El ejército y las partidas carlistas en Valencia y Aragón (1833-1840)

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El ejército y las partidas carlistas en Valencia y Aragón (1833-1840)
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EL EJÉRCITO Y LAS PARTIDAS

CARLISTAS EN VALENCIA Y ARAGÓN

(1833-1840)

EL EJÉRCITO Y LAS PARTIDAS

CARLISTAS EN VALENCIA Y ARAGÓN

(1833-1840)

Antonio Caridad Salvador

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Antonio Caridad Salvador, 2013

© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2013

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es publicacions@uv.es

Diseño de la maqueta: Inmaculada Mesa

Ilustración de la cubierta: Augusto Ferrer-Dalmau, El general Cabrera en Morella, colección particular Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-9327-7

Edición digital

ÍNDICE

PRÓLOGO

INTRODUCCIÓN

1.FORMACIÓN Y CONSOLIDACIÓN DE LAS PARTIDAS

2.ESTRUCTURA Y FUNCIONAMIENTO DEL EJÉRCITO

3.CRISIS Y DISOLUCIÓN DE LAS FUERZAS CARLISTAS

4.LA ALIMENTACIÓN

5.ARMAS Y MUNICIONES

6.FINANCIACIÓN

7.CABALLERÍAS Y CARRUAJES

8.VESTUARIO Y CALZADO

9.OTROS SUMINISTROS

10.TÁCTICAS

11.FORTIFICACIONES

12.ALOJAMIENTO

13.INFORMACIÓN

14.BARCOS

15.ALMACENES

16.HOSPITALES

17.PRISIONEROS

18.ADMINISTRACIÓN

FUENTES UTILIZADAS

PRÓLOGO

La historia y las guerras contemporáneas mantienen una relación difícil. En España las asignaturas del bachillerato y los planes de estudios del grado en historia las tienen en cuenta, y hasta las usan para compartimentar temarios, pero a la hora de la verdad se les dedica muy poca o ninguna atención. La inmensa mayoría de los titulados superiores en historia contemporánea de nuestro país acabarán su carrera habiendo oído citar a menudo y como referencias insoslayables las revolucionarias y napoleónicas, las de independencia americanas, las dos mundiales o las civiles españolas, desde la de 1822-1823 a la de 1936-1939, pero rara vez habrán asistido a clases en que se analicen con detalle esos u otros conflictos armados. Cuesta discernir cuánto hay en esto de descuido o inercia y cuánto de rechazo consciente, genérico o frente a algunos enfrentamientos concretos. No obstante, hasta quienes sienten escrúpulos antibélicos saben que la guerra es un fenómeno histórico total, un torbellino del que no se escapa ni siquiera emprendiendo el camino de un exilio que, guste o no, también altera la relación de fuerzas en pugna.

Por otra parte, es notorio que la historiografía más destacada en nuestros días, la británica, alienta el estudio de la guerra, al tiempo que la historia militar, un género autónomo y diferenciado, cosecha un gran éxito en los países de habla inglesa. Ojalá que a este libro de Antonio Caridad le suceda lo mismo y le sonría la suerte editorial como merece. Sea como fuere, la historia contemporánea de España, que de un tiempo a esta parte parece moverse solo al compás de las conmemoraciones, se halla tan necesitada de historia bélica en sentido amplio como de buena historia militar de formato clásico, y Caridad nos suministra ambas cosas.

La guerra civil de 1833-1840 de que tratan las páginas siguientes, la conocida desde hace unas cuantas décadas como primera guerra carlista, proporciona un excelente ejemplo de esa costumbre a la que me refería de indicar los conflictos armados y después obviarlos. Se ha llegado a poner tanto énfasis en el adjetivo accidental de carlista –en realidad, absolutista español– que casi se borra el sustantivo, guerra. Sin embargo, de eso se trató, de una guerra, y no de una revuelta ni de un motín. Tampoco de una jacquerie campesina, como se ha dicho en ocasiones. Cierto, hubo un levantamiento rural en los reinos de la antigua Corona de Aragón y Murcia durante el verano de 1835, pero en él los campesinos, voluntarios y milicianos isabelinos prendieron fuego a las moradas de unos frailes a los que acusaban, con fundamento, de apoyar a las partidas carlistas.

