Obras Completas de Platón

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En cuanto a nuestros padres y a nuestras madres es preciso exhortarlos incesantemente soportar con paciencia cuantos acontecimientos sobrevengan, y no compartir sus lamentos. Bástales su desgracia, sin necesidad de provocar más su dolor. Para curar y calmar sus pesares, es preciso recordarles más bien, que de todos los votos que dirigían a los dioses han visto cumplido el más caro y precioso, porque no pedían hijos inmortales, sino hijos célebres y bravos; y esta petición, que es un bien verdadero, la han visto realizada. Que se les recuerde igualmente, cuán difícil es que durante la vida salgan al hombre las cosas a medida de su deseo. Si soportan con valor su desgracia, harán conocer que son padres dignos de hijos valientes, y que no les ceden en valor; pero si se amilanan, harán dudar si verdaderamente fueron nuestros padres, o si las alabanzas que se nos prodigan son verdaderas. Lejos de esto, a ellos es a quienes corresponde encargarse de nuestro elogio, haciendo ver con su conducta, que valientes ellos, han engendrado hijos valientes. Ha pasado siempre por precepto de la sabiduría este antiguo dicho: nada en demasía; y en verdad es una palabra llena de sentido. El hombre que saca de sí mismo todo lo que conduce a la felicidad o que por lo menos se aproxima a ella, que no hace depender su suerte de los demás hombres, y que no pone su destino a merced de su buena o mala estrella; el que llena todas estas condiciones tiene perfectamente arreglada su vida, es un sabio, es un modelo de hombre firme y prudente. Que la suerte le dé riquezas e hijos o que se las quite, poco importa; siga el sabio el precepto mencionado y el exceso de alegría y el exceso de pesar le serán igualmente extraños, porque solo en sí mismo tendrá confianza. Tales creemos que son nuestros padres; tales queremos y pretendemos que lo sean; tales nos los representamos en nosotros mismos, sin pesar, sin terror, porque se haya de abandonar la vida desde este mismo momento, si es preciso. Suplicamos, pues, a nuestros padres y a nuestras madres, que acaben de tan digna manera el resto de sus días. Que tengan entendido, que ni con gemidos, ni con gritos, probarán su ternura, y que si después de la muerte queda algún sentimiento de lo que pasa entre los vivos, el mayor disgusto que nos podrían causar sería el que se atormentasen y se dejasen abatir, porque nosotros gustaríamos más de verlos tranquilos, moderados y dignos. En efecto, la muerte que experimentamos es la mejor a que pueden aspirar los hombres, y lejos de quejarnos, es preciso que nos felicitemos de ello. ¡Qué cuiden a nuestras mujeres y a nuestros hijos, qué los asistan, y que se consagren por entero a cumplir este deber! Por este medio verán borrarse poco a poco el recuerdo de su infortunio, su vida será más virtuosa y más digna, y para nosotros más agradable. He aquí lo que por nuestra parte tenemos que decir a nuestros padres.

También dirigiríamos una enérgica recomendación a la república, para que se encargue de nuestros padres y de nuestros hijos, dando a los unos una educación virtuosa, y sosteniendo a los otros en su ancianidad, si bien sabemos que sin ser solicitada por nuestras súplicas, se encargará ella de este cuidado, cual conviene a su generosidad.

