El caso de Charles Dexter Ward

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II · Un atecedente y un error

1

Joseph Curwen, al tenor de lo que revelaban las enrevesadas leyendas materializadas en lo que había descubierto y oído Ward, había sido un individuo sorprendente, enigmático, siniestro y horrible.Había huido de Salem a Providence —ese refugio universal de excéntricos, liberales y disidentes— al principio del gran pánico de la brujería, temiendo que lo acusaran por su carácter solitario y sus extraños experimentos químicos o alquímicos. Era un hombre de unos treinta años y aspecto corriente, y no le costó convertirse en ciudadano libre de Providence; tras lo cual compró un solar al norte del de Gregory Dexter, al extremo de Olney Street. Mandó construir su casa en Stamper’s Hill, al oeste de Town Street, en lo que luego se conocería como Olney Court, y en 1761 la reemplazó por otra más grande levantada en el mismo lugar y que todavía sigue en pie.

Lo primero que llama la atención acerca de Joseph Curwen es que no parecía haber envejecido desde su llegada. Se dedicó a los negocios navieros, compró un muellaje cerca de la cala de Mile End, colaboró en la reconstrucción del Puente Grande en 1713, y en 1723 fue uno de los fundadores de la Iglesia congregacional; pero siempre conservó el aspecto indefinido de un hombre de unos treinta o treinta y cinco años. A medida que fueron pasando los decenios esa peculiaridad empezó a dar que hablar, pero Curwen siempre lo explicó diciendo que descendía de antepasados recios y que llevaba una vida sencilla y poco fatigosa. Sus conciudadanos nunca llegaron a entender cómo podía conciliarse esa vida sencilla con las inexplicables idas y venidas del misterioso comerciante y el extraño resplandor que veían en sus ventanas a cualquier hora de la noche, y tendían a atribuir a otras causas esa juventud y longevidad tan prolongadas. Se decía que las incesantes mixturas y cocciones de productos químicos que realizaba Curwen tenían mucho que ver con su estado. Se cotilleaba sobre las extrañas sustancias de Londres y de las Indias que le traían en sus barcos o que adquiría en Newport, Boston, y Nueva York, y cuando el viejo doctor Jabez Bowen llegó de Rehoboth y abrió su botica del Mortero y el Unicornio, al otro lado del Puente Grande, circularon incesantes chismorreos sobre las drogas, ácidos y metales que el taciturno recluso le compraba o encargaba. Convencidos de que Curwen poseía un prodigioso y secreto don para la medicina, muchos enfermos acudieron a él en busca de ayuda, pero pese a que parecía alentar dicho convencimiento con evasivas y siempre les proporcionaba pociones de extraños colores en respuesta a sus peticiones, repararon en que lo que administraba a los demás rara vez tenía efectos beneficiosos. Por fin, transcurridos cincuenta años desde la llegada del desconocido sin que, a juzgar por el aspecto de su físico y su rostro, hubieran pasado para él más de cinco, las murmuraciones de la gente se volvieron más sombrías y le resultó más fácil satisfacer el deseo de aislamiento que siempre había demostrado.

Las cartas privadas y los diarios de la época revelan también muchas otras razones por las que Joseph Curwen fue admirado, temido y finalmente evitado como la peste. Su pasión por los cementerios, en los que se le veía a todas horas y en cualquier circunstancia, era notoria, aunque nadie lo sorprendiera realizando ninguna actividad que pudiera calificarse de macabra. Era dueño de una granja en la carretera de Pawtuxet, donde, por lo general, pasaba los veranos, y a la que acudía a menudo a caballo a diversas horas del día y de la noche. Sus únicos criados, granjeros y aparceros, eran un par de hoscos indios Narragansett; el marido, sordo y cubierto de extrañas cicatrices, y la mujer, cuyo color de piel era repulsivo, probablemente por una mezcla con sangre negra. En un cobertizo de dicha granja se hallaba el laboratorio donde llevaba a cabo la mayoría de sus experimentos. Los arrieros y carreteros que entregaban botellas, sacos y cajas en la puerta trasera hablaban de las extrañas redomas, crisoles, alambiques y hornos que había en aquel cobertizo, y profetizaban en voz baja que el callado “quimista” —con lo que querían decir “alquimista”— no tardaría en dar con la piedra filosofal. Los vecinos más cercanos a la granja —los Fenner, quienes vivían a quinientos metros de allí— contaban cosas aún más extrañas sobre ciertos sonidos que, según decían, oían de noche en casa de Curwen. Afirmaban que eran gritos y aullidos prolongados. No les gustaba que tuviera tanto ganado pastando en los campos, pues semejante cantidad era innecesaria para proporcionar carne, leche y lana a un anciano solitario y a un par de criados. El ganado cambiaba de una semana a otra, pues no dejaba de comprar nuevos rebaños a los granjeros de Kingstown. También había algo aborrecible en cierta dependencia de piedra que tenía tan sólo unas altas y finas rendijas a modo de ventanas.

