Viaje a los Pirineos y los Alpes

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Из серии: Alhena Literaria
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Ninguno de esos redactores ha tenido aún la idea de escribir «Goth» (godo). Hasta el presente, no he constatado ese matiz más que en las sátiras de Viennet y en los folletines de Le Constitutionnel2

El amanuense del despacho Dotézac escribió primero Gau, pero vaciló un instante, miró la palabra que acababa de trazar y, al encontrarla sin duda un poco desnuda, añadió una x. Así es que bajo el nombre de señor Gaux subí al temible banquillo en el que Dotézac Hermanos paseaba a sus pacientes durante cincuenta y cinco leguas.

Ya había observado que a los jorobados les gusta la imperial de los vehículos. No quiero profundizar sobre las armonías, pero el caso es que en la imperial de la diligencia de Meaux había encontrado uno y en la imperial de la diligencia de Bayona encontré dos. Viajaban juntos y lo que hacía curiosa a la pareja es que uno era jorobado por detrás y el otro por delante. El primero parecía ejercer no sé qué ascendiente sobre el segundo, que tenía su chaleco entreabierto y desabrochado, y cuando yo llegué le estaba diciendo: «Querido mío, abróchese su deformidad.»

El conductor del coche miraba a los dos jorobados con aire humillado. El buen hombre era idéntico al señor de Rambuteau3. Al contemplarle, me decía que quizá bastara con afeitarle para hacer de él un prefecto del Sena, y que también bastaría con que el señor de Rambuteau no se afeitara para hacer de él un excelente conductor de diligencias.

La asimilación, como se dice hoy en día en el lenguaje político, no tiene nada de insultante ni de ofensivo. Una diligencia es mucho más que una prefectura; representa la imagen perfecta de una nación con su constitución y su gobierno. La diligencia cuenta con tres compartimentos, como el estado. La aristocracia está en el cupé; la burguesía, en el interior; el pueblo, en la rotonda. En la imperial, por encima de todos, están los soñadores, los artistas, la gente desclasada. La ley es el conductor, a quien se trata a menudo de tirano; el ministerio, el postillón, que cambia en cada relevo. Cuando el coche está demasiado cargado de equipajes, es decir, cuando la sociedad pone los intereses materiales por encima de todo, corre el peligro de volcar.

Ya que rejuvenecemos las metáforas antiguas, aconsejo a los dignos letrados que muchas veces se enredan en su estilo con «la nave del estado», que de ahora en adelante digan «la diligencia del estado». Será menos noble, pero más exacto.

Por lo demás, recorríamos la ruta, muy bella, a buena marcha. Eso dio lugar a una lucha entre la diligencia Dolézac y otro vehículo al que los postillones Dolézac llamaban desdeñosamente la competencia, sin designarlo de otra manera. Ese coche me pareció bueno; era nuevo, elegante y bonito. De vez en cuando nos pasaba, y entonces trotaba una hora o dos delante de nosotros a veinte pasos, hasta que le devolvíamos la jugada. Algo muy desagradable. En los antiguos combates clásicos, se hacía «morder el polvo» al adversario; en estos, se contentaban con hacérselo tragar.

Las Landas, de Bazas a Mont-de-Marsan, no son otra cosa que un interminable bosque de pinos, salpicado aquí y allá por grandes robles y cortado por inmensos claros que cubren hasta perderse las verdes landas, las retamas amarillas y los brezales violetas. La presencia del hombre se aprecia en las partes más desiertas de este bosque por largas tiras de corteza sacadas del tronco de los pinos para el aprovechamiento de la resina.

No hay pueblos, pero a intervalos se ven dos o tres casas de grandes tejados, cubiertos por tejas curvas, a la manera de España, y resguardadas bajo las ramas de robles y castaños. A veces, el paisaje se hace más árido, los pinos se pierden en el horizonte y todo son brezales o arena; algunas cabañas bajas aparecen aquí y allá, medio enterradas por una especie de piel de helechos secos aplicados a la pared; luego, ya no hay nada más al borde de la carretera que la choza de adobe de algún peón caminero y, a veces, un amplio círculo de hierba quemada y cenizas, que indica el emplazamiento de una hoguera nocturna.

