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David Copperfield

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Después de cenar, encontrándome en un agradable estado de ánimo (de lo que saqué en consecuencia que hay momentos en los que el envenenamiento no es tan desagradable como dicen), decidí it al teatro. Escogí Coven Garden, y allí, en el fondo de un palco central, asistí a la representación de Julio César y de una pantomima nueva. Cuando vi a todos aquellos nobles romanos entrando y saliendo de escena para que yo me divirtiera, en lugar de ser, como en el colegio, pretextos odiosos de una tarea ingrata, no puedo expresar el placer maravilloso y nuevo que sentí. La realidad y la ficción que se combinaban en el espectáculo, la influencia de la poesía, de las luces, de la música, de la multitud, las mutaciones de escena, todo, en fin, dejó en mi espíritu una expresión tan conmovedora y abrió ante mí tan ¡limitadas regiones de delicias, que al salir a la calle a media noche, con una lluvia torrencial, me pareció que caía de las nubes después de haber llevado durante más de un siglo la vida más romántica, para encontrarme con un mundo miserable, lleno de fango, de faroles, de coches, de paraguas…

Había salido por una puerta diferente a la que había entrado, y por un momento permanecí indeciso, sin moverme, como si fuera verdaderamente extraño a aquella tierra; pero pronto me hicieron volver en mí los empujones, y tomé el camino del hotel dando vueltas en mi espíritu a aquel hermoso sueño que todavía me parecía tener ante los ojos mientras comía ostras y bebía cerveza.

Estaba tan lleno del recuerdo del espectáculo y del pasado, pues lo que había visto en el teatro me hacía el efecto de una pantalla deslumbrante detrás de la cual veía reflejarse toda mi vida anterior, que no se en qué momento me di cuenta de la presencia de un guapo muchacho, vestido con cierta negligencia elegante, al que tenía muchos motivos para recordar. Me percaté que estaba allí sin haberle visto entrar, y continué sentado en mi rincón meditando.

Por fin me levanté para irme a la cama, con gran satisfacción del camarero, que tenía ganas de dormir y debía de sentir calambres en las piernas, pues las estiraba, las encogía y hacía todas las contorsiones que le permitía la estrechez de su cuchitril. Al ir hacia la puerta pasé al lado del joven que acababa de entrar. Volví la cabeza, y después volví atrás y le miré de nuevo. No me reconocía; pero yo le conocí al instante.

En otra ocasión quizá me habría faltado el valor para saludarle y lo hubiese dejado para el día siguiente, desperdiciando así la ocasión de hablarle; pero en el estado de ánimo en que me había puesto el teatro me pareció que la protección que siempre me había prestado merecía toda mi gratitud, y el cariño tan espontáneo que siempre había sentido por él resurgió al acercarme sintiéndome latir el corazón.

-¿Por qué no me hablas, Steerforth?

Me miró como miraba él siempre; pero vi que no me reconocía.

-Temo que no me recuerdas -dije.

-¡Dios mío! -exclamó de pronto-. ¡Si es el pequeño Copperfield!

Le cogí las dos manos, y no podía decidirme a soltarlas. Sin la tonta vergüenza y el temor de disgustarle habría saltado a su cuello deshecho en lágrimas.

-Nunca, nunca he tenido una alegría más grande, mi querido Steerforth.

-Yo también estoy encantado -dijo estrechándome las manos con fuerza-; pero, Copperfield, muchacho, no te emociones tanto.

Sin embargo, creo que le halagaba ver toda la emoción que aquel encuentro me producía.

Me enjugué precipitadamente las lágrimas, que no había podido retener a pesar de todos mis esfuerzos, y traté de reír; después nos sentamos uno al lado de otro.

-¿Y qué haces por aquí? -me dijo Steerforth dándome en el hombro.

-He llegado hoy en la diligencia de Canterbury. Me ha adoptado una tía que vive allí, y acabo de terminar mi educación. ¿Y tú, cómo estás por aquí, Steerforth?

