Un crisol de terror

Текст
Автор:
0
Отзывы
Читать фрагмент
Отметить прочитанной
Как читать книгу после покупки
Шрифт:Меньше АаБольше Аа

Viernheim se asentaba en un amplio terreno, donde las plantaciones de espárragos y tabaco se extendían bajo un cielo interminable. Durante siglos, las crecidas del Rin habían fertilizado el suelo de las llanuras. Al no contar esta próspera región con la protección de las montañas, quedaba expuesta a los cuatro vientos, y eso me hacía sentir vulnerable.

Viernheim abastecía de trabajadores a la planta de Mercedes-Benz y a otras fábricas de las cercanas ciudades industriales de Ludwigshafen y Mannheim, de forma que la población la constituían obreros de las fábricas y granjeros. En el centro de la ciudad se hallaba el Ayuntamiento, la iglesia católica, varias tiendas pequeñas y el negocio de mis primos con sus cuatro escaparates. Las casas de los ricos, bien cuidadas, se apiñaban alrededor de la iglesia, un poco más lejos se encontraba la escuela de comercio y, unos bloques más atrás, la sinagoga.

Nuestro horario de trabajo comenzaba al amanecer y no concluía hasta mucho después de cerrar el almacén. Antes de abrir, por la mañana temprano, tenía que limpiar la tienda, desembalar la mercancía y reponer los estantes. Una vez a la semana debía limpiar los cuatro escaparates y redecorarlos sin ningún dinero, tan solo con ingenio. Durante toda la jornada, día tras día, subía y bajaba la escalera para coger los productos que pedían los clientes, ordenaba la mercancía, ayudaba a mis primos y a mi tía, e incluso reparaba los coches. Pero eso no era todo, pues los Oppenheimer tenían clientes fuera de la ciudad a los que yo les suministraba muestras y pedidos. Aunque solo tenía 16 años, mis jefes me confiaban el Citroën de la empresa. Incluso con la ayuda de un cojín, apenas podía ver por encima del salpicadero, y a otros conductores y peatones les daba la impresión de que el coche iba solo. Me daba la risa cuando la gente se aterrorizaba al pensar que se encontraba ante un coche sin conductor.

Los letreros con la leyenda “Tienda alemana”

son una verdadera bendición [...].

Aquí [un alemán] puede estar seguro

de que no entrega su dinero ganado con

esfuerzo al enemigo de todo lo alemán: el judío [...].

Un verdadero alemán comprará solo en tiendas alemanas.

(Diario del pueblo de Viernheim, 10 de diciembre de 1934.)

Ya que la mayoría de los ciudadanos cobraban el sábado, era muy frecuente que nos pidieran que fuésemos el domingo para pagarnos parte de sus cuentas pendientes. Julius y Hugo concedían créditos sin interés, y algunos clientes se aprovechaban de su generosidad y no les pagaban. Los domingos, la contabilidad nos mantenía muy ocupados. Yo me sentía orgulloso de mi trabajo, incluso de las pequeñas tareas, como la de enrollar los trozos más pequeños de cuerda, aplanar cajas o doblar papel de envolver. Los dos hermanos, que dirigían su negocio con eficacia y orden, apreciaban mi diligencia.

❖❖❖

Con los Oppenheimer conocí una vida completamente distinta a la típicamente judía. De hecho, en su casa apenas se notaba que fuesen judíos. Para mi sorpresa, su madre no encendía los dos candelabros del sábado judío el viernes por la noche ni colgaba cuadros de Moisés o Aarón en la pared. Tampoco tenían dos juegos de cuchillos: uno para la carne y otro para los productos lácteos, como en mi casa, donde si el cuchillo de la carne tocaba algún producto lácteo, mi padre lo enterraba durante siete días para purificarlo. Aunque los Oppenheimer quizás consumiesen en casa comida kosher, cuando viajábamos a las montañas Odenwald, a veces comíamos en restaurantes en donde el olor a jamón ahumado era inconfundible, y los clientes degustaban bandejas de carne empapada en salsa de leche.

La tienda abría incluso los sábados, después de todo era el día de cobro, el mejor para hacer negocio. Ya que tenía que cerrarse durante las fiestas católicas, al igual que todas las otras tiendas, ¿cómo se iba a cerrar también durante las fiestas judías, como Rosh-Hashanah (la fiesta del Año Nuevo judío)? Y, aunque por supuesto celebraban el Yom Kippur (el Día de Expiación), no se podía comparar con la forma en que se celebraba en mi casa.