Todo tipo de rebaños pacen en los brezales, rebaños de ocas y de cerdos conducidos por niños, rebaños de corderos negros o rojizos conducidos por mujeres, rebaños de bueyes con grandes cuernos conducidos por hombres a caballo. A tal rebaño, tal pastor.

Sin darme cuenta y pensando que sólo estaba describiendo un desierto, acabo de escribir una máxima de estado.

Y a propósito, ¿querrá usted creer que mientras atravesábamos las Landas todo el mundo estaba hablando de política? No le pega nada a un paisaje como ése, ¿no es verdad? Un aliento revolucionario agitaba a los viejos pinos.

Era justo el momento en el que Espartero se desmoronaba en España. Todavía no se sabía nada y se presentía todo. Los postillones, al subirse en su asiento, decían al conductor: «Está en Cádiz». «No, se ha embarcado». «Sí, para Inglaterra». «No, para Francia». «No quiere saber nada ni de Francia ni de Inglaterra, se va a una colonia española». «¡Bah!».

A medida que nos acercábamos a Mont-de-Marsan, los caminos se llenaban de españoles, a pie, a caballo, en coches, viajando en grupos o en solitario. Sobre una carreta cargada con hombres andrajosos, vi a una joven campesina vestida con gracia y que tenía sobre su bonita cabeza seria y dulce el sombrero más exquisito que se pueda ver, negro ribeteado con algo rojo; era encantador. ¿Qué se puede decir de una política que tiene ramalazos capaces de expulsar de su país a una joven tan bonita y elegante?

Mientras llegan los nuevos refugiados, los antiguos vuelven. En dos berlinas correo que galopaban en sentido inverso y que habían tenido que cruzarse vi a la duquesa de Gor, que iba hacia Madrid, y a la duquesa de San Fernando4, que iba hacia París. Dos diligencias llenas de españoles se cruzaron a medio camino entre Captieux y Les Traverses y, siguiendo una costumbre de los postillones en casos semejantes, se intercambiaron sus tiros. Los mismos caballos que iban a devolver a la patria a los proscritos de ayer llevaban hacia el exilio a los proscritos de hoy.

De todas formas, fuera cual fuera la revolución que tenía lugar tan cerca de nosotros, no alteraba más que superficialmente a la severa y tranquila naturaleza. El viento que desplaza a las potencias y remueve los tronos no hace que caiga más deprisa la piña que tiembla al borde de la rama. Las carretas de bueyes uncidos pasaban con su gravedad antigua a través de las sillas de posta y de las diligencias espantadas.

Nada hay más extraño, dicho sea de paso, que esas yuntas de bueyes. La carreta es de madera, con cuatro ruedas iguales, lo que indica que nunca gira sobre sí misma y siempre va recto hacia delante. Los bueyes están completamente cubiertos por una tela blanca que se arrastra por tierra; tienen, entre los cuernos, una especie de peluca hecha de piel de cordero y, sobre el morro, una redecilla blanca con franjas que remeda de maravilla una barba. Unas cuantas ramas de roble colocadas alrededor de su cabeza completan el tocado. Los bueyes, así aderezados, tienen un falso aire de sacerdotes de tragedias; se parecen, hasta el punto de que se les podría confundir con ellos, a los comparsas del Théâtre-Français disfrazados de druidas o flámenes.

En Bazas, como habíamos puesto pie a tierra, uno de esos bueyes pasó cerca de mí con un empaque tan majestuoso y tan pontifical que estuve tentado de decirle:

Les prêtres ne sont pas ce qu’un vain peuple pense5

Incluso creo que lo dije en voz alta. Aunque debo añadir, para ser exacto, que no me mugió ninguna réplica.