-Verás; es que soy lo que llaman un hombre de Oxford; es decir, que voy allí a aburrirme de muerte periódicamente; pero ahora estoy en camino a casa de mi madre. Estás hecho un guapo muchacho, Copperfield, con tu carita amable. Y ahora que te miro, estás igual que siempre, no has cambiado nada.

-¡Oh!, yo sí que te he reconocido enseguida. Pero es que a ti es difícil olvidarte.

Se echó a reír, pasándose la mano por sus bucles espesos, y dijo alegremente:

-Pues sí; me encuentras en un viaje de obligación. Mi madre vive un poco alejada de Londres, y allí voy; pero los caminos están tan malos y se aburre uno tanto en aquella casa, que he interrumpido mi viaje esta noche. Sólo hace unas horas que estoy en Londres, y he pasado el tiempo con desagrado o durmiendo en el teatro.

-Yo también vengo del teatro; he estado en Coven Garden. ¡Qué magnífico teatro, Steerforth, y qué deliciosa noche he pasado en él!

Steerforth se reía con toda su alma.

-Mi querido y pequeño Davy —dijo dándome otra vez en el hombro-, eres una verdadera florecilla. La margarita de los campos al salir el sol no está más fresca ni mas pura que tú. Yo también he estado en Coven Garden y no he visto en mi vida nada mas mezquino. ¡Mozo!

Llama, dirigiéndose al camarero, que había seguido con mucha atención, y a cierta distancia, nuestro encuentro y que ahora se acercaba respetuoso.

-¿Dónde han puesto a mi amigo Copperfield? -le preguntó Steerforth.

-Perdón, señor.

-Digo que dónde va a dormir, cuál es su número. Ya me comprendes -añadió Steerforth.

-Sí, señor -dijo el mozo como disculpándose-. Por el momento, míster Copperfield está en el número cuarenta y cuatro.

-¿Y en qué diablos está usted pensando -replicó Steerforth- para poner a míster Copperfield en una habitación tan pequeña y encima del establo'?

-Creíamos, señor -contestó el camarero en tono de disculpa-, que míster Copperfield no le daba importancia, Pero podemos ponerle en el setenta y dos, si prefieren ustedes; es al lado de su habitación.

-Naturalmente que lo preferimos. ¡Haz el cambio al momento!

El camarero obedeció inmediatamente, y Steerforth, muy divertido porque me hubieran dado el cuarenta y cuatro, se reía de nuevo y me daba en el hombro. Después me invitó a desayunar con él a la mañana siguiente, a las diez. Estuve orgulloso de aceptar. Como era ya muy tarde cogimos nuestros candelabros y subimos la escalera, despidiéndonos muy cariñosamente. Me encontré con una habitación mucho mejor que la anterior y que no olía a establo, con una inmensa cama de cuatro columnas situada en el centro, como un pequeño castillo en medio de sus tierras, y allí, entre una cantidad de almohadas suficientes para seis personas, caí pronto dormido beatíficamente y soñé con la antigua Roma y con la amistad de Steerforth, hasta que a la mañana siguiente, muy temprano, el rodar de las diligencias bajo el pórtico convirtió mi sueño en una tempestad.

Capítulo 20 La casa de Steerforth

Cuando la criada llamó a mi puerta al día siguiente a las ocho de la mañana, diciéndome que allí dejaba el agua caliente para que me afeitara, pensé con pena que no tenía nada que afeitarme, y enrojecí. La sospecha de que se reía bajito al hacerme aquel ofrecimiento me persiguió mientras me arreglaba y me hizo parecer culpable (estoy seguro) cuando me la encontré en la escalera al bajar a almorzar. Sentía tan vivamente mi juventud que durante un momento no pude decidirme a pasar por su lado. Le oía barrer la escalera y yo permanecía al lado de mi ventana mirando la estatua del rey Carlos, que no tenía nada de real, rodeada como estaba de un dédalo de coches bajo la lluvia, y con una niebla espesa; el camarero me sacó de mi indecisión advirtiéndome que Steerforth me aguardaba.

