La leyenda del jinete sin cabeza y otros cuentos

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Из серии: Clásicos
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A unos doscientos metros del árbol un pequeño arroyo cruzaba la carretera y corría hacia una cañada pantanosa y boscosa, conocida como el pantano de Wiley. Algunos rugosos troncos, colocados uno al lado del otro, servían como puente sobre esta corriente. En ese lado de la carretera donde el arroyo entraba en el bosque, un grupo de robles y castaños, enmarañados de vides silvestres, arrojaban una penumbra cavernosa sobre él. Atravesar este puente fue la prueba más severa. Fue en este preciso lugar donde el desafortunado André fue capturado, y bajo la cobertura de esos castaños y enredaderas se encontraban ocultos los robustos soldados que lo sorprendieron. Desde entonces fue considerado como un arroyo encantado y causaba terror en el estudiante que tuviera que atravesarlo solito después del atardecer.

A medida que se acercaba al arroyo, su corazón comenzó a latir con fuerza, sin embargo, hizo acopio de todo su valor, le dio a su caballo unas diez patadas en las costillas e intentó saltar rápidamente a través del puente, pero en lugar de ir hacia adelante, el viejo animal perverso hizo un movimiento lateral y corrió de costado contra el obstáculo. Ichabod, cuyos temores aumentaban con la demora, tiró de las riendas del otro lado y pateó con el pie contrario: todo fue en vano, su corcel comenzó a moverse, es cierto, pero fue solo para zambullirse en el lado opuesto de la carretera en un matorral de zarzas y arbustos de aliso. El maestro de escuela ahora le daba tanto con el látigo como con el talón a las costillas famélicas del viejo Pólvora, que se lanzó hacia adelante, resoplando y bufando, pero se detuvo justo al lado del puente, con una brusquedad que casi hizo que su jinete se cayera sobre su cabeza. Justo en este momento, un ruido en el agua al lado del puente llegó al sensible oído de Ichabod. En la sombra oscura de la arboleda, en el margen del arroyo, vio algo enorme, deforme e imponente. No se movió, sino que parecía estar encogido en la penumbra, como un monstruo gigantesco listo para saltar sobre el viajero. El pelo del pedagogo asustado se alzó sobre su cabeza con terror. ¿Qué debía hacer? Era demasiado tarde para darse vuelta y salir volando y, además, ¿qué probabilidades había de escapar de un fantasma o un duende, si se trataba de eso, que podía cabalgar sobre las alas del viento? Por lo tanto, haciendo acopio de valor, preguntó tartamudeando: "¿Quién eres?" No recibió respuesta. Repitió la pregunta con una voz aún más agitada. Todavía no hubo respuesta. Una vez más aporreó los flancos del inflexible Pólvora y, cerrando los ojos y con un fervor involuntario empezó a cantar un salmo. Justo en ese momento, el sombrío objeto causante de la alarma se puso en acción, y con un rápido movimiento y un brinco se situó en medio de la carretera. Aunque la noche era oscura y tenebrosa, todavía se alcanzaba a percibir la forma del desconocido. Parecía ser un jinete de grandes dimensiones, montado sobre un caballo negro de robusta complexión. No se comportó ni molesto ni amigable sino que se quedó al margen de la carretera, caminando despacio junto ellos, por el lado ciego del viejo Pólvora, que ahora había superado su miedo y su rebeldía.

Ichabod, que no sentía ninguna simpatía por este extraño compañero de medianoche, y que recordaba la aventura de Brom Bones con el hessiano galopante, ahora aceleró su corcel con la esperanza de dejarlo atrás. El extraño, sin embargo, aceleró su caballo al mismo ritmo. Ichabod se detuvo y empezó a marchar lentamente, pensando en quedarse rezagado y el otro hizo lo mismo.