Los que paseaban por el Puente Grande también tenían mucho que contar sobre la casa de Curwen en Olney Court, pero no tanto de la elegante casa nueva construida en 1761, cuando el hombre debía de tener casi un siglo, como de la primera casa más baja, con tejados en mansarda, desván sin ventanas y hastiales de tablillas, cuyas vigas puso tanto cuidado en quemar después de la demolición. Es cierto que no era tan misteriosa, pero las horas a las que se veían luces encendidas, el hermetismo de los dos atezados extranjeros que eran sus únicos criados, el balbuceo odioso e incomprensible de la viejísima ama de llaves francesa, las enormes cantidades de comida que entraban a la casa habitada sólo por cuatro personas y el tono de ciertas voces que se oían susurrando a menudo a horas intempestivas se añadían a lo que se sabía de la granja de la carretera de Pawtuxet para dar mala fama al lugar.

También en los círculos más escogidos se hablaba de la casa de Curwen, pues a medida que el recién llegado se fue integrando a la iglesia y a la vida comercial de la ciudad, conoció a gente de buen tono, de cuya compañía y conversación le permitían disfrutar sus modales. Se sabía que era de buena cuna, pues los Curwen o Corwin de Salem no necesitan presentación en Nueva Inglaterra. Se supo, asimismo, que Joseph Curwen había viajado mucho en su juventud, había vivido un tiempo en Inglaterra y había hecho, al menos, dos viajes a Oriente; y su forma de hablar, cuando se dignaba dirigirse a alguien, era la de un inglés culto y educado. Sin embargo, por alguna razón, Curwen no estaba interesado en la vida social. Aunque nunca rechazó una visita, se refugiaba tras un muro de reserva que hacía que muy pocos supieran qué decirle sin resultar anodinos.

Sus modales parecían ocultar una arrogancia críptica y sardónica, como si hubiera llegado a aburrirle la gente tras frecuentar a seres más extraños y poderosos. Cuando el doctor Checkley, el famoso erudito, llegó de Boston en 1738 para ser párroco de la King’s Church, no olvidó visitar a quien tantos comentarios suscitaba, pero se marchó enseguida por culpa de cierto trasfondo siniestro que le pareció percibir en la conversación de su anfitrión. Mientras hablaban de Curwen una tarde de invierno, Charles Ward le dijo a su padre que daría cualquier cosa por saber qué le había dicho el misterioso anciano a aquel cura tan animoso; sin embargo, todos los diaristas coinciden en subrayar las reticencias del doctor Checkley a repetir lo que había oído. El buen hombre se había llevado una impresión espantosa, y fue incapaz de volver a visitar a Joseph Curwen sin perder visiblemente la alegre urbanidad por la que era tan conocido.

Más claros, no obstante, son los motivos por los que otro hombre educado y de buen gusto evitaba al altivo ermitaño. En 1746, John Merritt, un anciano inglés con aficiones científicas y literarias, llegó de Newport a la ciudad que empezaba a aventajarla en importancia, y construyó una hermosa casa de campo en el istmo, en lo que hoy se considera el centro del mejor barrio residencial. Vivía con una elegancia y comodidad notables, fue el primero en tener coche propio y criados con librea, y estaba muy orgulloso de su telescopio, su microscopio y su bien escogida biblioteca de libros latinos e ingleses. Al oír que Curwen poseía la mejor biblioteca de Providence, el señor Merritt no tardó en ir a visitarlo, y fue recibido con más cordialidad que la mayoría de los demás visitantes de la casa. La admiración por las amplias estanterías de su anfitrión, que además de los clásicos griegos, latinos e ingleses incluían una considerable cantidad de obras filosóficas, matemáticas y científicas, entre ellas las de Paracelso, Agrícola, Van Helmont, Silvio, Glauber, Boyle, Boerhaave, Becher y Stahl, llevó a Curwen a sugerirle que fueran a su granja y al laboratorio a los que nunca había llevado a nadie hasta entonces, y los dos se pusieron en camino en el coche del señor Merritt.

