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El señorito Octavio

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– Vaya, vaya, callen los novios y empiece ya á cantar— manifestó D.ª Feliciana.

– Vamos allá.

Paco empezó á remover con mucha prisa y donaire la bolsa. Las bolas de madera de boj que había dentro produjeron un ruido desagradable.

Octavio acercó la boca al oído de Carmen y le dijo suavemente en voz muy baja:

– ¿Te has acordado de mí hoy?

La niña sonrió y siguió mirando para los cartones que tenía delante.

¡Hola, hola! ¿Pero el señorito Octavio es novio de la niña de D. Marcelino? ¡Quién lo hubiera pensado hace pocas horas al verle tan rendido y melifluo al lado de la condesa de Trevia! Y no es un novio cualquiera, según todas las señales, sino un novio consentido y aceptado por los padres; un novio oficial. ¡Qué bien se conoce que D. Baltasar Rodríguez ganó mucho dinero á la abogacía y aún más con algunos negocios de minas en que estaba metido! D. Marcelino poseía un buen capital, pero tenía varios hijos, mientras D. Baltasar acumulaba riquezas para uno solo. He aquí el secreto de que nuestro señorito se hallase sentado tan á sus anchas al lado de la hermosa Carmen.

– Esta noche he soñado— continuó Octavio en voz apenas perceptible— que te habías muerto. Estabas tendida sobre un lecho de hojas de laurel y sándalo y tenías ceñida la frente por una corona de azahar. Tu madre me llevó de la mano adonde yacías y me dijo: «Mira qué hermosa está; ¡si parece que está dormida!» Yo me incliné sobre ti y te contemplé algún tiempo y se me saltaron las lágrimas. Mis lágrimas cayeron sobre tu rostro y levantaste la cabeza con un movimiento rápido, «¡Está viva, está viva!» gritó tu madre…

– ¡Sabes que sueñas unas cosas divertidas! Habrías cenado fuerte.

– Entonces yo me incliné aún más, mucho más, metí las manos suavemente por debajo de tu cabeza y la aproximé mucho, muchísimo á la mía. Después hice una cosa que quisiera estar haciendo á todas horas…

– ¡Qué tonto eres!– dijo la niña ruborizándose.

– El once; el cuarenta y tres; el setenta pelado, y revuelvo— gritó Paco.

Mientras agitaba las bolas, todas las miradas se posaron en los dos amantes, que instantáneamente dejaron de conversar. Paco volvió á sacar y á gritar los números.

– ¿Me quieres mucho?

– ¿No te lo he dicho bastantes veces? Ya debías estar cansado de saberlo.

– Díme, cuando te despiertas por la noche, ¿en qué piensas?

– Yo nunca despierto por la noche, querido. En cuanto apago la luz quedo como un leño, y si alguna vez, por casualidad, despierto, al día siguiente no me acuerdo de lo que estuve pensando. Ya sabes que no soy tan poética como tú… Apunta ese diez y siete que acaba de salir… Creo que para querer bien no es necesario tener esas ideas románticas.

– Pues yo creo que sí.

– Pues yo creo que no.

– Vaya, no riñamos y mírame un poco. Tú no sabes las cosas que yo veo al través de tus pupilas azules. Lo más hermoso que existe en la creación es azul: el cielo, el mar y tus ojos. ¿No has observado qué afición tengo al color azul desde que te quiero? Mira mi traje; mira mi corbata…

– El veintiocho; el tres; el cinco; el ochenta pelado, y revuelvo— gritó Paco.

– Ya tengo terno— dijo D.ª Feliciana.– Oiga, Paco; no ha contado usted á estas señoras la escena de la llegada de los condes. ¡Si vieran ustedes qué bien imita á Laura! Es morirse de risa. Vamos, Paco, describa usted la escena.

– Sí, sí, que la describa— dijeron todos.

– Ahora estamos jugando; más tarde— repuso Paco.

– No, no, ahora— clamaron todos.

