El Beso de un Extraño

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El Beso de un Extraño
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Capítulo 1
1805

MIENTRAS paseaba por el bosque, Shenda tarareaba una cancioncilla que a ella le parecía la música de los árboles.

Era un tibio día de abril, los árboles ya comenzaban a reverdecer y, seguramente, el Jardín de Arrow ya estaría cubierto de flores.

Nada resultaba más bello que las plantas que comenzaban a brotar de la tierra que había permanecido seca durante todo el invierno.

El bosque poseía un embrujo peculiar y aquél, sobre todo, tenía un lugar secreto donde había un estanque que, para Shenda al menos, era mágico.

Las flores adornaban sus orillas y los árboles se reflejaban en la superficie plateada de sus aguas.

Shenda siempre acudía a su estanque encantado cuando se sentía triste o sola.

Creía que cuando estaba allí, las hadas la observaban por entre las ramas y las ninfas hacían lo mismo desde el fondo del estanque.

Como era hija única, sus sueños siempre estaban poblados de criaturas de otros mundos, que, sin embargo, sentía muy cercanas.

Siempre se había considerado muy afortunada porque la Vicaría se hallaba en el lindero de Knight's Wood, nombre con el que se conocía al bosque.

Mientras su padre se encontraba ocupado en sus sermones o con sus feligreses, ella solía escapar a la magia de la naturaleza, acompañada únicamente por su más fiel amigo, el cual, por cierto, ahora no iba a su lado como de costumbre.

Momentos antes había olfateado un conejo entre la hierba que comenzaba a crecer y se había ido velozmente tras él, sin que la joven se diera cuenta de ello.

Rufus, su perro spaniel, le pertenecía desde que era un cachorrillo listo y gracioso.

Normalmente hubiera sido entrenado como perro de caza; pero el viejo Conde estaba demasiado enfermo para dedicarse a ese deporte y sus dos hijos combatían por entonces contra un monstruo llamado Napoleón Bonaparte, así que no había disparos en el bosque, cosa que alegraba mucho a Shenda.

Odiaba que se diera muerte a cualquier ser vivo, sobre todo a las aves que le cantaban cuando pasaba bajo las ramas de los árboles. A menudo se sentaba junto al estanque para escuchar sus trinos en torno a ella.

Shenda no podía recordar cuáles eran "los malos tiempos" cuando abundaban las cacerías en otoño y, según afirmaban los guardas, había demasiados cuervos, comadrejas y zorros en el bosque.

La joven los amaba igual que a las pequeñas ardillas rojas, las cuales corrían al verla aparecer, como si ella fuera a quitarles sus nueces.

Hacía seis meses que el Conde de Arrow había muerto. Sus funerales fueron muy solemnes, pero pocos en la aldea lo echaban de menos, ya que no lo habían visto en mucho tiempo.

Y tampoco se mostraban muy afectados al recibir la noticia de que su hijo mayor, George, había muerto varios meses antes en la India.

Master George, como lo llamaban los servidores más antiguos del castillo, había vivido en el extranjero más de ocho años y la gente joven ni siquiera se acordaba de cómo era.

Esto significaba que su hermano menor heredaría el título, pero Master Durwin se había enrolado en la marina desde muy joven.

Se decía que formaba parte de la flota que desafiaba a Bonaparte; sin embargo, nadie lo sabía con certeza.

Últimamente, se había esparcido una serie de rumores acerca del Capitán Durwin Bow.

Dado que en el castillo no estaban los señores, la gente de la aldea iba a la Vicaría con sus quejas y preocupaciones, pues no había nadie más que los escuchara.

El administrador de la finca se había retirado dos años antes, y se encontraba confinado en su casa con un reumatismo que le impedía caminar y una fuerte sordera.

–Todo estará pronto en ruinas– le había comentado uno de los trabajadores al padre de Shenda la semana anterior.

–Es por la guerra– le respondió el Vicario.

–Con guerra o sin ella, estoy ya harto de tener que andar reparando a mi costa el tejado y las paredes de la casucha en que vivo.

El Vicario suspiró, pues él nada podía hacer al respecto.

La guerra significaba miseria y privaciones para todos. Shenda sabía que lo que más lamentaba su padre era no poder cazar durante el invierno. Antes, incluso se le conocía como "el Párroco Cazador".

Ahora, los caballeros que solían contribuir a las cacerías de zorros se encontraban en la guerra o estaban demasiado empobrecidos.

El Vicario tenía solamente dos caballos y uno de éstos era tan viejo, que Shenda prefería abstenerse de montarlo. No le molestaba caminar, y menos si era por el bosque.

