Mujercitas

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6
BETH ENCUENTRA EL PALACIO HERMOSO

La casa grande resultó ser el Palacio Hermoso, aunque tardaron algún tiempo en entrar en él y a Beth le costó mucho pasar junto a los leones. El anciano señor Laurence era el león más temido. Sin embargo, una vez que las hubo visitado, hecho comentarios divertidos o amables a cada una de ellas y charlado sobre los viejos tiempos con la madre, casi ninguna le tenía miedo, salvo la tímida Beth. Otro de los leones era el hecho de que ellas fueran pobres y Laurie, rico, porque las avergonzaba aceptar regalos a los que no podían corresponder. Sin embargo, transcurrido un tiempo, comprendieron que Laurie las consideraba sus benefactoras y que todo le parecía poco para mostrar su gratitud a la señora March por acogerle como una madre y a las niñas por permitirle disfrutar de su compañía y por hacerle pasar tan buenos ratos en su humilde hogar. Así pues, no tardaron en olvidar su orgullo y aceptaron el intercambio de atenciones sin medir cuál era mayor.

En aquella época, ocurrieron muchas cosas agradables mientras la nueva amistad crecía como la hierba en primavera. Todas apreciaban a Laurie y él, por su parte, confesó a su tutor, en privado, que «las hermanas March eran unas chicas estupendas». Con su entusiasmo juvenil, consiguieron que el muchacho solitario se sintiese uno más de la familia y disfrutase del encantador e inocente compañerismo de aquellas sencillas muchachas de corazón puro. Como no tenía ni madre ni hermanas, enseguida notó la influencia que ejercían sobre él. Al verlas trabajar llenas de vida, se avergonzó de llevar una existencia indolente. Los libros dejaron de interesarle y empezó a considerar más interesantes las personas, lo que le valió varios informes negativos de su tutor, el señor Brooke, ya que Laurie hacía novillos y se escapaba a casa de las hermanas March.

«No se preocupe, deje que se tome unas vacaciones, ya lo recuperará más adelante —había dicho el anciano señor—. Mi buena vecina cree que mi nieto estudia demasiado y necesita la compañía de otros jóvenes, diversión y ejercicio. Sospecho que está en lo cierto y que he criado al muchacho entre algodones como lo hubiese hecho su abuela. Dejemos que haga lo que le apetezca con tal de que sea feliz; no podrá hacer ninguna diablura en ese pequeño convento y la señora March está haciendo por él más que nosotros».

Lo cierto es que lo pasaban en grande. Organizaban representaciones teatrales, carreras de trineos, concursos de patinaje. Veladas maravillosas en la vieja sala y, de vez en cuando, fiestas en la casa grande. Meg podía ir al invernadero siempre que quisiera y disfrutar haciendo ramos de flores; Jo devoraba libros de la estupenda biblioteca y el anciano se desternillaba con sus comentarios; Amy copiaba cuadros y gozaba de tanta belleza, y Laurie actuaba como el señor de la casa haciendo gala de sus exquisitos modales.

En cambio Beth, a pesar de lo mucho que anhelaba tocar el gran piano, no conseguía reunir el valor suficiente para acudir a la «casa de las bendiciones», como la había bautizado Meg. En una ocasión fue en compañía de Jo, pero el anciano, ignorante de su timidez, la había mirado fijamente, con las pobladas cejas fruncidas, y había lanzado un «ah» tan fuerte que a la joven le entró un tembleque que «hizo vibrar el suelo bajo sus pies», según comentó a su madre; salió corriendo, muerta de miedo, y prometió que no volvería allí, ni siquiera por el preciado piano. No había forma de convencerla de que intentase superar su temor, hasta que el asunto llegó a oídos del señor Laurence, de manera algo misteriosa, y éste decidió resolver el problema. En una de sus breves visitas, dirigió hábilmente la conversación hacia la música. Habló de los cantantes famosos a los que había visto actuar, los órganos maravillosos que había oído tocar y compartió anécdotas tan interesantes que a Beth no le quedó más remedio que abandonar su rincón y acercarse a él, fascinada por su relato. Plantada detrás del anciano, escuchó muy atenta, con sus grandes ojos abiertos como platos y las mejillas rojas de emoción. El señor Laurence no reaccionó ante su presencia, como si fuese una simple mosca, y siguió hablando de las clases y los maestros de Laurie hasta que, de pronto, como si acabase de ocurrírsele una idea, dijo a la señora March:

