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Fanon en Caracas

Cualquier esfuerzo por aplicar el esquema de la violencia decolonial simbólica de Fanon al contexto de la Venezuela contemporánea posee claras dificultades, muchas de las cuales están vinculadas a la cuestión de la colonialidad antes planteada. Más allá de la inmensidad del golfo histórico que separa el presente del periodo de la emancipación formal, podemos agregar que Latinoamérica, en general, y Venezuela, en particular, han sido marcadas por una historia colonial y “postcolonial” muy distintas a la de África del Norte y que, como resultado de una larga historia de mestizaje (o mezcla cultural) el maniqueísmo a priori que Fanon identificó en el contexto colonial es menos inmediato y menos tangible en Venezuela que incluso en otras regiones del mundo posterior a la liberación. En la Venezuela del siglo XX, este mestizaje se transformó simultáneamente en la política estatal y en un mito unificador, de modo que incluso hoy en día (a pesar del racismo y clasismo abiertos, así como de un alto grado de correlación entre la pobreza y la raza) la afirmación de que “todos somos venezolanos” funciona como barrera a la creación de cualquier identidad maniquea. Pero si dicho maniqueísmo es fundamental para el esquema de Fanon, ¿qué desafíos enfrenta la revolución bolivariana de Venezuela que actualmente busca embarcarse en el proceso fundamental de la transformación socialista, que Fanon asoció a una segunda etapa posterior a la violencia y postmaniquea?

A primera vista, la pregunta de la violencia maniquea es relevante para la Venezuela contemporánea. De ser ampliamente considerada la “democracia modelo” de Latinoamérica, en décadas recientes el país ha atravesado rebeliones urbanas, masacres gubernamentales y una polarización política y social cada vez mayor como resultado de las reformas económicas neoliberales. Además, la revolución bolivariana (que surgió de los cimientos de su revuelta, bajo el liderazgo nominal de Hugo Chávez Frías) a veces es atacada por sus oponentes como un movimiento esencialmente violento, con un intento de golpe en 1992 incluido en su historia y en la actualidad marcada por un conflicto social entre “chavistas” y “antichavistas”. Las acusaciones abiertas del maniqueísmo también son frecuentes36. No obstante, vale la pena señalar que actualmente la violencia política en Venezuela es limitada, más allá del intento de golpe inicial de Chávez y del fallido y sangriento intento de oposición para derrocarlo en 2002, aunque se debe hacer énfasis en que nuestra discusión de los aspectos “simbólicos” de la violencia decolonial no deben opacar los actos diarios de violencia real en contra de los pobres y los racializados en Venezuela y en cualquier otro lugar. Incluso una gran parte de la oposición antichavista admitiría que la violencia que pregonan es en gran medida simbólica, pero esta es precisamente su línea de ataque. Según sabemos, Chávez ha polarizado a la sociedad y ha sembrado el conflicto con su “discurso agresivo y violento” y ello no ha sido por accidente37.

Lo que veremos en el proceso en Venezuela es que esta polarización gira en torno a la reasignación de una categoría (tan importante en Latinoamérica, precisamente debido a la descolonización parcial que marca su historia) que abarca efectivamente las dos etapas de la descolonización de Fanon: el pueblo o las personas. Debido a que el concepto se utiliza en Latinoamérica contemporánea, refleja una visión llena de matices del proceso decolonial, uno que no distingue entre clases, etnias y, sobre todo, Estados naciones38. La idea del pueblo hace referencia simultáneamente a la nación en conjunto y crea una ruptura en dicha nación, por la que se cuestionan las credenciales de las élites de Latinoamérica (como, por ejemplo, los vendepatrias o más recientemente, los pitiyanquis). Esta particularidad ha sido teorizada por el filósofo argentino-mexicano Enrique Dussel, quien argumenta que, como resultado de diversas exclusiones prevalecientes en los sistemas políticos (en especial los previamente colonizados), “El ‘pueblo’ establece una frontera interna o una fractura en la comunidad política” (Dussel, 2008, p. 74). Es solamente a través de la creación de dicha noción de ruptura que los miembros de la comunidad política excluidos (desde fuera) y de los oprimidos (desde dentro) son capaces de forzar su entrada a la escena, transformando la totalidad en el proceso (79). Por ello, podemos ver que el concepto del pueblo es tanto maniqueo como expansivo, que contempla la ruptura y la incorporación progresiva de los plebeyos (compuestos por aquellos oprimidos por la totalidad social y aquellos excluidos de la misma) en el bloque hegemónico que constituye una sociedad futura e inclusiva (populus)39. Como resultado de ello, el pueblo no puede existir esencialmente como un concepto sincrónico: únicamente puede ser comprendido diacrónicamente, como un proceso de incorporación y transformación, y este movimiento diacrónico es paralelo a la dialéctica de la violencia y la identidad de Fanon. Este proceso de ruptura, mediante el cual el pueblo excluido/explotado entra violentamente a la vida social de la nación (y por lo tanto al ser social) es precisamente lo que vemos en la “violencia” de Venezuela.