El jugador se hizo todavía un poco de rogar; pero al fin, cediendo á las instancias reiteradas del concurso, dejó la bolsa sobre la mesa y dijo á D.ª Feliciana:

– Pues bien, ofrézcame usted las rosquillas. D.ª Feliciana se levantó con la sonrisa en los labios, tomó el plato de los cuartos y se fué hacia él en ademán humilde y presentándoselo. Entonces el jugador, con modales grotescos y atiplando la voz, comenzó á remedar á la condesa de Trevia (que en aquella tertulia se llamaba siempre Laura á secas), contrahaciendo sus nobles y sencillas palabras y poniendo en caricatura sus graciosos ademanes. Los tertulios todos, exceptuando á Octavio, reían con estrépito. Paco Ruiz tomaba con la punta de los dedos, y como temiendo mancharse, una moneda del plato y figuraba morderla con mucha delicadeza, diciendo:

– Están muy buenas, D.ª Feliciana; ¿las ha hecho usted? No podía usted ofrecerme regalo mejor, señora.

Y las frases incisivas y groseras volaban de boca en boca, mientras el jugador, como un notable comediante, seguía parodiando la escena breve en la cual aquella D.ª Feliciana que ahora reía con tanto gozo, había salido á la calle toda sofocada con una bandeja de confites, prodigando á la condesa las más extremadas y serviles lisonjas. Una señora exclamaba: «¡Ya lo creo que estarían buenas! ¡Que se acuerde de las que comía en casa de su padre!» Otra decía: «¡Vaya por Dios, señor; yo con estas cosas me mareo!» Más allá murmuraba una vieja: «¡Qué mundo éste y cuántas vueltas da!» Y todas ellas hacían coro con sus risas maliciosas y sus dichos punzantes á la mímica del jugador, el cual, así que concluyó de representar la escena, volvió á coger la bolsa y dijo como hablando consigo mismo en tono entre compasivo y desdeñoso: «Á esta pobre Laura le sienta el condado como á un Cristo un par de pistolas». Las señoras le miraron con respeto y rieron discretamente este chiste que cerraba la serie de los pronunciados con tal motivo. Octavio dijo á Carmen en voz baja pero irritada:

– ¡Parece mentira que te rías de estas payasadas!

La niña le miró con ojos muy abiertos y asombrados, como si no acertara á comprender la posibilidad de que fuese malo y feo lo que solazaba á tanta gente respetable. Desde que tuviera uso de razón no había escuchado en su tienda otras conversaciones.

– El treinta y dos; el siete; el setenta y uno; la niña bonita…

– Es decir, Carmen— sopló Octavio al oído de su novia, la cual le pagó con una mirada risueña que sin duda significaba: «¡Acabaras de decir algo de provecho!»

– Los anteojos de Mahoma; el uno; arriba y abajo…

– ¡Alto! ¡alto! ¡alto!– exclamó atropellándose una señora que tenía una verruga en la nariz y gastaba sortijas de pelo en las sienes.

– Ya principia D.ª Faustina— exclamó D.ª Feliciana con mal humor.– ¡Bendito sea Dios, señora, qué suerte tiene usted!

Mientras se confrontaban los números del cartón con los de las bolas que se hallaban esparcidas encima de la mesa, tarea que duró buen rato, porque Paco se complacía en atormentar á la afortunada señora, los amantes no cruzaron la palabra. Cuando el jugador volvió á agitar la bolsa comenzó otra vez su arrullo suave.

– Te voy á pedir una cosa.

– ¿Qué es?

– ¿Me la concederás?

– Díme antes lo que es.

– No, no; quiero que me digas primero si has de concedérmela.

– Mientras no sepa de qué se trata, no te lo puedo decir. Ya comprendes que si es una cosa que no deba concederte…

– Pues bien, te lo diré; dame un zapatito tuyo.

– ¡Ave María Purísima! ¿Y para qué quieres tú eso?

– Para tenerlo guardado siempre como una reliquia en un cofrecito de cristal y ponerlo al lado de mi cama; para sacarlo cuando me vaya á acostar y acordarme de ti y darle un millón de besos…

– ¡Calla, calla!– exclamó la niña sonriendo ruborizada.