Sintió que el corazón se le encogía y se esforzó por reanudar su canto de salmos, pero su lengua seca se clavó en el paladar y no pudo emitir ni una nota. Había algo en el opresivo y obstinado silencio de este compañero pertinente que era misterioso y espantoso. Pronto surgió la terrible explicación. Al subir una pequeña cuesta, la figura de su compañero de viaje quedó en contraste hacia el cielo e Ichabod pudo ver que era gigantesco en altura, y estaba envuelto en una capa, y se horrorizó al percibir que ¡no tenía cabeza! ¡Pero su horror aumentó aún más al observar que la cabeza, que debería estar descansado sobre sus hombros, iba delante de él sobre el pomo de su silla! Su terror se elevó a la desesperación, lanzó una lluvia de patadas y golpes sobre Pólvora, esperando poder escapar con un movimiento veloz de su compañero, pero el espectro iba a la misma velocidad. Galoparon inseparablemente, volaban piedras y saltaban chispas y chispas en cada brinco Las ligeras prendas de Ichabod revoloteaban en el aire, mientras estiraba su largo cuerpo sobre la cabeza de su caballo, en sus ansias de volar.

Ahora habían llegado a la carretera que se desvía a Sleepy Hollow, pero Pólvora, que parecía estar poseído por un demonio, en lugar de seguir por ese camino, dio un giro opuesto y se precipitó cuesta abajo hacia la izquierda. Este camino iba por una hondonada arenosa sombreada por árboles durante aproximadamente 400 metros, donde cruzaba el puente famoso en la historias de aparecidos y justo ahí empezaba la loma verde sobre la que se alzaba la iglesia encalada.

Hasta el momento, el pánico del corcel le había dado a su inhábil jinete una ventaja aparente en la persecución, pero justo cuando había atravesado la mitad del hueco, cedieron las cinchas de la silla y sintió cómo se deslizaba por debajo de él. La agarró por el pomo y se esforzó por mantenerla firme, pero fue en vano, y apenas tuvo tiempo de salvarse agarrándose del cuello del viejo Pólvora, cuando la silla de montar cayó a tierra, y oyó cómo el caballo de su perseguidor la pisoteó. Por un momento, el terror a la ira de Hans Van Ripper pasó por su mente, porque era su montura dominical, pero éste no era tiempo para nimiedades, el espectro muy bueno cabalgando, y a él le estaba costando mucho trabajo mantenerse sobre el caballo (¡con lo mal jinete que era!), a veces resbalaba de un lado, a veces de otro, y otras veces se sacudía en la alta cresta de la columna vertebral de su caballo, con una violencia que, en verdad, temía que iba a quedar hecho pedazos.

Una luz clara entre los árboles ahora lo animaba con la esperanza de que el puente de la iglesia estuviera cerca. El reflejo oscilante de una estrella de plata en el seno del arroyo le dijo que no estaba equivocado. Vio los muros de la iglesia brillando débilmente bajo los árboles más allá. Recordó el lugar donde el fantasmal competidor de Brom Bones había desaparecido. "Si puedo aunque sea llegar a ese puente", pensó Ichabod, "estoy a salvo". Justo en ese momento escuchó al corcel negro jadear y soplar cerca de él, incluso imaginó sentir su aliento caliente. Otra muy fuerte patada en las costillas y el viejo Pólvora saltó sobre el puente; bramó sobre las retumbantes tablas; llegó al lado opuesto; y ahora Ichabod echó un vistazo hacia atrás para ver si su perseguidor desaparecía, según la regla, en una llamarada de fuego y azufre. Justo en ese momento vio al espectro levantarse en sus estribos en el acto de lanzarle su cabeza. Ichabod intentó esquivar el horrible misil, pero fue demasiado tarde. Le dio un tremendo golpe en el cráneo que lo tiró de cabeza al suelo, y Pólvora, el corcel negro y el jinete pasaron a su lado como un torbellino.

A la mañana siguiente, el viejo caballo fue encontrado sin su silla de montar y con la brida entre las patas, mordiendo sobriamente la hierba en la reja de su amo. Ichabod no hizo su aparición en el desayuno, llegó la hora de la cena, pero no Ichabod. Los muchachos se reunieron en la escuela y pasearon ociosamente por las orillas del arroyo, pero no estaba el maestro de escuela. Hans Van Ripper comenzó a sentir cierta inquietud por el destino del pobre Ichabod y por su silla de montar. Se hizo una investigación a pie y, después de una indagación diligente, se encontraron con sus huellas. En una parte del camino que conduce a la iglesia se encontró la silla pisoteada en la tierra, las huellas de los cascos de los caballos que se hundían profundamente en el camino y que evidentemente habían sido hechas a una velocidad vertiginosa, se remontaban al puente, más allá del cual, en la orilla de una amplia parte del arroyo, donde el agua corría profunda y negra, se encontró el sombrero del desafortunado Ichabod, y cerca de él una calabaza deshecha.

