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El señorito Octavio

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– ¡Usted, señorita!… ¿Ocurre algo?… ¿Qué es lo que quiere?…

La figura blanca le echó los brazos al cuello y acercando la boca á su oído le dijo con acento tembloroso, en el cual se percibía al mismo tiempo cierta ferocidad:

– Quiero… ¡quiero que te vengues de ese infame!

Y acabando de decir estas palabras, volvió la cabeza hacia la puerta, y sus ojos hermosos, rasgados, centellearon de indignación.

XII.
Un paquete de cartas.

De Octavio Rodríguez á la condesa de Trevia.


Será forzoso, pues, que sucumba? ¿El cáliz de la vida habrá agotado para mí su licor dulce y chispeante? ¿No he de apurar ya más que sus heces amargas? Cuando torno la vista al pasado, condesa, y contemplo lo que era hace pocos meses y lo que ahora soy, me acometen deseos inmensos de odiar á usted. ¡Ah, si esto pudiera ser! ¡Ah, si pudiera borrar, aunque fuese con mi sangre, la pasión fatal que me atormenta!

Si usted comprendiera mi felicidad pasada, cuando bañado por el sol de la alegría y dormido suavemente sobre risueñas ilusiones esperaba que mi alma despertase al rumor de una pasión embriagadora que iluminase mi espíritu y lo encendiese en placeres celestiales; si usted alcanzara ahora toda la fuerza de mi desgracia, quizá no fuese tan cruel conmigo. Yo conocía el amor por las novelas. Nunca vi en él otra cosa que un sentimiento purísimo, encanto de la vida, sacado por Dios del seno de la luz para regalo del universo. Todas las melancolías y tristezas que de él escuchaba referir, todos sus anhelos, dolores y martirios, me parecían un acompañamiento obligado que servía tan sólo para hacer más dulce y sonora su música. No había sospechado jamás que los dolores del amor podían lastimar el alma, que sus lágrimas eran verdaderas lágrimas, amargas y calientes como las demás que se vierten en el mundo. Era que aún no había amado.

Un día vino á mí una niña hermosa, tierna y sencilla y me entregó su corazón. Yo fuí bastante bárbaro para no saber qué hacer de él. Por un momento creí amarlo, lo calenté contra mi pecho, lo perfumé con la poesía de mis sueños y lo cubrí con todas las flores de mi espíritu; pero fué en vano. Aquel corazón, en vez de calentar mi pecho, lo iba enfriando poco á poco. Mis esfuerzos para gozar la dicha inefable de amar fueron estériles. Sobre todo en este mundo se puede mandar; sobre la tierra oscura que pisamos, sobre los abismos recónditos del Océano, sobre los senos luminosos del aire, menos sobre nuestros propios sentimientos. Vino usted después, y sonó la hora de mi vida y de mi muerte. Aunque usted no lo crea, le diré que ya mi alma la había adivinado, que ya su imagen pura y graciosa flotaba vagamente en lo íntimo de mis pensamientos. ¡Pero qué lejos estaba de sospechar, cuando por vez primera fijó usted en mí sus ojos brillantes, lo que había de suceder tan presto! Tuve la audacia de amar á usted; tuve la audacia de decírselo y no la tuve para morir. ¡Cuánto debe usted despreciarme!

Soy muy desgraciado; no puedo serlo más, aunque el cielo se empeñase en ello; pero le juro por mi salvación que no trocaría mi desgracia por la felicidad de nadie. Y es porque va usted ligada á esta desgracia, porque es usted la causa de ella, porque en el fondo de este cáliz de amargura veo brillar sus ojos altivos y serenos. Es de tal suerte mi amor, que la quiero á usted más, altiva que risueña, que padezco horriblemente con sus desdenes y padecería aún más si, confundida con el vulgo de las coquetas, me otorgara los pequeños favores que halagan la vanidad, que gozo con que usted me desprecie y me haga llorar y que todas estas extravagancias se las cuento para que usted me desprecie todavía más y se acreciente el sabor dulce que percibo en el fondo de sus desprecios. ¡Seré insensato!

