Obras Completas de Platón

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HIPIAS. —Es preciso confesarle, que la belleza humana no es nada en comparación con la belleza divina; todo esto es cierto.

SÓCRATES. —Pero, me dirá, «si desde el principio te hubiese yo preguntado qué es a la par lo bello y lo feo, y me hubieras respondido como lo haces ahora, ¿no me habrías contestado perfectamente? ¿Te parece aún que lo bello en sí mismo, que adorna y hace bellas todas las demás cosas desde el momento que en ellas se muestra, haya de ser una doncella, una yegua, una lira?»

HIPIAS. —Si te hace esa pregunta, es fácil definirle lo bello que forma la belleza y el adorno de todas las cosas bellas; pero ciertamente ese hombre es un imbécil, que no entiende una palabra de belleza. Respóndele, que lo bello que busca no es otra cosa que el oro, y con eso le tapas la boca; porque no hay duda de que el oro, aplicado a una cosa, de fea que era antes, la hace bella.

SÓCRATES. —No conoces a este hombre, Hipias, ni conoces su terquedad; no deja pasar nada sin fijarse bien en ello.

HIPIAS. —No importa, Sócrates. ¿Puede menos de rendirse a la verdad? Si la combate indebidamente, habrá que tratarle como un hombre impertinente.

SÓCRATES. —Estoy seguro, amigo mío, de que lejos de contentarse con esta respuesta, me dirá burlándose: «Imbécil, ¿crees que Fidias fuese un artista ignorante?» «De ninguna manera», le respondería.

HIPIAS. —Muy bien.

SÓCRATES. —Muy bien. Pero cuando le haya dicho yo que tengo a Fidias por un escultor hábil, proseguirá diciendo: «¿Piensas que Fidias no haya sabido lo que es bello?» «¿Para qué me preguntas eso?», le diría yo. «Porque no hizo de oro ni los ojos, ni el semblante, ni las manos, ni los pies de su Atenea, sino que los hizo de marfil; sin embargo, según tú, debió hacerlos de oro para ser enteramente bellos. Ésta es una falta que Fidias cometió por ignorancia, por no haber sabido que el oro hace bellos todos los objetos a que se aplica». ¿Qué se dice a esto, Hipias?

HIPIAS. —Nada más fácil de responder; diremos que Fidias ha obrado bien, porque el marfil es también una cosa bella.

SÓCRATES. —«¿Por qué», continuará él, «Fidias no ha hecho de marfil las niñas de los ojos de su Atenea, usando en su lugar la piedra preciosa que se aproximaba más a la blancura del marfil? Y una piedra bella ¿no es también una bella cosa?» ¿Se lo confesaremos, Hipias?

HIPIAS. —¿Por qué no, cuando cuadra tan bien la piedra?

SÓCRATES. —¿Y cuando no cuadra, diremos que es fea, o no lo diremos?

HIPIAS. —Convengamos en que es fea, si no cuadra.

SÓCRATES. —«¿El marfil y el oro», me dirá en seguida, «puesto que tan entendido eres, cuando cuadran bien, no hacen aparecer bellos los objetos en que se colocan, y por el contrario feos cuando cuadran mal?»

HIPIAS. —Es preciso confesar que lo que cuadra bien a una cosa la hace bella.

SÓCRATES. —Continuará él: «Si se pone a la lumbre esa bella marmita, de que hemos hablado, llena de buen condimento, ¿qué cuchara le convendrá mejor, una de higuera o una de oro?»

HIPIAS. —Ah, ¡por Heracles!, ¿qué hombre es ese, Sócrates? Te suplico que me digas su nombre.

SÓCRATES. —Aun cuando te lo dijera, no le conocerías.

HIPIAS. —Cualquiera que él sea, le tengo por un ignorante.

SÓCRATES. —Es cierto, que es hombre que fatiga con sus preguntas, pero, en fin, ¿qué le diremos, Hipias? ¿De las dos cucharas, la de higuera y la de oro, cuál conviene más a la marmita? Creo que la de higuera, porque da buen olor a las verduras, y con ellas no puede romperse la vasija, lo cual sería una desgracia, porque toda la sustancia se derramaría, el fuego se apagaría y los convidados quedarían a buenas noches. La cuchara de oro causaría todos estos desastres, y por esta razón me parece, que en tal caso debe preferirse la cuchara de higuera a la de oro, a no ser que seas tú de otro dictamen.