Padres e hijos de estos muertos, he aquí lo que nos encargaron que os dijéramos, y que yo os digo con toda la energía de que soy capaz. Os conjuro en su nombre a vosotros, hijos, a imitar a vuestros padres; y a vosotros, padres, a sufrir con resignación vuestra suerte, seguros de que la solicitud pública y privada sostendrá y cuidará vuestra ancianidad, y no os faltará a ninguno de vosotros. En cuanto a la república, no ignoráis el punto a que en esta materia lleva sus cuidados. Ella ha hecho leyes de protección a favor de los hijos y de los padres de los que mueren en la guerra. Ha encargado particularmente al primer magistrado que vigile para que sus padres y sus madres no sufran ninguna injusticia. Respecto a los hijos, los educa en común a sus expensas y hace todo lo posible para que olviden su cualidad de huérfanos. Mientras están en la menor edad, la república les sirve de padre; llegados a la mayor edad los restituye a sus hogares con una armadura completa para recordarles con estos instrumentos a la vista el valor paterno, los deberes del padre de familia, y al mismo tiempo para que esta primera entrada del joven armado en el hogar doméstico sea un presagio favorable de la autoridad enérgica que habrá de ejercer allí. Con respecto a los muertos, la república no cesa jamás de honrarlos; tributa cada año en nombre del estado los mismos honores que cada familia rinde a los suyos respectivos en el interior de su casa. A esto añade ella los juegos gimnásticos y ecuestres, y los combates en todos los géneros de música; y, en una palabra, hace todo cuanto hay que hacer por todos y por siempre; ocupa el lugar del heredero y del hijo para los padres que han perdido sus hijos; de padre para los huérfanos; de tutor para los parientes y personas aproximadas. La idea de veros libres de todos estos cuidados debe haceros soportar con más resignación la desgracia, y de esta manera apareceréis más aceptables a los vivos y a los muertos, y se harán más asequibles vuestros deberes y los de los demás.

Ahora que habéis tributado a los muertos el homenaje de un duelo público prescrito por la ley, marchad todos los presentes, porque ha llegado el momento de retiraros.

He aquí, Menéxeno, la oración fúnebre de Aspasia de Mileto.

MENÉXENO. —¡Por Zeus!, Sócrates, bien afortunada es tu Aspasia, si en su calidad de mujer es capaz de componer discursos semejantes.

SÓCRATES. —¿No me crees? No tienes más que seguirme y la oirás hablar a ella misma.

MENÉXENO. —Más de una vez he encontrado a Aspasia y sé de lo que es capaz.

SÓCRATES. —¡Y bien!, ¿es que no la admiras ni te muestras agradecido a ella por este discurso?

MENÉXENO. —Estoy infinitamente agradecido, Sócrates, por este discurso a aquella o a aquel, sea el que sea, que te lo ha referido; pero estoy aún más agradecido al que acaba de pronunciarle.

SÓCRATES. —Muy bien. Pero supongo que no me denunciarás, si quiero referirte otros muchos bellos discursos sobre objetos políticos, compuestos por ella.

MENÉXENO. —Vive tranquilo, no te denunciaré; pero no dejes de referírmelos.

SÓCRATES. —Cumpliré mi palabra.

