Al Faro

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Из серии: Cláscõs
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Capítulo 2




—No se puede ir al faro, James —dijo, parado junto a la ventana, hablando torpemente, pero procurando, por deferencia hacia la señora Ramsay, suavizar la voz para darle al menos cierta apariencia de cordialidad. Odioso hombrecillo, pensó la señora Ramsay, ¿por qué insiste en decir eso?







Capítulo 3




—Quizá al despertarte descubras que brilla el sol y que cantan los pájaros— dijo ella, compadecida, alisando el pelo del pequeñín, porque se daba cuenta de que su marido, con su cáustica afirmación de que no haría buen tiempo, lo había entristecido. Ir al faro era una verdadera pasión de James, estaba claro, y para colmo, como si su marido no hubiera dicho ya bastante, tenía que llegar aquel odioso hombrecillo para refregárselo una vez más.



—Quizá mañana haga buen tiempo— dijo, alisándole el cabello.



Todo lo que podía hacer ahora era admirar el refrigerador y pasar las páginas del catálogo con la esperanza de encontrar algo como un rastrillo, o una segadora, que, con sus púas y sus mangos necesitaran de una habilidad y un cuidado extraordinarios a la hora de recortarlos. Todos aquellos jóvenes parodiaban a su marido, pensó; si el señor Ramsay decía que llovería, ellos aseguraban que se trataría de un verdadero tornado.



Pero allí, de repente, al volver la hoja, su búsqueda de la imagen de un rastrillo o de una segadora se interrumpió. El ronco murmullo, que cesaba de manera irregular cuando las pipas salían de las bocas y luego volvían a entrar, pero cuya continuidad le había hecho tener la seguridad, aun sin oír lo que se decía (estaba sentada en el hueco de la ventana), de que los hombres hablaban animadamente; el sonido que se había prolongado ya por espacio de media hora y que había ocupado su sitio, como una influencia sedante, dentro del conjunto de sonidos que se acumulaba sobre ella —tal como los golpes de las pelotas contra los bates, los repentinos y agudos gritos: “¿Qué tal ha estado eso? ¿Qué te ha parecido?”, que lanzaban periódicamente sus hijos cuando jugaban al críquet—, había cesado; de manera que el monótono golpear de las olas sobre la playa (que en su mayor parte ponía un ritmo mesurado y sedante a sus pensamientos y parecía repetir consoladoramente, una y otra vez, cuando estaba sentada con sus hijos, las palabras de alguna antigua canción de cuna, susurrada por la naturaleza, “Te estoy protegiendo, te sirvo de apoyo”, aunque en otros momentos, de repente y de manera inesperada, sobre todo cuando su mente se elevaba ligeramente sobre la tarea que tenía entre manos en aquel momento, dejaba de tener aquel significado amable y se transformaba en un fantasmal tamborileo que imitaba inexorable el ritmo de la vida, y que le hacía pensar en la destrucción de la isla y su desaparición bajo el mar, previniéndola, a la vista de cómo cada uno de sus días se esfumaba en una rápida sucesión de actividades, de que todo era tan efímero como un arco iris), que había quedado oscurecido y oculto bajo los otros ruidos, tronó de repente en sus oídos con su gruñido cavernoso y le hizo alzar la vista con un repentino sentimiento de terror.



Habían dejado de hablar; ésa era la explicación. Pasando en un segundo de la tensión que la había atenazado tan bruscamente hasta el extremo opuesto que, como para resarcirla por su innecesario gasto de emoción, resultaba fresco, divertido e incluso ligeramente malicioso, concluyó que el pobre Charles Tansley había sido expulsado. A ella no le importaba nada, por supuesto. Si su marido necesitaba sacrificios (como de hecho sucedía a veces), le ofrecía alegremente a Charles Tansley, que había maltratado de palabra a su pequeñín.