Debo confesarle también algo que me humilla, porque quiero que usted lea en mi alma como en un libro abierto. Yo me decidí á hablar á usted de amor, no porque me inspirara desde el punto en que la vi una pasión loca, sino por motivos de vanidad; porque me lisonjeaba ser amado de una dama hermosa y celebrada en el mundo cortesano. Hoy todos estos motivos se han ido marchando á la tierra, como la escoria, y ha quedado limpio y acendrado el oro puro de mi cariño ó, mejor dicho, de mi adoración. El amor es algo que iguala á los seres que lo sienten, y yo no quiero ser igual á usted, sino infinitamente inferior: quisiera ser el gusano que usted aplasta con el pie al caminar sobre la hierba. Voy á confesarle aún otra cosa, pero con mucho misterio, bajo secreto de confesión. Hay en el fondo de mi desgracia un pensamiento tan consolador, que casi no me atrevo á decírselo de miedo que usted me lo arrebate: es una luz suave que esclarece un poco las tinieblas en que yace mi espíritu acongojado. Usted no ama á su marido. No me arranque usted por Dios esta última ilusión. Usted no ama á nadie: no hay hombre en el mundo digno de tal honra. ¡Cuánto placer me causa el creer esto! Su espíritu sereno como las montañas que nos circundan y casto como la nieve que viene á caer sobre ellas, vive en contemplación eterna del firmamento azul. Me complazco en considerar á usted como una de aquellas diosas de mármol que habitaban en el seno de los bosques de la Grecia, comunicando su pensamiento augusto con la blanca luna que á la noche las visitaba. ¿Y sabe usted por qué me complazco? Porque aquellas diosas escuchaban la ferviente plegaria de los peregrinos que venían á postrarse al pie de su pedestal, inmóviles, frías, sin dignarse siquiera posar sobre ellos la mirada; porque aquellas diosas, como usted, no amaban á nadie. ¡Á nadie, á nadie! ¡Qué feliz me hace este pensamiento! Pero qué triste felicidad debe ser ésta, ¿verdad, condesa? Sí; estoy triste y de esta tristeza infinita que me oprime tal vez salga algo muy triste también. Vivo en tal confusión de ideas que ni sé lo que pienso, ni lo que hago, ó lo que es más cierto, pienso cuanto se puede pensar y no soy capaz de hacer nada. ¿Qué me aconseja usted? Estoy resuelto á llevar á cabo cuanto me ordene, menos dejar de adorarla. En sus manos adorables pongo mi pobre corazón.

¡Por Dios, no le haga usted mucho daño!

OCTAVIO.

– — – —

De la condesa de Trevia á Octavio Rodríguez.

Le escribo á usted arrepintiéndome de antemano de hacerlo. No es en verdad prudente que escriba á un joven que se dice enamorado de mí, por más que sepa á qué atenerme sobre este amor. Pero dada la exaltación momentánea de su ánimo y su temperamento excesivamente impresionable, y como quiera que ya hace algunos días que no pone los pies en esta casa, tampoco sería prudente dejar de escribirle.

Y ante todo, ¿de dónde ha sacado usted que yo le desprecio? Repaso en mi memoria todos los momentos que nos ha hecho el honor de dedicarnos, y no creo que haya salido de mis labios una palabra ni que haya ejecutado acto ninguno que pueda inducirle á usted á creer cosa semejante. Y si alguna vez ha observado en mí señales de impaciencia, considere usted de lo que me estaba hablando y se hará cargo de que no podía menos de darlas.