—Ahora el chico está descuidando sus clases de música y me alegro, porque estaba demasiado volcado en ellas. Pero el piano se resiente si nadie lo toca; ¿podría ir alguna de sus hijas a tocar de vez en cuando para mantenerlo afinado?

Beth dio un paso al frente y juntó las manos para no aplaudir. La tentación era irresistible, y solo de pensar en poder tocar aquel magnífico instrumento se quedó sin aliento. Antes de que la señora March pudiese decir algo, el señor Laurence hizo un extraño gesto de asentimiento y siguió hablando:

—No tienen por qué ver o hablar con nadie, pueden entrar en cualquier momento, porque yo estoy siempre encerrado en mi estudio, en la otra punta de la casa. Laurie pasa mucho tiempo fuera y las criadas nunca se acercan al salón pasadas las nueve. —Dicho esto, se levantó como si fuese a despedirse y Beth se decidió a hablar, puesto que este último comentario había vencido sus últimas resistencias—. Por favor, dígaselo a sus hijas y, sí no les interesa venir, no se preocupe.

En ese momento, una manita se deslizó en la suya y Beth le miró llena de gratitud mientras decía con su habitual timidez y dulzura:

—Sí, señor, ¡les interesa muchísimo!


—¿Es usted la jovencita a la que le gusta la música? —preguntó él, sin sobresaltarla esta vez con un «ah», al tiempo que la miraba con ternura.

—Soy Beth: me encantaría ir a su casa, siempre y cuando me garantice que nadie me oirá ni me interrumpirá —añadió ella, temerosa de resultar descortés y asombrada de su propio atrevimiento.

—No habrá ni un alma, querida; la casa está vacía la mayor parte del día, así que puedes venir y hacer todo el ruido que quieras. Estaré en deuda contigo.

—¡Qué amable es usted, señor!

Beth se ruborizó bajo la amable mirada del anciano, pero ya no tenía miedo y le estrechó la mano para darle las gracias, incapaz de agradecerle con palabras la preciada oportunidad que le brindaba. El anciano caballero le retiró con dulzura el pelo de la frente, se inclinó hacia ella, le dio un beso y dijo en un tono poco habitual en él:

—Yo tuve una vez una niña que tenía unos ojos como los tuyos; Dios te bendiga, querida. Buenos días, señora. —Y se fue precipitadamente.

Beth abrazó a su madre y luego corrió a dar la magnífica noticia a su familia de muñecas inválidas, ya que sus hermanas todavía no habían vuelto a casa. ¡Con qué alegría cantó aquella tarde y cómo se rieron todas cuando, en mitad de la noche, despertó a Amy moviendo en sueños los dedos sobre su rostro como si fuera un piano! Al día siguiente, después de ver salir al abuelo y al nieto de la casa, y tras dos o tres intentos fallidos, Beth se deslizó por la puerta lateral y se encaminó tan sigilosa como un ratón hacía el salón donde se encontraba su idolatrado instrumento. Por casualidad, claro está, había algunas partituras de piezas fáciles de tocar sobre el piano. Con dedos temblorosos y frecuentes pausas para comprobar que nadie la miraba ni oía, Beth logró por fin tocar el estupendo piano. Enseguida se olvidó del miedo, de sí misma y de todo lo que la rodeaba y se perdió en el indescriptible embrujo de la música, que era, para ella, como la voz de una queridísima amiga.

