El claroscuro catalán

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El claroscuro catalán
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ANA MARTA GONZÁLEZ

El claroscuro catalán

Nación, emoción e identidad en el proceso independentista

EDICIONES RIALP

MADRID

© 2021 by ANA MARTA GONZÁLEZ

© 2021 by EDICIONES RIALP, S. A.,

Manuel Uribe 13-15, 28033 Madrid

(www.rialp.com)

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, por fotocopia, por registro u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita reproducir, fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN (versión impresa): 978-84-321-5426-3

ISBN (versión digital): 978-84-321-5427-0

En el secreto inefable de los corazones se hace todos los días un fatal sufragio que decide si una nación puede de verdad seguir siéndolo (…) Una nación es a la postre una ingente comunidad de individuos y grupos que cuentan los unos con los otros. Este contar con el prójimo no implica necesariamente simpatía hacia él. (José Ortega y Gasset, La España invertebrada, 1921)

La alta capacidad administrativa de los catalanes se vio subyugada por una falsa concepción del Estado —considerado como fenómeno extranjero—, que conllevaba, en unos círculos, la aceptación del pragmatismo de vía estrecha, y en otros, el desarrollo de la mística de acción directa. Y este dualismo es uno de los motivos principales de la mecánica que presentan las subversiones políticas y sociales en Cataluña (…) Nos movilizamos en masa, en una reacción social encadenada. En ese momento comenzamos a enardecernos colectivamente. Todo el egoísmo que nos vuelve ariscos y hoscos se desliza por las rendijas del amor a los más nobles ideales. Sacamos fuerzas de flaqueza y nos hacemos admirar por todo el mundo por el vigor de nuestras movilizaciones colectivas. Y así seguimos adelante, irresistibles, eufóricos, capaces de llegar a la Luna. (Jaume Vicens i Vives, Noticia de Cataluña, 1954)

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

CITAS

PRÓLOGO

1. EL CONTEXTO

2. EL CASO DE CATALUÑA

3. HISTORIA Y POLÍTICA

4. DERECHO, CONSTITUCIÓN Y ESTATUTO

5. BALANZA FISCAL Y FINANCIACIÓN AUTONÓMICA

6. EMOCIONES Y RELATOS

REFLEXIONES FINALES

APÉNDICE

BIBLIOGRAFÍA

NOTAS

AUTOR

PRÓLOGO

EL TEXTO AQUÍ RECOGIDO fue presentado por primera vez el 3 de mayo de 2019 en unas sesiones dedicadas al tema de “Nación, Estado, Estado Nación”, organizadas por la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, y publicado posteriormente en inglés[1]. En palabras de Vittorio Hösle, encargado de coordinar las sesiones, se trataba de «entender bajo qué condiciones históricas el estado-nación llegó a convertirse en la forma ‘normal’ de estado, por qué no siempre ha sido este el caso, y si tendrá que ser así en el futuro». Revisando la evolución y la situación de distintos estados contemporáneos, en última instancia se trataba de analizar «las fortalezas y los límites del estado nación», cuestión que no ha dejado de estar presente desde que Habermas hablara de «constelaciones posnacionales» en 1998, si bien el panorama mundial ha experimentado un vuelco considerable desde entonces.

En efecto: cuando Habermas escribía sobre esta cuestión, la globalización de los mercados avanzaba imparable, y lo que estaba en cuestión era la capacidad de los estados nacionales para gobernar los impactos económicos y sociales de ese proceso[2]. Pero en tiempos recientes la situación parece haberse invertido o, al menos, matizado: los estados nacionales reivindican prerrogativas soberanas, desarrollan políticas económicas proteccionistas, y —en parte como un capítulo más de la identity politics— asistimos a un resurgir de las identidades y sentimientos nacionales. A este respecto, no es casual que uno de los participantes en las sesiones aludidas fuera Dani Rodrik, economista sobre el que ha recaído uno de los últimos premios Princesa de Asturias. A él se debe la formulación del trilema que lleva su nombre, según el cual resulta imposible conseguir simultáneamente la globalización económica, la democracia política y la soberanía nacional.