Por lo demás, puede creer que, lejos de despreciarle, me ha inspirado usted siempre una profunda estimación fundada en su corazón generoso y sensible y en su carácter afable sobre todo elogio. Lo que hay es (y no se ofenda porque se lo diga) que tiene usted la cabeza llena de ideas romancescas, las cuales le turban y le hacen ver lo que no es. Ayer se creía enamorado de una niña de quince años; hoy se juzga usted apasionado de una mujer de treinta. ¿No comprende usted mismo que en ello juega muy poco papel el corazón, y que todo tiene su raíz en una fantasía inquieta y poderosa? Hoy forja usted sobre mi insignificante persona una novela tan complicada é interesante como la que hace poco tejía sobre la hermosa niña que es todavía su novia. ¿No se le ocurre que esta novela necesariamente ha de terminar como aquélla? Estoy muy lejos de ser lo que su mente exaltada se ha figurado. No soy esa diosa de la Grecia de que usted habla, que sólo se comunica con la luna y recibe la adoración de los mortales sin pestañear, sino una pobre mujer plagada de defectos y que está en el caso de agradecer cualquier prueba de atención que se le conceda.

Me pide usted que le diga lo que debe hacer. Es una carga superior á mis fuerzas. No sé lo que convendría que usted hiciese. Sin embargo, yo en su caso me iría de este país por una temporada hasta que nos hubiésemos partido á Madrid. Cuando volviera á verme el año que viene, le doy mi palabra de que se habría deshecho la diosa de la Grecia y de que usted se reiría grandemente de sí mismo. Haga la prueba y lo verá.

LAURA.

– — – —

De D. Primitivo Alonso á M. Baltasar Alonso.– 27, rue des Feuillantines.– Paris.

Querido sobrino: Leí tu grata del 14, y por ella veo que gozas de salud, de lo cual nos alegramos mucho, lo mismo tu tía que yo, pues es lo principal, porque de todo lo demás hay que hacer poco caso. Ya sé que marchan bien tus negocios, aunque nunca me dices una palabra. Eres lo mismo que tu padre, que cuando le sale bien una cosa se calla, y cuando le sale mal no tiene boca bastante para quejarse.

Quizás sepas por los periódicos que vamos á tener elecciones para el mes de Diciembre. Es el caso que me he comprometido á apoyar con todas mis fuerzas la candidatura del señor conde de Trevia, persona de quien me habrás oído hablar más de una vez, muy amigo mío, de sanas ideas y excelentes sentimientos. En estos tiempos de desorden conviene que los hombres que no queremos la destrucción de la religión de nuestros mayores, nos unamos y votemos personas de respeto para oponernos al torrente impetuoso que nos arrebata al ateísmo y á la demagogia. Te lo digo para que me contestes á la vuelta de correo si puedo disponer de los votos que tienes en la Meruca y en Cayacente. La mayor parte de ellos están obligados también á la fábrica, pero creo que si les presento una carta tuya amenazándoles con el desahucio no tendrán más remedio que hacer lo que se les mande. Cuento que no me faltarás en esta ocasión, pues ya sabes el interés que tengo en el asunto.

 

Pues hablando de otra cosa, te diré que las judías del Danubio que me has enviado han salido riquísimas, y que todos andan detrás de mí para que les proporcione algunas para sembrar. Parece mentira lo que aumentan de tamaño después que se cuecen. Los perales se los regalé á D. Lino Pereda, pero todos se secaron, lo cual me ha disgustado mucho, aunque presumo que habrá sido porque los plantó en tierra demasiado húmeda. Lo mismo se peca por lo mucho que por lo poco. No dejes de mandarme en tiempo oportuno algunos otros de buena casta, pues se los he prometido al cura de la Segada. El nabicol aquí no ha gustado gran cosa, pero es que no entienden una palabra de legumbres. Si lo hubieran comido á tiempo y no lo hubiesen dejado endurecerse en la tierra, estoy seguro de que dirían otra cosa. No sucedió lo mismo con la col de Bruselas, pues ha gustado tanto que no se cansan de alabar su finura y agradable sabor; pero como no se aprovechan de ella mas que los repollitos que nacen en el tronco, dicen que para comer algo es necesario segar un cuadro entero. En esto me parece que no dejan de tener razón. Es una legumbre muy rica, pero cara.

No tengo más que decirte por hoy. Consérvate bueno y recibe muchos recuerdos de tu tía y de toda la demás familia, y un fuerte y cariñoso abrazo de tu tío

PRIMITIVO ALONSO.