Más allá de Rochefort, las landas se animan con las tejerías que se encuentran de vez en cuando; unas, abandonadas y muy antiguas, se remontan hasta los tiempos de Luis XIII, como atestigua la clave de sus arquivoltas; otras, trabajando de pleno y en pleno esfuerzo, humeando por todos los lados, como un haz de leña verde sobre una gran hoguera.

Hace treinta años, cuando era pequeño, viajé por este país. Me acuerdo de que los coches iban al paso, las ruedas se hundían en la arena hasta la mitad. No había una carretera trazada. De vez en cuando, se encontraba un trozo de camino formado por troncos de pino yuxtapuestos y atados entre ellos, como en el piso de los puentes rústicos. Hoy, las arenas están atravesadas, de Burdeos a Bayona, por una larga calzada bordeada de álamos que casi tiene la belleza de los empedramientos romanos.

Dentro de un tiempo, esta calzada, esfuerzo de industria y de perseverancia, descenderá al nivel de las arenas y después desaparecerá. El suelo tiende a hundirse bajo ella y a engullirla, como engulló la vía militar construida por Bruto que iba del Cap Breton, Capus Bruti, a Boios, hoy Buch, y la otra vía, obra de César, que atravesaba Ganarde, Saint-Géours y Saint-Michel de Jouarare.

Señalo de paso que esas dos palabras, Jovis ara, ara Jovis, han engendrado muchos nombres de ciudades, que, aun teniendo el mismo origen, apenas se parecen hoy, desde Jouarre en Champagne y Jouarare en las Landas hasta Aranjuez en España.

De Rochefort a Tartas, los pinos dejan paso a una multitud de otros árboles. Una vegetación variada y poderosa se apropia de las llanuras y las colinas, y la carretera corre a través de un precioso jardín. Se pasa a cada momento por viejos puentes de arcos ojivales y encantadores ríos. Primero el Douze, luego el Midou, más tarde el Midouze, formado, como indica su nombre, por el Douze y el Midou, por último el Adour. La sílaba dour o dou, que se encuentra en todos esos nombres, procede evidentemente de la palabra celta our, que significa curso de agua.

 

Todos esos ríos están profundamente encajados, son límpidos, verdes y alegres. Las jóvenes hacen la colada al borde del agua; los jilgueros cantan entre las matas; una vida feliz se respira en esa plácida naturaleza.

Sin embargo, alguna vez, miras más allá del horizonte de brezales y pinares enrojecidos por el sol poniente y recuerdas que estás en las Landas. Te das cuenta de que más allá del risueño jardín, salpicado de las preciosas ciudades de Rochefort, Mont-de-Marsan o Tartas, surcado por frescos ríos, como el Adour, el Douze o el Midou, a pocas leguas de distancia, más allá del bosque, está el secarral, la landa, el desierto, una sombría soledad en la que la cigarra canta, el pájaro calla, desaparece toda presencia humana, y que atraviesan silenciosamente, de tanto en vez, caravanas de grandes bueyes ataviados con sudarios blancos, y se dice que más allá de esas soledades de arena están las marismas, soledades de agua, Sanguinet, Parentis, Mimizan, Léon, Biscarosse, con su salvaje población de lobos, turones, jabalíes y ardillas, con su inextricable vegetación de alcornoques, laureles, acacias, jarales con hojas de salvia, acebos enormes, espinos albares gigantescos y aliagas de veinte pies de alto, con sus bosques vírgenes en los que uno no puede adentrarse sin un hacha y una brújula; te imaginas en medio de esos inmensos bosques al gran Cassou, el misterioso roble cuyo repugnante ramaje vertía sobre toda la comarca las supersticiones y los terrores. Piensas que más allá de las marismas están las dunas, montañas de arena que caminan, que hacen retroceder a las marismas, que engullen pinares, pueblos y campanarios, y a las que los huracanes cambian la forma; y se dice que más allá de las dunas está el océano. Las dunas devoran las marismas, el océano devora las dunas.