HIPIAS. —No, la cuchara de higuera conviene más, pero no me gustaría en verdad razonar con un hombre que hace semejantes preguntas.

SÓCRATES. —Tendrías razón, porque no sería justo que un sabio que admira toda la Grecia, tan bien vestido y calzado, escuchase tan humilde lenguaje; pero por lo que a mí toca, me es indiferente conversar con este personaje. Te suplico, pues, que me instruyas antes, y que tengas la bondad de responderme, porque el tal hombre no dejará de perseguirme. Si la cuchara de higuera conviene más que la de oro, es más bella, puesto que has confesado que lo que mejor cuadra a una cosa es más bello que lo que no le cuadra. ¿Habremos, pues, de convenir, Hipias, en que la cuchara de higuera es más bella que la cuchara de oro?

HIPIAS. —¿Quieres, Sócrates, que de una vez para siempre te dé a conocer una definición de lo bello, que ponga término a estos largos y fastidiosos discursos?

SÓCRATES. —Mucho gusto me darás en ello; pero dime antes, de las dos cucharas de higuera y de oro, ¿cuál te parece más conveniente y más bella?

HIPIAS. —Pues bien, di a ese hombre, si quieres, que la de higuera.

SÓCRATES. —Ahora ya puedes decirme esa otra definición de la que acabas de hablarme, porque con respecto a la de si lo bello es la misma cosa que el oro, fácilmente podríamos probar su falsedad, y que el oro no es más bello que la higuera. Ahora ya puedes decirme tu nueva definición de lo bello.

HIPIAS. —Voy a decírtelo. Me parece que la belleza que buscas ha de ser tal, que jamás pueda parecer fea en ninguna parte, ni a ninguna persona.

SÓCRATES. —Eso es lo que yo quiero, Hipias; has comprendido mi pensamiento.

HIPIAS. —Escucha, pues, y si fuera posible que esta vez me engañara, tendré que confesar mi ignorancia.

SÓCRATES. —Dilo luego, en nombre de los dioses.

HIPIAS. —Digo, pues, que en todo lugar, en todo tiempo, y por todo el mundo es siempre una cosa muy bella el buen comportamiento, ser rico, verse honrado por los griegos, alargar mucho la vida, y en fin, recibir de su posteridad los últimos honores con la misma piedad y la misma magnificencia con que han sido dispensados a sus padres y a sus mayores.

SÓCRATES. —¡Ah!, Hipias, ¡respuesta maravillosa, solución incomparable, muy digna de ti! ¡Por Hera!, admiro la bondad con que te esfuerzas en acudir a mi auxilio. Sin embargo, nuestro hombre se nos deslizará aún, y preveo que se burlará de nosotros más que nunca.

HIPIAS. —Si se burla, se hará un hombre insufrible; reír, cuando no se tiene qué replicar, es reírse de sí mismo y exponerse a la risa pública.

SÓCRATES. —Quizá tienes razón, pero también quizá esta respuesta o solución es tal que corre peligro de que no se contente con burlarse, si mis previsiones son exactas.

HIPIAS. —Cómo, ¿qué hará?

SÓCRATES. —Si por casualidad tiene un bastón en las manos, podría suceder que me diera un varapalo, si con presteza no libraba el cuerpo.

HIPIAS. —Cómo, ¿ese hombre es amo tuyo? ¿Y no lo llamarías ante un tribunal para que reparara la injuria? ¿Son mudas las leyes en Atenas, y les está permitido a los ciudadanos maltratarse los unos a los otros?

SÓCRATES. —No.

HIPIAS. —Entonces, ¿sería castigado si te había pegado sin razón?

SÓCRATES. —Me parece que no sería sin razón, porque a mi entender la tendría, si le daba la solución que tú propones.

HIPIAS. —La tendría en efecto, si tal es tu dictamen, Sócrates.

SÓCRATES. —¿Quieres que te diga por qué tendría razón para pegarme, si le daba tu solución? Porque indudablemente tú mismo no querrías pegarme sin escucharme y sin enterarte de mis razones.