En sintonía con todo esto, a la invitación que entonces se me dirigió respondí en un primer momento con una propuesta de tipo general: me interesaba explorar la naturaleza misma del sentimiento nacional, y la forma que puede adoptar en un mundo en proceso de globalización. Estas eran las consideraciones que me cruzaban la mente cuando recibí la invitación a concretar la propuesta aplicándola al caso catalán. En aquel momento la cuestión estaba especialmente candente. Yo misma había escrito meses atrás un artículo en El País en el que básicamente argumentaba que, a causa del alto grado de emocionalidad que rodeaba a la cuestión, los conceptos jurídicos por sí solos tenían pocas probabilidades de articular el debate público[3]. Sin dejar de lado por un instante la función esencial del derecho a la hora de estructurar la convivencia, consideraba imprescindible un acercamiento multidisciplinar a la cuestión, que permitiera hacerse cargo de la complejidad de los aspectos —históricos, culturales, económicos, sociales, emocionales— implicados, con el fin de esquivar los planteamientos simplistas a los que por desgracia nos hemos acostumbrado.

Por esa razón, tracé un plan de lecturas y de conversaciones, con las que no perseguía otra cosa que alcanzar una visión articulada e integrada de un asunto cuya misma cercanía parecía impedir cualquier acercamiento ponderado. Me pareció que con este fin se imponía en primer término hablar con académicos, y otros profesionales que, a juzgar por sus escritos o por su trabajo, podían aportar una visión más completa y matizada de los acontecimientos. En consecuencia, a lo largo de los meses de septiembre y octubre de 2018 realicé varios viajes a Barcelona para hacerme cargo de aspectos y dimensiones de la cuestión catalana, pues no resultaba suficiente la bibliografía especializada disponible.

Las conversaciones con historiadores como José Enrique Ruiz-Domènec y Borja de Riquer i Permanyer, catedráticos de larga y acreditada trayectoria académica, me proporcionaron una visión a la vez amplia y concreta de los sucesos que han marcado la historia medieval moderna y contemporánea de Cataluña.

En los aspectos jurídicos de esa historia, su encuadre en la Constitución del 78 y el desarrollo de los estatutos de autonomía, me adentré gracias a la conversación con Eliseo Aja y a la lectura de varias obras suyas; discípulo de Jordi Solé Turá —uno de los ponentes de la Constitución del 78— y catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, Aja fue uno de los firmantes del documento “Ideas para una reforma de la Constitución” que presentaron diez catedráticos de Derecho Constitucional y Derecho Administrativo en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas el 20 de noviembre de 2017, en un acto al que tuve oportunidad de asistir. Asimismo, sobre los problemas jurídicos relacionados de forma más directa con el derecho a decidir, me fue de especial utilidad la entrevista con Joan Ridao, también profesor de Derecho Constitucional, secretario general y portavoz en el Congreso de Esquerra Republicana de Cataluña entre 2008 y 2011, y que en el momento de la entrevista ejercía como Letrado Mayor del Parlament, tras la dimisión de Antoni Bayona en junio de 2018 a causa de las presiones del proceso independentista.

La interpretación de sucesos tan recientes me llevó a buscar la valoración de intelectuales y periodistas como Josep Ramoneda o Lluis Foix. Director del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona entre 1994 y 2011, Ramoneda ha impulsado numerosas iniciativas editoriales y culturales y es colaborador habitual en medios periodísticos. Foix, por su parte, escribe de forma habitual en La Vanguardia, periódico del que ha sido director adjunto.

El intento de comprender de qué modo las transformaciones demográficas y sociales operadas en Cataluña desde la transición habían impactado en la reconfiguración del mapa político, dirigió mi atención a Marina Subirats, catedrática emérita de Sociología de la Universidad Autónoma de Barcelona y autora del libro De la necesidad a la libertad (2012), que recoge y comenta los resultados de las encuestas metropolitanas que se llevaron a cabo en Barcelona entre 1985 y 2006 bajo los auspicios de diversas instituciones públicas. Ese estudio, en efecto, ofrece un panorama sumamente clarificador de la evolución social del área metropolitana de Barcelona y, por extensión, de toda Cataluña, que no está exento de consecuencias para la conformación del mapa político; con Subirats mantuve una larga conversación en este sentido, cuyo contenido fue sustancialmente corroborado por la visión que de la transformación social experimentada por las formaciones políticas tradicionales me ofreció Jordi Sellarés, a la sazón director del Comité Español de la Cámara de Comercio Internacional y profesor de Derecho Internacional en la Universidad Ramon Llull.