Así es que el pensamiento atraviesa las cuatro zonas; las landas, las marismas, las dunas, el mar. Las imaginas una tras otra, cada una más salvaje que la anterior. Ves a los buitres volando por encima de las landas, a las grullas por encima de las marismas y a las gaviotas sobre el mar. Miras cómo se arrastran por las dunas las tortugas y las serpientes. Te aparece el espectro de una naturaleza taciturna. La ensoñación ocupa la mente. Paisajes desconocidos y fantásticos se estremecen y resplandecen ante tus ojos. Unos hombres apoyados en largos bastones y aupados en zancos pasan por las brumas del horizonte sobre la cresta de las colinas, como grandes arañas. Crees ver cómo se alzan en las ondulaciones de las colinas las enigmáticas pirámides de Mimizan, y aguzas el oído como si se escuchara el canto agreste de las campesinas de Parentis, y miras a lo lejos como si vieras vagar descalzas entre las olas a las hermosas muchachas de Biscarosse ataviadas como diosas del mar.

Porque el pensamiento tiene sus espejismos. Los viajes que la diligencia Dotézac no hace, los recorre la imaginación.

Pero llegas a Tartas, la antigua capital de Les Tarusates, una bonita ciudad a orillas del Midouze. En la edad media era una de las cuatro senescalías del ducado de Albret. Las otras tres eran Nérac, Castel-Moron y Castel-Jaloux. Al pasar, saludé, a la izquierda de la carretera, a un paño aún en pie de la venerable muralla que resistió, en 1440, al terrible captal6 de Buch y dio tiempo a que llegara Carlos VII. Las gentes de Tartas construyen albergues y merenderos con los muros que hicieron su patria.

Cuando dejábamos Tartas, una liebre enorme salió de un talud cercano, atravesó la carretera y se detuvo a un tiro de piedra en una pradera, desde donde miró audazmente a la diligencia. La bravura de las liebres en este país procede sin duda de que saben que fueron ellas las que dieron nombre a la casa de Albret. Están pletóricas de orgullo y se comportan, llegado el caso, como liebres gentilhombres.

Pero caía la noche. El crepúsculo, que tantos hermosos versos inspiró a Virgilio, todos parecidos en la idea, todos diferentes en la forma, vertía la sombra sobre el paisaje y el sueño sobre los párpados de los viajeros. A medida que se espesaban las tinieblas y difuminaban las informes siluetas del horizonte, me parecía —¿era una ilusión nocturna?— que el país se hacía más salvaje y más agreste, que los pinares y los claros reaparecían y que recorríamos en realidad, bajo una profunda oscuridad, el viaje por las Landas que había imaginado horas antes. El cielo estaba estrellado, la tierra no ofrecía a la vista más que una especie de llanura tenebrosa en la que aquí y allá vacilaban algunos resplandores rojizos, como si hubiera fogatas de pastores encendidas entre los brezales; se oía, sin ver ni distinguir nada, el soniquete agudo y delicado de las esquilas, semejante a un armonioso hormigueo; luego, volvía el silencio y, en la noche, el carruaje parecía rodar ciegamente en una soledad oscura, en la que, de trecho en trecho, aparecían anchos charcos de claridad entre los árboles negros y revelaban la proximidad de las marismas.

Yo me sentía feliz, había percibido en varias ocasiones el olor de las enredaderas, que me recordaba mi infancia, y pensaba en todos los que me aman, olvidaba a todos los que me odian, y miraba a través de la sombra, por así decirlo, con la mirada perdida, dejando que en mi ensoñación se mezclaran las vagas figuras de la noche que pasaban ante mis ojos.

Los dos jorobados me habían dejado en Mont-de-Marsan, estaba solo en el banquillo, llegaba el frío; me arropé con mi abrigo y poco después me dormí.

