Días de magia, noches de guerra

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Из серии: Abarat #2
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Capítulo 4
Los carroñeros

Candy fue la primera en salir de la cabina y aparecer en cubierta. Malingo estaba mirando por el telescopio de Mizzel y estudiaba el cielo amenazante en dirección a Gorgossium. Había cuatro criaturas de alas oscuras volando hacia el barco pesquero.

Eran visibles porque sus entrañas resplandecían a través de las pieles translúcidas, como si estuvieran llenas de fuego. Farfullaban algo mientras se acercaban, el parloteo de seres locos y hambrientos.

—¿Qué son? —inquirió Candy.

—Son zethekaratchia —la informó Mizzel—. Zethek, en corto. Los que siempre están hambrientos. Nunca comen suficiente. Por eso podemos ver sus huesos.

—No son buenas noticias —supuso Candy.

—No lo son.

—¡Se llevarán el pescado! —dijo Skebble, saliendo de las entrañas del navío. Aparentemente se había estado ocupando del motor, ya que estaba cubierto con manchas de aceite y llevaba un gran martillo y una llave inglesa aún mayor.

—¡Cerrad las bodegas! —gritó a su tripulación—. ¡Rápido, o perderemos la captura! —Señaló a Candy y a Malingo con un dedo pequeño y regordete—. ¡Eso también va por vosotros!

—Si no pueden conseguir el pescado, ¿no vendrán a por nosotros? —dijo Malingo.

—Tenemos que salvar los peces —insistió Skebble. Agarró a Malingo del brazo y le arrastró hasta las bodegas repletas.

—¡No discutas! —dijo—. ¡No quiero perder la captura! ¡Y se están acercando!

Candy siguió la mirada de él en dirección al cielo. Los zethek estaban a menos de nueve metros del navío y se precipitaban al mar crepuscular para comenzar su recolecta.

A Candy no le gustaba la idea de intentar protegerse de esas criaturas sin armas, así que cogió la llave inglesa que llevaba Skebble en su mano izquierda.

—Si no te importa, ¡me quedo con esto! —dijo, y se sorprendió incluso a sí misma.

—¡Quédatelo! —dijo él, y fue a ayudar al resto de la tripulación con la tarea de cerrar las bodegas.

Candy se dirigió a la escalera que había al lado de la cabina del timón. Se puso la llave entre los dientes —una experiencia nada agradable: sabía a aceite de pescado y al sudor de Skebble— y trepó por la escalera y se volvió hacia los zethek cuando llegó a lo alto. La visión de la chica sobre la cabina del timón, con la llave en la mano a modo de garrote, les hizo dudar. Ya no se abalanzaban sobre el Parroto Parroto, sino que se cernían a tres o cuatro metros por encima de este.

—¡Bajad! —les gritó Candy—. ¡Atreveos!

—¿Estás loca? —voceó Charry.

—¡Baja! —la llamó Malingo—. Candy, ba…

¡Demasiado tarde! El zethek más cercano mordió el anzuelo de Candy y se abalanzó sobre ella, intentando arrancarle la Cabeza con sus largos y huesudos dedos.

—¡Buen chico! —dijo ella—. Mira lo que tengo para ti.

Blandió la llave inglesa en un arco completo. La herramienta era pesada, y realmente tenía muy poco control sobre esta, así que fue más un accidente que un propósito que acabara golpeando a la criatura. Dicho eso, el golpe fue considerable. El zethek salió disparado por el cielo y golpeó los tablones de la cabina con tanta fuerza que se rompieron.

Durante un segundo permaneció inmóvil.

—¡Le has matado! —dijo Galatea—. ¡Ja, ja! ¡Bien por ti!

—No… no creo que esté muerto… —dijo Candy.

Candy podía oír lo que Galatea no podía. El zethek estaba gruñendo. Lentamente alzó su cabeza de gárgola. De su nariz brotaba sangre oscura.

—Me… has… herido…

—Acércate —retó Candy, haciendo señas a la bestia a través de los tablones rotos del techo—. Volveré a hacerlo.

—La chica es una suicida —comentó Mizzel.

—Tú amigo tiene razón —dijo el zethek—. Eres una suicida.