El señor Merritt siempre admitió no haber visto nada horrible en la granja, aunque, según él, los títulos de los libros sobre cuestiones taumatúrgicas, alquímicas y teológicas que guardaba Curwen en el salón principal bastaron por sí solos para inspirarle una aversión duradera. No obstante, es posible que las expresiones faciales de su propietario mientras se los enseñaba contribuyeran a causarle aquel prejuicio. Tan extraña colección, aparte de una gran cantidad de obras clásicas que el señor Merritt no pudo sino mirar con envidia, incluía a casi todos los cabalistas, demonólogos y magos conocidos, y era una auténtica mina de datos sobre los dudosos campos de la alquimia y de la astrología. Ahí estaban Hermes Trismegisto, en la edición de Mesnard, la Turba philosophorum; el Liber investigationis, de Geber; y La clave de la sabiduría, de Artefio, apretujados junto al cabalístico El Zohar, la edición de Peter Jammy, de Alberto Magno; el Ars magna et ultima, de Ramon Llull, en la edición de Zetzner; el Thesaurus chemicus, de Roger Bacon; el Clavis alchimiae, de Fludd; y el De lapide philosophico, de Tritemio. Había una abundante representación de libros medievales árabes y judíos, y el señor Merritt empalideció cuando al sacar de la estantería un hermoso volumen claramente titulado Quanoon-e-Islam descubrió que en realidad se trataba del prohibido Necronomicón, del árabe loco Abdul Alhazred, de quien había oído murmurar cosas tan espantosas hacía ya años, cuando salieron a la luz los innombrables ritos del extraño puerto de pescadores de Kingsport, en la provincia de la bahía de Massachusetts.

 

Pero, extrañamente, el respetable caballero reconoció que lo que le inquietó de un modo más inexplicable fue un mero detalle sin importancia. Sobre la enorme mesa de caoba había un maltrecho ejemplar de Borellus, con numerosas y crípticas anotaciones hechas por Curwen en los márgenes y entrelíneas. El libro estaba abierto más o menos por la mitad, y en un párrafo el visitante vio tales trazos trémulos y gruesos bajo las líneas de extraños caracteres que no resistió la tentación de leerlo. Ignoraba si fue la naturaleza del pasaje o el ímpetu febril de los trazos con que estaba subrayado, pero algo en dicha combinación lo afectó de un modo muy profundo y peculiar. Lo recordó hasta el fin de sus días, lo transcribió de memoria en su diario y en cierta ocasión trató de recitárselo a su íntimo amigo, el doctor Checkley, hasta que reparó en lo mucho que turbaba al educado párroco. Decía así:

“Las sales esenciales de los animales pueden prepararse y conservarse de tal modo que un hombre ingenioso pueda tener toda el arca de Noé en su propio estudio, y recrear a voluntad la hermosa forma de un animal a partir de sus cenizas; mediante un método parecido, de las sales esenciales del polvo humano podría un filósofo, sin incurrir en necromancia criminal, convocar la forma de cualquiera de sus antepasados a partir del producto de su cuerpo incinerado”.

