La educación sentimental

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Из серии: Clásicos
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En cierta ocasión, para molestar a un colega que inauguraba una revista de pintura con un gran banquete, rogó a Frédéric que escribiera en presencia suya, un poco antes de la hora de la cita, unas esquelas anulando las invitaciones de los convidados.

—Esto no tiene nada de deshonroso, ¿comprende usted?

Y el joven no tuvo ánimos para negarse a complacerlo.

Al día siguiente, al penetrar en su despacho con Hussonnet, Frédéric vio por la puerta --la que daba a la escalera-- el volante de un vestido que desaparecía.

—Mil perdones —dijo Hussonnet—. Si hubiera sabido que había aquí mujeres.

—¡Oh!, por esta vez se trataba de la mía repuso Arnoux—. Ha subido al pasar para hacerme una visita.

—¿Cómo? —dijo Frédéric.

—Sí, hombre; que se va a su casa.

El encanto de las cosas ambientes se desvaneció como por ensalmo.

Cuanto por manera confusa había experimentado allí acababa de desvanecerse, o, mejor, jamás había existido. Experimentaba una infinita sorpresa y como el dolor de una traición.

Arnoux, revolviendo papeles en su cajón, sonreía. ¿Acaso se burlaba de él? El dependiente puso sobre la mesa un envoltorio de papeles húmedos.

—¡Ah!, son los carteles —exclamó el comerciante—. No sé a qué hora voy a comer.

Regimbart cogió su sombrero.

—¡Cómo! ¿Se marcha usted?

—Son las siete —dijo Regimbart.

Frédéric le siguió.

En la esquina de la calle Montmartre volvió la cabeza para contemplar las ventanas del primer piso, riéndose íntima y piadosamente de sí mismo al recordar con cuánto amor y frecuencia las había contemplado. ¿Dónde vivía ella, pues? ¿Cómo encontrarla ahora? La soledad más inmensa que nunca se hacía otra vez en torno de su anhelo.

—¿Viene a tomarlo? —dijo Regimbart.

—¿A tomar qué?

—El ajenjo.

Y, cediendo a sus instancias. Frédéric se dejó llevar al cafetín Bordelés. Mientras su acompañante, apoyado en el codo, contemplaba la garrafa, él dirigía sus ojos de izquierda a derecha; de pronto descubrió en la acera el perfil de Pellerin; golpeó con viveza en los cristales, y aún no se había sentado el pintor, cuando Regimbart preguntóle por qué no se le veía ya por L'Art Industriel.

¡Que reviente si vuelvo por allí! ¡Ese hombre es una bestia, un burgués, un miserable, un pillo!

Aquellas injurias halagaban la cólera de Frédéric; pero con todo y eso le ofendían, pareciéndole que algo de aquello tocaba a la señora Arnoux.

—Mas, ¿qué es lo que le ha hecho? —dijo Regimbart.

Pellerin, por toda contestación, golpeó el suelo con el pie y resopló con fuerza.

Se dedicaba a trabajos clandestinos, tales como retratos a dos tintas o imitaciones de los grandes maestros para aficionados poco competentes, y como esos trabajos le humillaban, prefería, por lo general, callarse. Pero "la avaricia de Arnoux" le exasperaba muchísimo y se desahogó. Cumpliendo un encargo que le hizo, y del cual el propio Frédéric fue testigo, le había llevado dos cuadros, y el comerciante se permitió criticarlos, censurando la composición, el colorido y el dibujo, especialmente el dibujo; en suma, que no los quiso a ningún precio. Pero Pellerin, obligado por el vencimiento de un pagaré, se vio en el trance de cedérselos al judío Isaac, y quince días después el propio Arnoux se los vendía a un español por dos mil francos.

—¡Ni un céntimo menos! ¡Qué granujada!... y muchísimas más que ha hecho, maldición! Un día cualquiera le veremos en el banquillo.

—¡Cómo exagera usted! - dijo tímidamente Frédéric.