Tras estas palabras, el zethekaratchia abrió la boca y siguió abriéndola, más y más, hasta que se hizo tan grande como para arrancar la cabeza de Candy de un mordisco. De hecho, esa parecía ser su intención, puesto que se abalanzó hacia adelante, saltando por el agujero del techo, y derribó a Candy, quien quedó tendida en el suelo sobre su espalda. Se puso encima de ella de un salto.

La llave salió disparada de su mano; no tenía tiempo de recogerla. El zethek estaba encima de ella con la boca ampliamente abierta. Cerró los ojos en cuanto una bocanada del aliento de la bestia le golpeó la cara. Le quedaban segundos de vida. Y entonces, de repente, Skebble estaba allí, con el martillo en la mano.

—Deja a la chica en paz —le gritó, y hundió el martillo en el cráneo del zethek, asestándole un golpe tan calamitoso que simplemente cayó hacia atrás hacia la cabina del timón por el agujero del techo, muerto.

—Eso ha sido audaz, chica —dijo, tirando de Candy para levantarla.

Ella se dio unas palmadas en la cabeza simplemente para comprobar que seguía en su sitio.

Lo estaba.

—Uno menos —dijo Candy—. Quedan tres…

—¡Que alguien me ayude! —chilló Mizzel—. ¡Socorro!

Candy se dio la vuelta y vio que otro de esos miserables había capturado a Mizzel y le tenía sujeto contra la cubierta, y se preparaba para convertirle en su comida.

—¡No lo harás! —gritó ella, y corrió hacia las escaleras.

Cuando se encontró a la mitad de estas, recordó que había dejado la llave en el tejado. Era demasiado tarde para volver a por ella.

La cubierta, cuando llegó, estaba resbaladiza por el aceite y el agua, y, en lugar de correr, se vio deslizándose sobre ella, completamente fuera de control. Chilló para que alguien la detuviera, pero no había nadie lo suficientemente cerca. Justo delante se encontraba la bodega, con la puerta abierta por obra de una de las bestias. La única esperanza que tenía para detenerse era alcanzar y agarrarse al zethek que estaba atacando a Mizzel. Pero debía ser rápida, antes de perder la oportunidad. Alargó el brazo e intentó alcanzarlo. El zethek la vio venir y se volvió para mantenerla a raya, pero no fue lo bastante rápido; Candy le asió por el pelo. El animal graznó como un guacamayo enfurecido y forcejeó para liberarse, pero Candy se agarró más fuerte. Desafortunadamente, su inercia era demasiado grande como para detenerse. Justo lo contrario. En vez de eso, la criatura siguió con ella, mientras la agarraba para intentar soltar sus dedos de sus mechones andrajosos incluso cuando ambos se dirigían derechos al agujero que se había abierto.

Cayeron por él, encima de los peces. Por suerte no fue una caída larga; la bodega estaba casi llena al completo de smatterlings. Pero no fue un aterrizaje agradable, miles de peces resbalaban por debajo de ellos, fríos y húmedos y muy muertos.

Candy seguía agarrada al pelo del zethek, de modo que cuando la criatura se puso en pie, cosa que hizo inmediatamente, ella se puso en pie también.

La criatura no estaba acostumbrada a que nadie la tocara, especialmente un trozo de niña. Se retorció y se encolerizó, y la golpeó con su gigantesca boca, y al momento siguiente intentaba que se soltara convulsionando su cuerpo de forma tan violenta que sus huesos retumbaban.

Finalmente, aparentemente desalentado por lo inútil de sus intentos, el zethek llamó a sus camaradas vivos:

—¡Kud! ¡Nattum! ¡Aquí! ¡En la bodega! ¡Ahora!

Unos segundos más tarde después de la llamada, Kud y Nattum aparecieron por la puerta de la bodega.

—¡Methis! —dijo Nattum, sonriendo—. ¡Tienes a una chica para mí!

Después de decir esto, abrió la boca e inhaló con tanta fuerza que Candy tuvo que luchar por evitar que la arrastrara dentro de sus fauces.

Kud no estaba interesado en esos trucos. Empujó a Nattum a un lado.