Vegalora 18 de Setiembre de 187…

– — – —

Del provisor de la Diócesis al párroco de la Segada y arcipreste del concejo de Vegalora.

Mi estimado arcipreste: Suma alegría y regocijo nos han causado las noticias que en su última nos comunica, y es en verdad cosa para alabar á Dios el ver cuán fácilmente se van venciendo en ésa, como en todas partes, los obstáculos que antes parecían insuperables. Porque ciertamente, nadie pudiera creer que una comarca tan revoltosa como ésa, donde el masonismo ha conseguido echar hondas raíces, esté á punto ahora de mandar á las Cortes un diputado neto y de buena casta. Su ilustrísima, á quien hice presente los fructuosos trabajos que está usted ejecutando en pro de la santa causa, se ha dignado recibirlos con benevolencia, y me encarga le trasmita su bendición para que persista en ellos con el mismo celo y entusiasmo.

La cuestión de proporcionar misa á los de Cayacente y Romeral, que como usted me indica nos dará ciento cincuenta votos, puede usted considerarla como resuelta, y está usted autorizado para decirlo así en el ofertorio de la misa cuando lo crea oportuno. Á pesar de que usted cuenta como seguro el apoyo de ese D. Baltasar Rodríguez, yo no me fío. Tengo las peores noticias de tal individuo, y aunque no sé en qué forma le tendrá usted cogido, nada más fácil que á la postre tire la cabra al monte. De todos modos, procure que no se le vea en público con ese sujeto, y esparza bien la creencia entre la gente de que el apoyo que nos presta obedece sólo á los remordimientos de su conciencia y á los deseos de ponerse en paz con la Iglesia.

Mucho me ha sorprendido lo que usted me cuenta del párroco de Solano, pues nunca pude imaginarme que tratándose de una elección en que está interesado el Palacio llegara á cerdear; pero á bien que le tengo cogido por el cuello con motivo de cierta denuncia que nos han remitido hace tiempo, y si no se decide á trabajar como Dios manda, lo dicho dicho, mi amigo, que ya le cayó encima tarea para divertirse un rato. ¡Vaya todo por Dios!

Escribí en nombre de su ilustrísima á ese capellán de la Seo de Urgel para que recomendara la candidatura del señor conde á su hermano el estanquero de Romeral. Hasta ahora no se ha recibido contestación.

Suplicándole muchísima reserva, le diré que hemos tocado también la tecla del gobernador, el cual, á pesar de ser un republicano desorejado, ha respondido admirablemente. Á su señora, que es hija de un prendero de la calle del Rubio, le da mucho por la aristocracia y llama chusma á los partidos avanzados: conque no le digo más, porque esto basta y sobra: intelligentibus pauca.

Los quesos que me ha mandado salieron excelentes, sobre todo el amarillo. Si puede encargar otros dos, hágalo por mi cuenta, pues los necesito para regalar á una persona de respeto; no le molesto más por hoy. Consérvese bueno y no deje de enterarme minuciosamente de todo cuanto ocurra, pues dará gusto con ello á su amigo y superior, q. b. s. m.,

JOAQUÍN LLAGOSTERA.

N*** 1.º de Octubre de 187…

– — – —

De Homobono Pereda á su amigo Manuel Ruiz Pérez, secretario primero de la sección de literatura del Ateneo de Madrid.

Mi querido Manolo: He leído tu carta con el mismo placer y atención que si fuese un artículo de Tiberghien ó Leonardi. Eres tan erudito y piensas tan derecho, que la ciencia fluye de tu pluma hasta cuando tratas los asuntos más insignificantes. Los párrafos que en tu epístola dedicas al contenido necesario de la voluntad y á la existencia del principio sobre-individual en el yo son admirables y me han causado profunda impresión.