No obstante, cerca de los muelles, a lo largo de la parte sur de Town Street, era donde circulaban los peores rumores sobre Joseph Curwen. Los marineros son supersticiosos, y los curtidos lobos de mar que tripulaban las infinitas balandras dedicadas al tráfico de ron, esclavos y melaza, los veloces corsarios y los grandes bergantines de los Brown, los Crawford y los Tillinghast, hacían extraños y disimulados gestos para ahuyentar la mala suerte cada vez que veían la figura, esbelta y engañosamente joven, ligeramente encorvada y de cabello rubio entrar al almacén de Curwen en Doubloon Street o departir con los capitanes y sobrecargos en el largo muelle donde cabeceaban inquietos sus barcos. Los propios empleados y capitanes de Curwen le temían y detestaban; todos sus marineros eran mestizos de la peor calaña, procedentes de la Martinica, San Eustaquio, La Habana o Port Royal. En cierto sentido, el temor más agudo y palpable que inspiraba el anciano se debía a la frecuencia con que reemplazaba a sus marineros. Una tripulación bajaba a tierra de permiso, encargaba un recado a alguno de sus miembros y cuando volvían a juntarse, siempre faltaba un hombre o más. Todos tenían presente que muchos de dichos recados estaban relacionados con la granja de la carretera de Pawtuxet y que muy pocos marineros habían vuelto de allí; así que, con el tiempo, a Curwen le resultó muy difícil conservar a sus variopintas tripulaciones. De manera casi invariable, muchos desertaban al enterarse de los chismorreos que circulaban por los muelles de Providence, y el mercader tuvo cada vez más dificultades para encontrar sustitutos en las Antillas.

En 1760, Joseph Curwen se había convertido prácticamente en un apestado, de quien se sospechaban vagos horrores y pactos demoniacos que parecían tanto más amenazadores porque no podían nombrarse, entenderse o siquiera demostrarse. La gota que colmó el vaso tal vez fue el caso de los soldados desaparecidos en 1758: en marzo y abril de ese año estuvieron acuartelados en Providence dos regimientos reales que iban camino de Nueva Francia y cuyo número fue reduciéndose a un ritmo inexplicablemente mayor que el de las deserciones habituales. Los rumores hablaban de la frecuencia con que se veía a Curwen hablar con los desconocidos de casaca roja, y cuando muchos empezaron a desaparecer, la gente recordó lo que ocurría con sus tripulaciones. Es imposible saber lo que habría sucedido si los regimientos no hubieran recibido orden de partir.

Entretanto, los asuntos mundanos del comerciante iban viento en popa. Prácticamente monopolizaba el comercio de salitre, pimienta negra y canela en la ciudad, y aventajaba a cualquier otra naviera, salvo la de los Brown, en las importaciones de latón, añil, algodón, lana, sal, aparejos, hierro, papel y artículos ingleses de todo tipo. Tenderos como James Green, en el almacén del Elefante, en Cheapside; los Russell, en el Águila Dorada, al otro lado del puente; o Clark y Nightingale, en la Sartén y el Pescado, cerca del Café Nuevo, dependían de él casi por entero para vender sus productos, y sus acuerdos con las destilerías locales, los lecheros y criadores de caballos de Narragansett y los fabricantes de cirios de Newport lo convertían en uno de los principales exportadores de la ciudad.

A pesar del ostracismo al que estaba sometido, no carecía de espíritu cívico. Cuando se incendió la Colony House, contribuyó de manera generosa a la colecta realizada en 1761, con la que se recaudaron fondos para construir el nuevo edificio de ladrillo que todavía se alza en la antigua calle mayor. Enese mismo año también ayudó a reconstruir el Puente Grande, tras el temporal de octubre. Reemplazó muchos de los libros de la biblioteca pública que habían ardido en el incendio de la Colony House y aportó gran cantidad a la colecta hecha para pavimentar la fangosa Market Parade y Town Street, que siempre estaba surcada de profundas roderas, y construir un paseo de adoquines o “acera” en el centro. Por esa época también mandó construir la sencilla pero excelente casa nueva, cuyo pórtico sigue siendo un logro de tallado de la piedra. Cuando los seguidores de Whitefield se separaron de la iglesia del doctor Cotton en 1743 y fundaron la iglesia del diácono Snow al otro lado del puente, Curwen se contaba entre ellos, aunque su fervor no tardó en enfriarse y pronto dejó de asistir a los servicios religiosos. Ahora, no obstante, volvió a mostrarse piadoso, como si quisiera desembarazarse de la sombra que lo había empujado a aquel aislamiento y que no tardaría en hundir sus negocios, si no ponía algún remedio.

