Teoría y análisis de la cultura

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2. La cultura en la tradición antropológica
UNA REVOLUCIÓN COPERNICANA

Los antropólogos fueron los primeros en romper con la concepción eurocéntrica, elitista y restrictiva de la cultura, sustituyéndola por una “concepción total” basada en el doble postulado de la relatividad y universalidad de la cultura.

Para los antropólogos, todos los pueblos, sin excepción, son portadores de cultura y deben considerarse como adultos. Según Lévi–Strauss, (20) carece de fundamento la “ilusión arcaica” que postula en la historia una “infancia de la humanidad”. Por otra parte, debe reconocerse, al menos como precaución metodológica, la igualdad en principio de todas las culturas. Desde el punto de vista antropológico son hechos culturales tanto una sinfonía de Beethoven como una punta de flecha, un cráneo reducido o una danza ritual.

El iniciador de esta especie de revolución copernicana fue el antropólogo inglés Edward Burnet Tylor, quien publica en 1871 su obra Primitive Culture. En ésta se introduce por primera vez la “concepción total” de la cultura, definida como “el conjunto complejo que incluye el conocimiento, las creencias, el arte, la moral, el derecho, la costumbre y cualquier otra capacidad o hábito adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”. (21)

La intención totalizante de esta definición se manifiesta en su esfuerzo por abarcar no sólo las actividades tradicionalmente referidas a la esfera de la cultura, como la religión, el arte o el saber científico, sino también la totalidad de los modos de comportamiento adquiridos o aprendidos en la sociedad. La cultura comprende, por lo tanto, las actividades expresivas de hábitos sociales y los productos intelectuales o materiales de estas actividades. Por un lado tenemos, entonces, el conjunto de las costumbres, y, por otro, el conjunto de los artefactos.

Alberto M. Cirese ha observado que la definición tyloriana ofrece también otra particularidad: no establece jerarquía alguna entre componentes materiales y componentes “espirituales” o intelectuales de la cultura. Descarta, por lo tanto, el modelo platónico–agustiniano de la relación alma/cuerpo que sirvió durante siglos como norma ideológica para medir el grado de nobleza de las manifestaciones culturales. (22)

DE TYLOR A LÉVI–STRAUSS

La definición tyloriana ha tenido un carácter fundador dentro de la tradición antropológica anglosajona, especialmente la norteamericana, y sirvió por más de medio siglo como punto de referencia obligado de todos los intentos de formulación del concepto científico de cultura.

Claro que los contextos teóricos de esta definición fueron variando con el tiempo.

En Tylor ese contexto fue histórico–evolucionista, como correspondía al clima intelectual de la época (Darwin, Spencer, Morgan). La cultura se considera sujeta a un proceso de evolución lineal según etapas bien definidas y sustancialmente idénticas por las que tienen que pasar obligadamente todos los pueblos, aunque con ritmos y velocidades diferentes. (23) El punto de partida sería la “cultura primitiva”, caracterizada, según Tylor, por el animismo y el horizonte mítico. Tylor creía haber dado cuenta de este modo de las semejanzas y analogías culturales que pueden observarse entre sociedades muy diversas y a veces muy distantes entre sí.

La hipótesis evolucionista constituye el supuesto de algunas de las categorías analíticas elaboradas por Tylor, como la de “sobrevivencia cultural”, por ejemplo, y condiciona de modo general todo su aparato metodológico.

En Boas, Lowie y Kroeber la definición tyloriana opera en el contexto del particularismo histórico que comporta, como sabemos, una versión moderada del difusionismo. Esta corriente teórica parte de una crítica a la idea de “evolución lineal” de todas las culturas según etapas sustancialmente idénticas; afirma, en contrapartida, la pluralidad irreducible de las culturas. Las analogías culturales se explican, por lo tanto, no por referencia a esquemas evolutivos comunes sino por el contacto entre culturas diversas. Surge así la teoría de la aculturación como teoría de la determinación externa de los cambios culturales. (24) Por otra parte, la afirmación de la pluralidad de las culturas implica, en Boas y sus discípulos, el relativismo cultural, por el cual “la pretensión de objetividad absoluta del racionalismo clásico debe ser abandonada para dar entrada a una objetividad relativa basada en las características de cada cultura”. (25)

También Malinowski retoma a su modo la definición tyloriana y pone el énfasis en su dimensión de “herencia cultural”, pero la reformula dentro de un contexto funcionalista que polemiza simultáneamente con el evolucionismo y el difusionismo.