ION

Argumento del Ion[1] por Patricio de Azcárate

Sócrates, en una de las calles de Atenas, se encuentra con el rapsodista Ion de Éfeso, que venía de Epidauro, donde había conseguido, en los juegos de Asclepio, el primer premio de canto en un concurso de rapsodistas. Conversa con él sobre el favor universal y belleza de su arte, que tiene el privilegio de conocer a fondo y derramar las obras de todos los grandes poetas. Pero Ion rehúsa tanto honor, y confiesa, con una modestia aparente, que si se considera sin igual entre los rapsodistas para la inteligencia de Homero, nada entiende ni de Hesíodo, ni de Arquíloco, ni de ningún otro poeta. Sócrates se sorprende, y no puede comprender que se entienda a Homero, con exclusión de los demás, puesto que Homero ha cantado en sus versos las mismas artes y los mismos objetos que Hesíodo, Arquíloco y los demás poetas, y alaba la excesiva modestia de Ion, pues si entiende bien uno, es claro que los entiende todos. O más bien, y ésta era la opinión de Sócrates, Ion se hace grandes ilusiones sobre sí mismo y sobre su talento. La verdad es que no comprende mejor a Homero que a los demás poetas, y que la industria de los rapsodistas no es en el fondo, ni una ciencia, ni un arte. ¿Pues entonces, qué es? Una inspiración semejante a la que pone al poeta en delirio. Sócrates explica su idea en una comparación ingeniosa y clara, que llena la página más bella de este diálogo. La inspiración divina, que anima al poeta, se comunica del poeta al rapsodista, del rapsodista a la multitud, y se forma así una cadena inspirada, como el imán que atrae al hierro trasmite al hierro su virtud, y de anillo en anillo se forma una cadena tocada del imán. De esta manera los poetas no son más que los intérpretes de los dioses, los rapsodistas lo son de los poetas, intérpretes de intérpretes, como los llama Sócrates, y ocupan el medio de una cadena inspirada, en la que la multitud misma es el último anillo. Esto es lo que explica la diversidad de los genios y de los géneros poéticos. Cada poeta canta lo que el Dios le inspira, el uno himnos tales como los de Peán, otro yambos como Arquíloco, otro versos épicos como Homero. Esto explica igualmente por qué cada poeta tiene su rapsodista, al que comunica la inspiración de sus cantos, y cómo Ion, por ejemplo, inspirado por Homero, jamás lo ha sido por los demás poetas. Cada uno de estos tiene un género propio y cada rapsodista un poeta, porque así lo quiere la inspiración, que nunca se divide. Y así el talento del rapsodista no es en manera alguna resultado del arte, como no lo es la poesía misma, sometida también al mismo anatema. En vano clama Ion, y propone, para probar su ciencia, explicar todo Homero desde el principio al fin. Sócrates le demuestra que es incapaz de ello, porque Homero, obedeciendo al entusiasmo divino, ha hablado en sus versos de mil clases de artes que no conocía. ¿Y las conoce Ion? ¿Sabe la medicina, la adivinación, el mando de los ejércitos? Si fuera gran general, valdría más para él y para los griegos, dice irónicamente Sócrates, que, en vez de recitar versos, quisiera conducir ejércitos y ganar batallas; y si no conoce todas estas artes, no es más sabio que Homero, ni podría tampoco explicarlo. En fin, es preciso decidirse: o Ion es un embaucador que se alaba de una falsa ciencia, o Ion es un hombre inspirado, y su talento no es más que un grado del éxtasis poético. El diálogo se termina por la sumisión inevitable de Ion, quedándose por vencido, arrastra tras sí a los rapsodistas, a Homero, a los poetas y a la poesía misma en una común derrota.

 

El pensamiento de Platón, cuando con mano ligera escribe este pequeño diálogo, ¿era hacer el proceso a la poesía? Esta pregunta no dejará de disonar a los lectores de Platón que retengan en la memoria la impresión que haya podido causarles las elocuentes páginas del Fedro, donde, por boca de Sócrates, ensalza tanto la inspiración poética, que la pone por encima de las facultades humanas y la identifica con los dioses. Los que estén en este caso no creerán, por lo menos al pronto, que el mismo escritor que ha sentido tan bien, que tan magníficamente ha alabado e imitado tantas veces el genio de los poetas en estos mitos profundos, en los que se complace en ocultar la verdad con el velo de las ficciones, haya sido el enemigo declarado de los poetas. Será preciso, para quitarles la ilusión, recordarles por lo pronto que, en el Fedro mismo, Platón llama a la poesía un delirio, y al poeta un alma fuera de sí misma, y que en medio de esta jerarquía tan original de las almas humanas creada por él, que marchan, después de las de los dioses, en un orden de mérito imaginado y marcado por él mismo, no concede al poeta sino el noveno lugar entre el alma del iniciado y la del artista.

El puesto de honor, el primero después de los dioses mismos, se lo ha dado al filósofo. La distancia sorprendente en que se encuentran el filósofo y el poeta da en qué pensar, y habrá de confesarse que la poesía debía perder mucho a sus ojos, cuando la miraba bajo cierto punto de vista.