Historiadores en principio tan distantes como Jesús Millán, José Ramón Urquijo y Ramón del Río han coincidido en que ese primer carlismo en armas estuvo subordinado a los designios de una élite social, económica y hasta cultural. Los dirigentes absolutistas españoles no podían reconquistar el poder que había comenzado a escapárseles el otoño de 1832 mediante el juego político, ya que lo rechazaban por principio, de modo que recurrieron a la guerra. En vez de la continuación de la política, aquella se convirtió en su recambio. Era, por lo demás, un recurso muy socorrido en un país donde las armas llevaban hablando casi sin cesar desde hacía un cuarto de siglo y en el que, como escribiría Pío Baroja el siglo siguiente, “para un hombre joven y lleno de entusiasmo se comprende el encanto de esta vida salvaje del guerrillero, que es la misma que la del salteador de caminos”.

Tiene poco sentido estudiar el primer carlismo sin tomar en consideración peripecias vitales como la que evocaba el escritor vasco y de la que tantos detalles se dan en este libro. En cambio, habrá que tenerlas en cuenta si se desea emplear una herramienta histórica tan potente –y peligrosa– como la empatía con las gentes del pasado. Sobre todo, la guerra y sus reglas se han de tener muy presentes si se quiere explicar la génesis de lo que primero fue la contrarrevolución carlista y solo muchas décadas después se convertiría en la comunión tradicionalista. Investigar en historia y escribirla pasa en primer lugar por situar las acciones humanas en el momento y el contexto que les corresponden, sin parar el reloj ni mover sus agujas en sentido inverso. Esas operaciones se vuelven aún más necesarias al hablar del carlismo, cuya longevidad ha hecho olvidar que el futuro nunca explica el pasado, que quienes vivían en 1833 ignoraban lo que sucedería en 1872 o 1936.

Por elemental que suene, también tiene que recordarse aquí que en toda guerra se enfrentan dos bandos y que por lo tanto ambos deben ser considerados para rendir cuentas de su lucha. Si, como sabemos, el ideario absolutista se reformuló contra el liberal, la contrarrevolución se movilizó porque la revolución se puso en marcha y los carlistas declararon la guerra a los isabelinos o cristinos. Al hacerlo, perseguían objetivos mucho más importantes para ellos que sentar en el trono al hermano de Fernando VII, el infante don Carlos, en lugar de a su hija, la reina Isabel. Todo el mundo sabía en Europa que estos pleitos de familia quedaban en último plano y que en aquel largo y muy destructivo conflicto se dirimía nada menos que el final del Antiguo Régimen y la monarquía absoluta y su recambio por el orden social y económico burgués y el régimen representativo. Adóptense otros términos si estos se juzgan esquemáticos o caducos, pero no se dude que estamos ante un episodio de máxima densidad histórica.

Una vez que se declara una guerra, y más si es civil, la lógica propia del enfrentamiento armado se impone a la de las querellas que lo han hecho estallar. Aunque la situación política de las retaguardias continúe como un asunto de primer orden, pronto se le equiparan otros factores estratégicos. Las armas, las provisiones, el vestido y el dinero con que comprar lo que se conocía como munición de boca y guerra; la recluta de tropas, su adiestramiento y su organización; el desplazamiento de las unidades, grandes o pequeñas, sus movimientos de combate y la reparación de sus daños... todas estas cosas se convierten en las preocupaciones principales de comandantes militares y dirigentes civiles. Antonio Caridad ha interiorizado las que a buen seguro acuciaron a los jefes de partida carlistas del teatro bélico del Centro durante la guerra civil de los siete años, y al hacerlo nos ha brindado una historia militar del primer carlismo en lo que ya entonces se llamó, no muy correctamente, el área del Maestrazgo.

En contraste con su enorme trascendencia para la historia contemporánea española, y aun continental, no puede decirse que la guerra civil de 1833-1840 fuera un conflicto brillante desde el punto de vista militar. Apenas hubo un puñado de batallas dignas de ese nombre, casi todas en el teatro del Norte, y no se produjo más innovación técnica reseñable que algunos diseños de estrategia contra las guerrillas. Estas proporcionaron su primera forma de encuadramiento al carlismo armado, y aunque fueran dando paso –en una evolución que Caridad pauta con esmero– a algo parecido a ejércitos en los distintos teatros, dejaron una impronta indeleble en las tácticas y la organización de las huestes absolutistas. Al fin y al cabo, y como Baroja apostilló al final del fragmento antes citado, “ser guerrillero y pelear y matar está bien; ser militar para andar probando ranchos y acompañando procesiones es cosa ridícula”.