Se hizo una búsqueda en el arroyo, pero el cuerpo del maestro de escuela no fue hallado. Hans Van Ripper, como albacea de su herencia, examinó el bulto que contenía todas sus pertenencias materiales. Consistía en dos camisas y una camiseta; dos pañuelos para el cuello; un par o dos de medias de lana peinada; un viejo juego de ropa interior de pana; una navaja oxidada, un libro de canciones de salmos todo marcado y un diapasón roto. En cuanto a los libros y el mobiliario de la escuela, pertenecían a la comunidad, a excepción de la Historia de la brujería de Cotton Mather, un Almanaque de Nueva Inglaterra y el libro de sueños y adivinación; en el último de los cuales había una hoja de papel muy garabateada y borrada en varios intentos infructuosos de hacer una copia de los versos en honor a la heredera de Van Tassel. Estos libros mágicos y el garabato poético fueron inmediatamente tirados al fuego por Hans Van Ripper, quien, a partir de ese momento, decidió no enviar más a sus hijos a la escuela observando que nunca supo de nada bueno que viniera con la lectura y escritura. Cualquier dinero que el maestro de la escuela tuviera y él había recibido el sueldo de su cuarto uno o dos días antes, debía haberlo tenido consigo en el momento de su desaparición.

El misterioso evento causó mucha especulación en la iglesia el domingo siguiente. En el cementerio de la iglesia, en el puente y en el lugar donde se habían encontrado el sombrero y la calabaza, se reunieron grupos de observadores y chismosos. Las historias de Brouwer, de Bones y un acervo completo de otros personajes fueron recordadas, y cuando los consideraron diligentemente a todos, y los compararon con los síntomas del presente caso, sacudieron la cabeza y llegaron a la conclusión de que el soldado hessiano galopante se había llevado a Ichabod. Como era soltero y no estaba en deuda con nadie, nadie se preocupó más por él; la escuela fue trasladada a un lugar diferente en Hollow y otro pedagogo reinó en su lugar.

 

Es cierto que un viejo granjero que había estado en Nueva York en una visita varios años después, y de quien se recibió este relato de la aventura fantasmal, llevó a casa la información de que Ichabod Crane aún estaba vivo, que había abandonado el vecindario en parte por temor al espectro y a Hans Van Ripper, y en parte debido a la mortificación por haber sido rechazado repentinamente por la heredera; que él había cambiado su residencia a una parte lejana del país, que había seguido enseñando y estudiando leyes al mismo tiempo, que había sido admitido en la barra, se había convertido en político, había estado en campaña, había escrito para los periódicos y, finalmente, se había hecho un juez de la corte Ten Pound. También se observó que Brom Bones, quien poco después de la desaparición de su rival condujo a la floreciente Katrina triunfante hacia el altar, parecía saber demasiado cada vez que hablaban de la historia de Ichabod, y siempre soltaba una carcajada al mencionar la calabaza; lo que llevó a algunos a sospechar que él sabía más sobre el asunto de lo que decidió contar.

Las viejas de la región, sin embargo, que son los mejores jueces de estos asuntos, sostienen hasta el día de hoy que Ichabod fue secuestrado por elementos sobrenaturales; y es una de las historias favoritas que a menudo se cuenta en el vecindario alrededor del fuego en las noches de invierno. El puente se convirtió más que nunca en un objeto de asombro supersticioso; y esa puede ser la razón por la cual el camino ha sido alterado en los últimos años, para poder llegar a la iglesia por la orilla de la presa del molino. La escuela, que estaba desierta, pronto cayó en decadencia y, según se dice, estaba habitada por el fantasma del desdichado pedagogo; y el mozo de labranza, al regresar a su casa en las tardes quietas de verano, a menudo escuchaba su voz a la distancia, cantando una salmo melancólico en la soledad tranquila de Sleepy Hollow.