Steerforth me esperaba en un gabinete reservado, adornado con cortinas rojas y un tapiz turco. El fuego brillaba, y un abundante desayuno estaba servido en una mesita cubierta con un mantel muy blanco. La habitación, el fuego, el desayuno y Steerforth, todo se reflejaba alegremente en un espejito ovalado. Al principio estuve cohibido. Steerforth era tan elegante, tan seguro de sí, tan superior a mí en todo, hasta en edad, que fue necesaria toda la gracia protectora de sus modales para rehacerme. Lo consiguió, sin embargo, y yo no me cansaba de admirar el cambio que se había operado para mí en «La Cruz de Oro», comparando mi triste estado de abandono del día anterior con la comida y el lujo que ahora me rodeaba. En cuanto a la familiaridad del camarero, parecía no haber existido nunca, y nos servía con la mayor humildad.

-Ahora, Copperfield -me dijo Steerforth cuando nos quedamos solos-, me gustaría saber lo que haces, dónde vas y todo lo que te concierne. Me parece que eres algo mío.

Rebosante de alegría al ver que aún le interesaba así, le conté cómo me había propuesto mi tía aquella pequeña expedición.

-Como no tienes ninguna prisa -dijo Steerforth-, vente conmigo a mi casa de Highgate a pasar con nosotros algún día. Seguramente te gustará mi madre… está tan orgullosa de mí, que se repite algo; pero esto es disculpable; y tú también estoy seguro de que le gustarás a ella.

-Quisiera estar tan seguro como tú, que tienes la amabilidad de creerlo -contesté sonriendo.

-Sí -dijo Steerforth-, todo aquel que me quiere la conquista; es ella la primera en reconocerlo.

-Entonces me parece que voy a ser su favorito -dije.

-Muy bien -contestó Steerforth-; ven y pruébanoslo. Ahora podemos dedicar un par de horas a que veas las curiosidades de Londres. No es poca cosa tener un muchacho como tú a quien enseñárselas, Copperfield, y después tomaremos la diligencia para Highgate.

No podía creerlo; me parecía estar soñando, y temía despertar en la habitación número cuarenta y cuatro. Después de escribir a mi tía contándole mi afortunado encuentro con mi admirado compañero de colegio, y cómo había aceptado su invitación, tomamos un coche y nos dedicamos a curiosearlo todo. Dimos una vuelta por el Museo, donde no pude por menos de observar todo lo que sabía Steerforth sobre una infinita variedad de asuntos y la poca importancia que daba a su cultura.

 

-Tendrás el mayor éxito en la Universidad si es que te lo has examinado ya y lo has tenido, y tus amigos tendremos mucha razón para estar orgullosos de ti.

-¡Yo exámenes brillantes! -exclamó Steerforth-; no, florecilla de los campos, no; pero ¿supongo que no te importará que te llame así?

-Nada de eso -le dije.

-Eres muy buen chico, querida florecilla -dijo Steerforth riendo-. El caso es que no tengo el menor deseo ni la menor intención de distinguirme de ese modo. He hecho suficiente para lo que me propongo, y soy ya un hombre bastante aburrido sin necesidad de eso.

-Pero la fama —empecé.

-Tú eres una florecilla romántica -continuó Steerforth riendo todavía más fuerte- Díme: ¿para qué voy a molestarme? ¿Para que unos cuantos pedantes se queden con la boca abierta y levanten las manos al cielo? Para otros esas satisfacciones de la fama, y que les aproveche.

Yo estaba avergonzado de haberme equivocado de aquel modo y traté de cambiar de asunto. Afortunadamente, con Steerforth era fácil hacerlo, pues él pasaba siempre de un asunto a otro con una gracia y naturalidad que le eran peculiares.

