De la angustia al lenguaje

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Из серии: La Dicha de Enmudecer
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La angustia no tiene nada que revelar y a su vez es indiferente a su propia revelación. Le trae sin cuidado que se la revele o no; arrastra al que se ha unido a ella hacia esa forma de ser en la que la exigencia de decirse ya está superada. Kierkegaard ha convertido lo demoniaco en una de las formas más profundas de la angustia, y lo demoniaco se niega a comunicar con el afuera y no quiere hacerse manifiesto; aunque quisiera, no podría; está confinado en aquello que lo hace inexpresable; está angustiado por la soledad y por el miedo a que la soledad se pueda quebrantar. Pero eso se debe a que, para Kierkegaard, el espíritu se ha de revelar, la angustia viene de que, al ser imposible cualquier comunicación directa, encerrarse en la interioridad más aislada aparece como la única vía auténtica para ir hacia el otro, una vía que a su vez solo tiene salida si se impone como sin salida. La angustia, no obstante, por mucho que pese como una piedra sobre el individuo del que aplasta y hace pedazos lo que tiene en común con los hombres, no se detiene en esa tragedia de la mutilación y, con el fin de hacer que salga del refugio en donde vivir es vivir secuestrado, se vuelve contra la individualidad misma, contra la aspiración enloquecida, desgarrada y desgarradora, de no ser sino ella misma. La angustia no le permite al solitario estar solo. Lo priva de los medios de tener relación con otro, tornándolo más ajeno a su realidad de hombre que si de repente quedase transformado en algún parásito; pero, una vez despojado de ese modo y listo para sumirse en su monstruosa particularidad, la angustia lo expulsa fuera de sí y, en un nuevo tormento que aquel experimenta como una irradiación sofocante, lo confunde con lo que no es, convirtiendo su soledad en una expresión de su comunicación, y esa comunicación en el sentido que adquiere su soledad y, siguiendo con esa sinonimia, en una nueva razón de ser angustia añadida a la angustia.

El escritor no escribe para expresar el desvelo que es su ley. Escribe sin meta, en un acto que posee, sin embargo, todas las características de una composición meditada y cuyo desvelo requiere, en todo momento, su realización. No busca expresar su yo angustiado, ni tampoco ese yo perdido para sí; de nada le sirve esa ansiedad que quiere manifestarse, como si, manifestándose, soñase con que se libera; el escritor no es su portavoz o el portavoz de una verdad inaccesible que estaría ahí; obedece a una petición y la respuesta que hace pública no tiene nada que ver con dicha petición. ¿Acaso hay en la angustia un vértigo que le impida ser comunicada? En un sentido, sí, puesto que parece insondable; el hombre no puede decir su tormento; su tormento se le escapa; cree que no podrá expresar de qué va; se dice a sí mismo: jamás traduciré fielmente este sufrimiento. Pero es porque se imagina que hay algo que traducir; se representa su situación según el modelo de todas las demás situaciones humanas; quiere formular su contenido; persigue su significado. En realidad, la angustia no tiene unos entresijos misteriosos; toda ella está en la evidencia que hace que se note que está ahí; queda revelada por entero cuando alguien dice: estoy angustiado; se podrán escribir volúmenes para expresar lo que no es la angustia, se la podrá describir bajo sus más notables formas psicológicas, se la relacionará con nociones metafísicas fundamentales; en todo ese revoltijo no habrá nada más de lo que hay en las palabras: estoy angustiado; y esas mismas palabras significan que no hay otra cosa que no sea la angustia.