Rip Van Winkle

La siguiente relación se encontró entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores. Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros, sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burghers y aun más en sus mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folclor, tan valioso para el verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa, cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.

De todas estas investigaciones resultó una historia de la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años. Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese libro que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.

Aquel anciano caballero murió poco después de publicar su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria, que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales de acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus errores y locuras más con lástima que con rencor; y algunos empiezan a sospechar que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que proporciona una medalla de Waterloo o de la reina Ana.

Rip Van Winkle

Escrito póstumo de Dietrich Knickerbocker

Cualquier persona que haya viajado río arriba por el Hudson recordará los montes Kaatskill. Son un desprendimiento aislado del gran sistema orográfico de los Apalaches. Se les ve al oeste del río, elevándose lentamente hasta considerables alturas y enseñoreándose del país circundante. Todo cambio de estación o del tiempo, hasta cada hora del día, produce alguna modificación en las mágicas formas de estas montañas; todas las buenas mujeres de los alrededores, y hasta las de lejos, tienen a esos montes por barómetros perfectos. Cuando el tiempo es bueno y se mantiene así, parecen revestirse de azul y púrpura y se destacan nítidamente sobre el fondo azul del cielo; algunas veces, cuando el firmamento de la región está completamente limpio de nubes, alrededor de sus picos se forma una corona de grises vapores, que, al recibir los últimos reflejos del sol poniente, despiden rayos como aureola de un santo.

A los pies de estas bellas montañas el viajero habrá percibido columnas de humo que se desprenden de un villorrio cuyos techos se destacan entre los árboles, allí donde la coloración azul de las tierras altas se confunde con el verde esmeralda de la vegetación de las bajas. Es una pequeña villa de gran antigüedad, pues fue fundada por los primeros colonos holandeses en los primeros tiempos de la provincia, al iniciarse el período de gobierno de Pedro Stuyvesant, a quien Dios tenga en su gloria; hasta hace unos pocos años, todavía quedaban algunas de las casas de los primeros colonos. Eran edificios construidos de ladrillos amarillos, traídos de Holanda.

En aquella misma villa y en una de esas mismas casas (que, a decir verdad, el tiempo y los años habían maltratado bastante) vivió, hace ya de esto mucho tiempo, cuando el territorio era todavía una provincia inglesa, un buen hombre, que se llamaba Rip Van Winkle. Descendía de los Van Winkle que tanto se distinguieron en los caballerescos días de Pedro Stuyvesant y que le acompañaron en el sitio de Fuerte Cristina. Sin embargo, poco había heredado del carácter marcial de sus antecesores. Debo hacer notar que era de buen natural, vecino bondadoso y esposo sumiso, pegado a las faldas de su mujer. A esta última circunstancia, a esta mansedumbre se debía su enorme popularidad, pues estos hombres, que en casa están bajo el dominio de una tarasca, tienden en la calle a ser conciliadores y obsequiosos. Sin duda, sus temperamentos se ablandan y se hacen maleables en el terrible fuego del hogar conyugal; los gritos de su mujer equivalen a todos los sermones del mundo, en lo que respecta al aprendizaje de la paciencia y de la longanimidad. En un cierto sentido, una mujer bravía puede considerarse como una bendición; si así es, Rip Van Winkle estaba bendito tres veces.

Cierto es que era el favorito de todas las buenas mujeres de la vecindad que, como es corriente entre el bello sexo, se ponían de parte de Rip en todas las dificultades domésticas de éste; de noche, cuando se dedicaban a comentar las ocurrencias de la villa, todas ellas echaban la culpa a la señora Van Winkle. Los chiquillos lanzaban exclamaciones de júbilo en cuanto se acercaba. Los ayudaba en sus juegos, fabricaba sus juguetes, les enseñaba a hacer cometas y canicas y les contaba extensos relatos acerca de aparecidos, brujas e indios. En cualquier lugar de la villa que se encontrara estaba rodeado de un grupo de ellos, colgados de sus faldones o de sus espaldas, y haciéndole mil diabluras con toda impunidad; ni un perro de la vecindad le ladraba.