 

La complejidad de la cuestión me quedó más clara, si cabe, tras las conversaciones que mantuve, por un lado, con Juan José López Burniol y, por otro, con Ferrán Requejo. Catedrático de Ciencia Política en la Universidad Pompeu Fabra, y director del Instituto de estudios del autogobierno, vinculado al Gobierno de la Generalitat, Requejo cuenta con numerosas publicaciones dedicadas a examinar los distintos significados que adopta el término «nación» más allá de su uso estrictamente jurídico, y ha investigado también la diferencia entre un estado federal y un estado descentralizado. Como especialista en ciencias políticas, la investigación de Requejo no se circunscribe únicamente al terreno jurídico-normativo, sino que explora también la evolución de las ideas políticas entre la población. Dada su línea de trabajo, formó parte del Consejo Asesor para la Transición Nacional, creado en 2013 por la Generalitat para asesorar sobre el proceso de independencia en Cataluña, y suprimido el 27 de octubre de 2017, en aplicación del artículo 155 de la Constitución española.

Juan José López Burniol, por el contrario, aborda la cuestión catalana con mentalidad pragmática de jurista, avalada por una larga trayectoria como abogado y notario. Vicepresidente de la Fundación La Caixa desde 2017 y columnista habitual de La Vanguardia, López Burniol se revela como un perspicaz conocedor de la psicología política catalana y de sus protagonistas, particularmente consciente de los antecedentes históricos y los compromisos políticos y económicos que condicionan la presente coyuntura.

La particular problematicidad del conflicto catalán, en efecto, toma fuerza de la historia cultural y política de Cataluña, y, en ese sentido, no puede reducirse únicamente a los aspectos económicos. Con todo, la cuestión de las competencias en materia de financiación autonómica ha desempeñado un papel crucial en su desarrollo. Tuve oportunidad de profundizar sobre esta dimensión del problema a raíz de la conversación mantenida con Guillem López Casasnovas, catedrático de Economía en la Universidad Pompeu Fabra, consejero del Banco de España desde 2005 a 2017 y uno de los especialistas más reconocidos en materia de economía y salud, dentro y fuera de nuestras fronteras. Las controversias que rodean a la cuestión de la financiación autonómica nos devuelven en parte a los conflictos de competencias derivados de la coexistencia de una ley orgánica —en este caso la LOFCA—, que regula la financiación autonómica y un estatuto de autonomía, cuyo rango normativo, en comparación con dicha ley, se cuenta entre las cuestiones disputadas. Aunque abordar este asunto con el detalle que merece excede los límites de este trabajo, no quiero dejar de apuntar aquí su relevancia.

No se me oculta que, entrando en cuestiones jurídicas y económicas, el debate adquiere un tono progresivamente técnico, que contrasta con la emocionalidad que se advierte en la calle. Ahora bien, estoy convencida de que si existe alguna posibilidad de reconducir un conflicto de esta naturaleza, ello dependerá de nuestra capacidad de iniciar una discusión en la que pesen más las razones que las pasiones, algo que a su vez solo es posible si desarrollamos la capacidad de escuchar la parte de razón que anida en los argumentos ajenos, incluso aunque estén animados por una pasión. A fin de cuentas, en esta capacidad reside lo que convierte a un grupo humano en una sociedad civil.

El trabajo que presento aquí quiere ser una contribución en este sentido. Aunque, como es lógico, se hace eco de todo lo que he aprendido de mis interlocutores, sea de palabra, sea mediante sus escritos, la responsabilidad por la síntesis de todo ello es exclusivamente mía. Aunque cada uno de los aspectos tratados podría desarrollarse con mucha más amplitud, mi objetivo original era lograr una visión comprensiva de la cuestión catalana, en la que cada elemento encontrara su lugar. Aspectos tales como la internacionalización del procés, que darían también para estudios específicos, han debido quedar necesariamente fuera de mi consideración, para no alargarlo en exceso y desequilibrar el resultado.