Después del paseo almorzamos y, a causa de lo corto de los días de invierno, oscurecía ya cuando la diligencia nos dejó delante de una antigua casona de ladrillo en la cima de Highgate, y una señora de cierta edad, pero todavía joven, con orgulloso empaque y hermoso rostro, esperaba a la puerta la llegada de Steerforth y le estrechó en sus brazos diciéndole: «Mi querido James». Steerforth me la presentó: era su madre, que me acogió con amabilidad.

Era una casona a la antigua, agradable, tranquila y ordenada. Desde las ventanas de mi habitación se veía todo Londres extenderse a lo lejos como un gran mar de niebla, que algunas luces atravesaban. Sólo tuve tiempo, al vestirme, de lanzar una rápida ojeada a los sólidos muebles y a los cuadros bordados (supongo que por la madre de Steerforth cuando era muchacha). También había algunos retratos a pastel de señoras con cabellos empolvados, que parecían ir y venir por la pared a causa de los reflejos de luz y sombra que salían chisporroteando del fuego recién encendido.

Me llamaron para comer. En el comedor encontré otra señora, morena, menudita y delgada, pero de aspecto poco simpático a pesar de que no era nada fea. Aquella señora atrajo enseguida mi atención, quizá porque no me la esperaba, quizá porque me encontré sentado frente a ella, quizá por hallar en ella algo que me chocaba. Tenía los cabellos negros y los ojos oscuros, con mucha vida. Era delgada, y una cicatriz le cortaba el labio; debía de ser una cicatriz muy antigua, más bien un costurón, pues el color no se diferenciaba del resto de su cutis y debía de estar curada hacía muchos años. Aquella señal le atravesaba toda la boca, hasta la barbilla; pero desde donde yo estaba se veía muy poco, sólo se le notaba el labio superior un poco deformado.

Decidí en mi interior que debía de tener lo menos treinta años y que quería casarse; estaba algo envejecida, aunque aún de buen ver, como una casa deshabitada durante mucho tiempo que conserva todavía un buen aspecto. Su delgadez parecía ser el efecto de algún fuego interior que se reflejaba en sus ojos ardientes.

Me fue presentada como miss Dartle, y los Steerforth la llamaban Rose. Vivía en la casa y hacía mucho tiempo que acompañaba a mistress Steerforth. Me parecía que nunca decía espontáneamente nada de lo que quería decir, sino que lo insinuaba consiguiendo por este medio dar a todo mucha importancia. Por ejemplo: Cuando mistress Steerforth dijo, más bien en broma, que temía que su hijo hubiera hecho una vida algo disipada en la Universidad, miss Dartle contestó:

-¡Ah! ¿De verdad? Ya saben ustedes lo ignorante que soy, y que solo pregunto para instruirme; pero ¿acaso no ocurre siempre así? Yo creí que esa vida era… ¿eh?

-La preparación para una carrera seria, ¿es eso lo que quieres decir, Rose? -preguntó mistress Steerforth con frialdad.

-¡Oh, naturalmente! Esa es la realidad, mistress Steerforth; pero ¿no ocurre así? Me gusta que me contradigan si me equivoco; pero yo creía… ¿realmente no es así?

-¿Realmente qué? —dijo mistress Steerforth.

-¡Ah! ¿Eso quiere decir que no? Me alegro mucho. Ahora ya lo sé. Esta es la ventaja de preguntar. Y desde este momento nunca permitiré que delante de mí hablen de las extravagancias y prodigalidades de esa vida de estudiante.

-Y hará usted muy bien -dijo mistress Steerforth-. Además, en este caso el preceptor de mi hijo es un hombre de tal conciencia, que aunque no tuviera confianza en mi hijo la tendría en él.

-¿En serio? -dijo miss Dartle-. Querida mía, ¿conque es un hombre realmente de conciencia?

-Sí; estoy convencida -dijo mistress Steerforth.

