abierto. Cuando llegó al porche de la casa, la sangre de la herida corría por sus piernas y se acumulaba en los escalones del porche.

La puerta principal estaba cerrada, pero todavía podía oír los lamentos. Su bebé, que estaba dentro, gritaba. Ella abrió la puerta y cedió fácilmente. Nada chillaba o rechinaba, la edad de la casa no era un factor. Antes de entrar, vio a Kevin.

Sentada en medio de una sala de estar estéril, la misma sala de estar en la que había pasado tanto tiempo de niña, había una sola mecedora. Su madre estaba sentada en ella, sosteniendo a Kevin y meciéndolo suavemente.

Su madre, Patricia White, la miró, con aspecto mucho más juvenil que la última vez que Mackenzie la había visto. Sonrió a Mackenzie, con ojos enrojecidos y de alguna manera desconocidos.

“Lo hiciste bien, Mackenzie. ¿Pero realmente pensaste que podías mantenerlo alejado de mí? ¿Por qué querrías hacerlo? ¿Tan mala fui? ¿Lo fui?”.

Mackenzie abrió la boca para decir algo, para exigir a su madre que le entregara el bebé. Pero cuando abrió la boca, todo lo que salió fue seda de maíz y tierra, cayendo de su boca al suelo.

Mientras tanto, su madre sonreía y agarraba a Kevin con fuerza, acariciándole el pecho.

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