En general, apenas he introducido cambios respecto del texto original. Únicamente, a petición de los editores, he incluido un apéndice con una cronología del conflicto, así como de sus antecedentes en el siglo XX que de algún modo siguen operando en la memoria colectiva. La adición de dicho apéndice es pertinente por dos razones: la primera, porque en el texto apenas hago referencia a los conflictos que rodearon los primeros intentos de Cataluña de dotarse de un estatuto de autonomía; la segunda, porque en él tampoco me extiendo sobre los acontecimientos que siguieron al fallo del Tribunal Supremo sobre el proceso independentista. Efectivamente, concluí la redacción cuando ya había comenzado el juicio por la frustrada declaración de independencia del 1 de octubre de 2017, pero aún no se había dictado sentencia respecto a los hechos que condujeron a ella.

La sentencia se conoció el 14 de octubre de 2019. Como es sabido, por unanimidad y sin votos particulares, el Tribunal Supremo falló que los sucesos acaecidos el 1 de octubre en Cataluña no constituyeron delito de rebelión, pues si bien hubo «indiscutidos episodios de violencia», no se trató de una violencia «instrumental, funcional, preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan la acción de los rebeldes». En cambio, consideró que tales hechos sí constituyeron delito de sedición, pues, conforme al artículo 544 del vigente código penal, «son reos de sedición los que, sin estar comprendidos en el delito de rebelión, se alcen pública y tumultuariamente para impedir, por la fuerza o fuera de las vías legales, la aplicación de las Leyes o resoluciones judiciales». Además, el Tribunal juzgó que varios de los acusados eran culpables de delitos de malversación de fondos públicos, en relación medial con el delito de sedición[4].

La sentencia, muy técnica en todos sus extremos, no dejaba por ello de analizar los conceptos esgrimidos por los impulsores del proceso independentista, tales como los múltiples significados de soberanía o el llamado derecho a decidir; el Tribunal consideró necesario dejar constancia de por qué un proceso de esta naturaleza, que según los impulsores del proceso independentista se encuadra dentro de la normal lógica democrática, debía ser juzgado por una sala penal:

No existe un derecho a decidir ejercitable fuera de los límites jurídicos definidos por la propia sociedad. No existe tal derecho. Su realidad no es otra que la de una aspiración política. La activación de un verdadero proceso constituyente —en eso consistió la aprobación de las leyes fundacionales y del referéndum— al margen del cuadro jurídico previsto para la reforma constitucional, tiene un incuestionable alcance penal que, en función del medio ejecutivo empleado para su efectividad, deberá ser calificado como delito de rebelión (art. 472 CP) o sedición (art. 544 CP). El derecho a decidir, cuando la definición del qué se decide, quién lo decide y cómo se decide se construye mediante un conglomerado normativo que dinamita las bases constitucionales del sistema, entra de lleno en el derecho penal.

Como era de esperar, las valoraciones expresadas entonces por los distintos grupos políticos fueron fiel reflejo de las posiciones que habían mantenido antes y durante la celebración del juicio. Seguramente, los argumentos esgrimidos por el Alto Tribunal serán objeto de estudio y comentario en sede académica. En qué medida podrán modificar los puntos de vista de quienes han embarcado su vida en ese proceso, movilizando a buena parte de una sociedad en esa dirección es otra cuestión. De momento, lo único claro es que, más o menos latente o patente, desde el punto de vista social el conflicto no ha desaparecido. En este sentido, considero que el intento de contextualizar el problema desde una perspectiva más amplia no ha perdido vigencia. Por esa razón, siguiendo la sugerencia de algunos colegas me he decidido a publicarlo ahora en castellano.