El sueño que permite un carricoche que te lleva al galope es un sueño claro a través del que se siente y se oye. En un momento dado, el conductor bajó, la diligencia se detuvo. La voz del conductor decía: «señores viajeros, estamos en el puente de Dax.» Después, las puertas se abrieron y se volvieron a cerrar, como si los viajeros pusieran pie a tierra. Luego, la diligencia se estremeció y reanudó la marcha. Momentos más tarde, los cascos de los caballos resonaron como si marchasen sobre madera; la diligencia, bruscamente inclinada hacia delante, tuvo un violento sobresalto; abrí un ojo, el postillón, inclinado sobre sus caballos, parecía mirar ante sí con una inquieta precaución. Abrí los dos ojos.

El pesado vehículo, excesivamente cargado, arrastrado por cinco caballos enganchados con cadenas, iba al paso por un puente de madera, en una especie de vía estrecha flanqueada a la izquierda por un parapeto muy bajo, y a la derecha por un montón de vigas y maderos; por debajo del puente, un río bastante ancho corría con bastante profundidad, lo que aumentaba aún más la incertidumbre de la noche. En algunos momentos, la diligencia se inclinaba; en algunos sitios faltaba el parapeto. Me incorporé sobre mi asiento. Estaba sobre la imperial, el conductor no había vuelto a su sitio; el coche seguía andando. El postillón, siempre inclinado sobre su tiro, al que la linterna del cupé apenas iluminaba, rezongaba no sé qué enérgicas exclamaciones. Por fin, los caballos subieron una pequeña pendiente, un nuevo sobresalto estremeció la diligencia y se detuvo de nuevo. Estábamos en la carretera.

Los viajeros, que habían pasado el puente a pie antes que el coche, volvieron a los tres compartimentos y, mientras abrían y volvían a cerrar las portezuelas, oía al conductor que decía: «¡Maldito puente!, siempre en obras.» «¿Cuándo estará terminado?» «La policía es un desastre en Dax. Los carpinteros dejan sus herramientas en el camino de la diligencia para que vuelque.» «Durante un momento, me he visto con la diligencia en el río.» «No se pueden figurar el peligro que tiene.» «Un día de estos, ya verán cómo hay una desgracia.» «¿No es verdad, señores viajeros, que he hecho bien al hacerles bajar?»

Dicho esto, volvió a subir y, al verme, dio un grito: «¡vaya, señor, me había olvidado de usted!».

III

BAYONA

EL OSARIO DE BURDEOS

26 de julio

No he podido entrar en Bayona sin emocionarme. Bayona es para mí un recuerdo de infancia. Vine muy pequeño, debía tener siete u ocho años, hacia 1811 o 1812, en la época de las grandes guerras. Mi padre servía en España como soldado del emperador y en esos momentos el Empecinado7 había sublevado dos provincias, Ávila y Guadalajara, además de todo el curso del Tajo.

Mi madre, que iba a reunirse con él, se había detenido en Bayona para esperar un convoy; porque entonces, para viajar de Bayona a Madrid, había que ir acompañado por tres mil hombres y precedido por cuatro piezas de artillería. Algún día escribiré sobre ese viaje, que tiene su interés, aunque no sea más que para comparar las memorias con la historia. Mi madre se había llevado consigo a mis dos hermanos, Abel y Eugène, y a mí, que era el más pequeño.

Me acuerdo de que, al día siguiente de nuestra llegada a Bayona, un tipo barrigón, lleno de exagerados colgajos y que chapurreaba italiano, se presentó en casa de mi madre. A los niños, que le mirábamos a través de una puerta acristalada, nos hizo el efecto de un charlatán de feria. Era el director del teatro de Bayona.

Venía a pedir a mi madre que alquilase un palco en su teatro. Mi madre alquiló un palco para un mes. Era más o menos el tiempo que teníamos que quedarnos en Bayona.