Para comprender la violencia simbólica que el surgimiento del pueblo de Venezuela representa, así como el progreso revolucionario que proclama, solamente necesitamos volver 30 años en el pasado. El 27 de febrero de 1989, los barrios pobres de Caracas y la mayor parte de Venezuela explotaron en una rebelión de una semana conocida como el Caracazo o el Sacudón (Ciccariello-Maher, 2007). Esta rebelión consiguió dos cosas relevantes para nuestras preguntas: quebrantó permanentemente la imagen de la armonía social que las élites venezolanas habían cultivado desde 1958 (y, de hecho, desde que estas élites criollas surgieron como miembros dominantes del bloque hegemónico que contribuyó a la liberación formal), al tiempo que se demostraba sin lugar a duda que ello no era más que una imagen, una fantasía que nunca coincidió con la realidad40. En su lugar, lo que existió fue un acuerdo entre dos partes para compartir el poder en la esfera política y una mediocracia que respaldó este acuerdo y respondió ante el mismo, ambos reforzados por el auge petrolero ocasional y el mito predominante del mestizaje. Si el pueblo surgió como una fuerza social (o, en términos de Gordon, “apareció” en el ser) en el Caracazo, su intervención en la vida política venezolana ocurrió, al menos a nivel simbólico, en el intento de golpe fallido de Chávez en 1992, en el que buscó conscientemente anunciarse como representante de la gente en contra de la clase política oligárquica de Venezuela. Así como en la teoría de Fanon, este momento de violencia real gana importancia histórica más bien de los elementos simbólicos (y, de hecho, mediáticos), de su propia capacidad de quebrantar las estructuras predominantes de la violencia simbólica (en el sentido bourdieuniano).

Desde entonces, esta ruptura violenta y la división en la sociedad, la distinción maniquea del pueblo en comparación con la oligarquía, únicamente se ha intensificado en todos sus elementos constitutivos: en contra de una oligarquía criolla de blancos, el pueblo se ha identificado conscientemente no como mestizo, sino como africano o indígena; en contra de la riqueza, las élites americanizadas, las virtudes de la humildad y la venezolanidad coinciden. Cuando la oposición califica a Chávez y a sus ministros con epítetos raciales y económicos, llamándolos “negros horribles” y “monos”, ello solamente alimenta un ciclo virtuoso y expansivo de maniqueísmo fanoniano, reforzando la identidad del pueblo (Herrera, 2007, p. 99-118). Cuando las élites blancas ricas combinan la raza y la clase en una sola palabra despectiva, considerando a todos los chavistas “chusma”, se adopta y presenta esta etiqueta como estandarte, tal como el mismo Chávez lo dijo en un discurso de 2001, haciendo referencia al bloque histórico heterogéneo que expulsó a los españoles: “sí, somos la misma chusma que siguió a Bolívar”. Aquí vemos que, en un contexto sin maniqueísmo preexistente, se puede utilizar lenguaje simbólicamente violento (como una forma de “darse a conocer”, en palabras de Fanon), lo cual provoca una reacción que después consolida la división maniquea de la sociedad venezolana, sentando las bases necesarias para la segunda etapa de la descolonización.