 

En tanto que contienda sobre todo de guerrillas, la guerra de Cabrera en Levante se resumió en una larga serie de sorpresas y celadas, marchas, contramarchas y persecuciones, ninguna de ellas decisiva. Fue una guerra de alpargata, como la de Cataluña –tan parecida– en los mismos años y la del teatro del Norte en su primera fase. Tan solo en La Mancha se libró una guerra con caballería, como algunas americanas. A pie o a caballo, cuando se adopta el estilo de combate guerrillero, en que el éxito se cifra más en permanecer y desgastar al enemigo que en derrotarlo en el campo de batalla, la intendencia pasa a primerísimo lugar. El principal cuidado de los guerrilleros consiste en asegurarse la subsistencia, para la que dependen de la población de la zona donde actúan. Hace entonces su aparición la guerra total, de efectos indiscriminados y particular crueldad.

Entre la población civil y las partidas se establece un lazo necesario que ya detectaron los primeros estudiosos de la guerra no académica. Sin embargo, no nos apresuremos a calificar esa relación de simbiosis para mutuo beneficio: en vez de simbiontes de los campesinos, los guerrilleros fueron a menudo sus parásitos. Desde luego, todas las estrategias antiguerrilleras exitosas de los últimos dos siglos han puesto en duda que la población civil colaborase por gusto con las guerrillas y han intentado ganársela alternando la severidad y la clemencia. Así, el progresivo confinamiento social y territorial de las guerrillas las llevará a intensificar la exacción en las áreas que dominen, cuyo apoyo acabarán por enajenarse.

Uno de los mayores méritos de esta obra de Antonio Caridad reside en que aporta una gran cantidad de elementos de juicio sobre esa guerra irregular, en un debate que, por supuesto, no se zanjará de una sola vez ni con idéntico dictamen para todos los casos. Para resolverlo, habrá que superar el nivel táctico y moverse también en el estratégico, así como insertar a los guerrilleros decimonónicos de estas páginas y a otros posteriores en redes amplias, nacionales y ante todo internacionales. Nuestro autor desliza algunas observaciones en este sentido, por lo que uno desearía leer pronto nuevos ensayos suyos que las desarrollen, pero cada cual diseña su agenda de trabajo. De momento, aprovechemos el abundante caudal de información que aquí se nos ofrece y que procede de años de esmero y pasión por la historia.

MANUEL SANTIRSO

Bellaterra, 23 de marzo de 2012

INTRODUCCIÓN

Este libro trata sobre las fuerzas rebeldes que combatieron en Valencia y Aragón durante la primera guerra carlista. Dicha contienda comenzó en octubre de 1833, a la muerte de Fernando VII, un rey que había pasado gran parte de su reinado defendiendo la monarquía absoluta y combatiendo el liberalismo. Cuando el monarca falleció estalló un conflicto que, aunque en teoría era meramente sucesorio, en la práctica se convirtió en una guerra entre dos concepciones muy diferentes de la sociedad. Por una parte se encontraba la reina viuda, María Cristina de Borbón, que para defender los derechos de su hija Isabel tuvo que orientarse hacia el liberalismo, convirtiendo así a España en una monarquía parlamentaria. En su contra se situaba Carlos María Isidro, que como hermano del rey difunto reclamaba su derecho al trono, por delante de las mujeres y en defensa del orden tradicional. El conflicto, que terminó en julio de 1840, constituye la guerra civil más larga que ha padecido nuestro país. Pero además supuso el triunfo de la revolución liberal y del nuevo régimen burgués, frente a aquellos grupos que deseaban mantener la monarquía absoluta, con el orden social que llevaba aparejado.1

Pese a su gran importancia, la primera contienda carlista no ha recibido la atención que se merece, ya que fue promovida por un movimiento político que acabó fracasando y que ha influido más bien poco en nuestra forma de gobierno actual. Pero no podemos caer en el error de estudiar el pasado solamente en función del presente, ya que si hiciéramos eso acabaríamos llegando a la conclusión de que las cosas sólo pudieron suceder como lo hicieron. Al mismo tiempo, el carlismo nos puede mostrar una faceta del pasado menos conocida y más difícil de entender por nuestra forma de pensar actual, que ha sido mucho más influida por otras ideologías.