¿Por qué le repugnaría a la angustia ser convocada afuera? Es tanto el afuera como el adentro. El hombre en el que se ha hecho manifiesta (lo cual no quiere decir que le haya mostrado el fondo de su naturaleza, puesto que no hay fondo alguno), el hombre al que ha atrapado profundamente se deja ver en las distintas expresiones bajo las cuales lo atrae; él no se muestra con complacencia y no se esconde con escrúpulo; no está celoso de su intimidad, no huye ni busca lo que la quebranta; no puede conceder una importancia definitiva a su soledad ni a su unión; angustiado cuando se niega, más angustiado cuando se entrega, siente que está ligado a una exigencia que el sí o el no de la realidad no pueden alterar. Del escritor que se da cuenta de toda la paradoja de su tarea con esa pasión siempre encubierta que siempre quiere desvelar, hay que decir que lleva a cabo su tortura, que la convierte en una cosa, que se la adjudica como un objeto que hay que representar, inaccesible sin duda alguna pero análogo, no obstante, a todos los objetos que el arte tiene como función expresar. ¿Por qué la desdicha de su condición consistiría en que tiene que representar esa condición con la consecuencia de que, si logra representarla, su desdicha se convertiría en alegría, su destino se realizaría por completo? Él no es escritor de su desdicha, y su desdicha no proviene de que sea escritor, pero, situado ante la necesidad de escribir, ya no puede escapar de esta, desde el momento en que la padece como una tarea irrealizable, irrealizable cualquiera que sea la forma de hacerla y, sin embargo, posible en esa imposibilidad.

No tengo nada que decir de la angustia y, en cuanto me dejo arrastrar al silencio, no me acecha para ser expresada. Pero la angustia también hace que yo no tenga nada que decir de nada, y no me acecha menos cuando quiero conferirle a mi tarea un fin que la justifique. Sin embargo, no me está permitido escribir no importa qué cosa. El sentimiento de la inutilidad de lo que hago está ligado a ese otro sentimiento de que nada es más grave que eso. Me encuentro ante el ultimátum del no importa qué debido no al resultado de una orden que me declara: todo está permitido, haz lo que quieras, sino debido al límite de una situación que convierte todo lo que me importa en el equivalente de un no importa qué y me niega ese no importa qué precisamente cuando ya no me importa. Puedo jugarme mi destino a los dados cada vez que, al jugármelo como azar exterior a mí, lo tomo como destino absolutamente vinculado a mí, pero, aunque los dados estén ahí para trocar en capricho la fatalidad demasiado penosa que ya no puedo desear, me convierto en un jugador al que le interesa jugar y que, debido a ese interés por el juego, hace que el juego sea imposible (ya no es un juego). Así también, si el escritor quiere escoger al azar lo que escribe, solo puede hacerlo si esa operación representa la misma exigencia de reflexión, la misma búsqueda de lenguaje, el mismo efecto penoso e inútil que el acto de escribir. Es decir, que, para él, escoger al azar es escribir, escribir convirtiendo su espíritu y el uso ejercitado de sus dones en el equivalente de un puro azar.

Siempre será más penoso para el hombre emplear rigurosamente su razón adhiriéndose a ella como a una coincidencia de acontecimientos fortuitos que plegarla a una imitación de efectos azarosos. Resulta relativamente fácil elaborar un texto con una serie de letras tomadas al azar. Resulta más difícil componer ese texto cuando se experimenta la necesidad del mismo. Pero resulta extremadamente dificultoso producir la obra más consciente y más equilibrada asimilando en cada momento las fuerzas razonables que la producen a un auténtico juego caprichoso. En ese sentido, las reglas que definen el arte de escribir, las imposiciones que ahí se introducen, las formas fijas que lo transforman en un sistema necesario, obstáculos todos ellos insuperables para la tirada de dados, son para el escritor tanto más importantes cuanto más extenuante vuelven el acto de conciencia mediante el cual la razón que observa dichas reglas ha de identificarse con una ausencia de reglas. El escritor que se libera de los preceptos para encomendarse al azar falta a la exigencia que le ordena no poner a prueba el azar si no es bajo la forma de un espíritu sometido a los preceptos. Trata de escapar a su inteligencia creadora experimentada como fortuna entregándose directamente a la fortuna. Recurre a los dados del inconsciente porque no puede jugar a los dados con la conciencia extrema. Él, al azar, limita el azar. De ahí su búsqueda de textos devastados por la aventura y su intento por contemporizar con la negligencia. Le parece que así está más cerca de su pasión nocturna. Pero es porque, para él, al lado de la noche todavía está el día y, por fidelidad a las normas de la claridad, necesita traicionarse en lo que respecta a aquello que carece de figura y de ley.