Aquel palco alquilado nos hizo saltar de alegría. ¡Nosotros, los niños, íbamos a ir al espectáculo todas las tardes durante todo un mes! ¡Nosotros, que no íbamos al teatro más que una vez al año, y que no teníamos en la cabeza otro recuerdo dramático que La condesa de Escarbagnas!8

Aquella misma tarde atosigamos a nuestra madre, que nos obedeció, como siempre hacen las madres, y nos llevó al teatro. El acomodador nos instaló en un magnífico palco frontal decorado con cortinajes de calicó rojo con rosetones de color azafrán. Representaban Las ruinas de Babilonia, un famoso melodrama que tenía por aquel entonces un inmenso éxito en toda Francia.

Era magnífico, al menos en Bayona. Caballeros color albaricoque y árabes con cota de mallas de la cabeza a los pies surgían a cada instante, para luego ser tragados, en medio de una prosa terrible, por unas ruinas de cartón piedra repletas de cepos y trampas para lobos. Aparecían el califa Harun y el eunuco Giafar. Estábamos extasiados.

Al día siguiente, al llegar la tarde, volvimos a atosigar a nuestra madre, que siguió obedeciéndonos. Y ya estábamos en el teatro, en nuestro palco con rosetones. ¿Qué pondrían? Esperábamos ansiosos. El telón se levantó y Giafar apareció. Se representaba Las ruinas de Babilonia. No nos importó. Estábamos contentos por volver a ver la obra, que nos volvió a gustar mucho.

Al día siguiente, mi madre fue estupenda, como siempre, y volvimos al teatro. Se representaba Las ruinas de Babilonia. Vimos la obra con gusto, aunque hubiéramos preferido otra ruina. El cuarto día, seguro, tenían que cambiar el espectáculo; fuimos, mi madre condescendió y nos acompañó sonriente. ¡Se representaba Las ruinas de Babilonia! Esta vez nos dormimos.

El quinto día enviamos por la mañana a Bernard, el ayuda de cámara de mi madre, a ver el cartel. Se representaba Las ruinas de Babilonia. Rogamos a mi madre que no nos llevara. El sexto día seguía representándose Las ruinas de Babilonia. Eso duró todo el mes. Un buen día, el cartel cambió. El día que nos íbamos.

Ese recuerdo es el que me ha hecho hablar alguna vez del «azar guasón que juega con los niños».

De todas formas, e incluyendo Las ruinas de Babilonia, guardo muy buen recuerdo del mes que pasé en Bayona.

Junto al agua, bajo los árboles, había un bello paseo al que íbamos todas las tardes. Al pasar, hacíamos una mueca al teatro, en el que ya no poníamos los pies y que nos inspiraba una mezcla de fastidio y horror. Nos sentábamos en un banco, mirábamos los barcos y escuchábamos hablar a nuestra madre; noble y santa mujer que hoy ya no es más que una imagen en mi mente, pero que brillará hasta mi último día en mi alma y en mi vida.

La casa en la que vivíamos era alegre. Me acuerdo de mi ventana, en la que colgaban hermosas panochas de maíz maduro. Durante todo aquel mes largo, no tuvimos ni un momento de aburrimiento; excepción hecha, claro está, de La ruinas de Babilonia.

Un día fuimos a ver un buque de guerra que estaba fondeado en la desembocadura del Adour. Una flota inglesa le había perseguido; después de horas de combate, se había refugiado allí y los ingleses le tenían bloqueado. Aún tengo presente, como si estuviera ante mi vista, aquel admirable navío que se veía a un cuarto de legua de la costa, iluminado por un hermoso rayo de sol, con todas las velas cargadas, orgulloso sobre el oleaje, y que me parecía tener un no sé qué de amenazador, ya que salía de la metralla y quizá volviera a ella.

 

Nuestra casa estaba adosada a las murallas. Allí, en los taludes de césped, entre los cañones y los morteros girados y con la boca contra la tierra, era donde jugábamos por la mañana.

Por la tarde, Abel, mi pobre Eugène y yo, agrupados en torno a nuestra madre, pintarrajeando con las pastillas de una caja de colores, coloreábamos con insistencia y ferocidad los grabados de un viejo ejemplar de Las mil y una noches. Ese ejemplar me lo había regalado el general Lahorie, mi padrino, que murió, pocos meses después de la época a la que me refiero, en la llanura de Grenelle.