Una forma de acercarnos a este movimiento es analizando su aspecto militar, pues el recurso a las armas fue uno de los rasgos más característicos del carlismo decimonónico. Y si bien hubo varios conflictos carlistas, el más importante fue el primero, en parte por su larga duración, que superó con creces a los otros. Pero también porque fue la mayor demostración militar del tradicionalismo y porque fue el que tuvo mayor repercusión internacional.

Durante la primera guerra carlista hubo tres grandes focos rebeldes (el vasco-navarro, el catalán y el valenciano-aragonés), de los que este último ha sido el menos estudiado. Por ello se hace necesaria una obra como esta, que analice el funcionamiento de las fuerzas absolutistas en Valencia y Aragón, a fin de comprender mejor cómo pudieron mantenerse activas durante tanto tiempo. Esto es especialmente llamativo si tenemos en cuenta que los carlistas empezaron la guerra aislados de los otros focos rebeldes, sin ningún apoyo del ejército y en un territorio pobre y poco poblado. Frente a ellos tenían a un estado que controlaba la mayor parte del territorio nacional, con un ejército que le era totalmente fiel, con un importante apoyo de potencias extranjeras y con la posibilidad de mover fuerzas de unos frentes a otros, algo que los carlistas tenían muchas dificultades para hacer. Y si bien es cierto que los aspectos militares constituyen sólo una parte de la explicación, requieren también un estudio especializado, a fin de poder desarrollarlos con la extensión que se merecen. Además, el estudio del ejército y de las partidas rebeldes nos permitirá hacernos una idea aproximada de lo que supuso la guerra para las personas que la vivieron, tanto militares como civiles. Así pues, a partir de numerosos ejemplos podremos revivir los pequeños acontecimientos que marcaron de forma importante a muchas personas de la época.

A) LA PRIMERA GUERRA CARLISTA EN VALENCIA Y ARAGÓN

La guerra en esta parte de España comenzó en la parte oriental de la provincia de Teruel, que es donde se crearon las primeras partidas. Sus dirigentes fueron Manuel Carnicer y Joaquín Quílez, que tomaron las armas en octubre de 1833, al fracasar las conspiraciones realistas en Zaragoza y Alcañiz. Poco después se produjeron levantamientos carlistas en algunos municipios del País Valenciano, de los que el más importante fue el que se produjo en Morella el 13 de noviembre. Al tratarse de una población fortificada, acudieron hacia allí la mayoría de los insurrectos valencianos y aragoneses, que se pusieron bajo las órdenes del barón de Hervés, recién llegado de Valencia. Casi todos los rebeldes eran antiguos voluntarios realistas,2 que habían perdido su empleo con el nuevo régimen, dirigidos por oficiales con licencia ilimitada, apartados del ejército por sus ideas absolutistas.3

Pero la rebelión no empezó con buen pie, debido al escaso apoyo que encontraron sus promotores y a la falta de disciplina de las fuerzas carlistas, que no pudieron resistir el avance de las tropas de la reina. De esta manera, a principios de diciembre los carlistas abandonaron Morella sin apenas combatir, siendo destrozados poco después en la acción de Calanda (Teruel). Este revés llevó a la mayoría de los rebeldes a regresar a sus casas o a dispersarse en una serie de pequeños grupos, vivamente perseguidos por las fuerzas gubernamentales. Poco después fue capturado y fusilado el barón de Hervés, lo que dejó a los carlistas sin un claro liderazgo.4

Durante 1834 actuaron numerosas partidas rebeldes, aunque la mayoría de ellas eran muy pequeñas y se limitaban a recorrer los pueblos para exigir raciones y dinero. Pero había algunos grupos más grandes, formados por varios cientos de hombres, que ya podían permitirse emprender acciones ofensivas. El más importante era el de Carnicer, que operaba sobre todo por el este de la provincia de Teruel, aunque a veces se unía a otros cabecillas para hacer incursiones fuera de su territorio habitual. De esta manera pasó en marzo a Daroca (Zaragoza) y a Molina de Aragón (Guadalajara), derrotando a las tropas de la reina y regresando con gran cantidad de suministros. Un mes después pasó a Cataluña para intentar fomentar la rebelión en el principado, pero sufrió una severa derrota en Maials (Lleida) y tuvo que regresar apresuradamente a Aragón. Durante los meses siguientes experimentó nuevos reveses y, aunque fue nombrado por don Carlos comandante carlista de Aragón, acabó el año con unas pocas decenas de hombres, duramente perseguido por las tropas liberales.5