El gran error de Rip consistía en su invencible aversión por toda clase de trabajo provechoso. Eso no procedía de carencia de asiduidad o perseverancia, pues era capaz de pasarse sentado en una roca húmeda, con una caña tan pesada como la lanza de un tártaro, tratando de pescar todo el día, aunque los peces no se dignasen morder el anzuelo ni una sola vez. Con un fusil al hombro recorría a pie bosques y pantanos durante muchas horas para matar algún pájaro. Nunca se negaba a asistir a un vecino, hasta para el trabajo más duro. Era el primero en tomar parte en todas las diversiones campesinas, como tostar maíz o construir una empalizada de piedras; las mujeres de la aldea se valían de él para los pequeños servicios y hacer aquellas labores menudas que sus esposos, menos corteses, no querían llevar a cabo. En una palabra: Rip estaba pronto a efectuar cualquier trabajo menos el propio: le era completamente imposible mantener su granja en orden o dar cumplimiento a sus deberes de padre de familia.

Afirmaba que no tenía sentido trabajar sus tierras. En todo el país no se encontraba un predio que contuviera tantas dificultades, en igualdad de tamaño. Todo salía mal y saldría mal, a pesar de cualquier cosa que él hiciera. Su empalizada se derrumbaba sola. Su vaca desaparecía o se metía en la granja vecina. En sus campos crecía más aprisa la maleza que cualquier otra cosa que él plantara. La lluvia parecía empeñada en caer justamente cuando se había propuesto trabajar al aire libre. Por todas estas razones las tierras heredadas de sus padres se habían ido reduciendo hasta quedarle sólo una parcela plantada de patatas y maíz que, a pesar de su reducido tamaño, era la granja peor administrada de toda la región.

Sus hijos, por lo descuidados, no parecían pertenecer a ninguna familia. Su primogénito, que se llamaba Rip como él, era su propia estampa y parecía heredar, con los trajes viejos de su padre, todas sus características. Se le veía, generalmente, saltando como un potrillo al lado de su madre, vistiendo un par de pantalones, cortados de otros viejos del autor de sus días, que sostenía con una mano con la misma elegancia con la que una damisela recoge su larga falda para evitar que se ensucie cuando hace mal tiempo.

Sin embargo, Rip Van Winkle era uno de esos felices mortales que, gracias a su innata disposición, toman las cosas como se presentan, comen pan negro o blanco, el que pueda conseguirse con menos dificultades, sin quebraderos de cabeza; y que prefieren morirse de hambre con un penique a trabajar por una libra. Si hubiera estado solo se habría desprendido de todas sus dificultades vitales, pero su mujer no cesaba de echarle en cara su haraganería, su descuido y la ruina que su conducta traía a su familia.

De mañana, al mediodía, de tarde y de noche, aquella mujer no daba descanso a su lengua; cualquier cosa que dijese o hiciera, provocaba, con toda seguridad, un torrente de elocuencia doméstica. Rip tenía un método propio de replicar a estos sermones, que ya se estaba convirtiendo en hábito. Consistía en encogerse de hombros, sacudir la cabeza, bajar los ojos y no decir una palabra. Sin embargo, esta actitud siempre provocaba una nueva andanada de reproches de su mujer, por lo que se veía obligado a retirarse y refugiarse fuera de la casa, el único lugar que corresponde a un marido demasiado paciente.

Sólo un miembro de la familia tomaba partido por él, y era su perro: Lobo, tan perseguido como su dueño, pues la señora Van Winkle consideraba a entrambos como cómplices en la haraganería y hasta atribuía a Lobo el que su marido se perdiera por aquellos andurriales con tanta frecuencia.

Cierto es que, en lo que respecta a las cualidades que deben adornar a un perro honorable, Lobo era tan valiente como cualquier otro animal que hubiera rastreado por los bosques. Pero, ¿qué coraje puede aguantar el eterno terror de una lengua femenina que nada perdona? En cuanto Lobo entraba en la casa, todo su pelambre caía lacio por los costados, metía el rabo entre las piernas, se deslizaba como si fuera culpable de algún terrible crimen y con el rabillo del ojo vigilaba a la señora Van Winkle; a la menor indicación de una escoba salía disparado hacia la puerta, aullando lastimeramente.