Durante mi infancia, en este día tan sagrado, mi familia ayunaba y asistía a los servicios especiales de la sinagoga, incluido el Kol Nidrei, la inolvidable oración melódica que anulaba cualquier voto imprudente que se hubiese hecho durante el pasado año. Antes de pedir a Dios que nos perdonase, nos pedíamos perdón unos a otros. Mi familia se preparaba a conciencia antes del Yom Kippur. Mi padre cogía un pollo por las patas mientras el animal batía las alas, y tras balancearlo sobre su cabeza y la mía (yo era el único hijo varón), pronunciaba unas palabras en hebreo. Después entregaba el animal para el sacrificio ritual. El Yom Kippur empieza por la noche. Todos nos dábamos un baño completo, lo que no dejaba de ser una incomodidad si consideramos que había que calentar el agua en la cocina. Solo entonces podíamos asistir a la sinagoga.

Unos días después del Yom Kippur se celebra la Succoth (fiesta de las Cabañas). Nos sentábamos todos juntos dentro de una cabaña que mi padre había construido en el jardín, y allí orábamos y comíamos. Cuando anochecía, podíamos ver las estrellas entre las hojas de las ramas que cubrían la cabaña. Las paredes estaban adornadas con uvas y frutas como expresión de gracias por la cosecha anual, y la frágil cobertura de la cabaña nos recordaba las tiendas en las que moraron nuestros antepasados en el desierto del Sinaí.

En casa de los Oppenheimer no había ni cabañas ni oraciones de gracias, tan solo el negocio. Rara vez se mencionaba la Succoth, y nunca, la Hanukkah. A diferencia de otras familias judías de Viernheim, que encendían velas en sus ventanas, las de mis primos permanecían oscuras.

Pensé que al menos participaría en la limpieza ritual de la Pesach (la Pascua), empaquetando y retirando los utensilios de cocina khometz: platos, tenedores y cucharas que habían tenido contacto con levadura. Cuando vivía con mi familia, calentaba la cocina al rojo vivo y buscaba hasta la última miguita de pan leudado. Tan solo entonces podíamos traer a la cocina los utensilios especiales de la Pascua para utilizarlos durante la semana de las Tortas Ácimas. Sin embargo, los Oppenheimer nunca llevaban a cabo esta limpieza ritual de su cocina.

Echaba de menos a mi familia y el ambiente festivo de la Pesach, con la mesa decorada que resplandecía a la luz del candelabro. Y todavía más extrañaba la seder (cena pascual), en la que todos nos sentábamos a la mesa, cada uno con su Hagadah (el libro de oraciones de Pascua). Como era el varón más joven, me correspondía formular las Cuatro Preguntas. La primera era: “¿Qué hace a esta noche diferente de todas las demás?”. Entonces mi padre cantaba la historia escrita en el Hagadah, que relataba la liberación de la esclavitud de Egipto. Sobre la mesa estaban los símbolos Haroseth: manzanas ralladas con canela, que por su color representaban la arcilla que usaban los israelitas para hacer los ladrillos, y rábano picante molido, que nos hacía saltar las lágrimas a todos.

Cerca de la mesa, mi madre preparaba el lecho pascual. Extendía una colcha de lino fino sobre el sofá y colocaba una almohada de seda a la cabecera. Envolvíamos un poco de matzoh y llenábamos un vaso de vino tinto, por si llegaba el Mesías y quería participar de la comida. Dejábamos el vino y el matzoth fuera durante toda la semana de las Tortas Ácimas, después poníamos este último detrás del cuadro de Moisés. Cuando era niño, solía mordisquear en secreto la comida del Mesías.

A diferencia de mis padres, los Oppenheimer no pensaban en la venida del Mesías. Su Pesach carecía de significado: se reducía al pan ácimo y a una rutinaria visita a la sinagoga, ya que incluso durante la Pascua el negocio tenía prioridad. Mis primos afirmaban que la honradez y el trabajo arduo eran tan importantes como la observancia de la tradición, y que con su integridad ayudaban a la gente a hacer frente a la depresión económica. Desde luego no se puede negar que esa era una mitzvah (una buena obra). Con el tiempo, también yo empecé a sentir el mismo celo por el negocio.