HIPIAS. —Rehusar escucharte sería una cosa extraña en mí, Sócrates. Pero ¿cuáles son esas razones?

SÓCRATES. —Voy a explicártelas, pero figurando ser ese hombre, como hice antes. De esta manera te haré gracia de esos términos duros y mal sonantes de que se sirve cuando a mí me habla. A no dudar, esto es lo que me dirá: «¿Crees, Sócrates, que no merece un varapalo el hombre, que en vez de responder a lo que se le pregunta, se pone a cantar un ditirambo que nada tiene que ver con la cuestión?» «¿Cómo?», le responderé yo. «¿No te acuerdas», dirá él, «que te he preguntado qué es lo bello, eso que hace bellas todas las cosas donde se encuentra, una piedra, madera, un hombre, dios, una acción, una ciencia cualquiera? Esto es lo que yo he buscado, y sin embargo, no has entendido más mi pregunta que si fueras un canto, una piedra de molino, y como si no tuvieses, ni inteligencia, ni oído». ¿Creerías conveniente, Hipias, que al verme confundido con estas palabras, le respondiese: «El sabio Hipias me ha dicho, sin embargo, que esto era lo bello, cuando le pregunté, como tú, ¿qué es lo bello para todo el mundo y para siempre?» ¿Qué dices, a esto, Hipias? ¿Te enfadarías respondiendo yo de esta manera?

HIPIAS. —Yo sé perfectamente que lo que he dicho que es bello es bello en efecto, y que aparecerá así a todos los hombres.

SÓCRATES. —«¿Pero lo será así en efecto?», replicará nuestro hombre. «Porque lo bello, es decir, lo verdaderamente bello lo es de todos los tiempos, lo es siempre».

HIPIAS. —Lo confieso.

SÓCRATES. —«¿No lo era en otro tiempo?», dirá nuestro hombre.

HIPIAS. —Lo era.

SÓCRATES. —Sobre la marcha replicará: «Pero qué, ¿el extranjero de Elis te ha dicho que fue bello el entierro de Aquiles después de sus antepasados, como el de su abuelo Éaco, y el de los otros hijos de los dioses y el de los dioses mismos?»

HIPIAS. —¿Qué clase de hombre es ese, Sócrates? ¡Ah!, déjale; estas preguntas son impías.

SÓCRATES. —Y a tales preguntas, ¿no es una impiedad responder afirmativamente?

HIPIAS. —Quizá.

SÓCRATES. —«El impío serías tú mismo, Sócrates», me diría, «tú que das por sentado que es cosa bella siempre y para todo el mundo recibir de sus hijos los honores fúnebres y tributarlos a sus padres. Cuando tú dices para todo el mundo ¿Heracles y los otros de que hemos hablado, no son de este número?»

 

HIPIAS. —Yo no he querido hablar de los dioses.

SÓCRATES. —¿Ni de los héroes, sin duda?

HIPIAS. —No, si son hijos de los dioses.

SÓCRATES. —¿Pero los que no lo son?

HIPIAS. —Ésos son a los que me he referido.

SÓCRATES. —Luego por tu mismo voto, ¿sería una cosa impía y fea para Tántalo, Dárdano, Zeto y demás héroes, hacer los honores fúnebres a sus padres; y para Pelops y los demás, cuyos padres han sido hombres, sería una cosa bella?

HIPIAS. —Así me parece.

SÓCRATES. —«Lo que te parece verdadero ahora», replicará, «no te lo parecía antes, puesto que ser enterrado por sus descendientes, después de haber tributado los honores fúnebres a sus antepasados, es una cosa que en ciertas ocasiones y para algunos no es del todo bella, y que es imposible que lo sea siempre para todos; y henos aquí sumidos ridículamente en los inconvenientes de la doncella y de la marmita, porque lo que has dicho de la sepultura es aún más ridículamente bello para los unos y feo para los otros». Ésta es la razón, por la que se me quejará de nuevo y dirá: «Sócrates, ¿no es posible que me definas hoy ya ese bello, sobre el que ha recaído mi pregunta?» Ciertamente tendrá razón para quejarse de mí, puesto que no he podido satisfacerle. He aquí las conversaciones que ordinariamente pasan entre nosotros. Algunas veces podría decirse que, compadecido de mi ignorancia, me sugiere en cierta manera lo que debo decir, y me pregunta si tal cosa me parece que es lo bello. Lo mismo hace con todas las demás cosas que son objeto de nuestras conversaciones.