A medida que pasaban los años, la situación se hacía cada vez más intolerable para Rip Van Winkle; el mal genio nunca mejora con la edad, y la lengua es el único instrumento cuyo filo aumenta con el uso. Durante algún tiempo se consolaba cuando debía abandonar el hogar conyugal, frecuentando una especie de club abierto a todas horas, formado por todos los sabios, todos los filósofos, así como todas las gentes que no tenían nada que hacer. Mantenían sus sesiones en un banco, delante de una pequeña taberna, cuyo nombre derivaba de un rubicundo retrato de su majestad británica Jorge III. Acostumbraban sentarse a la sombra durante los largos días de verano, hablando sobre las murmuraciones propias de una pequeña ciudad o contando larguísimas y soporíferas historias acerca de naderías. Eran dignos de los tesoros de un hombre de estado los profundos comentarios y discusiones que tenían lugar allí, cuando por casualidad algún viajero les dejaba alguna gaceta anticuada. ¡Con qué atención escuchaban a Derrick Van Bummel leerla en voz alta, arrastrando mucho las palabras! Es cierto que el lector era el dómine del lugar, hombre pequeñito, muy sabiondo y siempre cuidadosamente vestido, que no se asustaba ante la palabra más larga del diccionario. ¡Con qué sabiduría discutían los hechos públicos, varios meses después de ocurridos!

 

Las opiniones de esta junta de notables estaban bajo la influencia de Nicolás Vedder, patriarca de la villa y dueño de la taberna, a cuya puerta estaba siempre sentado desde la mañana hasta la noche, moviéndose sólo lo estrictamente necesario para evitar el sol y quedar siempre bajo la protectora sombra de un árbol, con lo que los vecinos deducían la hora por su posición con tanta certidumbre como si fuera un reloj de sol. Es cierto que muy raras veces hablaba, pero en cambio fumaba continuamente su pipa. Sus discípulos (pues todo gran hombre los tiene), sin embargo, le entendían perfectamente y sabían comprender sus opiniones. Cuando se leía o se contaba algo que no era de su agrado, fumaba nerviosamente su pipa, echando frecuentes bocanadas de humo con gesto de enojo; pero, cuando le gustaba, inhalaba lentamente el humo y lo lanzaba formando nubes ligeras y plácidas. A veces llegaba a sacarse la pipa de la boca, dejando que el oloroso humo girara en volutas alrededor de su nariz, inclinando la cabeza en señal de perfecto asentimiento.

Su terrible esposa logró expulsar a Rip hasta de este último reducto, pues muchas veces interrumpió la serena tranquilidad de aquella asamblea para expresar su opinión acerca de cada uno de los presentes. Ni el mismo Nicolás Vedder estaba seguro ante la audaz lengua de aquella arpía, que le acusó públicamente de fomentar la haraganería crónica de su marido.

El pobre Rip llegó así a un estado de verdadera desesperación; su única posibilidad de escapar al trabajo en su granja o a las vociferaciones de su mujer consistía en tomar la escopeta y recorrer los bosques. Allí se sentaba, a la sombra de un árbol, compartiendo el contenido de su mochila con el pobre Lobo, que gozaba de todas sus simpatías por ser copartícipe de sus sufrimientos. «¡Pobre Lobo! —acostumbraba decir—, tu ama te hace llevar una vida de perros, pero no te preocupes, pues mientras yo viva no te ha de faltar un amigo que te ayude». Lobo meneaba la cola, miraba cariñosamente a su amo, y si los perros pueden sentir piedad, estoy plenamente convencido de que respondía con el mismo afecto a los sentimientos de su señor.