❖❖❖


En 1929, justo cuando empecé a asistir a la escuela de comercio, la economía dio ciertas señales de recuperación, pero resultaron ser una mera ilusión, pues la gigantesca ola que comenzó con la caída de Wall Street barrió Alemania sin piedad y sumió a la gente en la desesperación. Julius incluso llegó a quejarse de que yo les salía demasiado caro. Los desempleados, inquietos, hacían cola todos los días para que sellaran sus certificados de trabajo y así constar como indigentes.

Cuando finalicé los tres años de estudios, el ambiente estaba tenso y se respiraba cierto temor y frustración que afectaba a nuestros clientes. En las calles, multitudes de manifestantes marchaban tras las banderas de su partido gritando consignas. Los trabajadores y desempleados mostraban su ira, y cuando se enfrentaban las facciones, lo más prudente era desaparecer. Los disturbios estallaban por todas partes.

Me resultaba irónico ver cómo la misma gente que se enfrentaba en las calles, se reunía después durante las festividades católicas para caminar tras una cruz que el sacerdote mantenía en alto. Ataviado con sus vestiduras ceremoniales, conducía la procesión fuera de la ciudad hasta los campos, y allí otorgaba su bendición. Las imágenes talladas me provocaban profunda repugnancia, ya que la Tora era clara al respecto: “No debes hacerte una imagen tallada”. Todo esto era muy extraño para mí.


La noche de la Pascua de Resurrección, los jóvenes católicos prendían fuego

 

a un montón de maderas en el atrio de la iglesia, y

tras recibir la bendición del sacerdote

y ser rociados con agua bendita,

se dirigían a las propiedades judías

con antorchas encendidas, gritando: “¡Muerte al judío !”.

(Recuerdos de Alfred Kaufmann, vecino de Viernheim.)


Para mi sorpresa, cuando me gradué de la escuela de comercio, mis primos me pidieron que me quedara como empleado, una oportunidad muy respetable para un joven de 17 años. Transcurrió poco tiempo antes de que los clientes pidieran que les sirviese “Mäx’che”.

Las horas de trabajo parecían interminables, y acababa el día rendido. Apenas tenía tiempo para mí. Raras veces podía asistir a los bailes organizados por la comunidad judía en Mannheim, y ya no digamos a los que de vez en cuando se organizaban en Viernheim, donde vivían más de cien judíos. Me resultaba más fácil asistir a los bailes no judíos de los sábados, que se convirtieron en mi único entretenimiento. La música hacía vibrar hasta la última fibra de mi ser, sobre todo cuando tenía entre mis brazos a una buena bailarina de vals. Acudía a algunos bailes, aún a sabiendas de que la mayoría de las chicas no bailarían conmigo. Me las arreglé para conocer a una joven cristiana excepcionalmente tolerante, que además bailaba muy bien. Se trataba de Ruth, una chica alegre a quien no le avergonzaba bailar con un judío. Cuando bailábamos, me sentía en el séptimo cielo, aunque por otro lado, la música me ponía melancólico, pues me recordaba el sueño de ser solista del coro, como mi abuelo.





Julius y Hugo no tenían tiempo para la música, y al final yo también me volqué por completo en el negocio. Llegó el momento en que los dos solteros tenían que elegir novia, quien según su criterio, debía ser judía y contar con una buena dote, requisito que consideraban imprescindible para una vida próspera. A mí todo este asunto me recordaba más la compra de unos muebles que la elección de una compañera para toda la vida. Mis primos discutieron los términos del acuerdo matrimonial con su madre, quien dio su opinión y vivió justo lo suficiente para ver a sus hijos casados: a Julius con Frieda, y a Hugo con Irma. El nacimiento de Doris, la primogénita de Julius y Frieda, resultó ser un verdadero consuelo tras la muerte de la abuela. Yo me convertí en su tío favorito.