El fondo de su pensamiento no deja ni la más pequeña duda, si del Fedro, favorable en cierto sentido a la poesía y a los poetas, pasamos a la República, donde les declara abiertamente la guerra. Allí, en el vasto plan de un orden social completo, donde Platón da el derecho de ciudadanía a las profesiones y a las artes de todas clases, no encontró sitio para colocar a los representantes de la poesía. Desterró positivamente la poesía de su república ideal, y con ella a los poetas y a Homero, el más grande de todos.

Para resolver esta aparente contradicción, es preciso observar que en Platón hay siempre dos hombres, el artista y el filósofo.

Artista, se muestra sensible, cuanto puede serlo, a las bellezas de la poesía; gusta, alaba, hace sentir y admirar la armonía, el brillo, el poder, la grandeza épica y lírica, y cuando quiere, por prudencia o por arte, encubrir el atrevimiento de ciertas ideas, toma de ella sus ficciones, sobrehaz ligera y encantadora, y su lengua inspirada. Ésta es para él la forma y la expresión sublime de la imaginación.

Filósofo y moralista, la ve ya con otros ojos. Olvida su belleza, y se fija ante todo en su utilidad. Se pregunta si la poesía es una ciencia o un arte capaz de instruir y de mejorar, si el poeta puede hacerse maestro de verdad o de virtud, y si para los ciudadanos es más bien un peligro que un beneficio. Aquí está encerrada toda la cuestión, lo mismo respecto a la política que a la moral, y Platón, por razones muy graves si no decisivas, la resuelve francamente contra la poesía y contra los poetas. La poesía, en efecto, no es una ciencia, porque ningún hombre puede adquirirla, ningún hombre puede enseñarla; es una inspiración que es el secreto de los dioses. Tampoco es un arte, porque todo arte tiene sus reglas, ¿y quién arreglará la inspiración?, ¿quién habrá de gobernar al poeta, este «ser ligero, alado, sagrado», este eco de la musa, este inspirado, en fin? Bien que el poeta llegue a anunciar la verdad, no por eso es un sabio, ni un artista, en el verdadero sentido de la palabra, porque nada inventa, y al salir del éxtasis en que el Dios le ha sumido, pierde el sentido profundo de los versos que recita, y no los entiende ya. Es la visión de un sueño que se borra en el acto de despertar, y que todo el arte del mundo no podría reproducir, y menos aún crear. Sin inventar nada por sí, sin saber nada de sí mismo, el poeta no puede enseñar nada a nadie, es un ser inútil, y es una carga para el Estado. Hay una ciencia, hija de la razón, ciencia que tiene su método, sus reglas, sus medios seguros de distinguirlo verdadero, de rechazar el error, de ilustrar los espíritus disipando las dudas, ciencia que se adquiere, se trasmite de hombre a hombre, y derrama la luz más lejos y con más seguridad que la poesía, y esta ciencia se llama la dialéctica. He aquí el arte que Platón prefiere a todos los dones de la imaginación. Platón es filósofo ante todo.

Pero hay más; si el poeta no fuese más que inútil, Platón no le cerraría con tanto rigor todo acceso en el Estado. Pero puede hacerse peligroso y entonces es cuando, en lugar de trasmitir como un eco el pensamiento del Dios que le inspira, toma sus propias visiones por el delirio divino, y celebra delante de la multitud la mentira y no la verdad, la superstición y no la religión, los tiranos y no los héroes. La poesía entonces se hace en su boca un instrumento de corrupción, tanto más temible, cuanto vestida con el atractivo de los versos y del canto, derrama el error sin dejar de ser bello. Hechicera funesta y semejante a las sirenas, atrae y seduce con su canto a los incautos para devorarlos.