Ahora, sus pies parecían flotar por encima del musgo verde y la luz del sol, que se filtraba entre las ramas de los árboles, se reflejaba en sus cabellos, haciendo que parecieran de oro.

De pronto oyó ladrar a Rufus y, volviendo de su abstracción, se dio cuenta de que el perro no estaba a su lado.

Dado que Rufus seguía ladrando, corrió a su encuentro mientras se preguntaba qué podía ocurrirle, pues sus ladridos eran, inequívocamente de dolor.

Lo encontró debajo de un gran olmo y, con horror, vio que una de sus patas estaba aprisionada en una trampa.

Asombrada, pues nunca había habido trampas en el Bosque de Arrow, se arrodilló junto a Rufus, que ya sólo gemía de manera lastimosa.

Trató de abrir la trampa, pero ésta era muy nueva y estaba demasiado dura, así que debía buscar ayuda.

Acarició a Rufus y, con voz suave, le dijo que no se moviera porque ella iba en busca de auxilio.

A aquella hora del día, casi todos los hombres del Condado se encontraban trabajando en el campo y sólo las mujeres estarían en sus casas.

El Vicario había salido por la mañana, para visitar a una anciana que le había enviado un mensaje urgente, según el cual estaba poco menos que agonizando.

Shenda dudaba que esto fuera cierto. Como su padre era un hombre encantador y muy guapo, muchas mujeres inventaban pretextos para que fuese a verlas.

–No te preocupes si no llego para la hora de la comida– le había dicho el Vicario a su hija antes de salir.

–Ya me he hecho a la idea de que comeré sola– respondió Shenda–. Bien sabes que la Señora Newcomb sirve una buena mesa y más vale que aproveches la oportunidad de comer bien cuando puedes.

Su padre rió.

–No digo que no disfrute con la comida de la Señora Newcomb, pero a cambió tendré que escuchar su repertorio interminable de dolencias, tanto físicas como espirituales.

Shenda le echó los brazos al cuello.

–Te quiero mucho, Papá. Las cosas que dices siempre hacían reír a Mamá, ¿recuerdas?

De inmediato vio que la mención de su madre hacía aparecer una expresión de dolor en los ojos de su padre.

Era imposible pensar que dos personas pudieran ser más felices de lo que lo habían sido el Honorable James Lynd y su bella esposa Doreen.

Se habían casado tras muchos meses de oposición por parte de sus respectivas familias y, no obstante todas las predicciones acerca de que se iban a arrepentir, fueron muy dichosos.

James era el tercer hijo de un noble empobrecido que tenía una finca improductiva en Gloucestershire.

El caballero había ahorrado para que su primogénito pudiera ingresar en el mismo Regimiento donde él había servido.

Su segundo hijo era inválido de nacimiento y resultaba una carga muy onerosa.

Lo único que le pudo ofrecer al tercer hijo, James, fue una Iglesia en su finca, con un estipendio tan pequeño que casi era ofensivo.

Pero James y Doreen decidieron que lo único que importaba era lo que sentían el uno por el otro, así que se fueron a vivir a la pequeña e incómoda Vicaría y la llenaron de amor.

Cuando Shenda nació, tuvieron que volverse un poco más prácticos y James se fue a ver al Obispo, quien le ofreció la parroquia de Arrowhead.

El Prelado le explicó que el Conde de Arrowhead podía pagar un buen sueldo.

James y Doreen quedaron encantados con su nuevo hogar, una bonita casa Isabelina, pequeña pero en buenas condiciones.

Como James era no sólo un caballero, sino también un buen jinete, fue bien recibido en el condado y el futuro parecía sonreírles.

Después se desató la guerra y todo cambió.

Durante el armisticio de 1802, las cosas mejoraron un poco, pero las hostilidades comenzaron de nuevo y surgieron más problemas, hubo menos dinero y todo encareció.

Doreen murió de neumonía durante el invierno.

Para Shenda, todo sucedió con la fugacidad de un relámpago. En un momento su madre estaba allí, riendo y charlando con ellos, y al siguiente la llevaban al cementerio con toda la aldea llorando detrás.

Y ahora, Shenda llevaba ya dos años luchando para que su padre estuviera cómodo, pero cada día resultaba más difícil, debido a las dificultades económicas.

Además, su padre no podía evitar el ser generoso con quienes tenían problemas.

–El Amo se quitaría la camisa si alguien se la pidiera –había dicho uno de los criados a Shenda.

La joven sabía que esto era cierto, pero aunque reconvenía por ello a su padre, él no le prestaba atención.