La aceptación de las reglas tiene el límite de que, cuando estas se han borrado y se han convertido en costumbres, ya no conservan casi nada de su forma apremiante y tienen la espontaneidad de lo que es fortuito. La mayor parte del tiempo, entregarse al lenguaje es abandonarse. Uno se deja llevar por un mecanismo que hace recaer sobre él toda la responsabilidad del acto de escribir. La verdadera escritura automática es la forma habitual de la escritura, aquella que ha convertido en automatismos los esfuerzos deliberados y las tachaduras del espíritu. En el extremo opuesto de la escritura automática está la voluntad angustiada de transformar en iniciativas meditadas los dones del azar y más nítidamente la preocupación por hacerse cargo de la conciencia que se adhiere a las reglas o las inventa como si fuese un poder semejante en todo al azar. El instinto que, ante la angustia, nos lleva a huir de las reglas proviene, por consiguiente, si es que él mismo no es huida de la angustia, de la necesidad de buscarlas como reglas verdaderas, como coherencia exigente y no ya como costumbres y medios de una tradicional comodidad. Intento darme una nueva ley, y no la busco porque sea nueva o porque será mía —ese pensamiento de novedad o de originalidad, en mi situación, resultaría irrisorio—, sino porque su novedad es la garantía de que es verdaderamente ley para mí, de que se impone con un rigor del que tengo conciencia y que torna para mí más penoso el sentimiento de que no tiene más sentido de lo que lo tiene una tirada de dados.

 

Las palabras dan al que las escribe la impresión de que le son dictadas por el uso, y él las recibe con el malestar de encontrar en ellas una inmensa reserva de facilidades y de efectos previamente montados — montados sin que su capacidad haya tenido en ello parte alguna. Ese malestar puede conducirlo a rechazar totalmente las palabras de la vida práctica, a interrumpir la voz familiar que escucha indolentemente, menos absorto por lo que escribe bajo la influencia de esa voz que por los gestos y las indicaciones del crupier en la mesa de juego. Entonces le parece necesario retomar las palabras por su cuenta e, inmolándolas en sus competencias serviles, exactamente en su aptitud para estar a su servicio, recuperar, con su rebeldía, el poder que tiene de ser su dueño. El ideal de las «palabras en libertad» no tiene por objeto descargar a las palabras de toda regla, sino liberarlas de una regla que uno ya no soporta para someterlas a una ley que siente verdaderamente. Hay un esfuerzo por convertir el acto de escribir en la causa de una perturbación del orden y de un paroxismo de conciencia tanto más angustiosos cuanto que esa conciencia de una prescripción inquebrantable es también conciencia de un defecto absoluto de orden. A la luz de esto, enseguida resulta evidente que inventar unas reglas nuevas no es más legítimo de lo que lo es reinventar las reglas antiguas; por el contrario, resulta más duro devolverle al uso su valor de imposición, despertar en el lenguaje ordinario la orden que en él se ha efectuado, adherirse a la costumbre como a la llamada misma de la reflexión. Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu puede consistir en dar a las palabras un sentido nuevo, pero también en dar a las palabras su antiguo sentido, donarles el sentido que tienen resucitándolas tal y como no han dejado de ser.