He aquí los dos daños en que se ha parapetado Platón, y cuyo rastro es fácil descubrir bajo el estilo burlesco del Ion, la ironía del cual, por más que tiene el aire de dirigirse solo al rapsodista de Homero y a sus iguales, alcanza de rechazo a Homero mismo, a los poetas y a la poesía entera, inmolada a la filosofía.

Ion[1] o de la poesía

SÓCRATES — ION DE ÉFESO[2]

SÓCRATES. —¡Zeus te salve, Ion! ¿De dónde vienes hoy? ¿De tu casa de Éfeso?

ION. —Nada de eso, Sócrates; vengo de Epidauro y de los juegos de Asclepio.

SÓCRATES. —¿Los de Epidauro han instituido en honor de su dios un combate de rapsodistas?

ION. —Así es, y de todas las demás partes de la música.

SÓCRATES. —¿Y bien, has diputado el premio?, ¿cómo has salido?

ION. —He conseguido el primer premio, Sócrates.

SÓCRATES. —Me alegro y ánimo, porque es preciso tratar de salir vencedor también en las fiestas Panateneas.

ION. —Así lo espero, si Dios quiere.

SÓCRATES. —Muchas veces, mi querido Ion, os he tenido envidia a los que sois rapsodistas, a causa de vuestra profesión. Es, en efecto, materia de envidia la ventaja que ofrece el veros aparecer siempre ricamente vestidos en los más espléndidos saraos, y al mismo tiempo el veros precisados a hacer un estudio continuo de una multitud de excelentes poetas, principalmente de Homero, el más grande y más divino de todos, y no solo aprender los versos, sino también penetrar su sentido. Porque jamás será buen rapsodista el que no tenga conocimiento de las palabras del poeta, puesto que para los que le escuchan, es el intérprete del pensamiento de aquel; función que le es imposible desempeñar, si no sabe lo que el poeta ha querido decir. Y todo esto es muy de envidiar.

ION. —Dices verdad, Sócrates. Es la parte de mi arte que me ha costado más trabajo, pero me lisonjeo de explicar a Homero mejor que nadie. Ni Metrodoro de Lámpsaco, ni Estesímbroto de Taso, ni Glaucón, ni ninguno de cuantos han existido hasta ahora, está en posición de decir sobre Homero tanto, ni cosas tan bellas, como yo.

SÓCRATES. —Me encantas, Ion, tanto más, cuanto que no podrás rehusarme el demostrar tu ciencia.

ION. —Verdaderamente, Sócrates, merecen bien ser escuchados los comentarios que he sabido dar a Homero, y creo merecer de los partidarios de este poeta el que coloquen sobre mi cabeza una corona de oro.

SÓCRATES. —Me congratularé de que se me presente ocasión más adelante para escucharte; pero en este momento solo quiero que me digas si tu habilidad se limita a la inteligencia de Homero, o si se extiende igualmente a la de Hesíodo y Arquíloco.

ION. —De ninguna manera; yo me he limitado a Homero, y me parece que basta.

SÓCRATES. —¿No hay ciertos asuntos sobre los que Homero y Hesíodo dicen las mismas cosas?

ION. —Yo pienso que sí, y en muchas ocasiones.

SÓCRATES. —¿Podrías tú explicar mejor lo que dice Homero sobre estos objetos que lo que dice Hesíodo?

ION. —Los explicaría perfectamente en todos aquellos puntos en que hablan de las mismas cosas.

SÓCRATES. —¿Y en aquellos que no dicen las mismas cosas? Por ejemplo, Homero y Hesíodo, ¿no hablan del arte divinatorio?

ION. —Ciertamente.

SÓCRATES. —Y qué, ¿estarás tú en estado de explicar mejor que un buen adivino lo que estos dos poetas han dicho de una manera igual o de una manera diferente sobre el arte divinatorio?

ION. —No.

SÓCRATES. —Pero si fueses adivino, ¿no es cierto que si podías explicar los pasajes en que están de acuerdo, en igual forma podrías explicar aquellos en que están en desacuerdo?