—¡Me la quedo yo! —dijo—. Tengo hambre.

Nattum le apartó.

—¡Yo también! —gruñó.

Mientras se peleaban por ella, Candy vio la oportunidad de gritar para pedir ayuda.

—¿Hay alguien? ¿Malingo? ¿Charry?

—Demasiado tarde —dijo Kud,

Se inclinó por la puerta de la bodega la agarró y la levantó. Fue tan rápido y violento que Candy soltó a Methis. Su pie resbaló sobre los peces viscosos por un momento; después estaba en el aire, acercándose a la boca de Kud, que ahora también se abría como un túnel dentado.

Al momento siguiente se hizo la oscuridad. Su cabeza —muy a su pesar— estaba en la boca de la bestia.

Capítulo 5
Pronunciar una palabra

Aunque todo su cráneo quedó de repente preso en la boca del zethek, Candy aún podía oír una cosa del mundo exterior. Una única estupidez. Era la voz chillona del Niño de Commexo, cantando su cancioncita eternamente optimista.

—¡Feliz! ¡Feliz! ¡Feliz! —chillaba.

Ofreció una pequeña oración en ese momento de oscuridad, dirigida a cualquier Dios o Diosa, de Abarat o del Más Allá, que quisiera escucharla. Era una oración muy simple. Decía simplemente: «Por favor, no permitas que ese Niño ridículo sea lo último que oiga antes de morir.» Y, gracias a las deidades, su oración fue escuchada.

Se oyó un ruido seco justo encima de ella, y sintió cómo se relajaba la tensión de las mandíbulas de Kud. Entonces sacó la cabeza de su boca. En ese momento la viscosidad de los peces que había debajo de ella jugó a su favor. Se deslizó por la alfombra de smatterlings justo a tiempo para ver a Kud derrumbarse sobre los peces. Apartó la mirada de este y levantó la vista para ver a su salvador.

Era Malingo. Estaba allí de pie con el martillo de Skebble en la mano. Sonrió a Candy. Pero su momento de triunfo fue breve.

Al instante siguiente, Kud se levantó con un rugido de su viscosa cama de peces y salió de debajo de Malingo, quien cayó de espaldas.

 

—¡Ah-Zia! —gritó Kud, posando su vista en el martillo que se había resbalado de la mano de Malingo cuando cayó. Kud lo agarró y se puso en pie. El resplandor en sus huesos se había convertido en una llamarada furiosa durante los últimos minutos. En las cuencas de su cráneo, dos puntos de rabia escarlata titilaban cuando volvió su mirada hacia Candy. Parecía algo propio de un tren fantasma. Blandiendo el martillo, se abalanzó sobre la chica.

—¡Corre! —gritó Malingo.

Pero no había a donde huir. Tenía un zethek a la izquierda y otro a la derecha, y detrás una pared sólida. Una sonrisa esquelética se extendió por el rostro de Kud.

—¿Tus últimas palabras? —dijo mientras levantaba el martillo por encima de su cabeza—. Venga —gruñó—. Tiene que haber algo en tu cabeza.

Curiosamente, sí que había algo en su cabeza: una palabra que no recordaba haber oído hasta ahora. Kud pareció ver la confusión en sus ojos.

—¡Habla! —dijo, golpeando la pared a la izquierda de ella con el martillo. Las reverberaciones resonaron por toda la bodega. Los smatterlings muertos se convulsionaron como si hubieran recibido un espasmo de vida—. ¡Háblame! —dijo Kud, golpeando la pared a la derecha de la cabeza de Candy. Una lluvia de chispas manó del lugar, y los peces saltaron por segunda vez.

Candy colocó su mano en la garganta. Había una palabra allí.

Podía sentirlo, como algo que hubiera comido pero no se hubiera tragado por completo.

Quería ser pronunciada. De eso estaba segura. Quería ser pronunciada.

Y ¿quién era ella para negarle sus ambiciones? Dejó las sílabas salir voluntariamente. Y las pronunció.

—¡Jassassakya -thiim! —dijo.

Por el rabillo del ojo pudo ver a Malingo incorporarse y retroceder sobre la cama de peces.