Si leo, el lenguaje, ya sea lógico o totalmente musical (no discursivo), me hace adherirme a un sentido común que, al no estar directamente vinculado con lo que soy, se interpone entre mi angustia y yo. Pero si escribo, soy yo quien hace que el sentido común se adhiera al lenguaje y, para ese acto de significación, llevo tanto como puedo mis fuerzas a su punto de extrema eficacia, que es dar un sentido. Todo, en mi espíritu, trata pues de ser conexión necesaria y valor puesto a prueba; todo, en la memoria, recuerdo de un lenguaje que todavía no se ha inventado e invención de un lenguaje que se recuerda; a cada operación le corresponde un sentido y, al conjunto de las operaciones, ese otro sentido de que no hay sentido preciso para cada una de ellas; las palabras tienen su sentido como sustituto de una idea, pero también como composición de sonidos y realidad física; las imágenes se expresan como imágenes y los pensamientos afirman la doble necesidad que los asocia con determinadas expresiones y los convierte en pensamientos de otros pensamientos. Es entonces cuando se puede decir que todo lo que está escrito tiene para el que lo escribe el mayor sentido posible, pero también el sentido de que es un sentido vinculado al azar, de que es el sinsentido. Naturalmente, como la conciencia estética solo tiene conciencia de una parte de lo que hace, el esfuerzo por alcanzar la necesidad absoluta, y por tanto la vanidad absoluta, siempre resulta vano a su vez. No puede alcanzar la meta, y esa imposibilidad de alcanzar la meta, de llegar al término en donde resultaría como si nunca hubiese alcanzado la meta, es la que lo torna totalmente posible. Conserva un poco de sentido por el hecho de no recibir nunca todo su sentido, y está angustiado porque no puede ser pura angustia. La obra maestra desconocida siempre deja ver en una esquina la punta de un pie encantador, y ese pie delicioso impide que la obra esté acabada, pero también le impide al pintor decir, con el mayor sentimiento de quietud, ante la nada de su lienzo: «¡Nada, nada! Por fin, no hay nada».

EL DIARIO DE KIERKEGAARD

El Diario de Kierkegaard, al igual que toda su obra, está dominado por las dos figuras que la meditación de ese espíritu extraordinario nunca abandonó: la del padre, anciano profundamente religioso al que perseguiría el recuerdo de una doble falta, y la de su novia, Regina Olsen, con la que rompió misteriosamente tras un año de promesa. En torno a estas dos imágenes, su pensamiento no deja de buscarse y extrae de ahí un mundo, réplica trágica del verdadero universo ininteligible.

El Diario en el que se encuentran, con un movimiento de una extremada flexibilidad, no solo sus reflexiones teóricas o temas de artículos y de obras, sino los pensamientos más cercanos sobre sí mismo, las palabras que solo él oía, esa extraña mirada mediante la cual él se veía en su enigma absoluto, mezcla de la mayor riqueza (la edición completa de los Papeles, publicada en Copenhague, abarcará una veintena de volúmenes), combinación profundamente trabada y aparentemente fortuita de filosofía, teología, poesía, confidencia, ensoñaciones, invenciones dialécticas, en donde lo más abstracto que piensa aparece como fundido con su persona, en donde la idea, lejos de padecer los accidentes de la vida, encuentra en ellos su esencia y sus condiciones y en donde los acontecimientos de la existencia menos rica en alteraciones externas se prologan en desarrollos internos de una extraordinaria fecundidad; el Diario, debido a esa variedad esencial, es el espejo de toda la obra de Kierkegaard e incluso su símbolo, si bien es verdad que lo que está en el fondo de la meditación que emprendió es la búsqueda de una idea que fuese al mismo tiempo existencia, de una idea que, siendo verdad para él, diese un sentido a todo aquello que él era y hacía. El Diario, que no es un diario íntimo, como el de Amiel, puesto que las reflexiones sobre su vida no ocupan ahí la mayor parte y pocas veces se descomponen en anotaciones psicológicas, es, no obstante, el testimonio más cercano que se pueda concebir del centro de un espíritu. Nos hacemos la ilusión de descubrir en él el itinerario ideal que permitiría observar, precediéndolo, un pensamiento.