HIPIAS. —¿Pero qué? ¿Qué quieres decir, Sócrates?

SÓCRATES. —Te lo voy a explicar en el acto. «Sócrates», me dijo nuestro hombre, «no quiero ya semejantes respuestas, porque son impertinentes y demasiado fáciles de refutar. Pero veamos si lo bello puede salir de un punto, que tocamos antes, cuando dijimos que el oro es bello si cuadra bien a los objetos, y feo si no les cuadra, y, por consiguiente, si todas las cosas en las que se encuentra esta conveniencia, son de hecho bellas. Mira, Sócrates, y considera esta armonía y conveniencia en sí misma y juzga si su naturaleza no será la de lo bello». Yo, Hipias, sigo de ordinario la opinión de mi hombre, no teniendo razones superiores que oponerle. ¿Pero tú crees, que lo conveniente sea lo bello?

HIPIAS. —Ésa es mi opinión, Sócrates.

SÓCRATES. —Procuremos no engañarnos.

HIPIAS. —Procurémoslo.

SÓCRATES. —Lo conveniente o decoroso es lo que hace las cosas bellas, o es lo que las hace aparecer tales, o no es ni lo uno ni lo otro.

HIPIAS. —Me parece que es lo uno o lo otro.

SÓCRATES. —¿Lo conveniente es lo que las hace aparecer bellas, a la manera que un hombre mal formado parece bello, gracias a la elegancia de su calzado y de su traje? Pero si lo conveniente hiciese aparecer las cosas más bellas de lo que ellas son, sería una especie de engaño e ilusión, y no es esto lo que buscamos, Hipias; porque nosotros buscamos lo que hace que las cosas bellas sean verdaderamente bellas, en la misma forma que decimos que todo lo que es grande es grande por la magnitud, porque por la magnitud las cosas son grandes; y aunque no lo pareciesen, si en ellas hay magnitud, necesariamente tienen que ser grandes. En la misma forma buscamos lo que es bello y que hace bellas todas las cosas bellas, parézcanlo o no lo parezcan. Lo conveniente o decoroso no es este bello, porque hace aparecer las cosas más bellas de lo que ellas son, como decías, y no permite que se las encuentre tales como ellas son. Es preciso definir lo que hace bellas las cosas bellas, como acabo de decir, parézcanlo o no lo parezcan. He aquí a lo que se dirige nuestra indagación de lo bello.

HIPIAS. —Pero la conveniencia o buena proporción, Sócrates, cuando se encuentra en alguna parte, hace que las cosas parezcan bellas y lo son realmente.

SÓCRATES. —No es posible que las cosas que son bellas no parezcan tales, puesto que se encuentra en ellas lo que las hace aparecer bellas.

HIPIAS. —No es posible.

SÓCRATES. —Qué, Hipias, ¿diremos que las bellas leyes y las bellas instituciones parecen siempre bellas a juicio de todos los hombres? ¿No diremos más bien que su belleza verdadera se ignora muchas veces, y que éste es el origen ordinario de las disputas y de las disensiones públicas y privadas?

HIPIAS. —Yo avanzo a más, Sócrates, y digo que su belleza es ignorada.

SÓCRATES. —No sucedería esto, sin embargo, si tales cosas pareciesen lo que son y ellas parecerían así, si lo conveniente fuese la misma cosa que lo bello, que no solo hace las cosas bellas sino que las hace parecer tales. Así, pues, si lo conveniente es lo que hace una cosa bella, éste es en efecto el bello que buscamos, y no el bello que la hace parecer bella. Si por el contrario, lo conveniente da solamente a las cosas la apariencia de la belleza, no es éste el bello que buscamos, puesto que el que buscamos las hace ser bellas, porque una misma cosa no puede ser a la vez causa de ilusión y de verdad. Resolvámonos, pues, a sostener que la conveniencia es causa de que las cosas sean bellas o solamente de que lo parezcan.