-¡Cuánto me alegro! -exclamó miss Dartle-. ¡Qué tranquilidad que sea realmente un hombre de conciencia! ¿Entonces no es … ? Pero naturalmente que no, puesto que es un hombre de conciencia. ¡Qué alegría me da poder tener desde ahora esa opinión de él! No puede usted figurarse lo que ha subido en mi concepto desde que sé que es realmente un hombre de conciencia.

Así insinuaba miss Dartle su opinion sobre todas las cosas y corregía todo lo que no estaba conforme con sus ideas. A veces (no pude por menos de observarlo) tenía éxito de aquel modo, aun contradiciendo a Steerforth. Antes de terminar la comida, mistress Steerforth me hablaba de mi intención de ir a Sooffolk, y yo dije, al azar, que me gustaría mucho si Steerforth quisiera acompañarme, y le expliqué que iba a ver a mi antigua niñera y a la familia de míster Peggotty, recordándole que era el marinero que había conocido en la escuela.

-¡Oh! ¿Aquel buen hombre —dijo Steerforth- que fue a verte con su hijo?

-No, con su sobrino -repliqué-; es su sobrino, a quien ha adoptado como hijo, y también tiene una linda sobrinita, a la que también ha adoptado como hija. En una palabra, su casa, o mejor dicho su barco, pues viven en un barco sobre la arena, está llena de gentes que son objeto de su generosidad y bondad. Te encantaría ver ese interior.

-Sí -dijo Steerforth-; ya lo creo que me gustaría. Veremos si lo puedo arreglar, pues merece la pena, aparte del gusto de viajar contigo, florecilla, para ver de cerca de esa clase de gente y sentirme por unos momentos uno de ellos.

Mi corazón latía de esperanza y de alegría. Pero a propósito del tono con que Steerforth había dicho: «esa clase de gente», miss Dartle, con sus penetrantes ojos fijos en mí, se mezcló de nuevo en la conversación.

-Pero dígame, ¿realmente son así?

-¿Si son cómo? ¿Qué quieres decir? -preguntó Steerforth.

-Esa clase de gente. ¿Si son realmente animales, como brutos, seres de otra especie? Me interesa mucho saberlo.

-En efecto; hay mucha distancia entre ellos y nosotros -dijo Steerforth con indiferencia-. No hay que esperar de ellos una sensibilidad como la nuestra; su delicadeza no se hiere con facilidad; pero son personas de gran virtud, así lo dicen, y yo no tengo por qué ponerlo en duda. Aunque no son naturalezas refinadas, y deben estar contentos de que sus sentimientos no sean más fáciles de herir que su piel áspera.

-¿De verdad? -dijo miss Dartle-. No sabes lo que me alegro de saberlo. ¡Es tan consolador, es tan agradable saber que no sienten sus sufrimientos! A mí, a veces me había preocupado esa clase de gente; pero ahora ya no volveré a pensar en ellos. Vivir y aprender. Tenía mis dudas, lo confieso; pero ahora ya han desaparecido. Es que antes no sabía; esta es la ventaja de las preguntas, ¿no es verdad?

Pensé que Steerforth había dicho aquello para hacer hablar a miss Dartle y esperaba que me lo dijera cuando se fuera y nos quedáramos solos sentados ante el fuego. Pero únicamente me preguntó qué pensaba de ella.

-Me ha parecido que es inteligente, ¿no? -pregunté.

-¡Inteligente! A todo saca punta -dijo Steerforth-. Lo afila todo como se ha afilado su rostro y su figura en estos últimos años. Es cortante.

-¡Y qué cicatriz tan extraña tiene en los labios! —dije.

Steerforth palideció y nos callamos un momento.

-El caso —dijo- es que fue culpa mía.

-¿Algún accidente desgraciado?

-No; yo era un niño, y un día que me exasperaba le tiré un martillo. Como puedes ver, era ya un angelito que prometía.

Sentí mucho haber tocado un punto tan penoso; pero ya no tenía remedio.