El Diario, al tener contactos con toda la obra de Kierkegaard, plantea innumerables problemas y no podemos ni pensar acercarnos a ellos. Pero hay uno que Kierkegaard destaca y del cual se identifican algunos elementos: se trata del problema de la comunicación. Dicho problema adquiere ahí un significado particular. Encontramos en él una primera expresión de esa paradoja que hace que sus obras, su pensamiento, estén todos ellos compuestos por peripecias autobiográficas y parezcan destinados a poner de relieve su vida, y que al mismo tiempo esa vida, expuesta así constantemente de una manera indirecta en unos escritos que la expresan en la forma de los problemas más elevados, aparezca esencialmente como no pudiendo ser revelada en su verdad y su drama profundo. Sin dejar en cierto modo de hablar de sí mismo y de reflexionar acerca de los acontecimientos de su existencia, Kierkegaard se impone como regla no decir nada importante y basa su grandeza en la preservación del secreto. Se explica y se vela. Se muestra y se defiende. Se descubre, pero lo hace para poner los espíritus, atrayéndolos mediante una auténtica seducción, en contacto con la sustancia de sus tinieblas y negarles aquello que lo explicaría todo.

Es sabido que el tema del secreto es esencial en la vida y en la obra de Kierkegaard. Las relaciones que lo unían con su padre, las relaciones que lo unían con su novia incluso en la ruptura que lo separó de ella, permanecen envueltas en el misterio. Pero, más allá, un misterio todavía más grave se deja entrever, no ya incognoscible debido a su profundidad u oscuro por la ignorancia absoluta bajo la cual lo habría ocultado, sino escondido en una ambigüedad evidente que permite hablar mucho de aquel y no saber nada del mismo. El propio Kierkegaard quiso ese enigma: «Después de mí —escribe en el Diario— no se encontrará en mis Papeles (ese es mi consuelo) ni una sola aclaración sobre lo que en el fondo ha llenado mi vida, no se encontrará en lo más recóndito de mí ese texto que lo explique todo y que con frecuencia hace que aquello que el mundo consideraría como nimiedades se convierta para mí en acontecimientos de extrema importancia...». Y escribe asimismo: «Acerca de lo que constituye de una forma total y esencial, de la manera más íntima, mi existencia, no puedo hablar». Y, más o menos por esas mismas fechas, afirma, como si el secreto no fuese lo que se guarda, sino el hecho de guardarlo, como si conservar algo para uno mismo fuese conservarse por entero: «Todos los que saben callarse se convierten en hijos de los dioses; pues callando es como nace la conciencia de nuestro origen divino. Los charlatanes nunca serán más que hombres. Pero ¿cuántos saben callarse? — ¿cuántos distinguen siquiera lo que es callarse?».

Se puede tratar de interpretar algunos de sus actos y de sus formas de ser viendo en ellos uno de los aspectos del problema de la comunicación, de esa necesidad en la que se encontraba de romper el silencio y, sin embargo, de preservar el fondo de sí mismo, de guardar a toda costa sus secretos y de ser sincero hasta el final. La historia de su noviazgo es en cierto modo la historia de sus esfuerzos por sustituir unas relaciones inauténticas, basadas en una exigencia moral, por unas relaciones más profundas, basadas en el secreto. ¿Por qué rompe su noviazgo? ¿Por qué la comunicación habitual, a través del matrimonio, no fue posible? A causa del secreto, porque esa comunicación amenazaba el tesoro de su soledad. «Si hubiese tenido que explicarme —escribe en el Diario—, hubiese tenido que iniciarla a unas cosas espantosas». En cambio, con la ruptura, estableciendo entre su novia y él una distancia infranqueable, imagen de la trascendencia, tiende a establecer unas relaciones esenciales. No solo eso; sigue dirigiéndose a ella en sus libros que le dedica indirectamente; pero, con esos mismos libros que son un intento a la vez de explicarse ante ella y de enturbiar la explicación, le propone la vía al término de la cual le habrá dicho todo sin revelarle nada. Si sus escritos falsean a veces al hombre que él es verdaderamente, convirtiéndolo en un seductor infiel, y si dejan aparecer también, sin embargo, las razones profundamente religiosas que lo inclinaron a la ruptura, es para que su novia pueda superar la ambigüedad y, en el secreto mismo no desvelado, se comunique con él. No hay comunicación a no ser que lo que se dice aparezca como el signo de lo que debe estar oculto. La revelación está toda ella en la imposibilidad de una revelación.