HIPIAS. —Yo sostengo que lo conveniente hace que las cosas parezcan bellas.

SÓCRATES. —Verdaderamente henos aquí bien lejos del conocimiento de lo bello, puesto que tenemos, Hipias, que lo bello y lo conveniente son dos cosas diferentes.

HIPIAS. —¡Por Zeus!, Sócrates, eso me parece bien singular.

SÓCRATES. —Sin embargo, querido mío, cobremos ánimo; no he perdido aún toda esperanza de descubrir lo que es lo bello.

HIPIAS. —¿Por qué desesperar? No es una cosa tan difícil; estoy bien seguro de que si me tomase el trabajo de examinar la cuestión un solo momento por mí solo, te daría una definición tan exacta, que la exactitud misma no tendría objeción que oponer.

SÓCRATES. —Habla bajo, Hipias, por temor de irritar a lo bello que buscamos con tanto empeño. Ya ves cuántos sacrificios nos ha costado; él nos abandonará y se nos escapará como ya lo ha hecho. No es porque tenga nada que decir contra la esperanza que tú me das, porque estoy muy seguro de que apenas te veas solo, encontrarás lo que buscamos. Pero te suplico que procures encontrarlo delante de mí, y si lo permites, como lo has hecho hasta ahora, haremos juntos la indagación. Si lo conseguimos, será una fortuna para mí; si no, será preciso tener paciencia, porque respecto a ti con un momento que te apliques, tienes bastante para encontrarlo. Si pudiéramos investigarlo ahora, era negocio concluido, y yo no te importunaría más para saber si lo habías descubierto tú solo. Mira si lo que te voy a proponer ahora es lo bello, en concepto de que yo digo que lo es… Pero procura observar si me extravío. Digamos, pues, que lo bello es propiamente lo que nos es útil, y lo que me hace creer que esto es una verdad es que se llaman ojos bellos, no a aquellos que no ven nada, sino a los que son útiles para la vista.

HIPIAS. —Es cierto.

SÓCRATES. —En el mismo concepto decimos que el cuerpo es bello porque es útil para la carrera y la lucha, y lo mismo sucede con los animales, un caballo, un gallo, una codorniz; vasos, carruajes, naves, instrumentos de música y de otras artes, las mismas leyes, las ciencias, todo esto lo llamamos bello, teniendo en cuenta la utilidad que de ello recibimos, y considerando en cada uno de estos objetos lo que les hace útiles, sea naturalmente, sea por efecto del arte, sea por la relación en qué y para qué puedan ser útiles. Por el contrario, todo lo que es inútil lo encontramos feo; ¿No es ésta, Hipias, tu opinión?

HIPIAS. —Sí, ciertamente.

SÓCRATES. —Decimos, pues, con razón, que, con preferencia a todas las cosas, lo bello es lo útil.

HIPIAS. —Muy bien dicho.

SÓCRATES. —¿No es cierto, que lo que tiene el poder de hacer, sea lo que sea, es útil con relación a lo que es capaz de hacer, y que lo que es incapaz es inútil?

HIPIAS. —Ciertamente.

SÓCRATES. —El poder por lo tanto es una cosa bella y la impotencia es una cosa fea.

HIPIAS. —Eso está bien pensado, Sócrates; muchos ejemplos confirman esa verdad, y principalmente en el Estado político; porque es una cosa muy bella ejercer el poder político en su país, y es una cosa muy fea vivir sin autoridad.

SÓCRATES. —Muy bien, Hipias; ¿no podrá decirse con la misma razón que la ciencia es la cosa más bella del mundo, y que la ignorancia es la más fea?

HIPIAS. —¿Piensas de otra manera, Sócrates?

SÓCRATES. —Detente un poquito, mi querido Hipias; tiemblo por lo que habremos de confesar luego.

HIPIAS. —¿Qué temes ahora, cuando tus indagaciones marchan tan perfectamente?

SÓCRATES. —Yo no lo sé, pero examina por un momento conmigo lo que voy a decirte: ¿un hombre hace lo que no sabe ni puede hacer absolutamente?

HIPIAS. —Ciertamente no, porque no hará lo que no puede hacer.

SÓCRATES. —Los que hacen el mal o cometen malas acciones, si no hubieran podido hacerlas, ¿las hubieran hecho?