—Oh, Dios Lou… —dijo, y su voz calló con asombro—. ¿Cómo es que conoces esa palabra?

—No la conozco —contestó Candy.

Pero el aire sí. Las paredes la conocían. En cuanto las sílabas salieron de sus labios, todo empezó a vibrar en respuesta al sonido de lo que fuera que Candy hubiera dicho. Y con cada vibración el aire y las paredes repetían las sílabas a su extraña manera.

—¡Jassassakya -th um!

—¡Jassassakya -thiim!

—¡Jassassakya -th Um!

—¿Qué… has… hecho…, chiquilla? —dijo Kud.

Candy no lo sabía. Malingo, por lo contrario, sí.

—Ha pronunciado una Palabra de Poder —dijo.

—¿Ah, sí? —contestó Candy—. Es decir, sí. Eso es lo que he hecho.

—¿Magia? —dijo Kud. Empezó a alejarse de ella, y el martillo se le resbaló de los dedos—. Sabía que había algo en ti desde el principio. ¡Eres una bruja! ¡Eso es lo que eres! ¡Una bruja!

Mientras aumentaba el pánico del zethek, también lo hacían las reverberaciones. Con cada repetición ganaban fuerza.

¡Jassassakyath um!

¡Jassassakya -th Um!

¡Jassassa kya -thiim!

—Creo que deberías salid de aquí ya —Malingo le gritó a Candy mientras crecía el estruendo.

—¿Qué?

—He dicho: ¡fuera! ¡Sal!

Mientras hablaba avanzó a trompicones hacia ella entre los peces, que también vibraban con el ritmo de las palabras. Los zetheks no le estaban prestando atención, y Candy tampoco. Estaban sufriendo por los efectos de las palabras. Se estaban cubriendo los oídos con las manos, como si tuvieran miedo de que les dejara sordos, y quizá lo estaba haciendo.

—Este no es un lugar seguro para quedarse —dijo Malingo cuando llegó al lado de Candy.

Ella asintió. Estaba empezando a sentir la influencia angustiante de las vibraciones. Galatea estaba allí para subirla a la cubierta. Entonces ambas chicas se volvieron para ayudar a Malingo, alargando el brazo para agarrar sus largos brazos. Candy contó:

—Uno, dos, tres.

Y tiraron de él a la vez y le levantaron con una facilidad sorprendente.

La escena dentro de la bodega se había vuelto surrealista. La Palabra hacía vibrar la captura de forma tan violenta que parecía que los peces habían vuelto a la vida. En cuanto a los zethek, eran como tres moscas atrapadas en un frasco, impulsados de un lado a otro de la bodega, golpeándose contra las paredes. Parecía que habían olvidado todas sus posibilidades de escapar. La palabra les había vuelto locos, o estúpidos, o ambas cosas.

Skebble estaba de pie al otro lado de la bodega. Señaló a Candy y gritó:

—¡Haz que pare! ¡O vas a romper mi barco con las vibraciones!

Tenía razón sobre lo del barco. Las vibraciones de la bodega se habían extendido por toda la embarcación. Las tablas se sacudían de forma tan violenta que saltaban los clavos, la cabina del timón, ya agrietada, se balanceaba de un lado a otro, el cordaje vibraba como cuerdas de una guitarra gigantesca; incluso el mástil se mecía.

Candy miró a Malingo.

—¿Ves? —dijo ella—. Si me hubieras enseñado algo de magia ahora sabría cómo detener esto.

—Oye, espera —dijo Malingo—. ¿Dónde aprendiste esa palabra?

—No la aprendí.

—Tienes que haberla oído en alguna parte.

—No. Lo juro. Simplemente apareció en mi garganta. No sé de dónde ha venido.

—Si habéis terminado de hablar —voceó Skebble por encima del estruendo—, mi barco…

—¡Sí! —contestó Candy—. ¡Lo sé, lo sé!

—¡Inhálala! —dijo Malingo.

—¿Qué?

—¡La Palabra! ¡Inhala la Palabra!

—¿Inhalarla?

—¡Haz lo que te dice! —gritó Galatea—. ¡Antes de que el barco naufrague!