ION. —Eso es evidente.

SÓCRATES. —¿Por qué razón estás versado en las obras de Homero y no lo estás en las de Hesíodo, ni en las de los demás poetas? ¿Homero trata de distintos objetos que todos los demás poetas? ¿No habla principalmente de la guerra, de las relaciones que tienen entre sí los hombres, sean buenos o malos, sean particulares u hombres públicos, de la manera que los dioses conversan entre sí y con los hombres, de lo que pasa en el cielo y en los infiernos, de la genealogía de los dioses y de los héroes? ¿No es ésta la materia que constituye las poesías de Homero?

ION. —Tienes razón, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿los demás poetas no tratan las mismas cosas?

ION. —Sí, Sócrates, pero no como Homero.

SÓCRATES. —¿Por qué?, ¿hablan peor?

ION. —Sin comparación.

SÓCRATES. —¿Y Homero habla mejor?

ION. —Sí, ciertamente.

SÓCRATES. —Pero, mi querido Ion, cuando muchas personas hablan sobre números, y una entre ellas habla excelentemente, ¿no reconocerá alguno de los demás que efectivamente habla bien?

ION. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —¿Y esa misma persona será la que reconozca a los que hablan mal; o será otra distinta?

ION. —La misma ciertamente.

SÓCRATES. —Y esa persona, ¿no será la que sabe el arte de contar?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —Cuando muchas personas hablan de alimentos buenos para la salud y hay entre ellas una que habla perfectamente, ¿serán dos personas diferentes las que distingan, la una al que habla bien, y la otra al que habla mal, o bien será una misma persona?

ION. —Es claro que será la misma.

SÓCRATES. —¿Quién es?, ¿cómo se llama?

ION. —El médico.

SÓCRATES. —En suma, cuando se habla de unos mismos objetos, será siempre el mismo hombre el que dará cuenta de los que hablan bien y de los que hablan mal; y es evidente que si no distingue el que habla mal, no distinguirá tampoco el que habla bien; se entiende respecto al mismo objeto.

ION. —Convengo en ello.

SÓCRATES. —El mismo hombre, por consiguiente, está en estado de juzgar lo uno y lo otro.

ION. —Sí.

SÓCRATES. —¿No dices que Homero y los otros poetas, entre quienes se cuentan Hesíodo y Arquíloco, tratan de los mismos objetos, pero no de la misma manera, y que Homero habla bien y los otros menos bien?

ION. —Sí, y nada he dicho que no sea verdadero.

SÓCRATES. —Si, pues, conoces tú al que habla bien, debes conocer igualmente a los que hablan mal.

ION. —Así parece.

SÓCRATES. —Así, mi querido Ion, no podemos engañarnos, si decimos que Ion está versado en el conocimiento de Homero igualmente que en el de los demás poetas, puesto que confiesa que un mismo hombre es juez competente de todos los que hablan de los mismos objetos, y que todos los poetas tratan poco más o menos las mismas cosas.

ION. —Pero entonces, Sócrates, ¿me dirás por qué, cuando se me habla de cualquier otro poeta, no puedo fijar la atención, ni puedo decir nada que valga la pena, y en realidad me considero como dormido; y por el contrario, cuando se me cita a Homero, despierto en el acto, presto la mayor atención, y las ideas se me presentan profusamente?

SÓCRATES. —No es difícil, mi querido amigo, adivinar la razón. Es evidente, que tú no eres capaz de hablar sobre Homero, ni por el arte, ni por la ciencia. Porque si pudieses hablar por el arte, estarías en estado de hacer lo mismo respecto todos los demás poetas. En efecto, la poesía es un solo y mismo arte, que se llama poética; ¿no es así?

 

ION. —Sí.

SÓCRATES. —¿No es cierto, que cuando se abraza un arte en toda su extensión, una misma crítica sirve para juzgar de todas las demás artes? ¿Quieres, Ion, que te explique cómo entiendo esto?