—Vamos, está bien; ¡que yo exagero! —exclamó el artista, descargando un puñetazo sobre la mesa.

Aquella violencia devolvió al joven todo su aplomo. Sin duda se debía proceder con más delicadeza; no obstante, si a Arnoux se le antojaban aquellos dos lienzos...

—¿Malos? ¡Retire esa palabra! ¿Los conoce usted? ¿Es ese su oficio? ¡Pues sepa, joven, que yo no admito esas cosas de los aficionados!

—¡Bah, nada de eso es de mi incumbencia! —dijo Frédéric.

—Pues entonces, ¿qué interés tiene usted en defenderle? —repuso fríamente Pellerin.

El joven balbuceó:

—Pues... porque soy amigo suyo.

—Bien; dele recuerdos de mi parte, y buenas noches.

El pintor salió furioso, sin pagar, por supuesto, lo que había tomado.

Frédéric, al defender a Arnoux, se había convencido a sí mismo. En el transporte de su elocuencia se sintió lleno de ternura por aquel hombre inteligente y bueno, al que calumniaban sus amigos, y que al presente trabajaba completamente solo, abandonado. Y sintió el extraño deseo de verle inmediatamente. Diez minutos después empujaba la puerta del almacén.

—¡Calle! ¿Qué le trae por aquí otra vez?

Tan sencilla pregunta turbó a Frédéric, y no sabiendo qué responder, preguntó si se habían encontrado, por casualidad, su cartera, una carterita de piel azul.

—¿En la que guarda sus cartas de mujeres? —preguntó Arnoux.

Frédéric, ruborizándose como una doncella, rechazó semejante suposición.

—¿Sus versos, entonces? —repuso el comerciante.

Tocaba y retocaba las pruebas extendidas aquí y allí; discutía la forma, el color, la orla, y Frédéric sentíase por momentos más y más irritado por aquel su aire meditabundo y sobre todo por sus manos, que iban de acá para allá entre los carteles, aquellas manos regordetas, blanduchas y de uñas cortas. Por último, Arnoux se levantó, y, diciendo "Esto se acabó", le pasó la mano familiarmente por la barbilla. Aquella muestra de confianza desagradó a Frédéric, que se hizo atrás, atravesando a poco y por última vez - según creía-- el umbral de aquel despacho. La propia señora Arnoux se presentaba ante sus ojos como empequeñecida por la vulgaridad de su marido.

Aquella misma semana recibió una misiva en la que Deslauriers le anunciaba para el jueves próximo su arribo a París. Entonces se entregó ahincadamente a aquel más profundo y sólido afecto. Un hombre tal valía por todas las mujeres. Ya no tendría que recurrir a Regimbart, a Pellerin, a Hussonnet, a nadie. Para mejor recibir a su amigo, compró una camita de hierro, otra butaca y preparó la ropa del lecho; y el jueves por la mañana, cuando se disponía a salir al encuentro de Deslauriers, resonó un campanillazo en su puerta, presentándose Arnoux.

—Una palabra, tan sólo. Ayer he recibido de Ginebra una hermosa trucha, y contamos con usted, desde luego, para las siete en punto...

Calle de Choiseul, 24 duplicado: no lo olvide.

Frédéric se vio en la necesidad de sentarse; se le doblaban las rodillas, y repetía: "¡Por fin, por fin!" Después escribió sendas cartas a su sastre, a su sombrerero y a su zapatero, enviándolas a la vez con tres mozos distintos. Giró la llave en la cerradura y apareció el portero con una maleta a hombros.

Frédéric, al verse ante Deslauriers, se echó a temblar; como la mujer adúltera en presencia del esposo.

—¿Qué te ocurre? —dijo Deslauriers-. ¿No has recibido una carta mía?

Frédéric no tuvo ánimos para mentir; abrió los brazos y estrechó a su amigo, quien sin perder momento le contó su historia. Su padre se había negado a rendirle las cuentas de su tutela, creyéndose que prescribían a los diez años. Pero Deslauriers, conocedor de la materia al dedillo, consiguió arrancarle al fin la herencia materna, consistente en siete mil francos, que llevaba consigo en una vieja cartera.