Parecida era la situación por el norte de la provincia de Castellón, donde operaban muchas pequeñas partidas, sin un liderazgo claro. La más grande era la de José Miralles (a) el Serrador, que a veces se unía a Carnicer para emprender acciones de mayor envergadura. Pero normalmente operaba en solitario por el Maestrazgo castellonense, emboscando a pequeños grupos enemigos y entrando en poblaciones poco protegidas, donde sus hombres se entregaban al pillaje. No obstante, su fuerza estaba tan indisciplinada y mal equipada que se veía a obligado a retirarse en cuanto acudía hacia él una columna liberal.6

A principios de 1835 las partidas carlistas habían quedado muy mermadas, debido a la incesante persecución a las que los sometían Nogueras, Buil y Pezuela. Por esas fechas las partidas de Quílez y de Carnicer habían quedado reducidas a menos de 30 hombres, lo que llevó al lugarteniente de este último, Ramón Cabrera, a marchar al País Vasco para exponer al pretendiente la dramática situación del carlismo aragonés. A su vuelta Carnicer emprendió también el viaje, pero fue apresado en Miranda del Ebro (Burgos) y fusilado poco después. Esto permitió a Cabrera, un antiguo seminarista de Tortosa, convertirse en jefe de las fuerzas carlistas en Aragón.7

Durante la primavera el nuevo caudillo intentó unificar a las partidas rebeldes que operaban por la zona, pero a esto se resistió el Serrador, que había sido nombrado comandante de los reinos de Valencia y Murcia. Pese a ello, sí que logró incorporar a sus fuerzas a las gavillas de Quílez, Forcadell y Torner, con las que recorrió los pueblos para reclutar combatientes y conseguir suministros. Al aumentar sus fuerzas consiguió resistir los ataques de Nogueras en Alloza (Teruel) y apoderarse posteriormente de Caspe, donde obtuvo un importante botín.8

Pero fue en verano cuando la situación experimentó un cambio radical. Las autoridades liberales, creyendo que la rebelión estaba controlada, habían sacado tropas de la zona para enviarlas al País Vasco y Navarra, donde la situación era preocupante para las fuerzas gubernamentales. Además, en esa época se produjeron motines progresistas en las principales ciudades, que fueron acompañados por ataques contra la iglesia y que ayudaron a reforzar el carlismo, que hasta entonces contaba con pocos apoyos en la zona. A esto contribuyó mucho la dureza de los liberales con los que habían apoyado la monarquía absoluta, muchos de los cuales fueron acosados, multados, confinados o encarcelados. De esta manera, numerosas personas que no se planteaban tomar las armas o que hubieran aceptado un liberalismo conservador acabaron abandonando sus hogares para unirse a las fuerzas del pretendiente.9

Esto permitió a los carlistas obtener grandes victorias a partir de julio, en parte facilitadas por la inactividad del general Sociats, jefe liberal en Valencia, que, debido a una enfermedad que padecía, apenas hacía la guerra a los rebeldes.10 De esta manera Cabrera aplastó a una columna enemiga en La Yesa (Valencia), para entrar después en Segorbe y vencer en La Jana (Castellón) a las fuerzas de Decref. Más tarde se dirigió a Rubielos de Mora (Teruel), donde exterminó a la milicia del pueblo, lo que le permitió hacerse con el control de la comarca. Por esas fechas Quílez se unió al Serrador, que también había incrementado sus fuerzas de forma considerable. Con unos 1.650 hombres los dos jefes rebeldes entraron en Villarreal, derrotaron a una columna liberal y rindieron los destacamentos de once pueblos, casi todos ellos en la provincia de Castellón. Todos estos éxitos pusieron en manos de los rebeldes más de mil fusiles, con los que pudieron armar a muchos de los voluntarios que acudían a sus filas.11 La mayoría de ellos eran campesinos y artesanos empobrecidos por veinte años de crisis económica, que veían en la guerra una forma de ganarse la vida y que perdieron el miedo a sumarse a la revuelta, al empezar a ver como posible una victoria carlista.12