Sin embargo, dado que el concepto de pueblo aquí expuesto se utiliza activamente y es expansivo, podemos ver que se ha alterado el circuito de Fanon del maniqueísmo y la violencia decolonial. Aquí enfrentamos una situación que comparte más con Piel negra, máscaras blancas que con Los condenados de la tierra: la falta de peso ontológico que favorece a la “gente” de Venezuela representa una etapa previa a la del maniqueísmo preexistente de Los condenados y, como resultado de ello, se debe utilizar o proyectar la violencia simbólica de la identidad (como la identidad negra en Piel negra), lo cual invierte el circuito al presentarse en un momento distinto. Pero al hacerlo, esta identidad maniquea (ya sea “la gente”, los afroindígenas, los pobres o en términos políticos más estrictos, los “chavistas” o “revolucionarios”) siembra las semillas de su propia destrucción dialéctica en la trascendencia (para Dussel, la transición de los plebeyos a populus). En consecuencia, el circuito del pueblo nunca puede cerrarse y, como en la segunda etapa de la revolución en Los condenados de la tierra, esta se encuentra marcada desde el comienzo por la expansión. Este resultado es un circuito (que adopta la forma V-M-V1-M1) que representa la forma invertida de la segunda etapa de la revolución decolonial, pero una que precisamente gracias a esta forma invertida es más apropiada para las ambigüedades y dificultades que han caracterizado la continuidad de la colonialidad. De hecho, es precisamente a través de esta incorporación progresiva de las víctimas oprimidas y excluidas en esta situación de colonialidad que este circuito invertido puede cultivar y dar forma al maniqueísmo necesario para impulsar la descolonización sustancial.

La muerte de una “armonía” mítica

A través del lenguaje simbólicamente violento, el pueblo venezolano ha sido capaz de consolidar su identidad en oposición a la oligarquía nacional y transnacional y, de manera crucial, haciéndolo sin la intervención de una reciente guerra de liberación. Pero ello no es motivo de sorpresa, dado lo que hemos observado en relación con los aspectos simbólicos de la teoría de la violencia de Fanon en Piel negra, máscaras blancas y en Los condenados de la tierra. Mientras que el maniqueísmo no existe como resultado de relaciones sustanciales, el colonizado y racializado lo debe cultivar activamente. Solamente entonces las riendas de la violencia simbólica se deslizarán de la mano del sociólogo para estar al alcance del oprimido.

La eficacia de este maniqueísmo en la sociedad venezolana no se refleja con tanta fuerza en otra cosa como en el discurso mismo de la oposición. En lugar de hablar de armonía (como solía ser el caso en la llamada “democracia modelo” en décadas anteriores al Caracazo), los sectores blancos y cada vez más ricos ahora lamentan su desaparición. Es frecuente escuchar las quejas del “odio”. En palabras de un miembro joven de la oposición con el que hablé, “sé que la Venezuela del pasado tenía sus defectos, había hambre, había pobreza… Pero no había odio”41. Aquí, el (notable) rechazo de reconocer el odio de los pobres en el pasado es evidencia de su propio exilio ontológico a la “zona infernal del no ser” (aquí hay que tomar en cuenta que, como la violencia, el “odio” no debe existir realmente para ser percibido como tal por el sistema dominante). Excluidos por razones estéticas de los medios y segregados por motivos de seguridad en los barrios, los pobres simplemente no existían antes, salvo en la forma de una ansiedad constante pero sublimada. En términos más fanonianos, este odio (o, mejor dicho, el reconocimiento atrasado de la existencia del “odio”) puede ser considerado, en el contexto venezolano, “la primera meta en el camino que conduce a la dignidad del espíritu” (Fanon, 1963, p. 218).