—Me servirán de reserva si alguna vez se tuercen las cosas. Es preciso que piense en colocarlos y en colocarme yo mismo desde mañana por la mañana. Por lo que hace a hoy, holganza completa y a tu entera disposición, amigo mío.

—¡Oh!, no te molestes —dijo Frédéric—. Si esta noche tienes alguna cosa de importancia.

—¡Vamos! Sería un grandísimo miserable.

Aquel epíteto, caprichosamente lanzado, hirió a Frédéric en mitad del corazón, como una alusión ultrajante.

El portero había colocado en la mesa, que se hallaba junto a la chimenea, unas chuletas, galantina, una langosta, el postre y dos botellas de Burdeos.

Tan buena acogida conmovió a Deslauriers.

—Me tratas a cuerpo de rey; palabra.

Hablaron del pasado y del porvenir, y de vez en cuando se estrechaban la mano por debajo de la mesa, contemplándose por un momento con ternura. En esto apareció uno de los mozos, que traía un sombrero reluciente. Deslauriers, en voz alta, hizo notar cuán flamante era.

Después, el mismo sastre en persona trajo el frac, que había planchado.

—Se creería que vas a casarte —dijo Deslauriers.

A la hora, un tercer individuo apareció, sacando de un enorme saco negro unas magníficas botas de charol. Mientras Frédéric se las probaba, el zapatero, mirando con socarronería, no apartaba sus ojos del calzado del provinciano.

—¿Necesita algo el señor?

—No, gracias —repuso Deslauriers, escondiendo bajo la silla sus viejos borceguíes.

Semejante humillación molestó a Frédéric. Se resistía a descubrir su trance. Al fin, y como si se le ocurriera una idea, exclamó:

—¡Ah, caray! Se me olvidaba.

—¿Qué cosa?

—Pues que esta noche estoy convidado.

—¿En casa de los Dambreuse? ¿Por qué no me has hablado de ellos en tus cartas?

No era en casa de los Dambreuse, sino en la de los Arnoux.

—Has debido advertírmelo —dijo Deslauriers y hubiera venido un día más tarde.

—¡Imposible! —repuso Frédéric con brusquedad—. Hasta esta mañana, hasta hace poco no me han invitado.

Y para atenuar su falta y distraer de ella a su amigo, desató los enredados cordeles de su maleta, ordenó todas sus cosas sobre la cómoda y hasta quiso cederle su propia cama y acostarse él en la leñera.

 

Luego, a las cuatro, comenzó sus preparativos para vestirse.

—¡Tienes mucho tiempo por delante! —le dijo su amigo.

Al fin, y una vez vestido, se fue.

—¡Así son los ricos! —pensó Deslauriers, y se dirigió para comer a la calle Saint-Jacques, a un modesto restaurante que conocía.

Frédéric —de tal modo latía su corazón— se detuvo varias veces en la escalera. Las costuras de uno de sus guantes excesivamente justos saltaron, y mientras ocultaba el descosido bajo el puño de su camisa, Arnoux, que le iba a la zaga, le cogió de un brazo y le hizo entrar.

Se veía en la antesala, decorada a la manera china, un farol pintado en el techo y sendos bambúes en los rincones. Al atravesar el salón, Frédéric tropezó con una piel de tigre. Aún no habían encendido las velas; pero allá, en el fondo del gabinete, dos lámparas resplandecían.

La señorita Marthe vino a decir que su madre se estaba vistiendo.

Arnoux la levantó a la altura de su boca para besarla, y luego, como quisiera escoger él mismo en el sótano dos botellas de cierto vino, dejó a Frédéric con la niña.

Había crecido mucho desde el viaje de Montereau. Sus cabellos oscuros caían en largos tirabuzones, que rozaban sus desnudos brazos.