–¡No puedo dejar que ese pobre hombre se muera de hambre!– replicaba cuando ella lo presionaba mucho.

–No es Ned quien se va a morir de hambre, sino tu y yo, Papá.

–Estoy seguro de que saldremos adelante, Querida.

Y el Vicario no tardaba en ayudar a otra persona con lo poco que tenían.

Shenda estaba preocupada por él, pues últimamente padecía una tos persistente que lo mantenía despierto casi toda la noche.

 

Le preparaba la tisana de miel y hierbas que su madre solía hacer, pero no parecía mejorar. Sin duda necesitaba tres buenas comidas al día, mas esto era algo que no podían costear.

–Cuando venga el nuevo Conde– le había dicho Shenda a Martha, la única sirvienta que quedaba en la Vicaría–, quizá se dé cuenta de que es necesario aumentar los sueldos para que estén de acuerdo con los precios. Papá ya no puede salir adelante con lo que recibe.

–Si el Conde no viene hasta que no termine la guerra, para entonces ya todos estaremos en la tumba, sin nadie que nos llore. ¡La culpa es de ese maldito Boney!

Shenda pensaba que, en efecto, Napoleón Bonaparte –Boney, como lo llamaban con desprecio en Inglaterra – tenía la culpa de cuanto les estaba sucediendo.

Culpa suya era que dos hombres regresaran heridos a casa, uno sin una pierna y el otro sin un brazo, culpa suya, que la despensa estuviese vacía.

"Si no puedo pedirle ayuda a Papá, ¿dónde podré encontrar a un hombre que me ayude?" se preguntaba la joven, angustiada por la suerte de su perrito Rufus.

Afortunadamente, antes de llegar al lindero del bosque, vio que un jinete se acercaba por entre los árboles.

Corrió a su encuentro y, al acercarse, observó que era bastante joven y vestía a la moda, con el sombrero ladeado y el cuello de la camisa rozando el mentón.

–¡Ayúdeme!– le rogó, casi sin aliento por la carrera–. ¡Por favor..., venga pronto! ¡Mi perro ha caído en una trampa!

El caballero, que se había detenido arqueó las cejas ante el apremio con que la muchacha le hablaba. Ella, sin esperar, respuesta, exclamó,

–¡Sígame!– y echó a correr por el camino cubierto de musgo hasta donde se hallaba Rufus.

Éste permanecía quieto, pero gimiendo de una manera lastimosa. Al arrodillarse junto a él, Shenda vio que el caballero la había seguido y estaba desmontando.

Después el hombre se le acercó y dijo,

–Tenga cuidado, el perro puede morderla.

Eran las primeras palabras que pronunciaba y ella las acogió con una réplica indignada,

–¡Rufus no me mordería jamás! ¡Por favor, abra esa horrible trampa! ¡A quién se le ocurriría ponerla!

Mientras hablaba, se inclinó para sujetar a Rufus y el caballero abrió la trampa.

Rufus lanzó un aullido de dolor y Shenda lo levantó en sus brazos como si se tratara de un bebé.

–Bien, calma, ya pasó todo...– le decía con cariño–. Has sido muy valiente, pero ya no sufrirás más, pobrecito...

Y lo acariciaba detrás de las orejas, cosa que a Rufus le gustaba mucho.

Mientras tanto, el caballero había sacado su pañuelo para venderle la pata a Rufus.

–¡Gracias, muchas gracias!– exclamó ella–. ¡Le estoy muy agradecida! Me preguntaba dónde iba a encontrar un hombre que me ayudara.

–¿Es que no hay hombres en la aldea?– preguntó él haciendo una mueca ligeramente burlona.

–No a esta hora del día– respondió Shenda–. Todos están trabajando.

–Entonces me alegro de haber podido ayudarle.

–No entiendo cómo puede alguien poner una trampa así en el bosque... Nunca habíamos encontrado ninguna.

–Supongo que es una manera de deshacerse de las alimañas.

–Una manera muy cruel. Cuando un animal queda atrapado, puede sufrir durante horas, incluso días enteros, antes de que alguien lo encuentre... ¿Cómo es posible que alguien pretenda crear más sufrimiento, cuando ya hay tanto en el mundo?

–Supongo que está pensando en la guerra– dijo el caballero con voz grave–. Todas las guerras son nefastas, pero estamos peleando para defender a nuestro país.

–Matar a un animal no está bien, a menos que sea necesario alimentar a alguien.

–Veo que es usted una reformadora, pero los animales se matan unos a otros. Las zorras, si no son cazadas, matan a los conejos que a usted, seguramente, le parecerán muy bonitos.