Eugène y yo comprábamos a los niños de la ciudad todos los jilgueros y verderones que nos traían. Metíamos a los pobres pájaros en jaulas de mimbre. Cuando una jaula estaba repleta, comprábamos otra. Llegamos a tener cinco jaulas llenas. Cuando debimos irnos, soltamos a todos aquellos preciosos pájaros. Para nosotros fue a la vez una alegría y un suplicio.

Era una persona de la ciudad, una viuda, creo, quien había alquilado la casa a mi madre. Esta viuda vivía en un pabellón vecino a nuestro alojamiento. Tenía una hija de catorce o quince años. Mi memoria, después de treinta años, no ha perdido ninguno de los rasgos de su angelical figura.

La veo todavía. Era rubia y esbelta, y me parecía mayor. Tenía una mirada suave y húmeda y un perfil virgiliano, tal como uno sueña a Amarilis o la Galatea que huye entre los sauces. Tenía el cuello perfectamente perfilado y de una belleza adorable, la mano pequeña, el brazo blanco y el codo un poco rojo, lo que a su edad le preocupaba; un defecto que a la mía aún ignoraba. Lucía habitualmente un tocado con un ribete verde, fijado desde la coronilla a la nuca, que la dejaba la frente al descubierto y no le ocultaba más que la mitad de la cabellera. No recuerdo el vestido que llevaba.

Esta bella muchacha venía a jugar con nosotros. A veces, Abel y Eugène, mis hermanos mayores, más grandes y más serios que yo, y que «se estaban haciendo hombres», como decía mi madre, iban a la muralla a ver maniobras de combate o subían a su cuarto para estudiar a Sobrino y hojear a Cormon. Entonces, yo me quedaba solo, notaba cómo llegaba el aburrimiento, ¿qué hacer? Ella me llamaba y me decía: «ven, que te leeré alguna cosa.»

Había en el patio una puerta realzada por algunos peldaños y cerrada con un gran cerrojo oxidado que todavía veo, un cerrojo redondo con el mango en forma de tirabuzón, como se encuentra a veces en las antiguas bodegas. Ella se sentaba en esos peldaños. Yo me quedaba de pie detrás de ella, con la espalda apoyada en la puerta.

Me leía no sé qué libro abierto sobre sus rodillas. Teníamos encima de nuestras cabezas un cielo esplendoroso y un hermoso sol que llenaba de luz los tilos y hacía de las hojas verdes hojas de oro. Un viento tibio pasaba por las rendijas de la vieja puerta y nos acariciaba el rostro. Ella estaba inclinada sobre su libro y leía en voz alta.

Mientras leía, yo no atendía al sentido de sus palabras, sino que escuchaba el sonido de su voz. A veces bajaba los ojos y mi mirada encontraba su pañoleta entreabierta debajo de mí y veía, con una turbación mezclada con una extraña fascinación, su garganta redonda y blanca que se elevaba y descendía suavemente en la sombra, vagamente dorada por un cálido reflejo del sol.

A veces sucedía, en esos momentos, que ella alzaba de repente sus grandes ojos azules y me decía: «¡vaya, Víctor!, ¿estás escuchando?»

Yo me quedaba pasmado, enrojecía, temblaba y hacía como si jugara con el gran cerrojo. Nunca la besaba por iniciativa mía; era ella la que me llamaba y me decía: «dame un beso.»

El día en que partimos tuve dos grandes aflicciones: dejarla y soltar a mis pájaros.

¿Qué era aquello, amigo mío? ¿Qué experimentaba yo, tan pequeño, cerca de aquella bella muchacha, mayor e inocente? Lo ignoraba entonces. Muchas veces he pensado sobre ello.