Dentro de esta óptica la cultura se concibe como el conjunto de respuestas institucionalizadas (y por lo tanto socialmente heredadas) a las necesidades primarias y derivadas del grupo. Las necesidades primarias serían aquellas que remiten al sustrato biológico del hombre, mientras que las derivadas serían resultantes de la diversidad de respuestas ya dadas a las necesidades primarias.

La cultura se reduce, en resumen, a un sistema relativamente cerrado —singular y único en cada caso— de instituciones primarias y secundarias funcionalmente relacionadas entre sí. Y como el paradigma en que se inscribe esta concepción de la cultura privilegia la explicación por la función (todo rasgo cultural observado existe porque desempeña alguna función), se descarta el concepto tyloriano de “sobrevivencia cultural”, lo mismo que el modelo explicativo por el contacto intercultural. (26)

A partir de los años treinta se generaliza en los Estados Unidos una nueva definición que, sin abandonar del todo la matriz tyloriana originaria, acentúa la dimensión normativa de la cultura. Ésta se definirá en adelante en términos de modelos, pautas, parámetros o esquemas de comportamiento.

Esta importante reformulación del concepto de cultura, resultado de la convergencia entre la etnología y la psicología conductista del aprendizaje, (27) es obra de la llamada escuela culturalista, cuyos representantes principales fueron discípulos de Boas (Ruth Benedict, Margaret Mead, Ralph Linton, Melville J. Herskovits). Dentro de esta nueva perspectiva se entiende por cultura “todos los esquemas de vida producidos históricamente, explícitos o implícitos, racionales, irracionales o no racionales, que existen en un determinado momento como guías potenciales del comportamiento humano”. (28) Y una cultura, en sentido descriptivo, “es un sistema históricamente originado de esquemas de vida explícitos e implícitos que tiende a ser compartido por todos los miembros de un grupo o por algunos de ellos específicamente designados”. (29) En esta última definición el término “sistema” denota el carácter estructurado y configuracional de la cultura; el término “tiende” indica que ningún individuo se comporta exactamente como lo prescribe el esquema; y la expresión “específicamente designados” señala que dentro de un sistema cultural hay modelos o esquemas de comportamiento no comunes sino propios y exclusivos de ciertas categorías de personas según diferencias de sexo, edad, clase, prestigio, etcétera.

Los culturalistas explican el carácter estructurado, jerarquizante y selectivo de la cultura postulando la presencia, por debajo de los comportamientos observables, de un sistema de valores característicos compartido por todos los miembros del grupo social considerado. Este sistema de valores, llamado también “premisas no declaradas”, “categorías fundamentales” o “cultura implícita”, “se convierte en la base metodológica para reconocer la eventual existencia, en una determinada sociedad, de culturas diferentes y, a veces, en conflicto; o también la articulación de una cultura en subculturas con características distintivas propias”. (30)

La cultura así concebida se adquiere mediante el aprendizaje, entendido en sentido amplio no sólo como educación formal sino también como hábito inconscientemente adquirido. Los modelos culturales son inculcados y sancionados socialmente. Este aspecto ha sido fuertemente destacado por la célebre definición de Ralph Linton, según la cual “una cultura es la configuración de los comportamientos aprendidos y de sus resultados, cuyos elementos componentes son compartidos y transmitidos por los miembros de una sociedad”. (31)