2

El día de noviembre que nos escapamos parecía interminable. Una espesa niebla emergía del valle y ocultaba el tenue sol de otoño. Doris tenía siete u ocho años y era demasiado pequeña para entender que huíamos con el fin de salvar la vida, pero estaba inquieta e irritable porque percibía nuestra preocupación. La humedad, las corrientes de aire en el interior del coche y la tensión nos helaban hasta los huesos. No sé por qué, tal vez por el frío y la ansiedad, Julius y Hugo se turnaban para salir del coche y dar patadas al suelo como caballos nerviosos. Al caer la noche decidimos no pernoctar en el bosque, donde habíamos aparcado los vehículos, pues podían venir los cazadores por la mañana temprano. Además, los coches no nos protegerían del frío. Ese lugar había sido un buen escondite durante el día, pero ¿y ahora?

Decidimos ir a una posada aislada, situada en la zona más remota de las montañas Odenwald, donde nadie nos conocería. Como la niebla amortiguaba la luz de los faros y el ruido del motor, nuestro viaje a través de las montañas pasó más desapercibido. El desasosiego aumentaba a medida que nos acercábamos al lugar donde esperábamos pasar la noche. ¿Sería esta decisión nuestra ruina? Nosotros nos considerábamos alemanes. Los Oppenheimer estaban completamente integrados, tan solo su apellido les identificaba como judíos, y mi apellido, Liebster, era alemán y significaba “el más querido”. Mis primos siempre habían sido muy discretos. En Viernheim, ni siquiera colocaban el candelabro en la ventana, como hacían los demás judíos. Sin embargo, ahora temíamos ser descubiertos. En nuestros papeles, como en los de todos los judíos, constaban los nombres “Israel” o “ Sara”, por imposición de los oficiales nazis.

Aquella noche en la posada me obsesionaba la idea de que el temor al nazismo se extendiera como una plaga por todo el país. La gente había cambiado tan repentinamente, que se hacía difícil distinguir entre el amigo y el enemigo. Me sentía como una presa solitaria acechada por una fiera desconocida e incomprensible.

❖❖❖

En enero de 1933, el presidente von Hinderburg nombró inesperadamente canciller del Reich a Adolf Hitler. Yo para entonces solo contaba 18 años, y oía a algunos de nuestros clientes calificar de peligroso el acontecimiento. Sus voces pronto se acallaron, ya que los camisas pardas* organizaban redadas de opositores políticos, confiscaban sus papeles y libros, y disolvían sus reuniones. De repente cesaron las estruendosas marchas y los enfrentamientos en las calles. Los lugares públicos volvían a ser seguros, por lo que los niños podían jugar de nuevo en la calle. Ahora un solo partido, el Partido Nazi (el NSDAP)**, controlaba el país. Alemania se había convertido en un estado policial, pero el pueblo agradecía el retorno a la calma, que para muchos compensaba la pérdida de libertad de algunas personas. En todo caso, la gente no se atrevía a expresar sus sentimientos. La amenaza de ser tachados de disidentes paralizaba de miedo a la mayoría de los ciudadanos, dispuestos a conformarse a la creciente presión.

* Hitler utilizó a los sturmabteilung (SA), también conocidos como camisas pardas, para ganar poder político mediante la violencia callejera y la intimidación de los opositores políticos.

** Nationalsozialistische Deutsche Arbeitspartei, o Partido de Trabajadores Alemanes Nacionalsocialistas.

JUDA VERRECKE!

(¡Muerte al judaísmo!)

(Eslogan nazi pintado en paredes y ventanas.)


Desde el comienzo de su carrera política, Hitler denunció con vehemencia a los “peores” enemigos del Estado: los comunistas y los judíos. Su mensaje cobró fuerza con el apoyo de la propaganda del ministro Joseph Goebbels. En sus exacerbados discursos, Hitler prometía empleo, un volkswagen y mejor vivienda para la gente común (el volk). Las fábricas tenían que paralizarse mientras los trabajadores escuchaban sus arengas. En efecto, el führer proporcionó trabajo. Todas las mañanas pasaban por delante de nuestra tienda obreros con palas atadas a sus bicicletas. En vez de hacer cola para conseguir un poco de sopa, ahora tenían trabajo, quizás no el que les hubiera gustado, pero al menos podían ganarse el pan. Hiciese frío o calor, con niebla o lluvia, trabajaban nivelando el terreno a lo largo del río Rin para construir la primera autopista alemana, la “autobahn”.


El judío extendió su garra con avaricia para arrastrar al

granjero alemán al abismo; entonces vino Adolf Hitler

y le detuvo, y ¡Alemania fue liberada!

(Día especial de los granjeros alemanes.)