Su vestido, más ahuecado que la corta falda de una bailarina, dejaba al descubierto sus sonrosadas piernas, y de toda su gentil persona, trascendía una frescura de ramillete. Acogió los piropos del joven con aire coqueto, fijando en él sus profundos ojos, y a continuación, deslizándose por entre los muebles, desapareció como una gata.

Frédéric ya no sentía la más leve turbación. Los globos de las lámparas, cubiertos con encaje de papel, despedían una tenue luz, que amortiguaba el matiz de los muros, tapizados con raso malva. Por entre el enrejado del guardafuegos de la chimenea, semejante a un gran abanico, se percibían los enrojecidos carbones; junto al reloj había un cofrecillo con abrazaderas de plata. Acá y allá se amontonaban cosas íntimas: una muñeca sobre el confidente, una pañoleta en el respaldo de una silla, y en la mesa de costura una labor de punto, de la que pendían, con la punta hacia el suelo, dos agujas de marfil. Era ése, a un mismo tiempo, un rincón apacible, honrado y familiar.

Arnoux entró, y su mujer apareció por otra puerta. Como la envolvía la oscuridad, en un principio el joven sólo percibió su cabeza.

Vestía un traje de terciopelo negro y se tocaba con una larga redecilla argelina de punto de seda roja, la cual, enrollándose en su peineta, le caía sobre el hombro izquierdo.

Arnoux presentó a Frédéric.

—Le recuerdo perfectamente —repuso ella.

Casi al mismo tiempo fueron llegando todos los invitados: Dittmer, Lobarias, Burrieu, el compositor Rosenwal, el poeta Teófilo Lorris, dos críticos de arte colegas de Hussonnet, un fabricante de papel y, en fin, el ilustre Pedro Pablo Meinsius, el último representante de la alta pintura, que llevaba gallardamente, con su gloria, sus ochenta años y su abultado abdomen.

Cuando se dirigieron al comedor, la señora Arnoux se cogió de su brazo. Pellerin tenía reservado su puesto. Arnoux, sin perjuicio de explotarle, le estimaba; además temía de tal modo a su terrible lengua, que para contentarlo publicó en L'Art Industriel su retrato seguido de hiperbólicos elogios, y Pellerin, más sensible a la gloria que al dinero, apareció, jadeante, a eso de las ocho. Frédéric se figuró que se hallaban reconciliados desde hacía mucho tiempo.

La compañía, los manjares, todo le agradaba. El comedor, a semejanza de un locutorio de la Edad Media, estaba revestido de cuero curtido; un estante holandés se erguía ante un tablero de pipas turcas, y, en torno de la mesa, los cristales de Bohemia, de diversos matices, entre las flores y las frutas, daban a aquello el aspecto de un jardín iluminado.

Pudo escoger entre diez clases de mostaza; comió daspachio, arroz a la india, jengibre, merlos de Córcega, empanadas romanas; bebió vinos extraordinarios —lip-fraolí y Tokay—. Arnoux se jactaba de hacer bien estas cosas. Halagaba —puestos los ojos en los comestibles— a los ambulantes de correos, y tenía amistad con los cocineros de las casas de rango, enterándose por ellos de ciertos guisos.

Pero lo que más entretenía a Frédéric eran las conversaciones. Su afición por los viajes fue satisfecha por Dittmer, que habló del Oriente; sació su curiosidad por las cosas de teatros oyendo a Rosenwal hablar de la Ópera, y el horrible vivir bohemio se le antojó singularísimo a través de la alegría de Hussonnet, quien contó de manera pintoresca cómo se había pasado todo un invierno sin comer otra cosa que queso de Holanda. Luego una discusión entre Lobarias y Burrieu, sobre la escuela florentina, le reveló obras maestras, abriéndole nuevos horizontes, y casi no pudo reprimir su entusiasmo cuando Pellerin exclamó:

¡Déjenme tranquilo con su odiosa realidad! ¿Qué quiere decir eso de realidad? Los unos ven negro; los otros, azul, y la turba, necedades. Nada menos natural que Miguel Ángel; pero nada más fuerte.