Permaneció allí hasta que Hannah la fue avisar de que era hora de cenar. Sin embargo, Beth no tenía apetito y se limitó a acompañar a sus hermanas, sonriendo con aire embelesado.


A partir de entonces, una pequeña capucha marrón cruzaba el seto cada día y un espíritu melodioso, que entraba y salía sin que nadie lo viera, se adueñaba del gran salón. Beth no sabía que a menudo el anciano señor Laurence abría la puerta de su estudio para escuchar complacido aquellas tonadas antiguas que tanto le gustaban. No vio nunca a Laurie apostado en el vestíbulo para impedir que las criadas se acercasen al salón. Tampoco sospechó nunca que los libros de ejercicios y las partituras sencillas que aparecían sobre el piano tenían por único fin ayudarla en su aprendizaje, y cuando Laurie hablaba con ella de música, se decía que el joven era muy amable al explicarle cosas que tan útiles le resultaban. Beth se sentía feliz al ver que su sueño se hacía realidad, algo que no siempre sucede. Tal vez por sentirse tan agradecida por el regalo recibido, recibió otro mayor; de todas formas, la jovencita merecía ambos.

—Mamá, le voy a hacer unas zapatillas al señor Laurence. Es muy bueno conmigo y quiero darle las gracias. No se me ocurre mejor manera que ésta. ¿Te parece bien? —preguntó Beth, semanas después de la famosa visita del anciano a la casa.

—Claro, querida. Seguro que le gusta mucho y me parece una buena manera de agradecerle su ayuda. Tus hermanas te ayudarán y yo pagaré el material —contestó la señora March, encantada de poder complacer a Beth, porque esta rara vez pedía nada para sí.

Tras numerosas y serias deliberaciones con Meg y Jo, eligieron un diseño, compraron el material y empezaron a confeccionar las zapatillas. Decidieron bordar unos pequeños y discretos ramilletes de pensamientos sobre un fondo púrpura intenso, y Beth se entregó a la tarea, día y noche, con alguna que otra ayuda en las partes más difíciles. Como estaba dotada para la costura, las zapatillas estuvieron listas antes de que nadie se pudiera aburrir de la labor. A continuación escribió una nota breve y sencilla, y Laurie se encargó de dejar las zapatillas en el estudio de su abuelo, bajo la mesa, antes de que éste se despertara.

 

Superada la primera emoción, la niña esperó con impaciencia la reacción del anciano. Al ver que pasaba todo un día y parte de otro sin noticias, empezó a temer que el regalo no hubiese sido del agrado de su quisquilloso amigo. En la tarde del segundo día, salió a dar una vuelta para que Joanna, la pobre muñeca inválida, hiciese sus ejercicios diarios. Al volver a casa vio desde la calle tres, no, cuatro cabezas que aparecían y desaparecían en la ventana de la sala. En cuanto estuvo más cerca, oyó voces alegres que la llamaban y manos que se agitaban.

—Ha llegado una carta del señor Laurence. ¡Date prisa y léela!

—Oh, Beth, te ha enviado… —comenzó Amy, que gesticulaba con una energía poco habitual en ella, pero no pudo decir más porque Jo cerró la ventana.

Beth apretó el paso, nerviosa por el suspense; sus hermanas salieron a recibirla a la puerta y, en procesión triunfal, la escoltaron hasta la sala repitiendo al unísono: «¡Mira, mira!». Beth miró y palideció de alegría y de sorpresa. Tenía ante sí un piano vertical con una carta sobre su brillante tapa en la que se leía, como si se tratase de un cartel: «Señorita Elizabeth March».

—¿Es para mí? —preguntó Beth, que se apoyó en Jo porque temía desmayarse, tan grande era la emoción.

—¡Claro que es para ti, preciosa! ¿No te parece un gesto espléndido? Creo que es el anciano más bondadoso del mundo. En la carta está la llave; no la hemos abierto, pero nos morimos de ganas de saber qué dice —exclamó Jo, que abrazó a su hermana y le tendió la carta.