– El diez y seis; el treinta y nueve; el setenta pelado, y revuelvo.

– ¡Jesús, qué setenta— interrumpió D.ª Demetria;– ni una sola vez deja de salir!

– ¿Me lo concederás, hermosa?

– No.

– ¿Por qué?

– Porque es una suciedad… Apunta ese cuarenta y nueve.

– Todo es límpido y bello tratándose de ti.

– ¿Te figuras que soy cuerpo santo? Espera, espera un poco— dijo mirando para los cartones de Octavio;– has dejado pasar el trece sin dar el alto.

– ¿Qué es eso? ¿qué es eso?– preguntó doña Feliciana introduciéndose en la conversación.

– Que Octavio ha dejado pasar el trece que le faltaba sin dar el alto.

– Pues ahora ya no tiene derecho— exclamó precipitadamente y lanzando miradas ansiosas al plato D.ª Faustina.

– ¿Y por qué no la ha de tener, si estaba distraído?– repuso D.ª Feliciana.

– Pues por lo mismo; el juego es juego y se ha de atender á él con formalidad.

– No se apure usted tanto, señora, que no es puñalada de pícaro. Si tuviera los cinco sentidos puestos en el cartón, como usted, no le sucedería eso.

– No se necesita tener puestos los cinco sentidos para apuntar los números que salen, y es triste gracia que, porque una persona se distraiga, los demás suframos las consecuencias.

– Más triste es la gracia de ganar una lotería y que otro se la lleve.

– Mire usted— dijo Paco al oído de la señora que tenía á su lado— con qué energía defiende D.ª Feliciana los perros chicos de su yerno.

D.ª Feliciana comprendió por el movimiento de los labios del jugador y por la sonrisa de su compañera que había servido de tema á una burla, y no dijo otra palabra. El juego continuó y volvió á escucharse el cántico de los números en medio de religioso silencio. Al cabo de unos instantes D.ª Faustina dió el alto.

Considere el lector lo que entonces pasó por el corazón de D.ª Feliciana. Si no fuese porque Paco la miraba fijamente y sonriendo, es seguro que aquella noche D.ª Faustina hubiera oído las verdades del barquero. Otras cinco veces entraron de golpe las bolas de boj en la bolsa, y otras tantas salieron una á una y con pausa. Con la vista fija en los cartones y un grano de maíz entre los dedos, los tertulianos permanecían silenciosos y atentos, excepto nuestro señorito que á menudo se inclinaba hacia la oreja nacarada de Carmen para decirle algunas palabras. Aunque parezca mentira, aquel senado gozaba placeres infinitos mientras alguno de sus miembros no gritaba «¡alto! ¡alto!» El único que se aburría soberanamente era Paco, quien procuraba ostentar su aburrimiento y presentarlo á la tertulia como un nuevo derecho á su gratitud y admiración. Su grito bronco y desafinado llegaba perfectamente hasta la tienda y hacía sonreir á los padres graves en los momentos de silencio. La charla de éstos sólo llegaba á la trastienda cuando degeneraba en disputa. Á las diez se levantó una señora diciendo que era muy tarde. Las demás lograron convencerla de que debía esperar la última lotería. Cuando concluyó, todos empujaron los cartones hacia adelante. Paco comenzó á tirar granos de maíz á las señoras, que se alborotaron como gallinas en el corral, y muertas de risa dispararon iguales proyectiles contra el agresor, quien, haciendo muecas y contorsiones cómicas, fué á refugiarse en un rincón de la estancia. Mientras tanto Octavio separaba un lápiz de oro que pendía como dije de la cadena de su reloj, y volviendo un cartón del revés escribió estas palabras: «Adiós, dueño mío; voy á pensar en ti». Después presentó el cartón á su novia. La niña se rió, y pidiéndole el lápiz comenzó á borrar lenta y cuidadosamente lo escrito.

 

– Vaya, vaya, que es muy tarde— dijo con impaciencia la señora que primero se había levantado.