Shenda se dio cuenta de que el caballero se burlaba, y un leve rubor teñía sus mejillas cuando dijo,

–La naturaleza tiene su propio orden, mucho mejor que el nuestro. ¡No soporto la idea de una zorra sufriendo horas de tortura antes de morir!

–Ese es un punto de vista netamente femenino– opinó el caballero–, y si uno desea conservar a los animales, entonces habrá que vigilar también a los cazadores de aves.

Shenda pensó que sería inútil discutir con él, así que dijo,

–Para mí, este bosque siempre ha sido un lugar mágico. Si ahora las trampas y la crueldad me alejan de él, será como si me expulsaran del paraíso.

Hablaba para sí, más que para el caballero y, temerosa de que éste se riera de ella, con mucho cuidado se puso de pie, sosteniendo a Rufus en sus brazos.

–Una vez más, muchas gracias por su ayuda, Señor. Ahora debo llevar a Rufus a casa para lavarle la pata y evitar que se infecte.

Miró la trampa y añadió,

–Me pregunto si podrá usted hacerme otro favor.

–¿De qué se trata?– preguntó el caballero.

–Un poco más allá hay un estanque mágico. Si usted arroja esa trampa al fondo, nunca volverá a hacerle daño a alguien.

–¿No piensa que el dueño de la trampa pueda no estar de acuerdo?

–Él nunca sabrá lo que ocurrió. Además, se lo tiene merecido.

El Caballero se echó a reír.

–¡Muy bien! Se ha convertido usted en juez y verdugo, así que el acusado habrá de pagar el precio de su crimen.

Cogió la trampa por la cadena que la sujetaba al suelo y preguntó,

–Bien, ¿dónde está ese estanque mágico?

–Yo le mostraré el camino– dijo Shenda y echó a andar delante.

Cuando llegaron al estanque, le pareció que estaba más bello que nunca. Una gran variedad de flores, lo rodeaba y los rayos del sol se reflejaban en sus aguas.

Alrededor, los árboles se elevaban oscuros y misteriosos, como si escondieran secretos pertenecientes a los dioses.

El caballero se dirigió a la orilla del estanque y lo contempló. Después se volvió para mirar a Shenda, que se encontraba junto a él.

Contra el fondo de los árboles y con la luz del sol en su cabello, la joven parecía el modelo ideal para un cuadro que a cualquier artista le hubiera gustado pintar.

El caballero observó que sus ojos no eran azules, como cabía esperar por sus cabellos dorados, sino grises.

En algunos momentos adquirían cierta tonalidad violeta, característica peculiar en la familia de su madre.

Con su piel muy blanca, poseía una belleza etérea, muy diferente a lo que se consideraba la "clásica rosa inglesa".

Por un momento, ambos se miraron en silencio.

Él pensó que la joven era increíblemente bella, casi divina, y a Shenda le pareció sumamente atractivo, incluso magnético.

Su piel era morena, como si hubiera pasado mucho tiempo al sol, y sus facciones estaban muy bien delineadas.

Sin embargo, a pesar de ser tan bien parecido, había algo duro e imperioso en él, algo que hacía pensar que estaba demasiado acostumbrado a dar órdenes.

Parecía tener una fuerza que provenía no sólo de su cuerpo atlético, sino también de su mente.

De pronto, como si quisiera romper el encanto que los mantenía en silencio, él preguntó,

–¿Quiere que arroje la trampa al centro del estanque?

–Creo que es el punto más profundo.

Él columpió la trampa por la cadena y después la soltó. Al caer, el hierro hizo elevarse por un momento el agua y enseguida todo volvió a la quietud.

Shenda suspiró profundamente.

–Muchas gracias– dijo–. Ahora debo llevar a Rufus a casa.

Miró al estanque nuevamente, se volvió y echó a andar por donde había llegado.

Él tomó a su caballo de la rienda y dijo,

–Como tiene usted que cargar con el perro, será mejor que la lleve a su casa en mi caballo.

Sin reparar en la sorpresa de ella, la alzó y la montó en la silla. Después, guiando al caballo por la brida, inició la marcha.

Caminaron en silencio hasta que, al llegar al lindero del bosque y ver el jardín de la Vicaría, Shenda pensó que sería un error que alguien de la aldea la viera con un extraño o se supiera que Rufus había caído en una trampa.

Temerosa de los comentarios, dijo,

–Por favor, Señor.... como mi casa se encuentra ya muy cerca, me gustaría seguir a pie.

Él detuvo su caballo, volvió a tomar a Shenda por la cintura y la bajó con la misma facilidad que la había subido.