El proceso de aprendizaje de la cultura dentro del propio grupo suele llamarse en esta teoría “inculturación”. (32) Pero este aprendizaje puede producirse también por vía exógena, en el marco de los fenómenos de difusión o de contacto intercultural. Este proceso, llamado “aculturación”, obliga a relativizar, según los culturalistas, aquella parte de la definición tyloriana que habla de “capacidades o hábitos adquiridos por el hombre en cuanto miembro de la sociedad”. En efecto, esta expresión “parece sugerir que la ‘cultura’ como concepto explicativo se refiere solamente a aquellas dimensiones del comportamiento de los individuos que resultan de su pertenencia a una sociedad particular (por nacimiento o por sucesiva afiliación). La ‘cultura’, en cambio, nos ayuda también a comprender ciertos procesos como la ‘difusión’, el ‘contacto cultural’ y la ‘aculturación’”. (33)

Las configuraciones culturales ejercen sobre los individuos, a través del aprendizaje, una influencia modelante cuyo supuesto efecto se denominaba inicialmente “personalidad de base”, esto es, una especie de fondo común desde donde emergen las personalidades individuales dentro de un grupo culturalmente homogéneo. Pero posteriormente los culturalistas desecharon la idea de tal “fondo común”, arguyendo que la experiencia sólo demuestra la existencia de “versiones idiomáticas”, es decir, particulares, de la utilización de los modelos culturales por cada personalidad. (34)

 

Según los culturalistas, la actitud de los individuos respecto a su propia cultura está lejos de ser puramente pasiva, como pudiera sugerir la definición corriente de la cultura en términos de “herencia social”. En efecto, “los hombres no son solamente portadores y criaturas de la cultura, sino también creadores y manipuladores de la misma”. (35) Así se explica, entre otras cosas, la dinámica cultural, uno de cuyos factores básicos suele ser, si consideramos las causas endógenas, la invención o la innovación individual. Aunque las mutaciones culturales se deben en mayor medida a factores exógenos que operan por vía de aculturación, si se tiene en cuenta el hecho muchas veces comprobado de que “cualquier pueblo asume del modo de vida de otras sociedades una parte mucho mayor de la propia cultura que la originada en el seno del mismo grupo”. (36)

La concepción normativa de la cultura ha operado, por lo general, dentro de un contexto funcionalista que destaca fuertemente la función integradora de los procesos culturales. “Todo modo de vida tiene a la vista modelos que se encuentran integrados entre sí de modo que constituyan un conjunto funcionante”, dice Herskovits. Y añade: “Por eso los conceptos de modelo y de integración resultan esenciales para cualquier teoría operativa de la cultura”. (37) Pero diríase, al menos en primera instancia, que el concepto normativo de cultura ha operado también en un contexto estructuralista fuertemente crítico, como sabemos, del funcionalismo. (38)

En efecto, para la antropología estructural francesa, que abrevó en la tradición de Durkheim y de Marcel Mauss, la cultura se define también como un sistema de reglas. Según Lévi–Strauss es la ausencia o la presencia de reglas lo que distingue a la naturaleza de la cultura. “Todo lo que en el hombre es universal pertenece al orden de la naturaleza y se caracteriza por la espontaneidad; mientras que todo lo que se halla sujeto a una regla pertenece al orden de la cultura y presenta los atributos de lo relativo y particular”. (39) La prohibición del incesto sería algo así como la franja fronteriza entre ambos órdenes, en la medida en que, sin dejar de ser una regla que comporta sanciones, participa también de la universalidad de la naturaleza en virtud de su presencia ubicua en la historia y en todos los grupos humanos hasta hoy conocidos.

Sin embargo, las “reglas” de los estructuralistas son bastante diferentes de las “normas” o “pautas” culturalistas.