Escuchó un momento más, con la cabeza erguida, como si aguardara algún sonido habitual, algún sonido mecánico y regular; y luego, al oír algo rítmico, mitad dicho, mitad cantado, que comenzaba en el jardín, mientras su marido recorría la terraza de un extremo a otro, algo situado a medias entre el graznido y la canción, se tranquilizó una vez más, convencida nuevamente de que todo iba bien y, al mirar el folleto que tenía sobre la rodilla, encontró la fotografía de una navaja con seis hojas que sólo se podría recortar bien si James ponía mucho cuidado.



De repente un grito estentóreo, como de un sonámbulo despierto a medias. Bajo una tempestad de metralla y obuses resonó en sus oídos con gran vigor y le hizo volver la cabeza, preocupada, para ver si alguien había oído a su marido. La tranquilizó descubrir únicamente a Lily Briscoe, cuya presencia carecía de importancia. Aunque verla con su caballete en el límite del césped le hizo recordar que se había comprometido a no mover apenas la cabeza, dentro de lo posible, en beneficio del cuadro de Lily. ¡El cuadro de Lily! La señora Ramsay sonrió. No era fácil que se casara, con aquellos ojitos suyos tan achinados y las facciones siempre un poco contraídas, ni tampoco era posible tomarse muy en serio su pintura, pero era una criatura independiente y la admiraba por ello, de manera que, recordando su promesa, inclinó la cabeza.







Capítulo 4




Casi le derribó el caballete al bajar y pasar junto a ella agitando los brazos y gritando: “Audaces cabalgamos y seguros”, pero, por fortuna, giró bruscamente y se alejó con su caballo, para morir gloriosamente, supuso Lily, en las alturas de Balaklava. Nunca había existido nadie tan ridículo y tan alarmante al mismo tiempo. Aunque mientras siguiera así, moviendo los brazos y gritando, estaba a salvo; no se exponía a que el señor Ramsay se detuviera a contemplar su lienzo. Porque eso era lo que Lily Briscoe no hubiera podido soportar. Incluso mientras sopesaba volumen, línea y color, y a la señora Ramsay sentada con James en el hueco de la ventana, mantenía una antena desplegada, no fuese a ser que alguien se deslizara, inadvertido, y se encontrara, de repente, con que su cuadro era objeto de examen. Y ahora, aunque con todos los sentidos en pleno rendimiento, por así decirlo, esforzados al máximo, hasta que el color del muro y de las clemátides moradas que había detrás le quemaban los ojos, advirtió de todos modos que alguien salía de la casa y se dirigía hacia ella, pero, de algún modo, por el ruido de los pasos, adivinó que se trataba de William Bankes, de manera que, si bien le tembló el pincel, no puso la tela del revés sobre la hierba, como hubiera hecho si se tratara del señor Tansley, de Paul Rayley, de Minta Doyle o, prácticamente, de cualquier otra persona, sino que la dejó donde estaba. William Bankes se colocó a su lado.



Ambos dormían en el pueblo, por lo que, con motivo de llegadas y salidas, y al separarse ya tarde en los quicios de las puertas, habían hecho breves comentarios sobre la sopa, los niños, esto y lo de más allá, que habían servido para convertirlos en aliados; de manera que al detenerse ahora a su lado con su actitud crítica (era lo bastante mayor para ser su padre, además de botánico y viudo, con olor a jabón y muy escrupuloso y limpio) Lily siguió donde estaba. Y él no se movió. Los zapatos de Lily eran excelentes, comentó William Bankes. Permitían que los dedos tuvieran su expansión natural. Por alojarse en la misma casa que ella, también había reparado en su amor por el orden: en pie antes del desayuno para, creía él, salir a pintar; pobre, probablemente, y sin el excelente cutis ni el atractivo de la señorita Doyle, desde luego, pero con una sensatez que, a sus ojos, la colocaba en una categoría superior. Ahora, por ejemplo, cuando Ramsay se dirigía hacia ellos gritando, gesticulando, estaba seguro de que la señorita Briscoe entendía.