Empezaron á ponerse los abrigos. Paco tomó el serenero de una señora, se envolvió la cabeza con él y salió de esta traza á la tienda, donde fué recibido con risas protectoras y benévolas. Las señoras á su vez chillaban y soltaban carcajadas agudas que provocaban á reir. Hubo, lo mismo que á la entrada, apretones de manos, besos sonoros y mucho ruido. Todas las damas hablaban á un tiempo. Octavio aprovechó la confusión para mandar un beso á su novia con la punta de los dedos. Por fin el bullicioso grupo salió á la tienda, y de allí, después de haber tomado en su compañía la parte masculina de la tertulia, á la calle. En la puerta encontraron á Homobono Pereda, que era un muchacho de veintidós años con las piernas torcidas y cara de niño llorón. En Vegalora le llamaban el Feto. Acababa de concluir la carrera de Filosofía y Letras en Madrid y tenía ya escrito y publicado un volumen sobre los Orígenes de la vida; otro, que comprendía sólo la parte general, sobre el Libre albedrío, y un folleto de sesenta páginas titulado ¿Adónde vamos? en el cual se esclarecían de todo en todo las más famosas teorías y sistemas que han nacido para defender la inmortalidad del alma. D. Lino deploraba en público «las ideas extraviadas y los sueños» de su hijo, pero en realidad no dejaba de considerarlo como un milagro y como á tal lo sacaba á pasear casi todas las tardes por la villa, ofreciéndolo á la admiración de sus convecinos con la misma unción que el sacerdote al presentar el Santísimo Sacramento á la vista del pueblo.

– ¡Á buena hora llega usted!– dijeron á un tiempo dos señoras, así que vieron á Homobono.– De seguro estaría usted estudiando… Los libros le sacan á usted loco.

– No lo crean ustedes— repuso el Feto ruborizándose.– No hice más que entretenerme un rato… Pensaba venir á jugar, pero se me pasó la hora sin saber cómo… Aunque ya era tarde, como estaba fatigado, salí á tomar un poco el fresco… Tengo la cabeza como un horno…

– Eso no puede ser bueno, Homobono— dijo una señora.

– Se está usted matando— añadió otra.

– Todos los extremos son malos— apuntó una tercera.

– ¡Sí, sí, estudia, querido,– exclamó Paco Ruiz,– que ya verás cómo te paga este país!

D. Lino sonreía bienaventuradamente diciendo al promotor «que bueno era estudiar; que brutos demasiados había en Vegalora». El grupo siguió marchando por las calles oscuras y mal empedradas, riendo cuando alguno tropezaba y charlando animadamente. Poco á poco se fué reduciendo el pelotón por ir deteniéndose cada cual á la puerta de su casa. Octavio no se fué á la suya hasta después de acompañarlos á todos. Ya sabemos el trabajo que le costaba despedirse de un concurso. Cuando llegó á ella, su madre le esperaba y la cena también. D. Baltasar se había ido á la cama. Durante la cena, madre é hijo hablaron como dos amigos en tono discreto y confidencial. No diremos lo que hablaron, porque se va haciendo muy largo este capítulo. Sólo apuntaremos que Octavio llevó casi todo el tiempo la palabra y que su madre le escuchaba atentamente y con satisfacción. Los ojos de D.ª Rosario expresaban un orgullo inocente al posarse sobre el rostro de su hijo, mas lánguido y ojeroso que de costumbre.

Finalmente, entróse nuestro mancebo en el cuarto donde por la mañana le encontramos, y mientras se desnudaba perezosamente y arreglaba con voluptuosidad las cortinas del lecho, no dejó de pensar un instante… ¿En quién, en quién pensaba el hijo único de D. Baltasar Rodríguez? Las palabras fugaces que se le escapaban una que otra vez de los labios eran incoherentes. Sólo cuando alzó la ropa del lecho y metió una pierna dentro se le oyó claramente decir: «¡Que elegancia, qué distinción!» Y más tarde, cuando apagó de un soplo la luz de la bujía y se zambulló en las sábanas, también se le oyó murmurar: «Muy linda: tiene un tipo ideal, pero ¡es tan cursi la pobre!»