Dichas expresiones coloquiales han dado lugar en los círculos científico-sociales a toda una literatura dedicada a denunciar la “polarización” en la sociedad venezolana, en donde los científicos sociales han buscado reclamar su trono legítimo como controladores del discurso y pregoneros de la violencia ontológica simbólica (en una extensión perversa pero lógica de Bourdieu)42. Pero incluso ellos no pueden negar aquello que ha forzado con éxito su entrada al ser. Gran parte de esta literatura se enfoca en la ruptura histórica de la “ilusión de la armonía” que había permeado la sociedad venezolana antes del Caracazo, pero, aunque se admitió que esa armonía era mítica, algunos (como Ramón Piñango, editor de un volumen reciente publicado por un instituto influyente de oposición) mantienen el tono de alguien que ha perdido algo muy real y tangible (Piñango, 2003). Cuando, durante el Caracazo, “las colinas se derrumbaron” (y aquí el antropomorfismo de las colinas enmascara, al tiempo que releva, una deshumanización muy real y una descalificación ontológica de sus residentes), “el demonio del caos social, que pensábamos que habíamos encadenado para siempre, se escapó” (Piñango, 2003, p. 19).

De acuerdo con esta visión, los disturbios del Caracazo intensificaron el “espectro del conflicto social” y Chávez, en lugar de representar las demandas justificadas de un grupo de personas excluidas y oprimidas, aparece para representar la “victoria política” de dicho conflicto y caos (el cual, una vez más, se mantiene como un sustituto antropomorfizado para la gente a la que representa) (Piñango, 2003, p. 20). Piñango cierra el círculo de su contradicción justificando la masacre (de más de 3 000) posterior al Caracazo con la excusa nada convincente de que “no es que quisiéramos que se perdieran vidas, solo esperábamos, con tremenda angustia, que el saqueo y la violencia pararan” (Piñango, 2003, p. 19). La expresión es completa, puesto que la justificación de la violencia física real a gran escala se utiliza aquí para olvidarse de los efectos simbólicos (la “muerte de la armonía”) de la violencia ontológica decolonial de los grupos pobres y racializados de Venezuela.

Si se culpa a los pobres de su propia exclusión, lo mismo se hace con los racializados. Luego de admitir la presencia del racismo descontrolado en la sociedad venezolana, la coeditora de Piñango, Patricia Márquez, quien escribió en el mismo volumen, argumenta, no obstante, que “con esta imagen, Chávez ha agitado la colmena de la armonía social… Esta imagen hace enojar a las mujeres ricas de Caurimare… Si esta imagen posee percepciones polarizadas, su retórica y política han alentado la división social” (Márquez, 2003, p. 31). Increíblemente, la culpa del racismo de la élite venezolana se atribuye a sus víctimas: al parecer, Chávez es culpable de haber sido visto en público como un hombre afroindígena. Además, este carácter público únicamente está conformado por su intromisión en el más público de los ámbitos: el político. Una vez más, Fanon y Gordon afirman: el hecho de que el sujeto racializado simplemente aparezca constituye un acto de violencia para el sistema predominante y, para nuestros objetivos, representa también esa puerta necesariamente violenta de la entrada al ser.

Casi como para confirmar nuestra lectura fanoniana de la situación en Venezuela, Márquez concluye con triste lamento que: “el equilibrio se rompió y el Otro aparece… transformado en el enemigo” y, después “Chávez, con cada vez más beligerancia, ha identificado un Otro para ellos [los venezolanos pobres/negros]… le ha dado rostro al enemigo”43. Si aceptamos el análisis de Fanon, entonces esta identificación de un enemigo muestra el progreso real que se ha logrado a nivel ontológico, a pesar de los esfuerzos de Márquez de pintar los grupos masivos de Venezuela como pasivos. En un esfuerzo por desviar la atención de las causas del descontento en Venezuela y para insistir en que dicha polarización no posee bases sólidas, Márquez trata como una patología la respuesta de los oprimidos: parece ser que el pobre y el racializado simplemente padecen de “resentimiento”, una enfermedad que se generaliza como una respuesta efectiva ante algo que “casi todos nosotros enfrentamos inevitablemente en nuestras vidas” (Márquez, 2003, p. 32).