Ahora todo se sacudía al ritmo de la Palabra. No había ni un tablón ni una cuerda ni un gancho de proa a popa que no estuviera en movimiento. En la bodega, los tres zetheks todavía eran lanzados de un lado a otro, sollozando por clemencia.

Candy cerró los ojos. Aunque pareciera extraño, podía ver la palabra que había pronunciado en su mente. Allí estaba, clara como el agua.

Jass… assa… kya… thiim…

Vació sus pulmones por los orificios nasales. Entonces, manteniendo sus ojos cerrados con fuerza, respiró profundamente.

La palabra que había en su cabeza tembló. Después se quebró, y pareció volar en pedazos. ¿Era solo su imaginación o pudo sentir cómo volvía dentro de su garganta? Tragó con fuerza, y la palabra desapareció.

La reacción fue instantánea. Las vibraciones se desvanecieron. Los tablones volvieron a su sitio, acribillados por clavos. El mástil dejó de mecerse de un lado a otro. Los peces detuvieron su retozo grotesco.

Los zetheks se dieron cuenta rápidamente de que el ataque había acabado. Se destaponaron las orejas y sacudieron sus cabezas, como si quisieran volver a poner sus pensamientos en orden.

—¡Vamos, hermanos! —dijo Nattum—. ¡Antes de que la bruja pruebe algún otro truco!

No esperó a ver qué hacían sus hermanos ante su sugerencia.

Empezó a batir las alas con furia y se alzó en el aire, tejiendo un curso en zigzag por el aire. Methis estaba a punto de seguirle; entonces se volvió hacia Kud.

—¡Echemos a perder su captura!

Skebble soltó un alarido de protesta.

—¡No! —gritó—. ¡No!

Ignoraron su queja. Las dos criaturas se agacharon sobre los peces, y el olor más repugnante que Candy había olido en su vida subió desde la bodega.

—¿En serio?

Malingo asintió gravemente.

—¡La captura! ¡La captura! —gritaba Skebble—. ¡Oh, Dios, no! ¡No!

Methis y Kud creían que eso era terriblemente entretenido. Habiendo hecho lo peor que podían, batieron sus alas y se marcharon.

—¡Malditos! ¡Malditos! —chilló Skebble cuando pasaron volando.

—Ese era pescado suficiente como para alimentar a toda la aldea por media estación —dijo Galatea con tristeza.

—¿Y lo han envenenado? —preguntó Malingo.

—¿Tú qué crees? Huele ese hedor. ¿Quién podría comerse algo que huele así?

Kud se había refugiado ya entre las tinieblas, siguiendo a Nattum de vuelta a Gorgossium. Pero Methis estaba tan ocupado riéndose por lo que acababan de hacer que golpeó accidentalmente lo alto del mástil con su ala. Por un momento, luchó para recuperarse, pero perdió su potencia y cayó de nuevo hacia el Parroto Pattoro, golpeando el borde de la cabina del timón y rebotando sobre la cubierta, donde quedó inconsciente.

Se produjo un momento de silencio y sorpresa para todos los que se encontraban sobre cubierta. La secuencia entera de acontecimientos —desde que Candy había pronunciado la Palabra hasta que Methis se había estrellado— había durado como mucho un par de minutos.

Fue el viejo Mizzel quien rompió el silencio.

—¿Charry? —dijo.

—¿Sí?

—Coge una cuerda. Y tú, Galatea, ayúdale. Atad esta carga de porquería.

—¿Para qué?

—¡Hacedlo! —dijo Mizzel—. ¡Y rápido, antes de que ese maldito se despierte!

Capítulo 6
Dos conversaciones

—Ah —dijo Mizzel, cuando hubieron atado al zethek aturdido con fuerza—. ¿Queréis saber cuál es mi plan?

Estaban todos sentados en la proa del navío, tan lejos del hedor de la bodega como podían. Candy seguía en un cierto estado de shock: los actos que acababa de presenciar que eran obra suya —pronunciar una palabra que ni siquiera había oído en su vida— tenían que estudiarse con detenimiento.

Pero ese no era el momento de pensar. Mizzel tenía un plan, y quería compartirlo.