Error, trágico error.



El señor Ramsay los miró con ira. Los miró con ira sin dar la impresión de verlos, lo que hizo que ambos se sintieran vagamente incómodos. Juntos habían presenciado algo que no les estaba destinado. Habían invadido la intimidad ajena. Por ello, pensó Lily, el deseo de encontrar una excusa para moverse, para alejarse del alcance de otros oídos, empujó casi de inmediato al señor Bankes a decir algo sobre la frialdad de la mañana y a sugerir que dieran un paseo. Estaba dispuesta a acompañarle, desde luego. Pero le costó trabajo apartar los ojos del cuadro.



Las clemátides eran de color violeta brillante; el muro, de un blanco llamativo. Lily hubiera considerado deshonesto modificar el violeta brillante y el blanco llamativo, puesto que los veía así, aunque desde la visita del señor Paunceforte estuvieran de moda la palidez, la elegancia, la semitransparencia. Además, debajo del color estaba la forma. Lily lo veía todo con gran claridad, lo dominaba con la vista, pero las cosas cambiaban cuando empuñaba el pincel. En el momento en que comprobaba la inevitable divergencia entre imagen y lienzo se apoderaban de ella los demonios que con frecuencia la llevaban al borde de las lágrimas y que hacían tan temeroso como pueda ser para un niño recorrer un pasillo oscuro el paso de la idea a la pincelada. Con frecuencia era eso lo que sentía: que luchaba contra obstáculos terribles para no perder por completo el valor; para decir “pero lo que veo es eso; precisamente eso”, y poder estrechar así contra el pecho algún miserable resto de su visión, que mil fuerzas contrarias se esforzaban con ahínco por arrebatarle. Y era entonces también, mientras empezaba a pintar, cuando, de manera fría y ventosa, le imponían su presencia otras cosas, su propia insuficiencia, su insignificancia, el hecho de administrar la casa de su padre en una calle que daba a Brompton Road, por todo lo cual le costaba mucho controlar el impulso (gracias a Dios, siempre superado hasta el momento) de arrojarse a los pies de la señora Ramsay y decirle..., pero ¿qué era lo que le podía decir? “Estoy enamorada de usted?” No, eso no era cierto “Estoy enamorada de todo esto”, al tiempo que movía la mano para señalar el seto, la casa, sus hijos. Era absurdo, imposible. De manera que depositó cuidadosamente los pinceles en la caja, perfectamente paralelos, y le dijo a William Bankes:

 



—Ha empezado a hacer frío de repente. Se diría que el sol da menos calor— dijo mirando a su alrededor, porque aún había luz suficiente, la hierba era de un color verde intenso, la casa, cuyo manto de verdor se engalanaba con las flores moradas de las pasionarias, y los grajos, que dejaban caer desde el alto azul sus graznidos indiferentes. Estaban en septiembre, después de todo, mediados de septiembre, y ya habían dado las seis. De manera que se alejaron jardín abajo en la dirección acostumbrada, más allá de la pista de tenis, más allá de la hierba de las pampas, hasta la abertura en el espeso seto, custodiada por tritomas de color escarlata, semejantes a braseros de carbones encendidos, entre los que las aguas azules de la bahía parecían más azules que nunca.



Todas las tardes llegaban hasta allí, empujados por alguna oscura necesidad. Era como si el agua pusiera a flote y lanzase a navegar pensamientos que habían quedado paralizados en tierra firme e incluso aliviara de algún modo sus cuerpos. En primer lugar, el latido del color inundaba la bahía de azul, y el corazón se expandía con ello y el cuerpo nadaba, aunque un momento después se viera detenido y helado por la negrura espinosa de las olas contrariadas. Luego, casi todas las tardes, el mar estallaba irregularmente, alzándose por detrás de la gran roca negra, de manera que había que estar vigilante y era una delicia cuando se producía, una fuente de agua blanca; después, mientras se esperaba el estallido, seguían contemplándose, en la pálida playa semicircular, las olas que derramaban sucesivamente, con gran suavidad, su capa nacarada.