-Y que tiene la marca para toda la vida, como ves —dijo Steerforth-, hasta que descanse en la tumba, si es que en la tumba puede descansar, que lo dudo. Es la huérfana de un primo lejano de mi padre, y mi madre, que era viuda cuando el padre murió, se la trajo para que le hiciese compañía. Miss Dartle posee un par de miles de libras, de las que todos los años economiza la renta para añadirla al capital. Esa es la historia de miss Rosa Dartle.

-¿Y tú la querrás como un hermano? -dije.

-¡Hum! -repuso Steerforth mirando al fuego- Hay hermanos que no se quieren mucho; otros se quieren mal… ; pero, sírvete, Copperfield; vamos a brindar por las florecillas del campo, en honor tuyo, y por los lirios del valle, que no trabajan ni hilan, en honor mío; mejor dicho, para vergüenza mía.

Una sonrisa burlona que erraba por sus labios desapareció al decir estas palabras, y pareció recobrar toda su franqueza y gracia habituales.

Cuando volvimos por la tarde a tomar el té, no pude por menos de mirar con penoso interés la cicatriz de miss Dartle; pronto observé que era la parte más sensible de su rostro, y que cuando palidecía era lo primero que cambiaba y se ponía de un color plomizo. Entonces se veía en toda su extensión como una raya de tinta invisible al acercarla al fuego. Tuvieron un pequeño altercado ella y Steerforth mientras jugaban a los dados, y en el momento en que se encolerizó vi aparecer la marca, como las misteriosas palabras escritas en un muro.

No me extrañaba nada el entusiasmo de mistress Steerforth por su hijo. Parecía no ser capaz de hablar ni de pensar en otra cosa. Me enseñó un retrato de cuando era niño, en un medallón con unos buclecitos. Me enseñó otro de la época en que yo le había conocido, y sobre su pecho llevaba otro actual. Todas las cartas que le había escrito su hijo las guardaba en un secreter cercano al sillón en que se sentaba junto a la chimenea, y me quiso leer algunas de ellas, y a mí me hubiera gustado mucho oírlas; pero Steerforth se interpuso y no la dejó hacerlo.

-Es en el colegio de míster Creakle donde mi hijo y usted se conocieron, ¿verdad? -dijo mistress Steerforth hablando conmigo, mientras su hijo y miss Dartle jugaban a los dados-. Recuerdo; entonces me hablaba de un niño más pequeño que él a quien quería mucho; pero su nombre, como puede usted suponer, se ha borrado de mi memoria.

-Era muy generoso y noble conmigo, se lo aseguro —dije-, y yo estaba muy necesitado entonces de un amigo así. Habría sido muy desgraciado allí sin él.

-Es siempre generoso y noble —dijo mistress Steerforth con orgullo.

Asentí con todo mi corazón, Dios lo sabe. Ella también lo sabía, y su altanería se humanizaba para mí, excepto cuando alababa a su hijo, que recobraba todo su orgullo.

-Aquel no era un buen colegio para mi hijo, ni mucho menos; pero había que tener en cuenta circunstancias de mayor importancia aun que la elección de profesores. El espíritu independiente de mi hijo hacía indispensable que estuviera a su lado un hombre que reconociera su superioridad y se doblegara ante él. En míster Creakle encontramos al hombre que nos hacía falta.

No me decía nada nuevo, pues conocía bien al individuo, y además aquello no me hacía tener peor opinión de él. Encontraba muy disculpable que se hubiera dejado dominar por el encanto irresistible de Steerforth.

-La gran capacidad de mi hijo aumentó allí gracias a un sentimiento de emulación voluntaria y de orgullo consciente -continuó diciendo con entusiasmo la señora—. Contra la tiranía se habría revelado; en cambio, como se sentía dueño y señor, quiso ser digno de su situación. Aquello era muy suyo.

Respondí con toda mi alma que le reconocía muy bien en aquel rasgo.