VI.
Un día más.

La doncella que á la mañana siguiente entró en el dormitorio de la condesa de Trevia hizo el menor ruido posible al entreabrir los balcones. Dirigió una mirada triste y compasiva al lecho de su señora y salió sobre la punta de los pies como había entrado. La condesa se incorporó y estuvo buen rato paseando la vista por los objetos que en torno suyo yacían con insistente y extraña curiosidad, como si la hubiesen trasportado durante el sueño á un paraje que jamás hubiera visto. Tenía las mejillas encendidas: sus ojos brillaban de un modo sombrío debajo de la primorosa cofia que mantenía prisioneros los cabellos. Bien se echaba de ver que no había despertado en aquel momento. El sueño dulce de la juventud no arrebata de tal suerte las mejillas; no infunde en los ojos semejante brillo ni deja, sobre todo, tal expresión aciaga sobre el rostro.

Por delante de aquellos ojos inmóviles y resplandecientes como el acero bruñido había desfilado durante la noche una procesión de fantasmas. La mirada de Laura guardaba aún restos del terror y el extravío que las visiones infunden en el alma.

¿Qué había pasado aquella noche? Sería lo que otras veces. Porque la joven condesa, en los años que llevaba de matrimonio, había visto desfilar muy á menudo sobre su lecho la misma procesión de fantasmas pálidos. Un criado indiscreto dijo al cabo de algún tiempo á un vecino de Vegalora que aquella noche había visto por la rendija de una puerta á la condesa de rodillas ante miss Florencia. El conde, con el rostro más pálido que nunca, los brazos cruzados y un poco tembloroso, estaba en pie mirándola fijamente. Antes había percibido en el gabinete de sus amos ruido de pasos precipitados, voces y gemidos.

La condesa concluyó por fijar su mirada extraviada en el brazo que tenía fuera de la cama: hizo un gesto de dolor, sacó el otro que tenía entre sábanas, y suave y lentamente empezó á recoger hacia arriba la manga del primero. La tenue camisa de batista fué poco á poco arrollándose en torno de aquel brazo como un turbante. Los hechizos de aquel brazo, prodigio de elegancia y blancura, iban quedando al descubierto sin recibir el homenaje de admiración que un escultor le hubiera seguramente otorgado. Cesó de dar vueltas. En una de ellas apareció sobre el fondo blanco y lustroso una gran mancha morada con bordes amarillentos. Laura, al ver aquella mancha, no pudo reprimir un leve gesto de espanto. Después siguió con la vista clavada en ella larguísimo rato con la misma expresión de extravío ó indiferencia. Poco á poco se fueron contrayendo sus labios y dejaron paso á una sonrisa dura y cruel como nunca se había visto en su cándida boca. Y detrás de esta sonrisa quiso percibirse, allá en el fondo de la garganta, una risa apagada, nerviosa, amenazadora, como jamás tampoco había salido de su pecho. Todas las almas, hasta las más puras, se sienten acariciadas en algún instante de la vida por el crimen. La condesa sentía ahora sobre la frente su beso ardoroso, maldito. Separó los ojos de la mancha morada y los movió siniestramente en todas direcciones. Parecía buscar la víctima. Dejó vagar sus manos crispadas sobre la cama, apretando con fuerza la ropa. Quizá buscaba el arma.

Pero ni la víctima ni el arma se mostraron. En vez de ellas, tropezaron sus ojos al pasar por la ventana con los almenados riscos de la Peña Mayor, que flotaba á lo lejos en el éter azul. Pocas veces apareció tan pura y limpia de vapores como en aquel momento. La mañana era espléndida. El sol había madrugado mucho, señal cierta de que á la tarde se nublaría. Los contornos de la Peña Mayor y de sus compañeras parecían dibujados sobre el gran lienzo del firmamento por un pincel monstruoso. Laura miró otra vez á la mancha del brazo y otra vez levantó la vista hacia las altas montañas del horizonte. El odio y la ira que habían enturbiado sus claras pupilas se fueron disolviendo y tornaron á aparecer en ellas las purezas y hermosuras del fondo. No tardaron en nublarse de lágrimas y aun en dar paso á un torrente de ellas que le abrasaron las mejillas, refrescándole el alma.