—Léela tú, yo no puedo, estoy demasiado nerviosa. ¡Oh, es maravilloso! —Beth escondió el rostro en el delantal de Jo, conmovida por el regalo.

Jo abrió el sobre y rió al ver el encabezamiento:

Señorita March:

Distinguida señorita,

—¡Qué bien suena! Me encantaría que algún día alguien me mandase algo así —comentó Amy, que encontraba aquel arranque anticuado muy elegante.

… he tenido muchos pares de zapatillas en mi vida, pero ninguno me ha quedado tan bien como éste. Las flores que ha bordado son mis favoritas y, al verlas, siempre recordaré a la dulce persona que me las ha regalado. Me gusta pagar mis deudas, por lo que confío en que permita que este anciano caballero le haga llegar algo que en otro momento perteneció a una nietecita que perdió. Reciba mi más sincero agradecimiento y mis mejores deseos.

Su amigo y humilde servidor,

JAMES LAURENCE

—Beth, ¡es un gran honor del que debes estar orgullosa! Laurie me ha contado lo mucho que el señor Laurence quería a la nieta que perdió y con qué celo conserva todas sus cosas. Y fíjate, ¡te ha regalado su piano! Todo por tener los ojos azules y ser aficionada a la música —dijo Jo tratando de calmar a Beth, que temblaba y estaba más nerviosa que nunca.

—Mira qué candelabros tan bonitos, y la seda verde, con una rosa dorada en el centro, es preciosa, y qué hermoso es el taburete. No le falta de nada —intervino Meg, que abrió el instrumento para mostrar su belleza.

—«Su amigo y humilde servidor, James Laurence», y te lo ha escrito a ti. Cuando se lo cuente a mis amigas, no me van a creer —apuntó Amy, que seguía impresionada por la carta.

—¡Pruébalo, querida! Veamos cómo suena el piano de mi niñita —rogó Hannah, que compartía con la familia penas y alegrías.

Beth tocó y todas convinieron en que nunca habían oído un piano que sonase mejor. Era evidente que lo acababan de afinar y restaurar pero, por perfecto que fuera, el encanto de la escena estaba en los rostros radiantes de felicidad que rodeaban a Beth mientras ésta tocaba las hermosas teclas blancas y negras y accionaba los brillantes pedales.

—Tienes que ir a darle las gracias —dijo Jo en broma, porque no creía que su hermana pequeña fuese capaz de hacerlo.

—Sí, ya lo había pensado. Supongo que será mejor ir ahora, antes de que tenga tiempo de pensar y me entre el miedo. —Y para asombro de toda la familia, Beth salió al jardín, cruzó el seto y llamó a la puerta del señor Laurence.

—¡Que me muera ahora mismo si esto no es lo más increíble que he visto en mi vida! El piano la ha trastornado. En su sano juicio, nunca se hubiese atrevido —exclamó Hannah, sin quitar ojo a la niña, mientras las demás parecían haber enmudecido de asombro ante semejante milagro.

De haber visto lo que Beth hizo a continuación, se hubiesen sorprendido aún más. Lo creáis o no, fue hasta el estudio y llamó a la puerta sin darse tiempo para pensar. Cuando una voz ronca dijo «Adelante», entró y se acercó al señor Laurence, que parecía tan perplejo como la propia familia de Beth. La niña le tendió la mano y dijo con voz trémula:

—He venido a darle las gracias, señor, por… —No pudo terminar la frase porque la mirada del anciano le resultó tan entrañable que olvidó el discurso que había preparado; lo único que podía recordar era que el caballero había perdido a una nieta muy querida, por lo que se abrazó a su cuello y le dio un beso.