HIPIAS. —Evidentemente no.

SÓCRATES. —Pero todo lo que se puede, ¿se puede por el poder, y no por la impotencia?

HIPIAS. —No, ciertamente.

SÓCRATES. —Y todos los que hacen alguna cosa, ¿tienen el poder de hacerlo?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —Pero desde su nacimiento y durante todo el curso de su vida, todos los hombres hacen más mal que bien, y lo hacen involuntariamente.

HIPIAS. —Así es la verdad.

SÓCRATES. —Y qué, ¿diremos que un poder semejante y todo lo que es útil para hacer el mal es una cosa bella, o rehusaremos darle este nombre?

HIPIAS. —En mi opinión, Sócrates, debemos rehusarlo.

SÓCRATES. —En este caso, Hipias, es preciso confesar, que lo útil y el poder no son lo mismo que lo bello.

HIPIAS. —¿Por qué no, Sócrates, si este poder tiene el bien por objeto, y puede ser útil a este fin?

SÓCRATES. —Por lo menos es indudable que el poder y lo útil no constituyen lo bello de una manera absoluta y sin restricción; y lo que hemos querido decir, Hipias, es que el poder y lo útil con un fin bueno son lo mismo que lo bello.

HIPIAS. —Jamás he pensado otra cosa.

SÓCRATES. —¿Pero esto es o no ventajoso?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —En este caso, ¿los cuerpos bellos, las leyes bellas, la sabiduría y otras cosas que nombramos antes, son bellas porque son ventajosas?

HIPIAS. —Sin duda.

SÓCRATES. —Resulta pues, que con relación a nosotros, ¿lo ventajoso es lo mismo que lo bello?

HIPIAS. —Nada más cierto, Sócrates.

SÓCRATES. —Pero lo que es ventajoso, ¿produce el bien?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —Lo que produce, ¿no es la causa?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —¿Luego lo bello es la causa del bien?

HIPIAS. —Lo es ciertamente.

SÓCRATES. —Pero la causa no es la misma cosa que aquello de que es causa, porque jamás una causa puede ser causa de sí misma. Por ejemplo, Hipias, ¿estás de acuerdo en que la causa es aquello que hace o que produce?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —Luego la causa eficiente produce un efecto que no es la causa eficiente.

HIPIAS. —Es cierto.

SÓCRATES. —Por consiguiente la causa eficiente y el efecto son dos cosas diferentes.

HIPIAS. —Sí, muy diferentes.

SÓCRATES. —Luego la causa no es causa de sí misma, sino del efecto que ella produce.

HIPIAS. —Eso es evidente.

SÓCRATES. —Luego si lo bello es causa de lo bueno, lo bueno es efecto de lo bello; y si nuestros deseos se dirigen con tanto ardor hacia la sabiduría y hacia las demás cosas bellas, es aparentemente, porque ellas producen lo bueno, último objeto de nuestros deseos; de manera que conforme a nuestro razonamiento, resulta que lo bello es como el padre de lo bueno.

HIPIAS. —Muy bien, muy bien dicho.

SÓCRATES. —Pero ¿también estará muy bien dicho, que el padre no es el hijo, ni el hijo el padre?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —¿Y que la causa no es el efecto, ni el efecto la causa? Así es verdaderamente.

HIPIAS. —Así es verdaderamente.

SÓCRATES. —¡Por Zeus!, querido mío, lo bello no es lo bueno, ni lo bueno lo bello; ¿crees tú que puede deducirse esta consecuencia de lo que hemos dicho?

 

HIPIAS. —¡Yo!, no, ciertamente.

SÓCRATES. —¿Pero sostendremos que lo bello no es bueno, y que lo bueno no es bello?

HIPIAS. —Me guardaré bien de decirlo.

SÓCRATES. —Tienes razón, Hipias, y de todo lo que se ha dicho aquí, esto es lo menos razonable.

HIPIAS. —También es esa mi opinión.

SÓCRATES. —Por consiguiente no hay que aspirar a que lo bello sea lo útil, ni lo ventajoso, ni lo que produce un bien; esta opinión es más ridícula que aquella según la que hacíamos consistir lo bello en una hermosa joven y en todas las demás cosas a que hemos pasado revista.