—Vamos a tener que arrojar al mar todos los smatterlings. Hasta el último de ellos.

—Mucha gente pasará hambre —dijo Galatea.

—No necesariamente —contestó Mizzel. Exhibía una astuta expresión en su rostro marcado con cicatrices y curtido—. Hacia el oeste se encuentra la isla de las Seis en punto.

—Babilonium —dijo Candy.

—Exacto. Babilonium. La Isla del Carnaval. Mascaras y desfiles y ferias y peleas de insectos y música y bailes y bichos raros.

—¿Bichos raros? —preguntó Galatea—. ¿Qué clase de bichos raros?

—De todo tipo. Cosas demasiado pequeñas, cosas demasiado grandes, cosas con tres cabezas, cosas sin cabeza alguna. Si quieres ver bichos raros y monstruos, Babilonium es el lugar perfecto para encontrarlos.

Mientras el anciano hablaba, Skebble se había levantado y acercado a la puerta para escudriñar al zethek que tenían preso.

—¿Has visto esos espectáculos de bichos raros de Babilonium? —le preguntó a Mizzel.

—Por supuesto. Trabajé en Babilonium en mi juventud. También gané mucho dinero.

—¿Haciendo qué? —dijo Galatea.

Mizzel pareció algo incómodo.

—No quiero entrar en detalles —dijo—. Digamos simplemente que tenía algo que ver con… esto, gases corporales… y llamas.

Nadie dijo nada durante un segundo o dos. Entonces Charry habló claramente:

—¿Te tirabas pedos de fuego? —dijo.

Todos contuvieron sus risas con un gran esfuerzo de voluntad.

Todos menos Skebble, quien soltó una risotada.

—¡Era eso! —dijo—. Era eso, ¿no es cierto?

—Me ganaba la vida —dijo Mizzel, con una mirada de odio fija en Charry y las orejas encendidas—. Ahora, por favor, ¿puedo continuar mi historia?

—Por favor —dijo Skebble—. ¿Adónde quieres llegar?

—Bueno, creo que si pudiéramos navegar con este maldito barco hasta Babilonium, probablemente podríamos encontrar a alguien que nos comprara el zethek y le exhibiera en alguno de esos espectáculos de bichos raros.

—¿Nos darían mucho dinero por un trato así?

—Nos aseguraremos de que así sea. Y cuando hayamos cerrado el trato, volvemos a Tazmagor, mandamos limpiar la bodega y compramos otro cargamento de pescado.

—¿Tú qué opinas? —preguntó Candy a Skebble.

Echó una ojeada a la criatura amarrada, rascándose la barba desaliñada.

—No perdemos nada intentándolo —contestó.

—¿Babilonium, entonces? —dijo Candy.

—¿Qué? ¿Tenéis algún problema? —dijo Skebble impertinentemente. Habían sido dos horas desalentadoras y llenas de acontecimientos. Estaba visiblemente agotado, con las energías gastadas—. Si no queréis venir con nosotros…

—No, no, vendremos —dijo Candy—. Nunca he estado en Babilonium.

—¡El patio del recreo de Abarat! —dijo Malingo—. ¡Diversión para toda la familia!

—Bien, pues… ¿a qué esperamos? —dijo Galatea—. ¡Podemos ir tirando los smatterlings mientras seguimos el rumbo!

 

Por casualidad, Otto Houlihan se encontraba en Gorgossium en ese momento, esperando para verse en una reunión con el Señor de la Medianoche. No eran unas previsiones apetecibles. Debería informar de que había estado muy cerca de capturar a la chica en la Cripta de Hap y que había fracasado, y que probablemente ella y el geshrat que la acompañaba se habrían precipitado hasta su muerte. Las noticias no pondrían contento a Carroña, de eso estaba seguro.