Vistióse con pausa, sin pedir auxilio á la doncella, y arrastrando un poco los pies, que iban calzados con unos pantuflos de raso amarillo, se acercó á la ventana. Las mañanas son frescas en este país hasta en el mes de Junio, y los cristales se habían empañado. Se puso á escribir distraídamente sobre ellos con su dedo rosado. Primero escribió su nombre varias veces. Después trazó el de su niña «Emilia»; después el de su hijo mayor «Pepito». Las letras despedían hermosos reflejos azules. El dedo de la condesa, al trazarlas, producía débil chirrido. Quedóse un instante pensativa. De pronto escribió rápidamente con caracteres casi ininteligibles sobre el cristal el nombre de «Carlos». Era el de su marido. Y al instante, rápidamente también y con cierta ansiedad feroz, puso la palma de la mano sobre él y lo hizo desaparecer. Quedó limpio el cristal. La Peña Mayor, bañada ya por la luz del sol, dejóse ver risueña y serena como nunca.

Hizo llamar á sus hijos, y pasó más de una hora jugando con ellos como una niña. El que la hubiese visto retozar locamente y correr de un lado á otro, ora ocultándose de Pepito, ora persiguiendo á Enriqueta, ora llevando entre sus brazos á Emilia para sustraerla á las caricias de sus hermanos, no imaginaría seguramente que pocos momentos antes derramaba copioso y amargo llanto. Una de las propiedades que caracterizaban á la joven condesa era el pasar fácilmente del pesar á la alegría. Su naturaleza sana y equilibrada rechazaba el dolor, como los organismos rechazan siempre los cuerpos extraños. Aquella sangre, henchida de juventud, que discurría por sus venas azuladas, tiñendo de carmín las mejillas y latiendo poderosa en las sienes, tenía fuerza bastante para ahogar los negros fantasmas de la imaginación. Era el suyo un temperamento feliz que sólo muy tristes y odiosas circunstancias podían volver desgraciado.

Después que los niños fueron á estudiar sus lecciones se puso á escribir una carta. Antes de terminarla recibió la visita de su hermana Matilde, que habitaba como señora la casa de Estrada. Sus padres habían fallecido y también una de sus hermanas. Otra, llamada Ángela, se había casado con un ingeniero belga y se había ido á establecer á Andalucía. Matilde era la única que vivía en el país, casada con un muchacho más alto y fornido que rico, gran bebedor y jugador de bolos, que poseía los instintos groseros y viciosos de un labriego y los humos nobiliarios de un mayorazgo. Tenían ya siete hijos, y aunque Laura y Ángela les cedieran su parte de herencia, criábanlos más pobremente aún que D. Álvaro había criado á los suyos. Raro era el año que no vendían alguna finca ó tomaban á préstamo dinero para cubrir el déficit de sus ingresos.

Charlaron mucho, muchísimo. Laura no se cansaba de acariciar á su hermana y de contemplarla con ojos ansiosos y húmedos. Recorrieron toda la casa. Matilde quiso ver las ropas y objetos de Laura, y ésta, por complacerla, se tomó la molestia de mostrárselos, sin notar las miradas penetrantes y codiciosas que aquélla posaba sobre ellos, ni la sonrisa de despecho que vagaba por sus labios. Las telas deslumbrantes que derramaban un perfume delicado, los encajes costosísimos y los mil primores de todas suertes que iban saliendo de los baúles, despertaban en Matilde la sensualidad y concupiscencia de su naturaleza aldeana. ¡Cómo se hubiera reído de quien le dijese que su hermana, la opulenta condesa de Trevia, era más desgraciada que ella!

Almorzaron en el palacio, y gracias á esta circunstancia hubo conversación en la mesa. Poco después de tomar el café, Matilde rogó que sacasen los caballos de la cuadra, pues había dejado á los pequeños con la criada y estaba inquieta. Y montando con más arrojo que donaire y acompañada de su robusto marido, partióse al trote corto, y es fama que durante el camino no dirigió la palabra á su consorte.