En uno de estos largos paseos, durante un bello día de otoño, Rip llegó, sin darse cuenta, a una de las más elevadas regiones de los Kaatskill. Se dedicaba a su pasatiempo favorito: la caza; en aquellas tranquilas soledades, el eco repetía varias veces los disparos de su escopeta. Por encontrarse cansado se tiró, ya muy entrada la tarde, en un prado cubierto con hierbas de la montaña que terminaba en un precipicio. Desde allí podía divisar hasta gran distancia parte de las tierras bajas. A lo lejos distinguía el señorial Hudson que avanzaba majestuosamente reflejando en sus ondas una nube purpúrea, o el velamen de alguna barca que se deslizaba por su superficie de cristal, para perderse luego en el azulado horizonte.

Por el otro lado se veía un estrecho valle, cuyo suelo estaba cubierto con las piedras que habían caído de la parte superior de la montaña. Los rayos del sol poniente difícilmente penetraban hasta su fondo. Durante algún tiempo, Rip observó distraído la escena; avanzaba la tarde; las montañas empezaban a arrojar sus azules sombras sobre los valles; comprendió Rip que sería completamente de noche cuando llegase a su casa y suspiró profundamente al pensar en lo que diría su mujer.

Cuando se disponía a descender oyó una voz que lo llamaba: «¡Rip Van Winkle, Rip Van Winkle!» Miró en todas direcciones, pero no pudo descubrir a nadie. Creyó que su fantasía lo había engañado y se dispuso a bajar, cuando oyó nuevamente que le llamaban: «¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van Winkle!». Al mismo tiempo, Lobo enarcó el lomo y gruñendo se refugió al lado de su amo, mirando aterrorizado hacia el valle. Rip sintió que un miedo vago se apoderaba de él, miró ansiosamente en la misma dirección y pudo observar una extraña figura que subía lentamente por las rocas llevando una pesada carga sobre los hombros. Se sorprendió al ver un ser humano por aquellas soledades, pero creyendo que fuera alguno de sus vecinos, necesitado de su ayuda, se apresuró a socorrerlo.

Al acercarse, se sorprendió aún más por la extraña apariencia del desconocido. Era un hombre bajo, de edad avanzada, con pelo hirsuto y barba grisácea. Vestía a la antigua usanza holandesa. Llevaba sobre los hombros un pesado barril que parecía estar lleno de licor; hacía señales a Rip para que se acercara a ayudarle. Aunque desconfiaba algo de su nuevo amigo, Rip acudió con su prontitud habitual y, ayudándose mutuamente, ascendieron por un estrecho sendero, que era aparentemente el lecho de un seco torrente. Mientras proseguían su camino, Rip oyó algunas veces extraños ruidos, como de truenos lejanos, que parecían salir de una estrecha garganta, formada por altas rocas, hacia la cual conducía el áspero sendero que seguían. Se detuvo un momento, pero creyendo que el ruido proviniera de una de esas tormentas momentáneas tan frecuentes en las alturas, prosiguió. Pasando por la estrecha garganta, llegaron a una especie de anfiteatro, rodeado de murallas de piedra perpendiculares, por encima de las cuales se asomaban algunas ramas de árboles. Durante todo el camino, tanto Rip como su compañero habían permanecido en silencio, pues aunque el primero se admiraba de que el segundo llevase un barril de licor a aquellas alturas, había algo extraño e incomprensible en el desconocido, que inspiraba respeto e impedía la familiaridad.

Al entrar en el anfiteatro aparecieron nuevos motivos de asombro. En el centro se encontraba un grupo de extraños personajes que jugaban a los bolos. Estaban vestidos de una manera realmente extraña y anticuada, que se parecía a la del guía de Rip Van Winkle. También sus caras eran peculiares: uno tenía una cabeza larga, una cara ancha y ojillos rodeados de grasa, como los de un cerdo; la cara del otro parecía consistir exclusivamente en nariz, y llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico, en cuya cúspide lucía una roja pluma de gallo. Todos tenían barbas de las más diversas formas y colores. Uno de ellos parecía ser el jefe. Era un caballero de edad provecta, muy alto, y cuya apariencia demostraba que había pasado mucho tiempo al aire libre. Aquel grupo le recordaba a Rip las pinturas de la antigua escuela flamenca, que colgaban en el cuarto del párroco y que habían sido traídas de Holanda, en los primeros tiempos de la colonia.

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