Los granjeros empezaron a colaborar con el nuevo régimen, lo cual mejoró la economía. El gobierno tomó medidas para proteger de los prestamistas las propiedades de los granjeros, siempre y cuando estos pudiesen probar que eran de pura raza “aria”. Las masas celebraban la rápida recuperación económica y parecían ciegas ante el gradual estrangulamiento de la libertad. Aclamaban a Hitler como su salvador.


Adolf Hitler, tú eres nuestro gran führer.

Tu nombre hace temblar al enemigo.

Tu Tercer Reich viene,

solo tu voluntad se hace en la Tierra.

Permítenos oír tu voz a diario

y tennos bajo tu liderazgo,

pues obedeceremos hasta el final, incluso con nuestras vidas.

¡Te alabamos! Heil Hitler!

(Oración escolar.)


Empezamos a oír afirmaciones como “Hitler quiere orden y decencia. Alemania debería apoyar a su líder”. El saludo Heil Hitler! reemplazó al saludo normal. Servía de constante recordatorio de que Heil, la salvación, viene mediante el führer. Parecía que todo el mundo estaba de acuerdo, lo quisieran o no. ¿Quién iba a atreverse a disentir en público? Cualquier voz disidente habría sido silenciada con la amenaza de “detención preventiva” en un campo de concentración. Yo mismo pude comprobar cómo nuestros propios clientes hacían oídos sordos a los horribles rumores sobre ciertas atrocidades que estaban empezando a circular.


¡Viernheim permanece leal a Adolf Hitler y a la patria!

[...] ¡Viernheim es Alemania, y somos un gran pueblo,

en una hermosa comunidad nacional!

¡Alemania y nuestro führer Adolf Hitler sobre todas las cosas!

¡Heil Alemania, Heil führer!

(“Diario del pueblo de Viernheim, 30 de marzo de 1936.)


Un trabajo seguro unido a la baja tasa de criminalidad y a comida en abundacia calmaba los ánimos de la población, así que pocos alzaban su voz en contra de los degradantes carteles que presentaban a los judíos como una influencia maligna. Las leyes iban restringiendo cada vez más nuestras libertades. El gobierno organizaba boicots contra los negocios judíos. A Julius y a su hermano Leo se les había forzado a vender su representación de golosinas a un “ario” por una cantidad insignificante. A pesar de que Leo tuvo que empezar a trabajar en una fábrica, Julius y Hugo se sentían seguros gracias a la buena relación que mantenían con sus clientes.


La expresión “un judío decente” es una absoluta contradicción,

ya que las expresiones “decencia” y “judío” son

términos opuestos y excluyentes entre sí.

(Diario del pueblo de Viernheim,1938.)


Los periódicos publicaban historias inquietantes sobre los judíos. Aparecían señales que les prohibían la entrada a lugares públicos, como teatros o parques, y debido a su “sangre” inferior, no podían ser funcionarios del Estado ni profesores. El antisemitismo se había extendido incluso entre los alemanes cultos, que se apresuraban a ocupar las vacantes creadas por los académicos y profesionales judíos, a quienes se les había obligado a renunciar a sus puestos.

Una juventud frenética alzaba sus brazos y sus voces para aclamar al führer, no solo de Alemania, sino del Tercer Reich.***

*** El régimen nazi utilizaba el término “Tercer Reich” para referirse a Alemania y sus territorios. Dicho término guardaba fuertes vínculos históricos con el Sacro Imperio Romano (Primer Reich) y con la era de Bismarck (Segundo Reich), y un vínculo religioso con el milenarismo cristiano, ya que reich significa “reino”

Nuestra bandera ondea ante nosotros.

Hombre a hombre nos apoyaremos hacia el futuro.

Marchamos por Hitler en la noche y en la adversidad

con la bandera de la juventud por la libertad y el sustento.

(Canción de las Juventudes Hitlerianas a la bandera.)


Cuando presenciaba los desfiles de las Juventudes Hitlerianas, se me helaba la sangre y al contemplar el mar de banderas con la esvástica, veía el borde del abismo. Los veteranos alemanes querían borrar la humillación de la primera guerra mundial, por lo que acogían con gran satisfacción la resurrección del ejército alemán. El éxito de Hitler en Austria y el acuerdo de Munich con Dadalier, de Francia, y Chamberlein, de Gran Bretaña, habían elevado el estatus internacional de Alemania. La volksgemeinschaft**** hervía de fanatismo y orgullo.