 

-Y así fue, por su propia voluntad, y sin ninguna presión, el primero, como lo será siempre que se proponga destacarse de los demás -prosiguió mistress Steerforth-. Mi hijo me ha dicho, míster Copperfield, que usted le quería mucho y que ayer, al encontrarle, se dio usted a conocer con lágrimas de alegría. Sería afectación en mí si pretendiera sorprenderme de que mi hijo inspire semejantes emociones; pero no puedo permanecer indiferente ante quien reconoce sus méritos, y estoy muy contenta de verle a usted aquí, y puedo asegurarle que él también siente por usted una amistad nada vulgar, y que puede contar desde luego con su protección.

Miss Dartle jugaba a los dados con el mismo ardor que ponía en todo. Tanto es así, que si la primera vez la hubiera visto jugando, habría pensado que su delgadez y el brillo de sus ojos eran consecuencia de aquella pasión más que de otra cualquiera. Sin embargo, o estoy muy equivocado, o no perdía una palabra de la conversación, ni un matiz de la alegría con que yo escuchaba a mistress Steerforth, sintiéndome halagado con su confianza y creyéndome ya mucho más viejo que cuando salí de Canterbury. Hacia el fin de la velada trajeron vasos y licores, y Steerforth, sentado delante de la chimenea, me prometió pensar seriamente en acompañarme en mi viaje.

-No nos come prisa -decía—, tenemos una semana por delante.

Su madre, también muy hospitalaria, me repitió lo mismo. Mientras hablábamos, Steerforth me llamó varias veces florecilla del campo, lo que atrajo de nuevo las preguntas de miss Dartle.

-Pero ¿realmente, míster Copperfield -me preguntó-, es un mote? ¿Por qué le llama así? ¿Quizá… porque le parece usted muy joven a inocente? ¡Soy tan torpe para estas cosas!

Respondí, ruborizado, que, en efecto, debía de ser por eso.

-¡Ah! -dijo miss Dartle-. ¡Cómo me alegro de saberlo! Pregunto para instruirme, y estoy encantada cuando sé algo nuevo. Steerforth piensa que es usted un inocente, y le hace su amigo. ¡Es verdaderamente encantador!

Después de decir esto se retiró a acostarse, y también mistress Steerforth. Él y yo, después de charlar como una media hora de Traddles y los demás compañeros de Salem House, subimos juntos. La habitación de Steerforth estaba contigua a la mía, y entré un momento a verla. Tenía aspecto de gran comodidad, llena de butacones, de cojines y de taburetes bordados por la mano de su madre; no faltaba un detalle de lo que puede hacer a una alcoba agradable. Por último, un hermoso retrato de su madre colgaba de la pared en un cuadro, y miraba a su hijo querido como si hasta en su sueño necesitara verle.

En mi habitación encontré encendido el fuego, y las cortinas del lecho y de la ventana echadas me dieron una impresión acogedora. Me senté en un sillón ante la chimenea para pensar en mi felicidad, y estaba hundido en su contemplación desde hacía ya un rato cuando mis ojos se encontraron con un retrato de miss Dartle que me miraba con sus agudos ojos desde encima de la chimenea.

El parecido era extraordinario, tanto de rasgos como de expresión. El pintor había suprimido la cicatriz; pero yo se la veía; allí estaba, apareciendo y desapareciendo; tan pronto se veía sólo en el labio superior, como durante la comida, como se presentaba en toda su extensión, como había observado cuando se apasionaba.

Me pregunté con impaciencia por qué no habrían puesto en cualquier otro sitio aquel retrato en lugar de ponerlo en mi cuarto. Para dejar de verla me desnudé deprisa, apagué la luz y me metí en la cama. Pero mientras me dormía no podía olvidar que estaba mirándome. «¿Es realmente así? Deseo saberlo.» Y cuando me desperté a media noche, me di cuenta de que estaba rendido de tanto preguntar a todo el mundo en sueños «si era realmente así o no», sin comprender a qué me refería.

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