ION. —Con el mayor placer, Sócrates; gusto mucho en oíros, porque es oír a un sabio.

SÓCRATES. —Quisiera mucho que dijeras verdad, Ion; pero ese título de sabio solo pertenece a vosotros los rapsodistas, a los actores y a aquellos cuyos versos cantáis. Con respecto a mí, no sé más que decir sencillamente la verdad, cual conviene a un hombre de poco talento. Júzgalo por la pregunta que te acabo de hacer, y ya ves que es trivial y común, como que lo que he dicho está al alcance de cualquiera, esto es que la crítica es la misma en cualquier arte que se considere, con tal de que sea uno. Tomemos un ejemplo. La pintura en su conjunto, ¿no es un solo y mismo arte?

ION. —Sí.

SÓCRATES. —¿No hay y ha habido gran número de pintores buenos y malos?

ION. —Ciertamente.

SÓCRATES. —¿Has visto tú alguno que, siendo capaz de discernir lo bien o mal pintado en los cuadros de Polignoto,[3] hijo de Aglaofón, no pueda hacer lo mismo respecto a los otros pintores? ¿Que cuando se le presentan las obras de estos se duerma, se vea embarazado, y no sepa qué juicio formar? ¿Mientras que cuando se trata de dar su dictamen sobre los cuadros de Polignoto, o de cualquier otro pintor particular que sea de su agrado, se despierte, preste su atención, y se explique con la mayor facilidad?

ION. —No ciertamente, yo no lo he visto.

SÓCRATES. —Pero qué, ¿en materia de escultura has visto alguno que esté en actitud de decidir sobre el mérito de las obras de Dédalo, hijo de Metión, o de Epeio, hijo de Panopeo, o de Teodoro de Samos, o de cualquier otro estatuario, y que se vea dormido, embarazado y sin saber qué decir de las obras de los demás escultores?

ION. —No, ¡por Zeus!, no he visto a nadie en este caso.

SÓCRATES. —No has visto, me figuro, a nadie, sea con relación al arte de tocar la flauta o el laúd, o de acompañar con el laúd al canto, o sea con relación a la rapsodia, que esté en estado de pronunciar su juicio sobre el mérito de Olimpo, de Támiras, de Orfeo, de Femio, el rapsodista de Ítaca, y que tratándose de juzgar del mérito de Ion de Éfeso, se viese en el mayor embarazo, y se considerase incapaz de decidir, en qué es bueno o mal rapsodista.

ION. —Nada tengo que oponer a lo que dices, Sócrates. Sin embargo, puedo asegurar, que soy yo, entre todos los hombres, el que habla mejor y con más facilidad sobre Homero, y que cuantos me escuchan convienen en lo bien que hablo, mientras que nada puedo decir sobre los demás poetas. Dime, yo te lo suplico, de dónde puede proceder esto.