La teoría de lo incógnito, la preocupación que lo condujo a no publicar sus primeros libros sino bajo pseudónimos, la necesidad de hacer que hablasen, con un nombre distinto del suyo, todos los personajes que estaban dentro de él o detrás de los cuales se escondía son otros tantos hechos que afectan al problema de la comunicación. Siempre le resultó necesario afirmar que sus escritos no lo expresaban por completo. «Lo incógnito es mi elemento —declara—, y es ahí también donde está la estimulante inconmensurabilidad en la que puedo moverme». Se cuida de arruinar incluso su Diario como testimonio verídico. «Seguramente se ha introducido con frecuencia lo imaginario en las notas que me conciernen personalmente en mis diarios de 1848 a 1849. Eso no resulta nada fácil de evitar para un hombre que es tan productivo poéticamente como lo soy yo. Es algo que surge por sí mismo, en cuanto tomo la pluma». De la misma manera, el alma de su dialéctica, de su método de expresión indirecta, hay que buscarla en esa creencia de que no hay comunicación directa posible. «La imperfección de todo lo que es humano —dice— consiste en que el deseo no alcanza nunca su objeto si no es a través de su contrario». Pero también se puede decir que nunca se expresa algo auténticamente si no es revelándolo en una oscilación equívoca que deja ver no lo positivo, sino lo negativo, y que borra constantemente la comunicación, al tiempo que la enriquece, mediante la diversidad de las formas bajo las cuales se lleva a cabo. Todo en Kierkegaard es dialéctica, porque la única manera de decir la verdad sin desvelarla consiste en ir tras ella, con un esfuerzo que no admite ni fin ni descanso, como si no se pudiese alcanzar.

Como poeta de lo religioso («Soy el reflector poético del elemento cristiano»), que no podía convertirse en el testigo de la verdad, Kierkegaard se tropezó con el problema mismo de la comunicación. Al no encontrar dentro de sí mismo las fuerzas necesarias para ser cristiano y apóstol, pensó que su vocación, si no lo convertía en «el extraordinario», lo llevaría a imaginar lo extraordinario. El papel del poeta es ocuparse imaginariamente del ideal religioso en lugar de esforzarse por realizarlo en su existencia. Por consiguiente, para los secretos más elevados hay una forma de comunicación que es la del poeta, forma que sin duda es auténtica, pero que, no obstante, está marcada por una decadencia, puesto que es comunicación de aquello que uno mismo no es. «Que yo sea poeta —dice— es la expresión del hecho de que no me identifico con el ideal». Y es la misma situación la que saca a la luz cuando escribe en su Diario: «Mi destino parece que es exponer la verdad a medida que la descubro, a la vez que arruino al mismo tiempo toda mi autoridad posible». Exponer la verdad, es decir, darla a conocer hasta el fondo, pero a condición de dejar de lado los medios que harían que se la tomase en serio de inmediato, revelar lo que es verdadero y fundar esa revelación únicamente en uno mismo, mediante una relación llena de peligro en la que los demás, ante ese testigo desacreditado, corren el riesgo de perderse y no pueden salvarse a menos que desciendan también dentro de sí mismos para asimilar el mensaje en su soledad más profunda: esa es la vocación que Kierkegaard reconoce que es la suya y que expresa el tormento del hombre que, encerrado en sí mismo, quiere anunciar a los demás su secreto y solo puede hacerlo aboliéndolo.