Lo mismo digo de las palabras que consagras al desenvolvimiento de nuestras facultades interiores, cada una en sí misma y todas en relación armónica entre sí. Juzgo como tú que es imprescindible apartarse de toda falsa relación entre estas facultades si se quiere evitar el desorden interior que es su consecuencia indeclinable. No puede darse la armonía en las relaciones exteriores del hombre mientras la vida interior no esté rectamente ordenada en sus facultades y diversas tendencias; y para que este orden se establezca, precisa que concibamos el destino del hombre en su unidad, como abrazando todos los fines particulares que en él se contienen. Tanta mella han hecho en mi espíritu tus atinadas observaciones, y tanto he meditado sobre ellas, que al cabo me he decidido á realizar importantes reformas en mi modo de vida. No puedo ocultarme por más tiempo que hay en ella un principio de desorden que ya está produciendo notables desequilibrios, el cual desorden se halla sostenido, á no dudarlo, por un predominio nocivo del pensamiento sobre las otras facultades interiores. ¡Y cuán cierto es que el cultivo exclusivo del pensamiento conduce al orgullo!

Mi padre me significó el deseo de que me presentase candidato para diputado á Cortes en las próximas elecciones. He visto en ello un medio muy adecuado para ejercitar mi voluntad desmayada, y le respondí que tendría mucho gusto. Hemos empezado ya nuestros trabajos electorales, que, entre paréntesis, no puedes figurarte lo que repugnan á mi educación científica, pues en todos ellos se atacan directa ó indirectamente las bases fundamentales del derecho público, coartando de un modo ó de otro la libertad del elector. Tengo por contrincante al conde de Trevia, apoyado por todos los elementos reaccionarios del distrito. Los curas me hacen una guerra encarnizada propalando que soy un impío. Si el ser impío consiste en detestar la forma histórica que actualmente reviste la religión, es verdad lo que dicen, pero de ningún modo si consiste en no tenerla. Los que creemos, como tú y yo, que la religión es uno de los fines racionales de la vida, ¿cómo hemos de ser irreligiosos?

Me pides que te sugiera algún pensamiento para un drama, pues quieres hacer tus primeras armas en el teatro, y me preguntas si entre estas ásperas montañas no encontrarías alguna acción interesante que pueda servirte de tema. No, amigo mío. Aquí hallarás la belleza objetiva de la naturaleza en todo su esplendor, la cual no sirve gran cosa para expresar adecuada y completamente el complejo organismo de la vida humana, que es lo que tú intentas. La poesía dramática, como sabes mejor que yo, no expresa la belleza objetiva exterior (aun cuando se den en ella elementos objetivos), sino la belleza objetivo-subjetiva, donde se hallan indisolublemente unidos hechos interno-externos y psico físicos en enlazado concierto. Lo que estas fragosas sierras te pueden proporcionar es una decoración grande, imponente, pero no el hecho de la vida humana que constituye el fondo de toda composición dramática, porque aquí los afectos y las pasiones no se elevan al grado de energía y dignidad necesario para que exista ese juego encontrado de sentimientos y caracteres sin el cual no es posible que se produzca la emoción estética. Por lo demás, con los vastos conocimientos filosóficos que tú posees y los especialísimos estudios que has hecho en la estética, no dudo por un momento que escribirás una obra maestra y que alcanzarás un éxito ruidoso en el teatro. Á mi entender, están haciendo falta obras macizas, con un fin objetivo, con un pensamiento trascendental que las informe y las preste consistencia. Las obras más celebradas hoy á mí me suenan á hueco y no veo en ellas otra cosa que una forma bella guardando un pensamiento muy frívolo. Mientras los hombres de ciencia no se apoderen del teatro, no pasará éste de ser un fútil y agradable entretenimiento.

Nada más por hoy. He estudiado todo el día y tengo la cabeza como un horno.

HOMOBONO.