Si el tejado de la casa hubiese salido volando en ese instante, el anciano no habría sentido un asombro mayor. Pero le gustaba. ¡Oh, sí! ¡Le gustaba muchísimo! Aquel beso, dado con toda confianza, le enterneció tanto que, por unos instantes, olvidó su carácter arisco; sentó a la pequeña sobre sus rodillas y juntó su rugosa mejilla a la de ella, rosada, y sintió que volvía a estar con su nieta. Desde ese día, Beth no volvió a tener miedo del anciano y solía sentarse a charlar con él, con total confianza, como si le conociese de toda la vida. El amor expulsa al miedo y la gratitud doblega al orgullo. El anciano la acompañó hasta la puerta de su casa, le estrechó la mano cordialmente y se tocó el sombrero antes de regresar a la suya, muy erguido y con paso majestuoso, como el caballero elegante y de porte marcial que era.

Al ver la escena, Jo bailó y brincó como muestra de satisfacción; Amy casi se cae de la ventana de puro asombro, y Meg se llevó las manos a la cabeza y exclamó:

—¡Parece que el mundo se ha vuelto loco!

7
EL VALLE DE LA HUMILLACIÓN DE AMY


—Este muchacho es un auténtico cíclope, ¿no? —dijo Amy, un día, al ver a Laurie a lomos de un caballo. El joven agitó el látigo a modo de saludo al pasar.

—¿Cómo te atreves a decir eso cuando tiene dos ojos? Y bien bonitos, por cierto —protestó Jo, que saltaba en cuanto se hacía un comentario negativo de su amigo.

—No he dicho nada de sus ojos, y no veo por qué tienes que alterarte cuando simplemente alababa su forma de montar.

—¡Ay, Dios! Qué tonta eres. Le has llamado cíclope queriendo decir centauro —dijo Jo soltando una sonora carcajada.

—Bueno, no es necesario que seas tan desagradable. Como dice el señor Davis, ha sido un lapsus lingui —explicó Amy acabando de matar de risa a Jo con su latín—. Me gustaría tener algo del dinero que Laurie gasta en su caballo —añadió, como si hablara para sí, pero con la esperanza de que sus hermanas la oyeran.

—¿Por qué? —preguntó Meg con tono amable al ver que Jo seguía riéndose de la segunda metedura de pata de Amy.

—¡Me hace mucha falta! Tengo un montón de deudas y hasta dentro de un mes no recibiré mi asignación.

—¿A qué deudas te refieres, Amy? —preguntó Meg, muy seria.

—Debo por lo menos una docena de limas confitadas y no podré pagarlas hasta que tenga dinero, y mamá me ha prohibido comprar nada a cuenta en la tienda.

—Explícame eso. ¿Ahora se han puesto de moda las limas? Antes nos peleábamos por conseguir trozos de goma para fabricar pelotas. —Meg intentaba mantener la compostura, porque Amy había adoptado una actitud muy solemne y sería.

—Bueno, todas las niñas las compran y, si no quieres que te tomen por tacaña, tienes que hacer lo mismo. Es como si no hubiese nada más, todas las niñas las chupan en sus pupitres y las cambian a la hora del patio por lápices, sortijas de vidrio, muñecas de papel o cualquier otra cosa. Si una niña te cae bien, le regalas una lima; si estás enfadada con ella, te comes una delante de sus narices y no le ofreces probarla. Nos invitamos unas a otras. Yo he recibido muchas invitaciones pero no he podido corresponder y debo hacerlo porque son deudas de honor, ¿sabéis?

—¿Cuánto necesitas para pagar tus deudas y recuperar tu buen nombre? —preguntó Meg sacando su monedero.

—Con un cuarto de dólar tendría suficiente y aún me quedarían unos centavos para invitaros a vosotras. ¿Os gustan las limas?

—No demasiado; puedes quedarte con mi parte. Toma el dinero y aprovéchalo bien porque no nos sobra, ya lo sabes.

—¡Oh, gracias! Debe de ser maravilloso tener dinero para gastos. Me daré un festín porque llevo toda la semana sin probar una sola lima. Me daba vergüenza pedir que me invitaran porque no podía devolver el favor, y ahora me muero por comer una.