SÓCRATES. —Eso es lo que quiero examinar, y quiero exponerte mi pensamiento. Ese talento, que tienes, de hablar bien sobre Homero, no es en ti un efecto del arte, como decía antes, sino que es no sé qué virtud divina que te trasporta, virtud semejante a la piedra que Eurípides ha llamado magnética, y que los más llaman piedra de Heraclea. Esta piedra, no solo atrae los anillos de hierro, sino que les comunica la virtud de producir el mismo efecto y de atraer otros anillos, de suerte que se ve algunas veces una larga cadena de trozos de hierro y de anillos suspendidos los unos de los otros, y todos estos anillos sacan su virtud de esta piedra. En igual forma, la musa inspira a los poetas, estos comunican a otros su entusiasmo, y se forma una cadena de inspirados. No es mediante el arte, sino por el entusiasmo y la inspiración, que los buenos poetas épicos componen sus bellos poemas. Lo mismo sucede con los poetas líricos. Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor, y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio. Así es que el alma de los poetas líricos hace realmente lo que estos se alaban de practicar. Nos dicen que, semejantes a las abejas, vuelan aquí y allá por los jardines y vergeles de las musas, y que recogen y extraen de las fuentes de miel los versos que nos cantan. En esto dicen la verdad, porque el poeta es un ser alado, ligero y sagrado, incapaz de producir mientras el entusiasmo no le arrastra y le hace salir de sí mismo. Hasta el momento de la inspiración, todo hombre es impotente para hacer versos y pronunciar oráculos. Como los poetas no componen merced al arte, sino por una inspiración divina, y dicen sobre diversos objetos muchas cosas y muy bellas, tales como las que tú dices sobre Homero, cada uno de ellos solo puede sobresalir en la clase de composición a que le arrastra la musa. Uno sobresale en el ditirambo, otro en los elogios, este en las canciones destinadas al baile, aquél en los versos épicos, y otro en los yambos, y todos son medianos fuera del género de su inspiración, porque es esta y no el arte la que preside a su trabajo. En efecto, si supiesen hablar bien, gracias al arte, en un solo género, sabrían igualmente hablar bien de todos los demás. El objeto que Dios se propone al privarles del sentido, y servirse de ellos como ministros, a manera de los profetas y otros adivinos inspirados, es que, al oírles nosotros, tengamos entendido que no son ellos los que dicen cosas tan maravillosas, puesto que están fuera de su buen sentido, sino que son los órganos de la divinidad que nos habla por su boca. Tinnico de Cálcide es una prueba bien patente de ello. No tenemos de él más pieza en verso, que sea digna de tenerse en cuenta, que su Peán[4] que todo el mundo canta, la oda más preciosa que se ha hecho jamás, y que, como dice él mismo, es realmente una producción de las musas. Me parece, que la divinidad nos ha dejado ver en él un ejemplo patente, para que no nos quede la más pequeña duda de que si bien estos bellos poemas son humanos y hechos por la mano del hombre, son, sin embargo, divinos y obra de los dioses, y que los poetas no son más que sus intérpretes, cualquiera que sea el dios que los posea. Para hacernos conocer esta verdad, el dios ha querido cantar con toda intención la oda más bella del mundo por boca del poeta más mediano. ¿No crees tú que tengo razón, mi querido Ion?

ION. —Sí, ¡por Zeus!, tus discursos, Sócrates, causan en mi alma una profunda impresión, y me parece que los poetas, por un favor divino, son para con nosotros los intérpretes de los dioses.

SÓCRATES. —¿Y vosotros los rapsodistas no sois los intérpretes de los poetas?

ION. —También es cierto.

SÓCRATES. —Luego sois vosotros los intérpretes de los intérpretes.

ION. —Sin contradicción.

SÓCRATES. —Vamos, respóndeme Ion, y no me ocultes nada de lo que te voy a preguntar. Cuando recitas, como conviene, ciertos versos heroicos, y conmueves el alma de los espectadores, ya cantando a Odiseo en el momento en que lanzándose al umbral de su palacio, se da a conocer, a los amantes de Penélope y derrama a sus pies una multitud de flechas,[5] o ya a Aquiles arrojándose sobre Héctor,[6] o cualquier otro pasaje conmovedor de Andrómaca, de Hécuba, o de Príamo,[7] ¿te dominas, o estás fuera de ti mismo?, ¿llena tu alma de entusiasmo?, ¿no te imaginas estar presente en las acciones que recitas, y que te encuentras en Ítaca o delante de Troya, en una palabra, en el lugar mismo donde pasa la escena?

ION. —¡La prueba que me pones a la vista es patente, Sócrates! Porque si he de hablarte con franqueza, te aseguro, que cuando declamo algún pasaje patético, mis ojos se llenan de lágrimas, y que cuando recito algún trozo terrible o violento, se me erizan los cabellos y palpita mi corazón.

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