Vegalora 3 de Octubre de 187…

XIII.
El cáliz.

Octavio besó la firma de la carta, dejó caer las manos sobre las rodillas y la cabeza sobre el pecho. Así estuvo largo espacio inmóvil como una estatua, delante de su escritorio. Al volver en sí, escapósele del pecho un suspiro blando y prolongado. Era la nota final, triste y moribunda de una melodía del corazón. Alzóse de la silla y con paso vacilante fué á abrir la ventana. El día empezaba á declinar. Su mirada vagó algún tiempo por los contornos de la casa; por el jardín, cuyos árboles se iban tornando amarillos; por los prados, que como un cinturón de esmeraldas lo circundaban; por las tierras dilatadas de maíz que ostentaban ya con orgullo sus mazorcas rebujadas. Al cabo se detuvo con insistencia en un grupo de casas que apenas se distinguía en el fondo del valle. Después alzó los ojos á los adustos riscos de la Peña Mayor y se estremeció. Creyó sentir una corriente de aire glacial por el corazón. Quedóse pálido, cual si acabase de ver algo muy espantoso.

– ¿Qué será esto?– murmuró mientras cerraba apresuradamente la ventana.

Se fué otra vez al escritorio y apoyó sobre él ambos codos, metiendo la cabeza entre las manos.

– Sí— tornó á decir en voz baja:– yo debí morir en aquel momento… ¡Gran ocasión!… Hubiera conservado de mí memoria amarga, pero punzante, como el olor de un cadáver… Ahora me desprecia por cobarde… Ahora ya no es ocasión de morir, sino de seguir siendo lo que he sido… un cobarde. Me manda que huya; pues huyamos. Quiero cumplir su voluntad con el mismo afán que si fuese la de Dios… Sí, sí, huyamos… Ella lo manda…

Se alzó de la silla vivamente, y dió algunos paseos rápidos por la sala. Después arrastró desde su cuarto un baúl-maleta, y se puso á introducir en él ropa que sacaba con precipitación del armario. Cuando vió el equipaje hecho, lo contempló con ojos de espanto, como si no comprendiese para qué servía. Acordóse de que aún le faltaba algo, y sacando una llavecita del bolsillo abrió el cajón central del escritorio. Inmediatamente tropezó su vista con una relojera que Carmen le había regalado el día de su santo. Estaba bordada por su mano. La puso sobre la mesa y la envolvió en una mirada tierna y compasiva.

– ¡Pobre niña!– murmuraron sus labios.– ¡Por qué andarán tan mal arregladas las cosas de este mundo!

Y saltaron á su memoria de improviso los instantes felices de aquellos amores serenos y límpidos como los pensamientos de la infancia, desde aquella tarde en que su manecita blanca le arrojó una rosa de Alejandría, estando en el jardín, hasta la noche reciente en que aquella misma mano le dió un pellizco, mientras su dueño le decía al oído: «¿Qué tienes? Andas muy triste de algún tiempo á esta parte».

Sintióse conmovido por estos recuerdos. Luego se enfureció contra el destino, la Providencia, ó lo que sea, que nos hace insensibles para los que nos aman y nos inflama de amor por los que nos desprecian.

– ¿Por qué, por qué no he de querer yo á esta niña como ella me quiere?– se decía.– Si me fuera posible sentir por ella lo que siento por la otra, ni en la tierra ni en el cielo habría un ser más feliz que yo.

Recordó con enternecimiento el primer beso que la dió por sorpresa viniendo de paseo, y el rubor que se apoderó de ella instantáneamente. Recordó cuando estuvo enferma, hacía ya tiempo, y le permitieron verla en su lecho diminuto, donde reposaba pálida y ojerosa, pero más bella que nunca. Recordó también la vez primera que vino á visitar á su madre, quien la recibió en la escalera y la echó los brazos al cuello cubriéndola de caricias y llamándola hija. Poco á poco, y por virtud de estas memorias, se fué apaciguando la violenta desesperación en que ardía su espíritu; fué penetrando en él un pensamiento melancólico y suave que le reconcilió por un instante con la vida. El sentirse amado, mucho más siendo por una mujer hermosa, aplaca siempre un poco el odio de la existencia.