Los dos se quedaron allí, sonrientes. Compartían el mismo júbilo, excitados por el movimiento de las olas y la rápida carrera cortante de un barquito velero que, después de haber seccionado una curva en el mar, se detuvo, estremecido, y arrió la vela; luego, con un instinto natural para completar el cuadro, después de aquel rápido movimiento los dos contemplaron las dunas lejanas y, en lugar de sentir alegría, les invadió la tristeza: en parte porque se trataba de algo ya terminado y en parte porque los paisajes distantes (pensaba Lily) parecían sobrevivir en un millón de años a quienes los contemplaban y comunicarse con un cielo cuya mirada caía sobre una tierra enteramente entregada al reposo.



Mientras contemplaba los remotos montículos de arena, William Bankes pensó en Ramsay: pensó en una carretera de Westmorland y en Ramsay avanzando por ella envuelto en aquel aislamiento que parecía ser su ambiente natural. Pero aquello se vio repentinamente interrumpido, recordaba William Bankes (y debía referirse a algún incidente real), por un ave que extendía las alas para proteger a sus crías, lo que motivó que Ramsay, deteniéndose, empuñara su bastón para señalarla y dijese: “¡Qué bonito, qué bonito!”, lo que iluminaba de manera peculiar sus sentimientos, había pensado Bankes, poniendo de manifiesto su sencillez, su amor por las cosas humildes; pero también le parecía que su amistad se había extinguido allí, en aquel trecho de carretera. Ramsay se había casado poco después. Desde entonces, entre unas cosas y otras, su amistad se había marchitado. No era capaz de saber quién tenía la culpa; tan sólo que, al cabo de algún tiempo, la repetición había ocupado el sitio de la novedad. Se reunían para repetir. Pero, en aquel coloquio mudo con las dunas, Bankes mantenía que su afecto por Ramsay no había decrecido en modo alguno; porque allí, como el cuerpo de un joven enterrado durante un siglo en una turbera, con el rojo de la vida aún fresco en los labios, estaba su amistad, con todo su vigor y toda su realidad, extendida a través de la bahía y entre las dunas.



En razón de aquella amistad y también quizá por el deseo de declararse inocente ante su propia conciencia de la acusación de haberse secado y de haberse encogido —porque Ramsay vivía en medio de una nube de hijos, mientras Bankes no tenía ninguno y era viudo—, le preocupaba que Lily Briscoe pudiera denigrar a Ramsay (un gran hombre a su manera), aunque también deseaba que entendiera cuál era la naturaleza de su relacione. Iniciada muchos años atrás, su amistad se había desintegrado en una carretera de Westmorland, en el sitio donde un ave extendió las alas sobre sus polluelos; después de lo cual Ramsay se había casado y, como sus sendas siguieron direcciones diferentes, se había producido, sin que nadie tuviera la culpa, cierta tendencia, cuando se reunían, a la repetición.



Sí. Eso era. Terminó su examen y dio la espalda al paisaje. Al volverse para caminar en la dirección opuesta, remontando la senda que llevaba hacia la entrada de la casa, el señor Bankes se dejó afectar por cosas que le habrían dejado indiferente si aquellas dunas no le hubieran mostrado el cuerpo de su amistad, con los labios todavía encendidos, enterrado en la turbera; no se habría fijado, por ejemplo, en Cam, la hijita pequeña de Ramsay, que recogía florecillas silvestres en la ladera. La chiquilla se mostró decididamente arisca. No estaba dispuesta a “dar una flor al caballero”, como le indicó su niñera. ¡No y no! ¡No se la daría! Apretó los puños. Pataleó. Y el señor Bankes se sintió viejo y triste y mal puesto en cierto modo, la amistad con el padre de Cam. Debía de ser cierto que se había secado y encogido.