Al día siguiente, Amy llegó bastante tarde a la escuela, a pesar de lo cual no pudo resistir la tentación de mostrar, con disculpable orgullo, el paquete de papel marrón húmedo que llevaba antes de guardarlo en el fondo del pupitre. En los siguientes minutos, corrió el rumor de que Amy March tenía veinticuatro limas deliciosas (ya había comido una por el camino) e iba a compartirlas; sus amigas respondieron colmándola de atenciones exageradas. Katy Brown la invitó allí mismo a su próxima fiesta; Mary Kingsley insistió en prestarle su reloj hasta la hora del patio, y Jenny Snow, la sarcástica jovencita que tanto se había mofado de Amy por su falta de limas, enterró el hacha de guerra y se ofreció a ayudarla a hacer algunas sumas especialmente complicadas. Pero Amy tenía muy presentes los mordaces comentarios de la señorita Snow sobre «ciertas personas que, a pesar de tener la nariz chata, huelen las limas ajenas y, a pesar de ser engreídas, olvidan su orgullo para pedirlas» y destruyó su esperanza con un mensaje telegráfico desalentador: «No te esfuerces en ser amable, no te voy a dar ninguna».

Coincidió que aquella mañana el colegio recibió la visita de un personaje distinguido que alabó los mapas de Amy, por lo bien dibujados que estaban. La señorita Snow se enfureció al ver que su enemiga recibía tal honor, y la señorita March se mostró más ufana que un joven pavo real. Pero, por desgracia, tras el orgullo viene la caída, y la vengativa señorita Snow consiguió volver las tornas y dar pie al desastre. En cuanto la visita se hubo despedido, tras los acostumbrados elogios, Jenny, con la excusa de querer hacer una pregunta, comunicó al profesor, el señor Davis, que Amy March tenía limas confitadas en su pupitre.

El señor Davis había declarado ilegales las limas y había anunciado que utilizaría públicamente la férula con la primera persona que descubriera contraviniendo la ley. Hombre tenaz, había logrado, tras una encarnizada guerra, desterrar la goma de mascar, había hecho una hoguera con las novelas y los periódicos confiscados a las alumnas, había desarticulado un servicio de correos privado, había prohibido las muecas, los motes y las caricaturas y había hecho todo lo que estaba en su mano por mantener a cincuenta niñas rebeldes a raya. Es cierto que los niños ponen a prueba la paciencia de los adultos, pero las niñas son infinitamente más difíciles, sobre todo para un hombre nervioso, de carácter tiránico y con menos dotes pedagógicas que el doctor Blimber. El señor Davis tenía amplios conocimientos de latín, griego, álgebra y demás ciencias, por lo que se le consideraba un buen profesor; los modales, la moralidad, los sentimientos y el ejemplo no se consideraban relevantes. Aquél era un pésimo momento para denunciar a Amy y Jenny lo sabía. Estaba claro que el señor Davis había tomado un café demasiado cargado aquella mañana, soplaba un viento de levante que empeoraba su habitual dolor de cabeza y sus alumnas no le habían dejado en tan buen lugar como esperaba. En resumen, se podría decir, con más claridad que elegancia, que el señor Davis estaba de un humor de perros. El término «limas» fue la chispa que encendió la mecha. Se puso rojo de ira y golpeó la mesa con tal saña que Jenny volvió a su asiento con una rapidez inusitada.

 

—Jovencitas, presten atención, por favor.

El tono severo de la orden hizo que los murmullos cesaran y cincuenta pares de ojos azules, negros, grises y marrones miraron obedientes a aquel rostro terrible.

—Señorita March, acérquese a mi mesa.

Amy se levantó con aparente calma, pero secretamente aterrada, con el peso de las limas sobre su conciencia.

—Traiga las limas que guarda en su pupitre —añadió el profesor. La orden la pilló tan desprevenida que se detuvo en seco.

—No se las lleves todas —susurró su compañera, una jovencita con gran presencia de ánimo.