HIPIAS. —Soy de tu dictamen, Sócrates.

SÓCRATES. —Muy bien, Hipias, pero yo ya no sé dónde estoy; por todas partes encuentro dificultades y dudas; ¿no te ocurre a ti algo?

HIPIAS. —Nada en este momento, pero como te he dicho, por poco que lo piense, estoy seguro de encontrar lo que buscamos.

SÓCRATES. —El vehemente deseo que tengo de aprender de ti la solución de esta cuestión, no me permite diferirlo más. He aquí ahora lo que se presenta a mi imaginación; procura examinarlo. ¿Será lo bello lo que produce placer? Por esta palabra no entiendo toda clase de placeres, sino tan solo los que proporcionan la vista y el oído. ¿Cómo puede negarse esto? ¿No es muy cierto que la belleza del hombre, de la pintura, de los ornamentos, regocija la vista? Por otra parte, los cantos bellos, las bellas voces, en fin, toda la música, las conversaciones y los discursos, ¿no nos causan igualmente placer? De suerte que si a nuestro terco preguntón le decimos que lo bello es el placer que percibimos por el oído y por la vista, nos veremos libres de sus importunidades. ¿Qué te parece?

HIPIAS. —Me parece, Sócrates, que esta vez has descubierto lo bello.

SÓCRATES. —¿Pero las bellas leyes, las bellas instituciones son bellas porque agradan a los ojos y a los oídos, o por alguna otra belleza?

HIPIAS. —Eso podría muy bien suceder, pero esta dificultad la ignorará nuestro hombre.

SÓCRATES. —¡Por el Perro!, Hipias, no se ocultará a un hombre de quien recibo lecciones cuantas veces se me escapa hablar indebidamente o dar prueba de mi ignorancia, creyendo decir una verdad.

HIPIAS. —¿De quién hablas?

SÓCRATES. —De Sócrates, hijo de Sofronisco, que no permitiría sentar ligeramente esta proposición, ni tampoco creer que sé yo una cosa, que no sé.

HIPIAS. —Por lo que toca a las leyes, también creo yo, de acuerdo con tu dictamen, que ya manifestaste, que su belleza es muy distinta.

SÓCRATES. —Despacito, Hipias; me parece que estamos ya en la misma dificultad en que estábamos antes, cuando creíamos haber descubierto la naturaleza de lo bello.

HIPIAS. —¿Cómo, Sócrates?

SÓCRATES. —Te diré mi parecer, si es que puedo dar consejos. Podría suceder, que las sensaciones del ojo y del oído no sean extrañas a la belleza de las leyes y de las instituciones; pero no hablemos más de las leyes y supongamos que el placer que se recibe por la vista y el oído es lo bello que buscamos. Si el hombre que tantas veces te he citado, u otro cualquiera, nos pregunta: «¿De dónde nace, Hipias y Sócrates, que dais el nombre de bello a lo que es agradable a los ojos y a los oídos, y que rehusáis este mismo nombre a lo que es agradable a los demás sentidos, al vino, a las viandas, y al placer del amor? ¿Consiste en que no los encontráis agradables, porque creéis que el verdadero placer se encuentra solo en los placeres de la vista y del oído?» ¿Qué responderemos, Hipias?

HIPIAS. —Responderemos, Sócrates, que los otros sentidos procuran igualmente otros placeres.

SÓCRATES. —Pero no ves que nos dirá, puesto que son placeres como los otros: «¿Por qué no los llamáis bellos?». Diremos que se burlarían de nosotros, si dijéramos que el comer es una bella cosa, en lugar de decir que es agradable; que el olor de los perfumes es bello, en lugar de decir que es agradable. ¿No vemos también que los placeres del amor, por más que sean muy dulces, son sin embargo vergonzosos, y que cuando alguno quiere gozar de ellos, se oculta? Dada esta respuesta nos dirá: «Veo bien lo que decís; el pudor os impide llamar bellos a todos estos placeres, porque el mundo lo repugna. Pero yo no os be preguntado sobre lo que los hombres piensan de lo bello; yo os pregunté lo que es bello efectivamente». Entonces le diremos lo que ya hemos sentado, que lo bello es esta parte de los placeres que nos vienen de la vista y del oído. ¿Tienes tú otra cosa que responder, Hipias?