Los Ramsay no eran ricos y era un milagro cómo lograban arreglárselas. ¡Ocho hijos! ¡Criar a ocho hijos con la filosofía! Allí estaba otro, Jasper esta vez, cruzándose con ellos, dispuesto a disparar contra algún pájaro, explicó, con gran aplomo, agitando de pasada, la mano de Lily al estrechársela como si fuera un guimbalete, lo que hizo que el señor Bankes comentara, con amargura, que a ella sí se le apreciaba. Había que pensar además en la educación de los chicos (era posible, desde luego, que la señora Ramsay dispusiera de algún recurso propio), por no mencionar el desgaste diario de zapatos y calcetines de aquellos angulosos implacables “muchachotes”, todos crecidos ya. En cuanto a saber quién era quién, eso estaba por encima de sus posibilidades. En privado les daba nombres de reyes y reinas de Inglaterra:



Cam la Perversa, James el Implacable, Andrew el justo, Prue la Bella —porque Prue sería muy hermosa, pensó, ¿cómo podría ser de otro modo?—; a Andrew, por su parte, le correspondía la inteligencia. Mientras se dirigían hacia la casa y Lily Briscoe decía sí y no y ponía el remate a sus comentarios (porque estaba enamorada de todos ellos, enamorada de aquel mundo), el señor Bankes sopesó el caso de Ramsay, lo compadeció, lo envidió, como si le hubiera visto despojarse de la gloria derivada del aislamiento y de la austeridad que le adornaba de joven para cargarse definitivamente con el engorro de los revoloteos y los cloqueos domésticos. Era cierto que le aportaban algo,William Bankes lo reconocía; hubiera sido agradable que Cam le colocase una flor en el ojal o que se le subiera al hombro, como hacía con su padre, para ver un cuadro del Vesubio en erupción; pero, al mismo tiempo, y sus antiguos amigos tenían que sentirlo inevitablemente, también habían destruido algo. ¿Qué pensaría ahora un extraño? ¿Qué pensaba, por ejemplo, Lily Briscoe? ¿Podía dejar de advertir que se encenagaba en sus costumbres? ¿En sus excentricidades y debilidades, quizá? Era asombroso que un hombre de su inteligencia cayera tan bajo —aunque era una expresión demasiado dura—, que dependiera tanto de los elogios ajenos.



—Pero —dijo Lily— ¡piense en su trabajo!



Siempre que Lily “pensaba en el trabajo del señor Ramsay”, aparecía con toda claridad ante sus ojos una gran mesa de cocina. Andrew era el culpable. Lily le había preguntado cuál era el tema de los libros de su padre. “El sujeto, el objeto y la naturaleza de la realidad”, había respondido Andrew. Y cuando ella comentó que no tenía ni idea de lo que quería decir: “Piense entonces en una mesa de cocina”, fue la contestación de Andrew, “cuando usted no esté presente”.



Así que ahora siempre veía, cuando pensaba en el trabajo del Sr. Ramsay, una mesa de cocina restregada. Se alojaba ahora en la ramificación de un árbol de peras, pues habían llegado al huerto. Y con un doloroso esfuerzo de reflexión, ella concentró su mente, no en la corteza plateada del árbol o sobre sus hojas con formas de peces, sino en una mesa de cocina fantasma, una de esas mesas de trabajo de cocina limpias, vetadas y con nudos, cuya virtud parece exponerse por los años de integridad muscular, que se quedó ahí sus cuatro patas en el aire



Como era lógico, si los días de alguien transcurrían en aquella contemplación de esencias angulares, renunciando a maravillosos atardeceres, con azules y platas y nubes de color naranja rojizo, a cambio de una simple mesa de madera con sus cuatro patas (siendo como era una característica de las mentes más preclaras obrar así), naturalmente no se podía juzgar a ese alguien como si fuera una persona corriente.