La muchacha era muy ligera y su cintura tan pequeña, que las manos de él casi la abarcaban por completo.

–Gracias una vez más– dijo Shenda–. Le estoy muy reconocida y jamás olvidaré su bondad.

–¿Cuál es su nombre?– preguntó él.

–Shenda– respondió la joven con naturalidad.

Él se quitó el sombrero.

–Entonces, hasta luego, Shenda. Estoy seguro de que ahora podrá regresar a su mundo mágico, pues eliminó lo malo que había en él.

–Espero que así sea– respondió ella.

–Si realmente me está agradecida por el pequeño favor que le he hecho, creo que debería recompensarme de algún modo, ¿no le parece?

Shenda lo miró sin entender, y él con la mayor calma, le puso una mano bajo el mentón, le levantó la cara y la besó en los labios con delicadeza.

Shenda quedó tan aturdida que no acertaba ni a moverse.

Cuando al fin pudo reaccionar, ya él había montado de nuevo y se alejaba por el camino.

Lo vio desaparecer entre los árboles mientras pensaba que debía estar soñando.

¿Cómo era posible que su primer beso se lo hubiera dado un desconocido, a quien nunca había visto, un intruso en el que ella consideraba su propio bosque?

El jinete desapareció en pocos segundos, pero Shenda permaneció inmóvil, pensando que todo aquello no podía haber sucedido en realidad.

Sin embargo, aún creía sentir el roce de los labios masculinos sobre los suyos. Aunque pareciera increíble, la había besado...

Un gemido de Rufus la sacó de su abstracción.

Con el perrito en los brazos, recorrió el tramo que le faltaba hasta llegar a la Vicaría y entró en ésta, no por la puerta principal, sino por otra lateral que daba al jardín.

Al penetrar en la casa le pareció que regresaba a su vida diaria, libre de sorpresas e inquietudes.

Tenía que curar la pata de Rufus y cuanto antes se olvidara de lo ocurrido, mejor.

Era consciente, sin embargo, de que jamás lo olvidaría.

En la cocina no había nadie, ya que Martha se había marchado. Iba por las mañanas para limpiar y preparar el almuerzo y después regresaba a la casa donde vivía en compañía de su hijo, que era el "loco del pueblo".

Después de atenderlo, regresaba a la Vicaría para preparar la cena.

Martha era una buena cocinera, ya que había aprendido en el castillo, pero necesitaba los ingredientes adecuados, difíciles de adquirir dada la situación.

Shenda supuso que Martha se habría ido temprano y como era ella la única que iba a comer, le habría dejado algún plato frío y una ensalada hecha con las pocas verduras que cultivaban en el jardín.

Al soltar a Rufus sobre la mesa de la cocina, se dio cuenta de que el pañuelo del caballero seguía atado a la pata del perro.

Era un pañuelo muy fino, de lino y, Shenda pensó que probablemente nunca podría devolvérselo a su dueño, porque él le había preguntado su nombre, pero ella no había hecho lo mismo a su vez.

"No tiene importancia, puesto que no lo volveré a ver", se dijo.

Seguramente era un visitante que iba camino de alguna de las mansiones que había en la Comarca.

Le hizo una cura adecuada a Rufus, y estaba a punto de meter el pañuelo en agua para quitarle las manchas de sangre, cuando alguien llamó repetidamente a la puerta.

–¡Adelante!– autorizó ella, suponiendo que era alguien de la aldea.

Se abrió la puerta y entró un muchacho grandullón, hijo de un granjero vecino.

–Buenos días– lo saludó con voz agradable–. ¿Qué puedo hacer por ti?

–Le traigo malas noticias, Señorita Shenda– repuso él.

Shenda se quedó inmóvil.

–¿Qué ha ocurrido?

–Se trata de su padre, Señorita. ¡Pero no fue culpa nuestra señorita! Nosotros creíamos que el toro estaría bien allí y…

–¿Un toro? ¿Qué ha ocurrido?– preguntó Shenda con una voz que no sonó como la suya.

–Pues... pues que el toro asustó al caballo y su padre se cayó, Señorita, y creemos... ¡creemos que se ha matado!

 

Shenda lanzó un grito de angustia.

–¡Oh, no! ¡No puede ser verdad!

–Parece que sí, Señorita. Mi padre y otros hombres lo traen para acá.

Haciendo un esfuerzo, Shenda puso a Rufus en el suelo y se dirigió a la puerta principal. Jim la siguió repitiendo con torpeza,

–No fue culpa nuestra, Señorita, de verdad... Nosotros... ¿cómo íbamos a pensar que alguien se metería en ese potrero?

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