2

Ver a aquel hombre pálido y extraño, quien apenas aparentaba haber llegado a la madurez a pesar de que debía de tener más de cien años, esforzándose por salir de una nube de miedo y odio demasiado vaga para definirla o analizarla, era al mismo tiempo patético, trágico y despreciable. No obstante, es tal el poder de la riqueza y de los gestos externos que, de hecho, disminuyó en parte la visible aversión que se le profesaba, sobre todo desde que cesaron las desapariciones de marineros. También debió poner gran cuidado y discreción en sus expediciones a los cementerios, pues nadie volvió a sorprenderlo merodeando por ellos, y los rumores sobre los extraños sonidos y actividades en la granja de Pawtuxet disminuyeron al mismo tiempo. Su ritmo de consumo de comida y de compra de ganado continuó siendo muy alto, pero hasta tiempos modernos, cuando Charles Ward revisó sus libros de cuentas y sus facturas en la Biblioteca Shepley, a nadie —salvo tal vez a cierto joven amargado— se le ocurrió hacer siniestras comparaciones entre el enorme número de negros importados de Guinea hasta 1766 y el número inquietantemente bajo que constaba en las facturas de venta legales tanto a los negreros del Puente Grande como a los plantadores de la región de Narragansett. Sin duda, la astucia e ingenio de este aborrecido personaje eran muy grandes, sobre todo cuando se veía ante la necesidad de ejercerlos.

Aun así, el efecto de su tardío propósito de enmienda fue, como era de esperar, leve. La gente siguió desconfiando de él y evitándolo, tal como habría justificado el solo hecho de su perpetua juventud, y por fuerza tuvo que darse cuenta de que al final su suerte tenía que cambiar. Cualesquiera que fueran sus complicados estudios y experimentos parecían requerir grandes ingresos, y puesto que un cambio de ubicación le habría privado de las ventajas comerciales que había conseguido, no le convenía empezar de nuevo en un lugar diferente. El buen juicio exigía que renovara su relación con los ciudadanos de Providence, de modo que su presencia no acallara las conversaciones, ni hiciera que se le dieran excusas evidentes para ir a hacer un recado a otra parte, o provocara tensión e intranquilidad. Sus empleados, reducidos ahora a un puñado de holgazanes e indigentes a los que nadie más habría contratado, empezaron a resultar un quebradero de cabeza; y si conservaba a los capitanes y primeros oficiales de sus barcos, era mediante su habilidad para conseguir tener cierto ascendiente sobre ellos: una hipoteca, un pagaré o determinada información relacionada con su bienestar. Los diaristas anotaron con temor que, en muchos casos, Curwen tenía un poder casi mágico para desenterrar secretos familiares a los cuales dar un uso más que dudoso. Durante los últimos cinco años de su vida fue como si sólo una conversación directa con quienes llevaban mucho tiempo muertos pudiera explicar algunos de los datos que con tan sospechosa elocuencia acudían a sus labios.

Por esa época, el taimado erudito recurrió a un último intento desesperado para recuperar su posición en la comunidad. Tras haber sido un completo ermitaño, decidió contraer matrimonio con alguna dama cuya indiscutible posición social hiciera imposible el ostracismo. Puede que también tuviera razones más profundas para desear semejante unión; razones mucho más allá de la conocida esfera cósmica que sólo los documentos hallados un siglo y medio después de su muerte permitieron sospechar y que nunca serán conocidas con certeza. Como es natural, era consciente del horror e indignación con que sería recibido su noviazgo, así que buscó a alguna candidata sobre cuyos padres pudiera ejercer la presión conveniente. Comprobó que no era tarea fácil, pues tenía exigencias muy concretas sobre la belleza, los logros y la posición social de la joven. Por fin, centró su atención en la casa de uno de sus mejores y más antiguos capitanes, un viudo de noble cuna y reputación intachable llamado Dutee Tillinghast, cuya única hija, Eliza, parecía dotada de todas las virtudes imaginables, aunque carecía de perspectivas como heredera. El capitán Tillinghast estaba totalmente dominado por Curwen y accedió, tras una terrible conversación en su casa de Power’s Lane Hill, a aprobar una unión tan blasfema.