No puedo cerrar este prólogo sin expresar mi agradecimiento a Beth Udina, por su inestimable ayuda a la hora de coordinar las entrevistas realizadas en Barcelona, de forma que pudiera hacerlas compatibles con mis deberes académicos ordinarios. Agradezco a algunos colegas de la Universidad de Navarra, como Eugenio Simón Acosta, o Ángel José Gómez Montoro, la bibliografía que me facilitaron sobre aspectos relacionados con su especialidad, y a Lourdes Flamarique, Mercedes Galán, Margarita Mauri, Miquel Bastóns, y Vittorio Hösle, su lectura y comentarios a la versión original del texto.

Pamplona, 10 de abril de 2021

1.

EL CONTEXTO

HASTA NO HACE MUCHOS AÑOS, el contexto más apropiado para hablar de «nación, estado, estado-nación» habría sido una clase sobre el pensamiento y la historia del siglo XIX o sobre el proceso descolonizador acaecido tras la Segunda Guerra Mundial. En el contexto de una modernidad tardía marcada por agudos procesos de individualización y el avance de la ortodoxia neoliberal, el uso de términos tales como nación, estado o estado-nación, de los que los sujetos modernos nos hemos servido para pensar y proyectar nuestra realidad y aspiraciones políticas, se habría ido despojando progresivamente de la referencia a problemáticos sujetos colectivos, cohesionados en virtud de la raza, la historia, la lengua o la cultura[1]. Así, en el último cuarto del siglo XX parecía que la época del estado-nación, tomado en este último sentido, estaba llegando a su fin: por encima, remplazado por estructuras políticas de mayor nivel, como la Unión Europea, que gradualmente habían ido absorbiendo prerrogativas soberanas del moderno estado-nación; por debajo, dando paso a estructuras administrativas tendencialmente federales[2], en principio mejor equipadas para gestionar las necesidades locales. Ciertamente, la guerra de los Balcanes a finales de siglo constituyó una llamada de atención sobre la persistencia del sentimiento nacional, más allá de las estructuras comunistas que habían durado varias décadas. No obstante, factores como la globalización de los mercados, el desarrollo de corporaciones internacionales que operan transnacionalmente y la creciente movilidad de la población, que volvía nuestras sociedades más mestizas y plurales, parecían pronunciar la pérdida de protagonismo del moderno estado-nación, reclamando la puesta al día del pensamiento liberal, con el fin de acomodar el pluralismo cultural en su interior[3].

De un tiempo a esta parte, sin embargo, el movimiento ha cambiado de signo. En parte como consecuencia de la crisis del 2008, y con mayor intensidad desde la crisis migratoria de 2015, venimos asistiendo a un movimiento inverso, en el que los estados vuelven a reclamar protagonismo en la gestión de determinados asuntos. Lo observamos en Europa, donde se resquebraja por momentos el consenso en políticas económica y migratoria, pero también a nivel mundial, con Estados Unidos retirándose de pactos y organismos internacionales durante la administración Trump, y una oleada de sentimiento nacional —America first, Italy first, Germany first…— volviendo a tomar las calles, reflejando una ambigua respuesta popular, en la que se mezclan el descontento con gestión política de la crisis económica y el temor a la identidad cultural amenazada.

Presionados desde su interior por reivindicaciones populares que de distintos modos quebrantan el consenso liberal imperante hasta hace no mucho tiempo, los Estados se muestran menos dispuestos a entablar pactos transnacionales con los que hacer frente de forma efectiva a problemas cuya raíz puede ser global, pero cuyas consecuencias negativas se viven irremediablemente de forma local. Prospera la idea de que la mejor política exterior es la política interior.

 

Desde esta perspectiva, la apelación a la «identidad nacional», y las controversias en torno a los símbolos nacionales[4], podrían explicarse como reacción popular, más o menos mediatizada, ante lo que se experimenta como consecuencias negativas de la globalización, sustanciadas en la crisis económica y migratoria. No debería extrañar: en tiempos de incertidumbre, los seres humanos buscan seguridades en los lugares más insospechados. Desde luego, cabría plantearse si la identidad nacional, en la medida en que significa levantar fronteras donde tal vez habría que trabajar por establecer puentes, es lo que precisa un mundo global culturalmente diverso y cambiante. Pero no es esa la cuestión que me corresponde analizar aquí.

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