En primer lugar, Lévi–Strauss distingue dos tipos o niveles de normatividad cultural. Por un lado están las leyes de orden que operan en “diferentes registros del pensamiento y de la actividad humanas”, (40) son de naturaleza inconsciente y se presentan como “invariantes a través de las épocas y de las culturas”. Estas leyes, que pueden considerarse como los universales de la cultura, definen a la Cultura, con mayúscula y en singular, como atributo distintivo de la condición humana. Por otro lado están las reglas de conducta, que en su mayor parte son también inconscientes y se caracterizan por su enorme variedad y diversidad. Son éstas las que definen a las culturas, así, en plural, como manifestaciones variadas y diversas de la misma condición humana. Ambos tipos de legalidad están relacionados entre sí, aunque operan en niveles diferentes de profundidad. Las “leyes de orden” subyacen a las “reglas de conducta” en la medida en que estas últimas no son más que manifestaciones diversificadas y pluralizadas de las primeras. Así, por ejemplo, la misma ley de la prohibición del incesto, que regula el intercambio de mujeres entre los grupos humanos y que se ha mantenido sin variación alguna a través de todas las épocas, se manifiesta bajo la variedad de las reglas de matrimonio documentadas por las creencias y las costumbres más diversas e incluso opuestas entre sí. De este modo, Lévi–Strauss cree haber superado la antinomia aparente entre la unicidad de la condición humana y la pluralidad inagotable de sus manifestaciones, que por mucho tiempo ha atormentado a la etnología. (41)

Pero hay más: Lévi Strauss ha vinculado explícitamente la cultura así entendida al mundo de los símbolos, y ha sido uno de los primeros en postular que la cultura pertenece íntegramente al orden simbólico. Y no hay que olvidar que para nuestro autor el símbolo no es simplemente algo superpuesto a lo social o una parte integrante del mismo sino un elemento constitutivo de la vida social y una dimensión necesaria de todas las prácticas humanas. Por eso afirmaba en una crítica a Mauss, que el problema crucial para el antropólogo no radica en investigar el origen social del simbolismo sino en entender el fundamento simbólico de la vida social. (42) A todo esto debe añadirse que Lévi–Strauss ha señalado con insistencia en sus últimos trabajos la lógica de distinción y de oposición inherente a la cultura en cuanto proceso simbólico. (43)

De este modo, Lévi–Strauss se constituye en uno de los precursores de lo que más adelante llamaremos “concepción simbólica” o “semiótica” de la cultura, y en cuanto tal, su obra marca una importante discontinuidad dentro de la tradición antropológica que estamos reseñando.

LA RELACIÓN ENTRE SOCIEDAD Y CULTURA

El planteamiento y la solución teórica de este problema ha sido un verdadero via crucis para la antropología cultural norteamericana.

En un primer momento prevalece la tendencia a acentuar hasta donde sea posible la distinción entre sociedad y cultura, con el propósito evidente de asegurar la autonomía de esta última y poder proporcionar un objeto propio y específico a la antropología cultural que la distinguiera de las demás disciplinas sociales.

Esta tendencia se inicia con Boas, quien defiende la tesis de la irreductibilidad de la cultura a condiciones extraculturales como podrían ser, por ejemplo, el ambiente geográfico, las características raciales o la estructura económica de los pueblos. Debe excluirse, por lo tanto, toda explicación de la cultura por referencia a una determinación extracultural.

Un discípulo de Boas, Robert H. Lowie, radicalizará esta tendencia planteando el famoso principio: omnis cultura ex cultura. (44) “Esto significa —explica el propio Lowie— que el etnólogo tendrá que dar cuenta de un determinado hecho cultural incorporándolo a un grupo de hechos culturales o detectando otro hecho cultural a partir del cual se habría generado el primero”. (45)

Pero es con Kroeber y su teoría de lo “superorgánico” cuando el esfuerzo por aislar y autonomizar los hechos culturales alcanza su máxima expresión. Este autor se apropia de la distinción spenceriana entre evolución inorgánica, orgánica y superorgánica para situar a la cultura en el plano de la última. La cultura, por lo tanto, no sólo sería irreducible a los fenómenos biológicos y psicológicos sino también a los sociales, en virtud de poseer una existencia y una dinámica interna que desborda la escala de los sujetos individuales. El autor da por sentado que la sociedad no es más que “un grupo organizado de individuos” (46) o, como dice Kluckhohn, “un grupo de personas que han aprendido a trabajar juntos”. (47)