**** Este término alemán es una combinación de la palabra volk, que significa literalmente “nación”, y gemeinschaft, o “comunidad”. Según el uso nazi, volk llegó a estar relacionado con conceptos de unidad, pureza y superioridad racial aria. La meta común sería una raza dominante de sangre pura. Cada miembro de la volksgemeinschaft tenía la misma responsabilidad solemne de defender la unidad y grandeza de la nación alemana.

 

El pueblo exige que todo aquel que

negocie con judíos

sea excluido de cualquier beneficio provisto por el gobierno [...].

(Gaceta de Viernheim.)


Los judíos se apresuraban a hacer planes para escapar. Mi querida hermana Hanna había trabajado leal y eficazmente como secretaria durante casi diez años en la fábrica de papel. Fue despedida y sustituida por un “ario” debido a la presión que ejercieron los nazis en la dirección de la empresa. Poco antes de la persecución antisemita de noviembre de 1938, funcionaban algunos servicios de emigración. Hanna tomó una rápida y valiente decisión. Cierta organización judía estaba enviando matrimonios jóvenes a Argentina, donde podrían obtener tierra y ganado a crédito. Adolf Strass, el hijo de un vinicultor judío de Rin Hessen, le propuso matrimonio con la intención de que pudieran cumplir los requisitos para acceder a una granja en Argentina. Hanna aceptó la incierta propuesta para poder escapar de la barbarie y con la esperanza de rescatar a su familia. Se casó con aquel extraño en Reichenbach, en febrero de 1938. Conocí a mi cuñado brevemente el día de la boda, una ocasión muy triste en la que no hubo ni intercambio de votos ni banquete nupcial. Adolf vino con el tiempo justo para firmar los papeles y se volvió a marchar para preparar su emigración. Mi hermana se reuniría con él en Mainz unas semanas más tarde.

Ida, mi otra hermana, perdió su trabajo de sirvienta, ya que la familia para la que trabajaba de pronto se dio cuenta de que era judía, una mujer de raza inferior. Como ellos eran “arios” puros, no pudieron soportar por más tiempo su presencia y la despidieron. Decidida a emigrar a Palestina, se unió a una organización sionista y se preparó para la vida en un kibbutz. La lista de espera era muy larga, y mientras aguardaba respuesta, conoció a Sydney Nussbaum. A este joven lo habían enviado al campo de concentración de Buchenwald tras el pogromo de Hamburgo, a pesar del sacrificio que su familia había hecho por Alemania: su padre y sus cuatro hermanos habían muerto en combate en la guerra mundial. Durante su estancia en el campo, había recibido los papeles de inmigración de Estados Unidos, lo que le permitía salir, con las manos vacías, pero libre.

Sydney relataba historias aterradoras sobre su estancia en Buchenwald, como la de un judío anciano a quien había visto morir violentamente a manos de un sádico, o la drástica pérdida de peso que sufrió en tan solo unas semanas y que le dejó sumamente débil. Pero al menos él pudo salir vivo del campo, mientras que muchos otros volvieron con sus familias en cajas negras.

Sydney se dirigió a Virginia occidental para trabajar en Sloan’s, unos grandes almacenes cuyo propietario era judío. Quería rescatar a Ida y pedirle que se casara con él, así que prometió que tan pronto como llegara a Sloan’s, solicitaría los papeles necesarios para llevarse a su esposa.

A pesar de las circunstancias agobiantes, también había buenos momentos. Conocí a Laure Eckstein, una encantadora joven de 20 años. Laure y yo intentábamos ahuyentar nuestros temores en los bailes judíos de Mannheim. Ella trabajaba en la tienda Rothschild, cerca de Weinheim, con Fanny Oppenheimer, la hermana de Julius y Hugo. Se la presenté a mis padres. Me enamoré de su personalidad abierta y alegre, así que vivía esperando el momento en que me enviaran a decorar el escaparate de Rothschild. Yo tenía 24 años y me habría casado con ella si no hubiera sido por la incertidumbre del momento en el que vivíamos. Además, al empeorar las cosas, el padre de Laure decidió mudarse a otra zona.