Eliza Tillinghast tenía dieciocho años y había disfrutado de una educación esmerada, si se tienen en cuenta las apuradas circunstancias económicas por las que pasaba su padre. Había asistido a la escuela Stephen Jackson, en el Paseo del Palacio de Justicia, y su madre, antes de morir de viruela en 1757, la había instruido diligentemente en todas las artes y refinamientos de la vida doméstica. En los salones de la Sociedad Histórica de Rhode Island se conserva todavía un dechado suyo, hecho en 1753, a los nueve años. Tras la muerte de su madre, había tenido que llevar la casa con la única ayuda de una criada negra. Las discusiones con su padre sobre la propuesta de matrimonio de Curwen debieron de resultar muy penosas, aunque no nos ha quedado constancia de ellas. Lo cierto es que rompió su compromiso con el joven Ezra Weeden, segundo oficial del paquebote Enterprise, propiedad de los Crawford, y que su unión con Joseph Curwen tuvo lugar el 7 de marzo de 1763 en la iglesia baptista, en presencia de los más notables de la ciudad; la ceremonia la ofició el joven Samuel Winsor. La Gazette aludió brevemente al acontecimiento, y en casi todos los ejemplares que han sobrevivido la noticia parece haber sido recortada o arrancada. Ward encontró un único ejemplar intacto después de mucho buscar en los archivos de un conocido coleccionista privado y reparó divertido en la insulsa urbanidad del lenguaje utilizado:

 

“El pasado lunes por la tarde se celebraron los esponsales entre Joseph Curwen, comerciante de esta ciudad, y la señorita Eliza Tillinghast, hija del capitán Dutee Tillinghast, una joven de grandes virtudes y hermosa figura, que a buen seguro adornarán su matrimonio y perpetuarán su felicidad”.

La correspondencia Durfee-Arnold, descubierta por Charles Ward poco antes de que se manifestara su demencia, en la colección privada del caballero Melville F. Peters, de George Street, abarca esta etapa y un periodo anterior y arroja una vívida luz sobre el ultraje que supuso este mal concertado matrimonio para la opinión pública. No obstante, la influencia social de los Tillinghast era innegable, y una vez más Joseph Curwen vio su casa frecuentada por personas a quienes no habría podido obligar a cruzar su puerta de ningún otro modo. Sin embargo, la aceptación no fue ni mucho menos completa y una gran parte de la sociedad consideró que se había forzado a la esposa a aceptar aquella unión, pero en cualquier caso se derribó en parte el muro de ostracismo. Por otro lado, la exquisita consideración y el trato amable del novio sorprendieron tanto a la comunidad como a la recién casada. En la nueva casa en Olney Court no volvieron a producirse manifestaciones inquietantes, y aunque Curwen pasaba mucho tiempo en la granja de Pawtuxet, que su mujer no visitaba jamás, parecía un ciudadano más normal que en cualquiera de sus largos años de residencia. Sólo una persona siguió profesándole una enemistad manifiesta: el joven oficial cuyo compromiso con Eliza Tillinghast se había roto de forma tan inesperada. Ezra Weeden había jurado venganza, y aunque amable y callado por naturaleza, cultivaba un odio obstinado que no auguraba nada bueno para el marido usurpador.

El 7 de mayo de 1765 nació Ann, la única hija de Curwen, y fue bautizada por el reverendo John Graves de King’s Church, de la que tanto el marido como la esposa se habían convertido en feligreses, a fin de alcanzar cierto compromiso entre sus respectivas filiaciones congregacional y baptista. El registro de este nacimiento, al igual que el del matrimonio dos años antes, fue borrado tanto de los libros de la iglesia como de los archivos municipales, pero Charles Ward los encontró con gran dificultad después de que el descubrimiento del cambio de nombre de la viuda le revelara su propio parentesco y despertara el febril interés que lo empujó a la locura. La entrada del nacimiento, de hecho, apareció curiosamente en la correspondencia del reverendo lealista Graves, quien se llevó consigo una copia de los archivos cuando dejó la parroquia tras el estallido de la Revolución. Ward buscó dicha fuente a sabiendas de que su tatarabuela, Ann Tillinghast Potter, había sido episcopaliana.