A pesar de que este discurso de la polarización es algo más que una iniciativa defensiva (poco convincente) para reincorporar a la sociedad, para reconstruir la (mítica) unidad quebrantada de la armonía social (y la ideología del mestizaje que la respalda), demuestra una clara victoria para los pobres y racializados, quienes han participado en el acto fanoniano ontológicamente violento de la autoafirmación, de darse a conocer, de la presencia, de reclamar el acceso al ser a un grado tal que ya sea imposible ignorarlos. Y por lo que sabemos por Fanon, no debería sorprendernos que esta aparición pública del pueblo sea calificada como “violenta” por aquellos que se han beneficiado de su exclusión durante siglos: de hecho, debe percibirse como tal. De pronto, y como resultado de una sacudida “muy necesaria” de las categorías ontológicas, la raza y las clases existen en Venezuela, lo que quiere decir que ahora se reconocen públicamente. Y ello debilita la propia crítica de la polarización de la oposición antichavista, puesto que una crítica abstracta de la polarización solamente puede tener relevancia ética si existe un supuesto ontológico de unidad. Si existen diferentes clases y distintas identidades étnicas, algunas privilegiadas y algunas oprimidas, entonces no hay motivos para lamentar la “polarización” si ello es un reflejo de las demandas de los sectores oprimidos: hacerlo sería culpar a la víctima.

¿Por qué la identificación del enemigo habría de causar un cambio ontológico drástico? Porque para descubrir a un enemigo y para descubrirlo claramente, había también que alejarse del amo y descubrir algo esencial sobre uno mismo: tal como Fanon lo señala, “Tenía incisivos para probar. Estaba seguro [de] que eran fuertes” (Fanon, 1967, p. 115). Puesto que se había negado la ontología, ya que no existía fundamento para el funcionamiento eficaz de la dialéctica del reconocimiento de Hegel, era necesario crear esa base: “Ya que el otro dudó en reconocerme, solo había una solución restante: darme a conocer” (Fanon, 1967, p. 115)44. A partir de entonces, la teoría de la violencia ontológica simbólica de Fanon podía resumirse en tres palabras: darse a conocer.

Los miembros excluidos/explotados a nivel político, social, mediático y económico de la sociedad venezolana han hecho sentir su presencia de una manera innegable e irreversible. Es esta presencia a la que se hace referencia con la palabra clave “polarización” de la oposición y es precisamente en esta literatura histérica y creciente en donde se puede evaluar la victoria del pueblo de la mejor manera. Han convulsionado las fronteras del ser, destrozando los escaparates de la armonía venezolana y avanzando incansablemente, prestando poca atención a las, en ocasiones peligrosas, esquirlas que quedan. Así como con Fanon, este proceso necesario de la autoafirmación ontológica no siempre será atractivo: ha implicado y seguirá implicando “balas ardientes y cuchillos sangrientos”. Pero, así como con Fanon, esta violencia real es provocada a menudo por los oponentes ricos y racistas de la igualdad, aquellos que obtienen beneficios de su propio acceso privilegiado a la condición ontológica (hay que recordar por ejemplo el desenlace sangriento del Caracazo de 1989 o el golpe liderado por la oposición del 12 de abril de 2002). Y no debemos olvidar que dicha violencia actual es solamente el síntoma de una transformación más fundamental, una que tiene bases en el plano ontológico: la autocreación de nuevos seres humanos descolonizados y descolonizadores, el intento, en palabras de Fanon, “de darle pies a un nuevo hombre” (Fanon, 1963, p. 316).

A pesar de nuestras preocupaciones iniciales, podemos ver que, sin importar la dificultad de lidiar con contextos históricos y políticos muy distintos, la teoría de la violencia decolonial simbólica de Fanon no solamente aplica a Venezuela, sino que también permite explicar estos fenómenos contemporáneos como violencia discursiva y polarización social. Es precisamente debido a que la primera etapa de la descolonización formal sucedió hace mucho que las etapas concebidas por Fanon se dividen necesariamente, requiriendo la reasignación de una violencia simbólica que supere la dialéctica progresiva del esquema de Fanon, mezclando la identidad maniquea con la transformación social revolucionaria a través del circuito expansivo de la identidad decolonial colectiva, arrancando forzadamente el motor decolonial y permitiendo la presencia (la entrada plena al ser) del pueblo oprimido y excluido en la vida social de Venezuela.

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