 

«¡Cuántos elementos de dicha perdidos y desbaratados!» pensó mientras daba vueltas entre los dedos á la relojera. «¡Pobre niña! volvió á murmurar; ¡qué lejos estarás de presumir lo que te espera!» La compasión penetraba en su pecho como un torrente, y lo llenaba de inquietudes. «No; no me escaparé como un ladrón después de haberme introducido traidoramente en el santuario de su alma inocente. Iré á despedirme de ella y achacaré mi viaje á un mandato paterno, á un negocio urgente. Desde allá podré ir poco á poco desengañándola, y tal vez la ausencia mitigue la aspereza del golpe. Ya que me vea precisado á herir, procuraré hacer el menor daño posible.»

Tomada esta resolución, encendió una bujía y se aliñó los cabellos frente á un espejo. Cogió el sombrero y el bastón, apagó la luz y bajó la escalera velozmente. En un instante salvó el corto espacio que le separaba de la casa de su novia y penetró en la tienda, dando las buenas noches con menos aplomo que otras veces.

Había ya alguna gente, porque era noche de lotería. Paco Ruiz se hallaba sentado sobre el mostrador mordiendo un cigarro, como la vez primera que le vimos. Escuchaba con suprema indiferencia, guiñando los ojos á menudo, la historia circunstanciada de un catarro pulmonar que hacía ya media hora le estaba relatando don Ignacio Valcárcel. D. Lino Pereda conversaba en un rincón con el promotor, haciéndole saber que su hijo había recibido el mismo día por el correo un paquete de pruebas de imprenta que le enviaban de Madrid. No comprendía cómo el chico tenía cabeza para corregirlas en el plazo que le señalaban.

Casi al mismo tiempo que Octavio, entraron algunas señoras, lo que sirvió de señal para trasladarse los jugadores á la trastienda. Al llevarlo á cabo hubo apretura á la puerta y Carmen tuvo ocasión para estrechar con disimulo la mano de su novio. Octavio le devolvió la caricia afectuosamente y le dirigió una mirada tierna y grave á la vez. Estaba un poco pálido, como el cirujano que va á acometer una operación importante. Sentáronse todos con el estruendo acostumbrado, y como de costumbre también quedaron juntos los novios. Del otro lado de Carmen se colocó D.ª Demetria. Paco Ruiz, en su carácter de ídolo de la tertulia, andaba haciendo de las suyas en torno de la mesa. Mas al poco tiempo se acercó á D.ª Demetria y con su desenfado habitual le dijo en voz alta:

– Doña Demetria, yo no puedo vivir sin usted. Nada pueden contra mi amor los desprecios. ¿Me concede usted un sitio á su lado?

La vieja, poniendo cara de vinagre y refunfuñando, apartóse hacia un lado, y el joven introdujo su silla entre ella y Carmen. Estaba empeñada á la sazón entre ésta y su novio una plática suave como el gorjeo de las tórtolas. Octavio, á modo de un goloso que, ahito y empachado por los confites, todavía, antes de retirar el plato, lleva las manos á él y se obstina en comer más, preguntaba á la niña blonda con acento melifluo:

– ¿Me quieres mucho?

– ¡Pero, hombre, qué matraca eres! ¡Cuántos millones de veces lo habrás oído en tu vida!

– Es que, vida mía, necesito oirlo hoy otra vez. Nunca lo he necesitado tanto como ahora.

Dijo estas palabras con voz un poco temblorosa. Carmen le dirigió una mirada de sorpresa.

– Pues si tanto lo necesitas, te lo diré otra vez. Sí: te quiero, te quiero… Ya está usted serbido, don Caprichoso. Pero no pongas esa cara, hombre de Dios. ¡Si parece que estás haciendo testamento!

– ¿Estas segura de que no lo estoy haciendo allá en mis adentros? Mira, Carmen, ya conocerás en mi semblante que me pasa algo grave. Te he querido y te quiero muchísimo, porque eres una niña buena y hermosa, y porque sé el cariño que me profesas. El afecto que me inspiras es dulce y profundo, y tiene algo del amor fraternal. Todos los días risueños de mi existencia van unidos indisolublemente á tu imagen bella. En el curso de nuestros amores, puedo decir que no tuve motivo serio para quejarme una sola vez de ti. Nuestras reyertas han sido siempre las de dos niños y han terminado con la misma brevedad que las de los pájaros que riñen en el aire. Los pensamientos honrados que abrigo y las pocas acciones virtuosas que en mi vida pueda llevar á cabo, también creo debértelas á ti, y suena tu nombre en mis oídos tan suave…