Esto puso nervioso a Houlihan. Recordaba perfectamente el banquete de las pesadillas que había presenciado en la Duodécima Torre. No quería morir igual que el miserable minero que había muerto entonces. En un intento por apartar todos estos pensamientos de su mente, se había escabullido hasta una pequeña posada llamada El Loco Encadenado, donde podía beber algo de vodka hobarookiano. Quizá era el momento de pensar —mientras bebía— en dejar su vida de cazador y encontrar un modo menos arriesgado de ganar dinero. Como patrocinador de peleas de insectos, quizá; o lanzador de cuchillos. Lo que fuera, mientras no tuviera que volver a Gorgossium a esperar…

Sus meditaciones frías y húmedas se vieron interrumpidas por el sonido de unas risas en el exterior. Se tambaleó hasta fuera para ver a qué venía ese escándalo. Varios clientes, muchos de ellos en un estado de embriaguez igual o peor que el suyo, estaban dispuestos en un corro, señalando algo en el suelo que rodeaban.

El Hombre Entrecruzado se acercó para verlo. Allí en el lodo había uno de los habitantes más horrorosos de Gorgossium: un gran zethek. Aparentemente había colisionado con un árbol y había caído al suelo, donde ahora se encontraba; parecía aturdido y sacudía hojas de su pelo y escupía barro. Los borrachos seguían riéndose de él.

—¡Venga, reíros de mí! —dijo la criatura—. Kud ha visto algo con lo que os aterrorizaríais. Una cosa terrible es lo que he visto.

—Ah, ¿sí? —dijo uno de los borrachos—. ¿Y qué era?

Kud escupió un último bocado de barro.

—Una bruja —dijo—. Me ha atacado con malas artes. Casi me mata con su Palabra.

Houlihan se abrió camino a codazos entre el gentío y agarró el ala del zethek para que no tratara de escapar. Entonces le miró fijamente la cara rota y aturdida.

—¿Has dicho que te has enfrentado a esa chica? —preguntó.

—Sí.

—¿Iba sola?

—No. Estaba con un geshrat.

—¿Estás seguro?

—¿Insinúas que no sé cómo es un geshrat? He estado bebiendo su sangre desde que era un bebé.

—Olvida el geshrat. Háblame de la chica.

—¡No me zarandees! No me gusta que me zarandeen. Yo soy…

—Kud, el zethek. Sí, lo he oído. Y yo soy Otto Houlihan, el Hombre Entrecruzado.

En cuanto Houlihan se presentó, la multitud que se había estado agolpando se disipó de repente.

—He oído hablar de ti —dijo Kud—. Eres peligroso.

—No para mis amigos —contestó Otto—. ¿Quieres ser mi amigo, Kud?

El zethek no se lo pensó más de un momento.

—Por supuesto —dijo la criatura, inclinando la cabeza respetuosamente.

—Bien —dijo el Hombre Entrecruzado—. Volvamos a la chica. ¿Has oído su nombre?

—El geshrat la llamó… —Frunció el ceño—. ¿Cómo era? ¿Mandy? ¿Dandy?

—¿Candy?

—¡Candy! ¡Sí! ¡La llamó Candy!

—¿Y en qué isla has visto a esa chica?

—En ninguna isla —contestó Kud—. La vi en un navío, por allí… —Señaló detrás de él, hacia las relucientes aguas del Izabella—. ¿Vas tras ella?

—¿Por qué?

Kud parecía nervioso.

—Tiene magia —dijo—. Monstruosa. Es monstruosa.

Houlihan no hizo ninguna observación sobre el hecho de que una criatura como Kud llamara monstruo a Candy. Simplemente dijo:

—¿Dónde puedo encontrarla?

—Sigue tu olfato. Hemos arruinado su captura ensuciando su bodega.

—Muy sofisticado —dijo Houlihan, y le dio la espalda a la bestia aturdida para sopesar sus opciones. Si se quedaba en Gorgossium al final se encontraría en presencia de Carroña y se vería obligado a explicarle otra vez que la muchacha le había ganado la partida.

La alternativa era dejar Medianoche y confiar en ser capaz de encontrar a Candy y conseguir algunas respuestas antes de que Carroña le volviera a citar y le pidiera las respuestas a él. ¡Sí! Eso estaba mejor. Mucho mejor.

—¿Has acabado conmigo? —gruñó el zethek.

Houlihan volvió la vista hacia la miserable criatura.

—Sí, sí. Vete —dijo—. Tengo trabajo que hacer, siguiendo tu hedor.

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