Más tarde, Kroeber precisa de este modo su pensamiento: la realidad se constituye por la emergencia progresiva de niveles de organización de complejidad creciente. Estos niveles pueden ser aislados analíticamente mediante “procedimientos selectivos”. Pues bien, la cultura representa el nivel más elevado de complejidad de lo real, y si bien presupone la emergencia de lo orgánico, del individuo y de la organización social, constituye por su propia naturaleza un fenómeno superorgánico, supraindividual y, en cierto modo, suprasocial.

Estas ideas, recurrentes en autores posteriores como Linton y Herskovits, encuentran su formulación más acabada y sistemática en la contribución de Kluckhohn a la obra colectiva Hacia una teoría general de la acción editada por Parsons y Shils en 1951, y rematan en la famosa distinción parsoniana entre sistema de la personalidad, sistema social y sistema cultural. (48)

La tendencia que podríamos denominar “autonomicista” ha sido objeto de crítica por parte de la antropología británica y, en primer término, por Malinowski. Éste no sólo intenta reconducir la cultura a sus bases biológicas —contrariando la tesis de su carácter “superorgánico”— sino que también afirma una y otra vez la indisociabilidad entre cultura y sociedad y, por ende, entre análisis cultural y análisis social.

Para Malinowski la organización social “no puede comprenderse sino como parte de la cultura”, (49) por la sencilla razón de que aquélla no es más que “el modo estandarizado en que se comportan los grupos”. (50) Además, el carácter concertado del comportamiento social sólo puede comprenderse como “resultado de reglas sociales, es decir, de costumbres sancionadas con medidas explícitas u operantes en forma aparentemente automática”. (51) El sentido de esta argumentación es transparente: si la cultura consiste en reglas sociales o en modos estandarizados de comportamiento, entonces existe total indistinción entre sociedad y cultura, porque precisamente son esas reglas y esos modos estandarizados de comportamiento los que explican la organización social y la concertación de las conductas sociales. Entonces, es la misma cultura la que transforma a los individuos en grupos organizados y la que asegura a estos últimos “una continuidad casi indefinida”. (52)

Malinowski se adscribe, por lo tanto, a la tradición antropológica británica que habla de antropología social y no de antropología cultural. Se trata de una tradición fuertemente influenciada por la escuela durkheimiana (Marcel Mauss, Lucien Lévy–Bruhl), que abordaba con métodos sociológicos el estudio de las sociedades arcaicas. De modo semejante, la antropología social británica afirma la necesidad de estudiar cualquier forma de organización social con los instrumentos propios del análisis sociológico. Y uno de sus máximos exponentes, A.R. Radcliffe–Brown, criticaba acremente la pretensión de construir una ciencia de la cultura independiente o separada del análisis sociológico. (53)

Pero en los propios Estados Unidos había surgido ya mucho antes una orientación muy semejante a la que acabamos de señalar. A comienzos de siglo XX, William Graham Summer, el primer teórico importante del relativismo cultural, concebía el estudio de los folkways, es decir, de las tradiciones culturales de cualquier grupo social, como una tarea propia de la sociología. Y esta misma posición fue asumida en 1932 por un discípulo suyo, George Peter Murdock, en un ensayo donde trataba de aproximar las tesis de su maestro a las de la escuela boasiana: “La antropología social y la sociología no son dos ciencias distintas. En conjunto constituyen una única disciplina o, a lo sumo, dos modos diversos de tratar el mismo objeto: el comportamiento cultural del hombre”. (54)

En resumen, frente a la corriente autonomicista que acentúa al máximo la autonomía de la cultura y, por ende, la autonomía de la antropología cultural respecto de las demás ciencias sociales, surge una tendencia opuesta que niega la pertinencia de esa pretensión, alegando la imposibilidad de disociar la cultura de la sociedad.

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