HIPIAS. —Nos vemos precisados, Sócrates, a no poder responder otra cosa.

SÓCRATES. —«Muy bien contestado», nos dirá; «pero si no hay placeres más bellos que los de la vista y del oído, ¿los demás placeres no son bellos?» ¿Lo confesaremos nosotros?

HIPIAS. —Lo confesaremos.

SÓCRATES. —Proseguirá él: «¿Lo que agrada a la vista agrada a la vez a la vista y al oído?, ¿y lo que agrada al oído agrada a la vez al oído y a la vista?». Responderemos a esto, que lo que agrada a uno de estos sentidos no agrada a los dos, porque aparentemente esto es lo que tú quieres saber; pero nosotros hemos dicho, que cada uno de estos dos placeres separadamente es agradable por sí mismo y que ambos juntos son agradables. Esto es lo que era preciso que le respondiéramos.

HIPIAS. —Eso mismo.

SÓCRATES. —Él continuará: «El placer, en tanto que placer, ¿difiere del placer? Yo no os pregunto cuál es el mayor de dos placeres, ni si un placer es más o menos vivo que otro, sino si, entre muchos placeres, el uno es diferente del otro, porque el uno es placer y el otro no». Nosotros diremos que no; ¿no es así?

HIPIAS. —No es posible responder otra cosa.

SÓCRATES. —«¿Por qué otra razón, sino porque son placeres, habéis separado los de la vista y del oído de todos los demás? ¿No es de creer que precisamente habéis encontrado en ellos un no sé qué, que os obliga a llamarlos bellos? Porque el placer de la vista no es bello porque se goza por la vista; si ésta fuera razón, no podría llamarse bello el placer del oído, puesto que no goza por la vista». ¿No confesaremos que dice verdad?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —«En igual forma, el placer del oído no es bello porque se goza por el oído; de otra manera el placer de la vista no podría llamársele bello, puesto que no goza por el oído». ¿No confesaremos, Hipias, que un hombre que se explica así, habla racionalmente?

HIPIAS. —Sin dificultad.

SÓCRATES. —«¿Pero estos placeres son bellos ambos, según lo que decíais?» ¿Lo confesaremos?

HIPIAS. —Sí.

SÓCRATES. —«Es preciso que ambos tengan alguna cosa de común que los haga bellos, que les pertenezca a ambos en común y a cada uno en particular. De otra manera no serían ambos bellos a la vez y cada uno en particular». Respóndeme como si tú le hablaras.

HIPIAS. —Yo me atengo a lo que tú respondas.

SÓCRATES. —Si estos placeres tuviesen ambos a la vez una cualidad que no tuviesen el uno y el otro separadamente, no sería por esta cualidad por la que serían bellos.

HIPIAS. —Pero, Sócrates, ¿cómo es posible que ambos juntos tuviesen una cualidad que ni el uno ni el otro tuviesen separadamente?

SÓCRATES. —¿Tú lo crees imposible?

HIPIAS. —Verdaderamente ignoraría la naturaleza de las cosas y la de los términos del lenguaje, si dijese otra cosa.

SÓCRATES. —En buena hora, Hipias; hablas perfectamente. Sin embargo, yo no sé, pero se me figura que entreveo una cierta cosa, que es poco más o menos lo que tú decías que es imposible; quizá me engañe.

HIPIAS. —No hay quizá, sino que a punto fijo te equivocas.

SÓCRATES. —Sin embargo, se me representan en el espíritu muchos de estos objetos; pero desconfío de mí mismo, al notar que tú no los ves, tú que has reunido dinero con tu sabiduría, como ninguno en nuestra época, y que yo los veo sin haber ganado jamás un óbolo. Temo, mi querido amigo, que te burles de mí y que tengas placer en engañarme; tanta es la claridad con que yo percibo esta clase de objetos.

HIPIAS. —Descríbeme, pues, esos objetos, Sócrates, y ya verás mejor si me burlo o no me burlo. Pero ciertamente no son más que ilusiones; porque ¿cómo puede concebirse que los dos juntos sintamos lo que ni tú, ni yo, separadamente y en particular sentimos?

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