La afortunada D.ª Faustina dió el alto en aquel momento. Carmen, que había estado escuchando con semblante inquieto y distraído el discurso de su novio, tomó parte en el alboroto que se armó en la mesa con tal motivo. Las señoras decían, medio en broma, medio en serio, que aquello no se podía sufrir. D.ª Feliciana odiaba á D.ª Faustina con todo su corazón, pero se reprimía. Después que el orden se hubo restablecido, Carmen se puso á charlar como una cotorra con Paco Ruiz. Los chistes del jugador la hacían desternillarse de risa, hasta el punto de que algunas veces le mandaba callar, porque le dolía el pecho. Octavio habló también un rato con la señora que tenía al lado. Mas aunque aparentase indiferencia, claramente se leía en su rostro el disgusto que la conducta ligera de su novia le causaba. Irritado al fin le dió un golpecito en el brazo y le dijo con acento irónico:

– ¿Con cuál de los dos te quedas?

La niña mostróse un poco cortada y respondió mirando para los cartones:

– ¡Qué tonto eres!

– Es que como te veo tan entusiasmada…

– Vamos, no digas disparates. ¿Qué tiene de particular que hable un instante con Paco? Me parece que después del tiempo que llevamos en relaciones ya podías tener alguna mayor confianza en mí.

– Sí la tengo, querida mía— repuso suavizándose de repente,– pero no se pueden evitar ciertos impulsos de celos que nacen, sin saber cómo, en el corazón. Por lo demás, debes convenir en que has obrado con ligereza, y que sin querer me has colocado en una situación ridícula… Pero dejemos esto: tengo que hablarte de cosas serias, de las cuales tal vez dependa tu felicidad y la mía. Necesito que me escuches con atención. No sé qué profundidad habrán alcanzado las raíces de tu amor, porque esto jamás lo llega á averiguar un amante. Eres aún muy niña y en tu edad los afectos suelen ser más bien caprichos que pasiones. Aunque hoy me quieras con toda el alma, si mañana dejases de verme y estuvieses separada de mí por algún tiempo, quizá ese amor se fuera debilitando y al cabo concluyera por extinguirse. No es que deje de tener confianza en ti, hermosa, pero todo cabe en lo posible. Esa separación acaso esté próxima… quizá empiece mañana mismo.

El joven daba vueltas entre los dedos desde el comienzo de su discurso á una bola de la lotería, y al proferir estas palabras se le cayó al suelo. Bajóse rápidamente á cogerla, mas al hacerlo pudo observar con estupefacción que las manos de Paco Ruiz y de Carmen se hallaban enlazadas y que se soltaban á toda prisa al notar su movimiento. Sintió la misma impresión que si hubiese tocado una víbora. Al levantarse lanzó una mirada fulminante, abrasadora, sobre ambos. Paco Ruiz parecía atender con cuidado al juego, mientras en sus labios se dibujaba vagamente una sonrisa sarcástica. Carmen también atendía á sus cartones, pero roja y confundida.

El efecto que de repente produjeron á nuestro señorito no sólo aquellos dos seres miserables que tenía cerca, sino todos los allí congregados, no es fácil de describir. La indignación en que rebosaba su alma le hizo ver en ellos, por arte mágico, no una asamblea de seres humanos, sino una piara de animales inmundos. Acometióle un asco invencible y un sentimiento vivo y enérgico de la superioridad de su persona. Ninguna de aquellas almas pequeñas podía gozar el privilegio de ofenderle. De buena gana les hubiera escupido á todos en la cara. Contentóse con arrojar á la tertulia una profunda mirada de desprecio, y tomando el sombrero salió de la trastienda y de la tienda sin percatarse de la sorpresa de los circunstantes. Una vez en la calle detuvo el paso, y volviendo la vista atrás murmuró:

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