❖❖❖

Habíamos abandonado Viernheim con pesar, porque en el fondo creíamos que nuestros vecinos nunca sucumbirían al antisemitismo. Después de permanecer unos días escondidos, Julius y Hugo, convencidos de que había pasado el peligro, decidieron volver a casa y al negocio. Regresamos a la ciudad con cierto nerviosismo. Cuando doblamos la esquina y paramos ante la tienda, nos quedamos estupefactos al ver los cristales rotos y las contraventanas arrancadas de las bisagras. De pie, en la acera, contemplamos atónitos la desolación: los muebles destrozados y las estanterías vacías, una muestra del vandalismo nazi.

Con amargura, tuvimos que enfrentarnos a la dolorosa realidad: la tormenta antisemita alemana había puesto fin a nuestra ingenuidad. El alcalde vino a disculparse y nos dijo que había informado a la policía, pero que no llegó a tiempo. Entonces nos dimos cuenta de que no valía la pena darle más vueltas al asunto, y dejamos que la impotencia sustituyera al enfado y la repugnancia.

Nuestra mercancía había desaparecido. Probablemente la gente se había llevado todo lo que había podido. El alcalde afirmó haber salvado parte de nuestra propiedad. Nos devolvió unos cuantos artículos y nos dijo que algunos de nuestros clientes habían saqueado nuestra tienda con la intención de devolvernos lo que habían cogido cuando regresáramos, pero fue poco lo que sus buenos actos pudieron hacer por curar nuestras heridas o por compensar nuestras cuantiosas pérdidas.

El asesinato de un oficial de la embajada alemana en París a manos de un judío polaco hizo estallar la furia alemana.

Informe de la reunión del consejo municipal

(Viernheim, 11 de noviembre de 1938.)

Es comprensible que se sublevase el espíritu [alemán] y que con

justificado enfado ante el asesinato perpetrado por un joven judío

en París, tomara represalias contra los judíos debido a lo que su

camarilla internacional le hizo a Alemania, su nación anfitriona;

pero es reprensible que algunas personas intentaran enriquecerse con

lo que pertenece a la nación. Todo lo que los judíos acumularon

en Alemania mediante el fraude pertenece al pueblo alemán [...].

Por consiguiente, se exige urgentemente que los artículos

saqueados [...] sean devueltos inmediatamente a la policía. El incumplimiento de esta disposición será severamente perseguido.


La comunidad judía de Viernheim había sido diezmada. Se nos dijo que se había agrupado a todos los judíos y que a los varones se les había separado de sus familias y arrestado. Jóvenes camisas pardas y civiles con hachas saquearon y destruyeron los negocios judíos, y la gente asaltaba las tiendas en tropel saqueándolo todo. La policía se presentó allí, no para proteger la propiedad judía, defender a las víctimas o arrestar a los vándalos, sino para dirigir el tráfico. Los profesores de escuela llevaban a los alumnos a la sinagoga y la prendían fuego. Los bomberos acudían, pero solo para impedir que las llamas se extendieran a las casas vecinas. Los adultos incitaban a los niños a arrojar piedras a los judíos y a sus casas.

Nunca, ni en nuestras peores pesadillas, podríamos habernos imaginado que Alemania se sumiese en semejante paroxismo de odio. Seis años de propaganda venenosa contra los judíos nos había excluido poco a poco de la sociedad alemana, y ahora el fuego del orgullo nacional había incendiado nuestro mundo. El partido nazi dirigía el ataque: destrozaba nuestras sinagogas y nuestra vida. Llegó a llamar a su violenta orgía del 9 de noviembre de 1938 “la noche de los cristales rotos” (Kristallnacht) porque los vidrios de los escaparates de las tiendas judías yacían centelleantes sobre las aceras de las calles. Para nosotros fue la noche de las vidas rotas, una noche en la que el diabólico pogromo de la Edad Media había regresado para tomar Alemania por asalto. Lo que no sabíamos era cuándo se disiparían aquellos negros nubarrones de terror.

Бесплатный фрагмент закончился. Хотите читать дальше?
Купите 3 книги одновременно и выберите четвёртую в подарок!

Чтобы воспользоваться акцией, добавьте нужные книги в корзину. Сделать это можно на странице каждой книги, либо в общем списке:

  1. Нажмите на многоточие
    рядом с книгой
  2. Выберите пункт
    «Добавить в корзину»