 

Mientras tanto Cabrera empezó a organizar a sus hombres en batallones y en divisiones, de modo que se asemejasen lo máximo posible a un ejército regular. Además, se crearon en los puertos de Beceite (Teruel) las primeras fortificaciones carlistas, donde se instaló un hospital, así como fábricas de uniformes y municiones. En octubre el jefe rebelde logró en Alcanar (Tarragona) una importante victoria, frente a una columna de milicianos de Vinaròs. Después de esto reunió a todas las partidas para atacar Alcañiz, aunque no consiguió conquistarla, debido a la tenaz defensa que hicieron de ella los liberales. El tortosino emprendió entonces una marcha hacia Teruel, pero al no poder tomarla se dirigió hacia Castilla la Nueva a fin de conseguir suministros, con una gran partida de 4.400 hombres. Sin embargo, el gobierno mandó contra él un numeroso ejército, al mando del general Palarea, que le infligió, el 15 de diciembre, una severa derrota en Molina de Aragón (Guadalajara). A la gran cantidad de bajas que sufrieron los carlistas hubo que añadir las numerosas deserciones y la pérdida de gran parte del armamento, que dejó a las fuerzas rebeldes en una situación muy delicada.13

Por suerte para los carlistas, el gobierno liberal cometió de nuevo el error de retirar fuerzas del frente valenciano-aragonés, para reforzar a sus tropas en Navarra y Cataluña. Esto permitió a los partidarios de don Carlos pasar de nuevo a la ofensiva, sorprendiendo a una columna enemiga en el puente de Alcance, a poca distancia de Tortosa. Por esas fechas Cabrera hizo fusilar a los alcaldes de Torrecilla y Valdealgorfa (Teruel) por colaborar con el enemigo. A esto respondió el brigadier Nogueras, comandante liberal en el Bajo Aragón, organizando el fusilamiento de la madre del jefe rebelde, que hacía meses que estaba prisionera en Tortosa. Este asesinato tuvo lugar el 16 de febrero de 1836 y llevó a su hijo a tomar represalias, haciendo fusilar a varias mujeres que tenía presas y que eran esposas o hijas de militares liberales.14

Poco después Cabrera emprendió una rápida marcha hacia el Sur, que le permitió tomar Llíria por sorpresa. Su intención era continuar después hacia la Huerta de Valencia, pero la llegada de Palarea se lo impidió. El caudillo carlista se retiró entonces a Chiva, donde fue derrotado por su contrincante el 2 de abril. Por suerte para los rebeldes, las disputas internas de los liberales les salvaron de la persecución enemiga, permitiéndoles regresar a Aragón sin demasiados problemas.15

Una vez allí el tortosino ordenó fortificar Cantavieja, pequeña población aragonesa que estaba situada en una excelente posición defensiva. En poco tiempo las obras estuvieron terminadas y esto permitió a los carlistas contar con una base permanente donde depositar prisioneros, almacenar víveres, cuidar a los heridos y fabricar el equipamiento militar.16 Mientras tanto el Serrador continuaba con sus operaciones por la provincia de Castellón, aumentando poco a poco su campo de acción. En un principio fue derrotado por las columnas de Buil y de Cánovas, pero en junio consiguió tomar los fuertes de Alcalà de Xivert y Torreblanca, lo que le permitió aumentar su partida con nuevos reclutas. Además, expulsó a las guarniciones liberales del Alto Maestrazgo, estableciendo en Benasal su base de operaciones.17 En cuanto a Quílez, se encontraba a las órdenes de Cabrera, como comandante de la división carlista de Aragón. Pero gozaba de una amplia autonomía, por lo que normalmente operaba por su cuenta. Esto le permitió lograr en mayo una gran victoria en Bañón (Teruel), así como emprender una importante expedición, que le permitió entrar, dos meses más tarde, en Xàtiva y Ontinyent.18 A quien no le iba tan bien era a Torner, quien tras varias derrotas en el corregimiento de Tortosa se vio obligado a cruzar el Ebro, lo que llevó a sus hombres a unirse a las fuerzas de Cabrera.19