Poco después del nacimiento de su hija, un acontecimiento que pareció celebrar con un fervor que no estaba en consonancia con su habitual frialdad, Curwen decidió posar para un retrato. Se lo encargó a un escocés con mucho talento llamado Cosmo Alexander, quien residía en Newport y que se ha hecho famoso por ser uno de los primeros maestros de Gilbert Stuart. Se decía que lo había ejecutado en un panel de la biblioteca de la casa en Olney Court, pero ninguno de los diarios en los que se hacía alusión al retrato daba pistas sobre su paradero definitivo. En ese periodo, el errático erudito dio muestras de un peculiar ensimismamiento, y pasaba el mayor tiempo posible en su granja de la carretera de Pawtuxet. Al parecer, se encontraba en un estado de excitación o tensión contenidas, como si esperara algo inusual o estuviera a punto de hacer un extraño descubrimiento.

Debía de tratarse de algo relacionado con la química o la alquimia, porque se llevó a la granja casi todos los libros sobre dichas cuestiones que había en la casa.

Su fingido interés por los asuntos públicos no disminuyó, y no perdió la ocasión de ayudar a importantes personajes, como Stephen Hopkins, Joseph Brown y Benjamin West en sus esfuerzos por elevar el nivel cultural de la ciudad, que por aquel entonces estaba muy por detrás de Newport en lo que se refiere al mecenazgo hacia las artes liberales. Había ayudado a Daniel Jenckes a fundar su librería en 1763 y se convirtió en su mejor cliente, amplió igualmente su ayuda a la agonizante Gazette, que se publicaba todos los miércoles en Shakespeare’s Head. En política, apoyó con fervor al gobernador Hopkins contra el partido de Ward, cuya fuerza principal estaba en Newport, y el elocuente discurso de 1765 en Hacker’s Hall contra la proclamación de North Providence como una ciudad independiente, tal como defendía Ward en la asamblea general, contribuyó más que ninguna otra cuestión a eliminar los prejuicios en su contra. Pero Ezra Weeden, quien lo vigilaba de cerca, siempre se burló con cinismo de todas esas actividades y juraba y perjuraba que no eran más que una máscara para ocultar algún intercambio incalificable con los más negros abismos del Tártaro. El vengativo joven llevaba a cabo una sistemática vigilancia del hombre y de sus negocios cada vez que llegaba a puerto, por la noche pasaba horas en los muelles con una barca preparada siempre que veía luces en los almacenes de Curwen y seguía el pequeño bote que a veces se internaba a hurtadillas en la bahía. También se dedicó a vigilar de cerca la granja de Pawtuxet, y en una ocasión sufrió graves mordeduras de los perros que le azuzó la vieja pareja de indios.

3

En 1766 se produjo un cambio definitivo en Joseph Curwen. Fue tan repentino que enseguida llamó la atención de los curiosos vecinos, pues se deshizo de su aire tenso y expectante como de un capote viejo y lo reemplazó por una mal disimulada exaltación triunfal. Curwen parecía tener dificultades para contenerse y no proclamar en público lo que había descubierto o averiguado, pero por lo visto la necesidad de guardar el secreto era mayor que sus deseos de compartir su alegría, pues jamás dio explicación alguna. Justo después de la citada transición, que aconteció a primeros de julio, el siniestro erudito empezó a sorprender a la gente con la posesión de datos que sólo sus antepasados fallecidos mucho tiempo atrás habrían podido comunicarle.

Sin embargo, las febriles actividades secretas de Curwen no cesaron con dicho cambio. Al contrario, más bien se intensificaron, hasta el punto de que fue dejando sus negocios navieros en manos de los capitanes a quienes tenía sojuzgados por el miedo, igual que antes los había dominado por el temor a la bancarrota. Abandonó por completo el tráfico de esclavos, alegando que sus beneficios eran cada vez más escasos. Pasaba todo el tiempo posible en la granja de Pawtuxet, aunque de vez en cuando corrían rumores de su presencia en lugares que, pese a no estar próximos a los cementerios, tenían tal relación con ellos que los más despiertos se preguntaban hasta qué grado habían cambiado en realidad las costumbres del viejo mercader. Ezra Weeden, a pesar de que sus periodos de espionaje eran necesariamente breves e intermitentes debido a las temporadas que pasaba embarcado, poseía una vengativa pertinacia de la que carecía la mayor parte de ciudadanos y granjeros, y sometió los negocios de Curwen a un escrutinio más implacable que nunca.

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