 

Volvió Laura á la soledad de su cuarto. El día seguía despejado y caluroso. Era la hora de la siesta. Los ruidos del campo se habían apagado por completo. En la casa no se escuchaba más que la conversación de los criados que departían ó altercaban en la cocina y el choque de la vajilla al ser limpiada. Después de permanecer un rato apoyada en la ventana, resolvióse á salir, no sin haberse procurado una sombrilla y tomar su álbum de dibujos y algunos lápices. Cuando salvó la huerta con ligero paso, el calor había alcanzado su grado máximo. El sol relucía iracundo en las alturas con grandes ansias de reducir á cenizas todos los verdores del valle. El viento perezoso no les daba ayuda con leve y fresco soplo siquiera. Los árboles, las hierbas, las plantas y las flores sufrían á pie firme aquel chubasco de rayos con dignidad y resignación. Puesto que no hay otro remedio, parecían decir, dejémonos tostar por ese bárbaro, esperando mejores tiempos. Algunas hojas más pequeñas que las otras no podían resistir aquel infierno y se doblaban y retorcían como pacientes en el tormento.

La condesa avanzaba por la huerta. La sombra desmesurada de su quitasol corría como densa nube por encima de los cuadros de hortaliza. Algún pájaro que venía jadeante á refugiarse entre los árboles proyectaba también su monstruosa silueta al pasar. Abrió la puerta de la pomarada, y entrando en ella la recorrió á lo ancho hasta dar con su mano en el pestillo de otra puerta de madera. Detrás de ésta había un vasto campo poblado de castaños que estaba en declive y era también pertenencia de la casa. Empezó á subir por él lentamente, apoyándose en el quitasol que ya había cerrado. Parábase de vez en cuando á tomar aliento con pretexto de contemplar el valle que se iba desplegando á sus espaldas con infinitos tonos verdes que la luz del sol matizaba. Cuando se sintió incapaz de seguir, buscó con la vista el castaño más grande y frondoso y fuése á sentar debajo de él. Dejó pasear su mirada serena por el hermoso panorama que tenía delante. El Lora, como una cinta de plata bruñida, desarrollábase á sus anchas por la parte llana. Las montañas mostraban á lo lejos sus faldas de terciopelo verde.

Por último abrió el álbum, y tomando el lápiz se puso á dibujar el tronco añoso y retorcido de un árbol cercano. Embebecida en su trabajo no escuchaba el crujir de la hierba que no muy lejos de allí estaban segando. Al cabo de poco tiempo una voz fresca de barítono entonó con pausa las primeras notas graves de uno de los cantos del país. Laura dejó reposar el lápiz: le parecía conocer aquella voz y aquel canto. Sintió vibrar en su corazón los ecos perdidos de aquella balada triste y monótona como todas las que resuenan en los valles del Norte. En otro tiempo lejano, muy lejano, esas mismas notas, suaves como el arrullo de la tórtola y prolongadas como el rumor del río, habían pasado muchas veces por la garganta de una niña cándida y alegre á quien todos besaban y llamaban de tú, trasformada después en ilustre dama.

Cuando el canto hubo cesado, se levantó y empezó á caminar hacia el sitio de donde saliera. No tardó mucho tiempo en ver desde el bosque donde se hallaba un prado extenso que le seguía. En medio de él una cuadrilla de segadores inclinados hacia la tierra movían sus brazos á compás. Cerca de ellos, en pie, estaba un joven vestido de dril azul y sombrero de paja. Era nuestro conocido Pedro, que vigilaba los trabajos de la gente y los dirigía. Podría tener unos veinticinco años de edad. Era de mediana estatura, robusto y bien formado, de rostro moreno y expresivo, con grandes ojos negros y cabello crespo y enredado. No había nacido en la Segada, sino muy cerca de la casa de D. Álvaro Estrada. Tocóle ir de soldado á los veinte años y consiguió llegar á sargento muy pronto por su buena conducta y rápida comprensión. Cuando volvió á su país, hacía poco más de un año, había perdido el hábito de trabajar en las faenas del campo, aunque ganara mucho en el manejo de la pluma y buenos modales. Por influencia de Matilde y su marido entró como administrador subalterno de la casa de Trevia, habitando en el palacio de la Segada y dependiendo del administrador general, que residía en la capital de la provincia.