Retrato de Ramón Cabrera

Tras derrotar a los liberales en Ulldecona, Cabrera atacó Gandesa (Tarragona) en julio, con los primeros cañones de que dispusieron sus hombres. Mientras tanto la guerra se extendía al noroeste de la provincia de Valencia, donde se había creado la división carlista del Turia, que operaba desde Chelva. Esta unidad, que empezó a formarse en abril con tan sólo 66 hombres, creció rápidamente gracias al apoyo de la población de la comarca, así como a la organización que impuso Luis Llagostera, uno de sus primeros jefes. Gracias a ello los carlistas lograron una importante victoria en Alcublas (Valencia), contra las fuerzas de Buil, a las que hicieron más de 400 bajas. Como recompensa por sus éxitos Llagostera fue ascendido a comandante de la división de Tortosa, compuesta en su mayor parte por jóvenes del Bajo Ebro.20

Todos estos éxitos se vieron facilitados por los motines urbanos y de algunas unidades militares a favor de la Constitución de 1812, que obligaron al general Montes, comandante del ejército liberal del centro, a suspender sus planes contra los carlistas. Y así llegamos a septiembre, cuando Cabrera, que aún seguía en Cataluña, recibió un mensaje del general Gómez, que se encontraba en Utiel y que le animaba a unirse a su expedición, que había salido meses atrás del País Vasco. El caudillo catalán acudió al encuentro y permaneció fuera de su teatro de guerra durante varios meses, dejando a José María Arévalo al frente del carlismo aragonés. También se incorporaron a la expedición Quílez y el Serrador, que se llevaron sus tropas consigo.21

Esta salida de fuerzas rebeldes vino muy bien a las armas liberales, que pudieron obtener importantes victorias frente a un enemigo debilitado. El jefe de la división carlista valenciana, Domingo Forcadell, fue sometido a una dura persecución y acabó siendo derrotado por Borso en La Sènia (Tarragona). Poco después el general San Miguel pudo conquistar Cantavieja, el 31 de octubre, capturando los suministros que almacenaban allí los rebeldes y liberando a varios cientos de prisioneros. Y a esto siguió el abandono de los fuertes de Beceite, destruidos por los carlistas ante el avance liberal, ya que eran incapaces de defenderlos.22

Pero las cosas no tardaron en cambiar de sentido, debido al regreso de los principales jefes rebeldes. En diciembre lo hizo el Serrador, que aunque volvió enfermo y con tan sólo cien jinetes, reorganizó enseguida su partida e incluso creó una junta de gobierno.23 Algo parecido le sucedió a Cabrera, quien, tras permanecer herido y oculto durante un mes, volvió a Aragón el 8 de enero de 1837. Su regreso subió enormemente la moral de la tropa, desmoralizada por las continuas derrotas y por los rumores de que había sido capturado o fusilado.24

Tras ordenar el arresto de Arévalo, Cabrera tomó de nuevo el mando, emprendiendo expediciones a la Huerta de Valencia y a la Plana de Castellón, a fin de conseguir suministros para su ejército. En el transcurso de esta última fue herido en combate en Torreblanca, lo que ocasionó la retirada de sus fuerzas y que permaneciera inactivo durante unas semanas. Mientras tanto Forcadell hizo otra expedición a la provincia de Valencia, aplastando en Buñol a la columna de Crehuet. En cuanto a Cabrera, una vez recuperado, llevó a cabo otra incursión por la zona, aniquilando en Pla del Pou (San Antonio de Benagéber) a una fuerza enemiga, fusilando a los oficiales capturados y entrando después en Burjassot, donde celebró una fiesta.25 Todo esto fue posible por la escasez de fuerzas liberales, que sólo contaban con 5.000 hombres en fuerzas móviles, para proteger de los rebeldes el antiguo reino de Valencia. A esto se añadía el retraso en las pagas, que ocasionó un motín en el batallón de cazadores de Oporto. Y la falta de coordinación entre los generales de la reina, que carecían de un comandante en jefe. Para paliar este problema el gobierno puso al mando del ejército del centro al general Marcelino Oraa, que había destacado en el frente vasco-navarro, y que asumió el mando de todas las fuerzas de Valencia y Aragón.26

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