El cuidado por la verdad externa descubre la bajeza contemporánea, y el arte, si continúan así, llegará a ser como una pesada y resobada broma, por debajo de la religión como poesía, y de la política como interés. Ustedes no conseguirán su objeto, ¡sí, su objeto!, que es producirnos una exaltación impersonal con obras sin importancia, no obstante las sutilezas de ejecución. He aquí, por ejemplo, los cuadros de Bassolier: lindos, coquetones, limpios y ligeros; se pueden llevar de viaje, en un bolsillo. Los notarios pagan por ellos veinte mil francos, y no tienen tres céntimos de ideas; pero sin ideas nada es grande, y sin grandeza nada es bello. El Olimpo es una montaña. El más atrevido monumento serán siempre las Pirámides. Preferible es la exuberancia al gusto, el desierto a la acera y el salvaje al peluquero.

Frédéric, oyendo tales cosas, miraba a la señora Arnoux. Aquellas palabras caían en su espíritu como metales en un horno, fomentaban su apasionamiento y enardecían su amor.

Estaba sentado en el mismo lado, pero tres puestos más allá que la señora Arnoux. Ella de vez en cuando se inclinaba ligeramente, volviendo el rostro para dirigirle algunas palabras a su hija, y como se sonriera al hacerlo, en la mejilla se le formaba un hoyuelo que daba a su cara un más delicado aire de bondad.

A la hora de los licores desapareció, y la charla se hizo más libre, brillando en tal punto el señor Arnoux y llenándose de asombro Frédéric con el cinismo de aquellos hombres. Sin embargo, su preocupación por la mujer establecía entre los otros y él una especie de igualdad que elevaba al comerciante en la estimación del joven.

De vuelta en el salón, y por hacer algo, cogió uno de los álbumes amontonados sobre la mesa. Los grandes artistas de la época habían llenado sus páginas: de dibujos los unos; los otros de verso o prosa, y algunos se limitaron a firmar; entre los nombres célebres aparecían muchos desconocidos, y entre una nube de necedades descollaba tal cual curioso pensamiento; pero todos contenían un homenaje más o menos directo a la señora Arnoux. Frédéric hubiera sentido miedo de poner allí una línea.

La señora Arnoux fue a su gabinete para buscar el cofrecillo con abrazaderas de plata —obra del Renacimiento, regalo de su marido— que el joven había visto sobre la chimenea. Los amigos del comerciante le elogiaron; su mujer dio las gracias, y él se sintió tan enternecido, que delante de todos besó a su mujer.

A continuación, y por doquier, se formaron grupos en los que se charlaba; el bueno de Meinsius se hallaba con la señora Arnoux, en una butaca, junto al fuego; se inclinaba ella al oído del viejo pintor y sus cabezas se rozaban. Frédéric hubiera aceptado ser sordo, enfermo y feo a cambio de un nombre ilustre y de unos cabellos blancos que le permitieran ampararse en una parecida intimidad; su corazón se consumía, furioso contra su juventud.

La señora Arnoux, a poco, se dirigió al ángulo del salón en donde estaba Frédéric, preguntándole si conocía a algunos de los invitados, si era amante de la pintura y, por último, si hacía mucho que estudiaba en París. Cada palabra que salía de su boca se le antojaba a Frédéric una cosa nueva, algo exclusivamente relacionado con su persona. Lleno de atención, contemplaba los sueltos cabellos de su peinado acariciando su desnudo hombro, y sin apartar de ellos los ojos, se le hundía el alma en la blancura de aquella carne femenina; sin embargo, no osaba levantar la vista para mirarla frente a frente.

Los interrumpió Rosenwal, rogando a la señora Arnoux que cantara algo. Preludió aquél, mientras ella aguardaba; sus labios se entreabrieron, y un son puro, largo y sostenido vibró en el aire. Frédéric no comprendió nada de la letra, que era italiana.