Bayona ha quedado en mi memoria como un lugar radiante y sonriente. Allí está el más antiguo recuerdo de mi corazón. ¡Época ingenua, pero ya suavemente agitada! Allí es donde vi brotar, en el rincón más oscuro de mi alma, el primer inexpresable resplandor, el alba divina del alma.

¿No encuentra usted, amigo, que tal recuerdo es un lazo, y un lazo que nada puede destruir?

¡Es algo extraño que dos seres puedan estar unidos de esa manera para toda la vida y sin embargo no echarse a faltar, y no buscarse, y ser extraños el uno al otro, y ni siquiera conocerse! La cadena que me une a aquella dulce niña no se ha roto, pero el hilo se ha perdido.

En cuanto llegué a Bayona, di un paseo por la ciudad pasando por las murallas, buscando la casa, buscando la puerta, buscando el cerrojo; no encontré nada o, al menos, no reconocí nada.

¿Dónde estará ella? ¿Qué hará? ¿Habrá muerto? Si vive, sin duda se habrá casado y tendrá hijos. Quizá haya quedado viuda y envejezca a su vez. ¿Cómo puede ser que la belleza se vaya y la mujer permanezca? ¿La mujer del presente es el mismo ser que la muchacha de antaño?

¿Acabaré de encontrarla quizá? ¿No será la mujer a la que acabo de preguntar por mi camino y que al alejarme me ha mirado como a un extraño?

¡Qué amarga tristeza hay en todo esto! No somos más que sombras. Pasamos como sombras unos cerca a otros y nos borramos como el humo en el cielo profundo y azul de la eternidad. Los hombres son en el espacio lo que las horas son en el tiempo. Cuando han pasado, se desvanecen. ¿Dónde va nuestra juventud? ¿Dónde, ay, nuestra infancia?

¿Dónde está la bella joven de 1812? ¿Dónde está el niño que yo era? Nos rozábamos en aquel tiempo y quizá ahora también nos rocemos, y hay un abismo entre nosotros. La memoria, ese puente del pasado, está rota entre ella y yo. Ella no reconocería mi rostro y yo no reconocería el sonido de su voz. Ella ya no sabe mi nombre, y yo no sé el suyo.

27 de julio

Tengo poco que contarle de Bayona. La ciudad no puede estar mejor situada, en medio de las verdes colinas, en la confluencia del Nive y el Adour, que forman un pequeño estuario. Pero de tan bonita ciudad y tan hermoso lugar, ha habido que hacer una ciudadela.

¡Ay de los paisajes a los que se considera apropiados para fortificarlos! Ya lo he dicho alguna vez, pero no puedo reprimir el repetirlo. ¡Qué triste barranco es un foso en zigzag! ¡Qué fea colina es una escarpa con su contraescarpa! ¡Sea que puedan tratarse de obras maestras de Vauban9! Pero no deja de ser cierto que las obras maestras de Vauban molestan a las obras maestras del buen Dios.

La catedral de Bayona es una iglesia bastante bonita del siglo XIV, de color amarillento y corroída por la brisa del mar. No he visto en ninguna parte que los bastidores describan en el interior de las ojivas ventanajes más ricos y caprichosos. Es toda la firmeza del siglo XIV que se mezcla, sin enfriarla, con toda la fantasía del XV. Y aquí y allá hay bellas vidrieras, casi todas del siglo XVI. A la derecha de lo que fue el pórtico principal, admiré un pequeño vano con un dibujo compuesto por flores y hojas maravillosamente entrelazadas en rosetones. Las puertas tienen gran carácter. Son grandes planchas negras salpicadas de enormes clavos, realzadas con aldabones de hierro dorado. No queda más que uno de esos aldabones, que es un espléndido trabajo bizantino.

La iglesia tiene añadido al sur un amplio claustro de la misma época, que están restaurando ahora con bastante inteligencia y que antaño comunicaba con el coro mediante un magnífico pórtico, hoy tapiado y encalado, cuya ornamentación y estatuas recuerdan, por su elevado estilo, a Amiens, Reims y Chartres.

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