La condesa se fué acercando al sitio donde estaba la cuadrilla. Al verla todos suspendieron el trabajo: apoyados en la guadaña quedáronse contemplándola mientras Pedro corrió hacia ella con el sombrero en la mano.

– ¿No tiene usted miedo al calor, señora condesa?

– No; viniendo preservada del sol no es tan grande. Ponte el sombrero. Al parecer, pronto segaréis el prado.

– Pensábamos darlo por concluído esta tarde.

– Mucho es, sin embargo.

Llegaron cerca de los segadores, que la saludaron llevando las manos á los sombreros, boinas y monteras, que de todo había. La condesa pasó la vista por aquellos rostros atezados y cubiertos de sudor que sonreían rústicamente sin quitarla ojo.

– Mal día tenéis, amigos míos— dijo movida á compasión por la fatiga que revelaban.

– La luna nos incomoda un poco, señora— respondió un viejo sonriendo,– pero ya estamos acostumbrados.

Los compañeros rieron, y la condesa también, por complacencia.

– Mira, ven á mostrarme el establo: así nos libraremos un poco del calor.

– Como guste la señora.

El establo se hallaba en la parte superior del prado. Era un edificio construído con poco esmero, compuesto únicamente de una gran pieza al nivel de la tierra para el ganado, y otra encima de ella para guardar la hierba. Pedro corrió el cerrojo de una gran puerta pintada con almagre y la abrió de par en par. El vaho que despedían los animales les calentó el rostro. Las diez ó doce vacas que había dentro acostadas sobre hojas de castaño y rumiando con sosiego volvieron lentamente la cabeza para mirar á la puerta. Una de ellas, más medrosa que las otras, se puso en pie. La condesa aspiró aquel ambiente denso y húmedo con más placer que los perfumes de su tocador.

– ¿Cómo se llama esa vaca que se ha levantado?

– Cereza.

– ¡Qué hermosa es!

Entró en el establo y dió algunos pasos hacia ella.

– ¡Cuidado, señora, que es un animal muy torpe!

Pero la condesa no hizo caso. Llegó hasta la vaca, la cual sacudió la cabeza y lanzó un resoplido con señales de susto.

– ¡Cuidado, señora, cuidado!– volvió á exclamar Pedro.

La condesa, sin vacilar, puso su diminuta mano sobre el testuz del animal; después lo cogió por un cuerno, y, por último, empezó á acariciarle el hocico. La vaca al principio sacudía la cabeza, hacía sonar la cadena que la sujetaba; mas pronto se dió á partido, contentándose con soplar fuerte y abrir mucho los ojos. Al fin, vencida de gusto por las caricias, extendió la cerviz y lamió con su áspera lengua la mano de la señora.

– Ya ves que no hay por qué tenerla miedo— dijo riendo y secando la mano con el pañuelo.

Pedro la contemplaba con sorpresa.

– Éstas son las crías, ¿verdad?– dijo apuntando para unas cuantas becerras sujetas á otro pesebre más chico.

– Sí, señora; ahora no hay más que tres, pero muy pronto tendremos otras dos.

– ¿Cuánto tiempo tiene esta pequeñita?

– No tiene más que un mes. Nació el 27 de Mayo.

– ¡Qué cosa tan linda! ¡es una monada!

La becerra se puso á dar brincos y á tirar de la cadena cuando se acercaron á ella. Una de las vacas volvió rápidamente la cabeza y lanzó un débil mugido.

– ¡Mira, mira la madre cómo nos riñe! La pobrecilla cree que vamos á hacer daño á su hija. No tengas cuidado— exclamó dirigiéndose á ella, que no la tocaremos.

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