 

Es sabido que, en un determinado momento de su vida, Kierkegaard se preguntó si su testimonio no podía ahondarse y despertar, por unas vías más directas, la atención de los hombres. Es la época en la que imagina una pequeña obra titulada: ¿Tiene un hombre derecho a dejarse matar por la verdad?, en donde sus ataques contra el periódico El Corsario hacen estallar su oposición al mundo, en donde piensa provocar un inmenso escándalo al separarse del obispo Mynster. El martirio se le aparece, pues, como un medio supremo de comunicación. «Si la sociedad golpea a un hombre mortalmente —escribe—, se vuelve vigilante y prudente». Los hombres hacen hablar al ser al que persiguen en la muerte que le dan. El perseguido es verdaderamente un testigo no exactamente por ser capaz de soportar la muerte por su idea o por mostrar que la idea sobrevive a su muerte, sino porque los perseguidores, al golpearlo, establecen en él una relación total de interioridad entre la idea y la existencia; se puede decir que estos contribuyen a fundar esa idea, que la establecen, con esa muerte, en el mundo: gracias a ellos, esta existe. En ese sentido, el martirio es una forma de comunicación mediante la cual no es el perseguido, sino el perseguidor el que quiere romper el secreto, el que va en busca del testimonio, el que sorprende a la verdad. El perseguido es un hombre silencioso, un hombre parapetado, y su silencio de hombre vivo es tal que los que están fuera creen que su silencio de hombre muerto será infinitamente más pequeño; que, en comparación, será una revelación. El mártir es un hombre que ha llevado su silencio lo suficientemente lejos como para permanecer silencioso, incluso en la comunicación. «Para ese mártir lleno de humildad —dice Kierkegaard refiriéndose a san Pablo—, los hombres simplemente no existen».

Sin embargo, Kierkegaard acaba por responder que no a ese pensamiento. «Si he tenido verdaderamente la idea de dar ese paso: ser condenado a muerte, he de arrepentirme de ello». Durante toda su vida estuvo dividido entre las exigencias del secreto y la necesidad de acabar con ese enclaustramiento. En 1848 escribe: «Ya no estoy encerrado en mí mismo, el sello está roto, es preciso que yo hable», pero, unos días más tarde, dice de nuevo: «No, no, mi silencio, mi secreto, no se dejan romper». En su lecho de muerte se le pregunta si tiene un mensaje para sus amigos: «No», dice, y añade: «Yo era la excepción». No podemos dedicarnos a precisar el sentido que tuvo para su pensamiento y para su vida esa profunda repugnancia por comunicar: afirmó vehementemente contra Hegel que, en toda alma, había algo que no podía hacerse público, un misterio que la constituía en su realidad trágica y que no podía descubrirse. Tuvo el sentimiento muy fuerte de que el caballero de la fe era el aislamiento absoluto, de que no podía hablar a los demás, de que no podía hablarse a sí mismo y de que su vida era como un libro en depósito divino. Tuvo finalmente para sí mismo, él, que en cierto modo no tenía fe, la convicción de que su reino no era ni el silencio ni la palabra, y experimentó profundamente que todo espíritu necesita una máscara, que ninguna comunicación directa es válida jamás, porque la verdad del ser corresponde a su vez a una ambigüedad fundamental. Acerca de ese silencio que envuelve toda su obra, mediante el cual esta se presenta como un enigma y exige de las demás que a su vez se conviertan en enigmas, solo podemos recordar las palabras de Chestov que Jean Wahl cita en sus notables Estudios kierkegaardianos: «Quizás el hecho de que Kierkegaard (lo mismo que en el cuento de Andersen) escondiese su guisante bajo ochenta colchones es lo que hace que aquel creciese y alcanzase unas proporciones grandiosas no solo a ojos de Kierkegaard, sino también a ojos de sus lejanos descendientes. Si lo hubiese mostrado abiertamente a todo el mundo, nadie lo habría mirado siquiera».

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