Amy dejó seis limas en el pupitre y llevó las restantes a la mesa del señor Davis, convencida de que si aquel hombre tenía alma no podría resistirse a su dulce aroma. Por desgracia, el señor Davis no soportaba el olor de la fruta confitada, por lo que la repugnancia se sumó a la ira.

—¿Es esto todo?

—No exactamente —balbució Amy.

—Traiga el resto de inmediato.

La niña lanzó una mirada de impotencia a sus compañeras y obedeció.

—¿Seguro que no quedan más?

—Yo nunca miento, señor.

—Ya veo. Ahora coja estos dulces asquerosos, de dos en dos, y tírelos por la ventana.

Todas las alumnas suspiraron, con lo que se creó una especie de suave brisa en el aula, al ver volar sus esperanzas de saborear un manjar que habían imaginado en sus labios. Roja de vergüenza y rabia, Amy repitió doce veces aquel gesto terrible, y cada vez que un jugoso y apetecible par de limas caía de sus manos, se oían gritos de júbilo en la calle, lo que no hacía sino empeorar la angustia de las muchachas, que sabían que los niños irlandeses, sus enemigos declarados, disfrutarían de aquel festín. Aquello era demasiado; las alumnas miraban indignadas y deprimidas al inexorable Davis e incluso una, especialmente aficionada a las limas, se echó a llorar.

Cuando Amy hubo arrojado el último par, el señor Davis se aclaró la garganta y dijo en tono solemne:

—Señoritas, recuerden lo que dije la semana pasada. Lamento este incidente, pero no tolero que nadie infrinja mis normas y jamás falto a mi palabra. Señorita March, extienda la mano.

Amy abrió los ojos sobresaltada y, tras esconder las manos en la espalda, lanzó una mirada de súplica a su profesor, mucho más elocuente que cualquier discurso. El «viejo Davis», como le llamaban, la apreciaba mucho, y sospecho que hubiese roto su palabra encantado de no haber sido porque otra alumna, indignada, no pudo reprimir un silbido de protesta. El silbido, aunque discreto, irritó al irascible caballero y sentenció a la culpable.

—¡La mano, señorita March! —dijo en respuesta a su muda petición de clemencia.

Como era demasiado orgullosa para llorar o implorar perdón, Amy apretó los dientes, echó hacia atrás la cabeza con aire desafiante y soportó estoicamente los golpes en la palma de la mano. No fueron muchos ni demasiado fuertes, pero eso carecía de importancia. Nadie le había pegado nunca hasta entonces y, a sus ojos, la humillación era tan grave como si la hubiesen arrojado al suelo de un manotazo.


—Permanecerá de pie en el estrado hasta la hora del recreo —añadió el señor Davis, resuelto a seguir hasta el final lo que había iniciado.

Aquello era espantoso; volver a su pupitre y ver la cara de pena de sus amigas, y la expresión satisfecha de sus pocas enemigas, hubiese sido suficiente castigo; pero quedar expuesta a los ojos de toda el aula, marcada por la vergüenza, era tremendo. Por un segundo pensó en dejarse caer allí mismo y llorar a lágrima viva, pero la amarga sensación de que eso no estaría bien y el recuerdo de Jenny Snow la ayudaron a mantener la compostura. Se situó en el lugar de ignominia, con la mirada fija en la estufa, por encima de lo que parecía un mar de caras, y permaneció tan inmóvil y pálida que a sus compañeras les resultó muy difícil estudiar en presencia de aquella pequeña figura conmovedora.

En los quince minutos que siguieron, la orgullosa y sensible niña sintió una vergüenza y una pena que nunca olvidaría. Tal vez otras hubiesen considerado irrisorio e intrascendente el episodio pero para ella era un duro trance. En sus doce años de vida solo había conocido amor y mimos, nunca había recibido un golpe semejante. Sin embargo, olvidó la quemazón que sentía en la mano y el dolor de su corazón cuando la aguijoneó un pensamiento. Tendré que contarlo todo en casa y les daré un gran disgusto, se dijo.