Comenzaba aquello con un grave ritmo, como de canto sagrado, que, animándose y creciendo después, multiplicaba las sonoras vibraciones, se apaciguaba de pronto, y la melodía, en una amplia y lánguida oscilación, retornaba amorosamente.

Estaba ella de pie, junto al teclado, los brazos caídos, la mirada perdida. A veces, para leer la música, entornaba los párpados, adelantando por un instante la frente. Su voz de contralto se revestía en los graves de una lúgubre entonación, que helaba, y en tal punto, su hermosa cabeza, de hermosas cejas, caía sobre su hombro; su seno se henchía, sus brazos se levantaban; de su garganta fluían unos trinos y su cuello parecía como tronchado suavemente por la caricia del aire. Lanzó tres notas agudas, que sostuvo hasta perderlas; luego otra, más alta aún, terminando, por último, y tras un silencio, con una fermata.

Rosenwal prosiguió tocando para él mismo. Poco a poco iban desapareciendo los invitados. A las once, cuando se marchaban los últimos, Arnoux salió con Pellerin, so pretexto de acompañarle, pues era de esas personas que se sienten mal si no dan una vueltecita después de comer.

La señora Arnoux había llegado hasta el recibimiento; Dittmer y Hussonnet se despedían de ella, que les tendió la mano; lo propio hizo con Frédéric, que se sintió como penetrado hasta lo más profundo de su ser.

Se separó de sus amigos; tenía necesidad de hallarse solo; su corazón se expandía. ¿Por qué le alargó la mano? ¿Lo hizo sin darse cuenta o para animarlo? ;Vamos, hombre, estoy loco!" Además, qué importaba una cosa u otra, si al fin le era dado verla a sus anchas y vivir en su ambiente.

Las calles estaban desiertas. A veces pasaba una pesada carreta haciendo temblar el piso. Se sucedían los edificios con sus fachadas grises y sus cerradas ventanas, y Frédéric pensaba desdeñosamente en todos aquellos seres humanos que dormían tras aquellos muros, que vivían sin verla, que hasta ignoraban que ella viviese. Ya no tenía conciencia del medio, del espacio, de nada, y taconeando fuerte, golpeando con su bastón las puertas de las tiendas, caminaba adelante siempre, al azar, arrastrado, perdido. Una húmeda brisa le envolvió, percatándose por ello de que se hallaba en el muelle.

Los faroles resplandecían en dos rectas e indefinidas ringleras, y largos y rojizos reflejos de luz palpitaban en la profundidad de las aguas, de un matiz pizarroso, en tanto que el cielo, más claro, parecía sostenerse en las sombrías y enormes masas tenebrosas que se elevaban de una y otra ribera del río. Algunos edificios, hundidos en las sombras, hacían aun más densa la oscuridad. Allá, por encima de los tejados, flotaba una coloreada bruma; se fundían todos los rumores en un solo murmullo, y erraba una brisa leve.

Se había detenido en mitad del Pont-Neuf, y con la cabeza descubierta, henchido el pecho, aspiraba el aire. Sentía, sin embargo, subir de lo más profundo de su ser un algo inagotable, un como flujo de ternura, que le enervaba como el deslizarse de las ondas bajo sus ojos.

Lentamente, como si fuera una voz que le llamase, el reloj de una iglesia dio la una.

Entonces se sintió sobrecogido por uno de esos estremecimientos del alma gracias a los que se siente uno como transportado a un mundo superior. Se sintió dotado de una facultad extraordinaria, cuyo objeto desconocía, y preguntándose seriamente qué iba a ser, si un gran pintor o un gran poeta, se decidió por la pintura, pues las exigencias de ese arte le aproximarían a la señora Arnoux. Por fin había descubierto su vocación! ¡La finalidad de su existencia y lo infalible de su porvenir se manifestaban claramente ahora!

Una vez que hubo cerrado la puerta, oyó a alguien que roncaba, en el gabinete oscuro, junto a su cuarto. Era su amigo. Ya no se acordaba de él.

 

Su rostro se reflejaba en el espejo. Se halló guapo, y durante un momento permaneció contemplándose.

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