Al señor Bankes le agradó el que lo obligara a “pensara en su trabajo”, porque había pensado en él con mucha frecuencia. Había dicho innumerables veces: “Ramsay es uno de esos hombres que dan lo mejor de sí antes de cumplir los cuarenta”. Sin duda había hecho una destacada aportación a la filosofía con el libro que publicó cuando sólo tenía veinticinco años; lo que había llegado después no pasaba de ser, más o menos, ampliación y repetición de aquel primer trabajo. —Pero el número de personas que hacen una destacada aportación a cualquier campo del saber son muy pocos—, dijo Bankes deteniéndose junto al peral, con su ropa bien cepillada, escrupulosamente exacto, exquisitamente imparcial. De repente, como si el movimiento de la mano de su acompañante lo hubiera liberado, el peso total de sus impresiones sobre el señor Bankes se volcó, derramando, en tremenda avalancha, todo lo que Lily sentía acerca de él. Tras aquella primera sensación ascendió, como en una columna de humo, la esencia de su ser, que fue la segunda sensación. Lily se sintió paralizada por la intensidad de sus percepciones; se trataba de su severidad, de su bondad. Respeto cada uno de los átomos de su ser (le dijo sin palabras); no es usted vanidoso, sino completamente impersonal; es mejor que el señor Ramsay; es usted el mejor ser humano que he conocido; no tiene ni esposa ni hijos (Lily anhelaba amar aquella soledad, con abstracción de cualquier componente sexual), vive usted para la ciencia (involuntariamente aparecieron ante sus ojos trozos de papa); elogiarle sería para usted un insulto, ¡hombre generoso, de corazón puro, heroico! Pero, al mismo tiempo, recordó cómo había llegado hasta allí acompañado por un criado; que se oponía a que los perros se subieran a las sillas; y que se extendía durante horas (hasta que el señor Ramsay se marchaba dando un portazo) sobre la sal que había que echar a las verduras y sobre la inequidad de las cocineras inglesas.



Entonces, ¿cómo funcionaba todo aquello? ¿Cómo juzgar a las personas, pensar en ellas? ¿Cómo sumar esto y lo de más allá y concluir que era agrado, o desagrado, lo que se sentía? ¿Y qué valor había que dar a aquellas palabras, después de todo? Inmóvil, se diría que paralizada junto al peral, se derramaron sobre ella impresiones sobre aquellos dos hombres, por lo que sus pensamientos se precipitaron como si se tratara de una voz que hablaba demasiado deprisa para apuntar lo que decía, aunque la voz era su propia voz diciendo sin apuntador cosas innegables, eternas, contradictorias, de manera que incluso las fisuras y los bultos de la cortezas del peral quedaban irrevocablemente fijados para la eternidad. Usted tiene grandeza, –continuó, mientras que el señor Ramsay carece por completo de ella, porque es mezquino, interesado, vanidoso, egoísta; mimado en exceso; tiránico; mata a trabajar a la señora Ramsay; pero posee aquello de lo que usted (dirigiéndose al señor Bankes) carece: un ardiente desprecio del mundo; no sabe nada sobre trivialidades y le gustan los perros y sus hijos, que suman ocho. Usted, en cambio, no tiene ninguno. ¿No bajó la otra noche con dos chaquetas y dejó que la señora Ramsay le recortara el pelo con ayuda de un molde de repostería? Todo aquello subía y bajaba, como una nube de mosquitos, todos distintos, pero todos milagrosamente controlados por una invisible red elástica; bailaban arriba y abajo en la mente de Lily, alrededor del peral y entre sus ramas, donde aún permanecía suspendida en efigie la mesa de cocina muy bien fregada, símbolo de su profundo respeto por la inteligencia del señor Ramsay,

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