Los quince minutos se le antojaron una hora, pero por fin terminaron. Nunca se había alegrado tanto de oír anunciar el recreo.

El profesor tardaría en olvidar la mirada acusadora que Amy le lanzó cuando salió de la clase en dirección al vestíbulo para recoger sus pertenencias, sin dirigir la palabra a nadie y prometiéndose que jamás volvería a pisar ese lugar. Llegó a casa triste y cuando, más tarde, llegaron las demás, tuvo lugar una reunión donde se dio rienda suelta a la indignación. La señora March apenas habló pero dio muestras de consternación y consoló a su hija pequeña con la mayor ternura. Meg vertió glicerina y lágrimas sobre la mano injuriada; Beth se dijo que ni siquiera sus gatitos podrían aplacar tanto dolor; Jo, colérica, propuso denunciar al señor Davis de inmediato, y Hannah amenazó con el puño cerrado al «villano» y, al preparar el puré de patatas para la cena, imaginó que a quien aplastaba era al profesor.

Nadie se dio cuenta de la ausencia de Amy, salvo sus compañeras más cercanas, pero las sagaces señoritas observaron que, por la tarde, el señor Davis se mostraba más benigno y parecía nervioso, algo poco habitual en él. Jo apareció en la escuela poco antes de que acabaran las clases. Se dirigió hacia la mesa del profesor con expresión severa y le entregó una carta de parte de su madre. Después recogió los útiles de Amy y se marchó, no sin antes limpiarse el barro de las botas en la estera de la entrada, como si quisiera sacudirse el polvo del lugar.

—Sí, puedes estar un tiempo sin ir a la escuela, pero quiero que cada día estudies un rato con Beth —dijo la señora March aquella noche—. No apruebo los castigos corporales, y menos aún cuando se trata de niñas. Me desagradan los métodos de enseñanza del señor Davis y no creo que las jovencitas con las que te has estado relacionando hayan sido una buena influencia, así que, antes de enviarte a otro lugar, pediré consejo a tu padre.

—¡Qué bien! ¡Ojalá todas las alumnas le dejaran plantado y su vieja escuela cerrara! Cuando me acuerdo de aquellas deliciosas limas, creo enloquecer. —Amy lanzó un suspiro con aire de mártir.

—No me parece mal que te las quitara, infringiste una norma y merecías un castigo por tu desobediencia.

Amy, que no esperaba más que comprensión, se sintió decepcionada por el severo comentario.

—¿Quieres decir que te alegras de que me hayan humillado ante toda la clase? —gritó Amy.

—Yo no hubiera escogido ese sistema para enmendar tu falta —contestó la madre—, pero no sé hasta qué punto un método más suave hubiese tenido el mismo efecto. Te estás volviendo demasiado presumida y pretenciosa, y ya va siendo hora de que intentes corregirte. Posees talento y muchas virtudes, pero no hay necesidad de que los exhibas. La vanidad echa a perder las mejores cualidades. El talento y la bondad nunca pasan inadvertidos y, aunque así fuera, la conciencia de tenerlos y hacer buen uso de ellos debería bastar. Las virtudes quedan ensalzadas por la modestia.

—Así es —intervino Laurie, que jugaba una partida de ajedrez con Jo en un rincón—. Una vez conocí a una niña que tenía un gran don para la música pero no lo sabía. No sospechaba cuan maravillosas eran las composiciones que creaba cuando estaba sola y, de habérselo dicho alguien, no lo hubiera creído.

—Me hubiese encantado conocer a esa niña, tal vez ella podría ayudarme. Yo soy demasiado torpe —comentó Beth, que estaba a su lado y había escuchado con interés sus palabras.

—La conoces y te ayuda más de lo que crees —repuso Laurie, cuyos risueños ojos negros la miraron con tal intención que la joven se ruborizó y ocultó su rostro con un cojín del sofá, abrumada por aquel inesperado descubrimiento.

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