Autorretrato

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HISTORIA SAGRADA

María ya había leído varias veces, en un libro que le había dado el ángel, su vida como algo que ya había ocurrido. Pero la vida real, la vida presente, tiene tanta fuerza que nos vuelve escépticos con relación al futuro, por mucho que sepamos que se va a cumplir. Mientras transcurre, la vida tiene más fuerza que las profecías que la desmienten. María vivía su propia vida con ignorancia, o con olvido. Solo cuando ocurrían algunas cosas recordaba que ya sabía que iban a ocurrir. Cuando conoció a los padres de José, pensó que no iban a ser santos, como los suyos, y que no serían recordados. Durante la boda los veía junto a Ana y a Joaquín, en la misma mesa, partiendo y alcanzándose entre los cuatro el blanco pan con sus manos campesinas, bromeando, bebiendo a grandes e inexpertos tragos el vinazo del lugar, riéndose ruborizados de las picardías que se decían de los novios, y no los encontraba diferentes de sus padres.

EL TIMBRE

Dentro de diez minutos el señor Gregorio, como se le conoce en el barrio, morirá de un ataque al corazón. Ahora está comiendo. Vive con Clara, una nieta que hace veinte años se quedó sin padres. La mujer del señor Gregorio también murió, ya va para seis años.

Clara se ha peleado a mediodía con su novio, que vive en el mismo portal. Está furiosa con todo. Le sirve a su abuelo un filete y sigue masticando el suyo sin ganas. No habla. Solo tiene un pensamiento: que está harta de todo. El señor Gregorio suelta una sonora ventosidad.

‑¡Jo, abuelo, qué guarro eres!

Tira el tenedor sobre la mesa y se levanta.

‑Hija, qué quieres que haga. Tengo gases.

‑Y yo. Y me los aguanto. Me voy a la calle.

‑No te enfades, mujer. ¿Qué te pasa?

‑¡No estoy enfadada, déjame en paz!

Cierra la puerta de la calle de un portazo. En el portal se encuentra con su novio, que entra. Él la para. Quiere hacer las paces. Por orgullo y timidez se muestra brusco. Ella no sabe qué hacer ni qué decir. Él se acerca. Huele un poco a vino. Ella se aparta. Pero quedan en verse por la noche. Se despiden, tristes. Clara ya no quiere salir a la calle. Piensa en su abuelo. Se arrepiente de haberle hablado así. Subirá, le dará un beso, le hará cariños, se disculpará. Mientras sube, se busca las llaves en los bolsillos. No las tiene. Se las ha debido de dejar en el bolso. Llama al timbre.

El señor Gregorio ya ha acabado el filete. Se dispone a comer uno de los pasteles que trajo ayer Clara, cuando suena el timbre. Duda si comérselo antes de ir a abrir o retrasar unos momentos el placer. Decide que si se lo come antes, no le sacará gusto, con las prisas. Lo comerá después, tranquilo. Se levanta y va a abrir. Por el pasillo se cumplen los diez minutos. No tardará en volver a sonar el timbre.

HISTORIA DE NUESTROS COCHES

El primer coche que tuvimos fue un 1500, un coche que nos parecía inmenso. Papá y mamá iban delante y nosotros cuatro atrás. Que seis personas viajaran en un turismo entonces era muy normal. Incluso más. Recuerdo viajes en los que también iba la abuela, que se ponía a Daniel sobre las piernas. Claro, éramos muy pequeños.

El viaje duraba más de seis horas, porque mamá no dejaba correr a papá, que se ponía de un humor fúnebre cada vez que ella le decía: “No corras tanto, que llevas cuatro niños”. Entonces discutían y para nosotros era muy divertido, porque ninguno aceptaba que el otro dijera la última palabra y se pasaban muchos kilómetros contestándose uno a otro, y solo se callaban cuando descubrían que hacíamos apuestas con el número de réplicas de cada uno.

Hacíamos dos paradas, una para echar gasolina y otra para estirar las piernas. O sea, hacíamos el viaje en tres tramos. El primero hasta pasado el túnel de Guadarrama. Parábamos en Ataquines, donde mamá siempre nos contaba la historia de la reina que al pasar por aquel pueblo le había pedido a una de sus doncellas: “Ata aquí, Inés”, refiriéndose a los cordones de un zapato que se le habían desatado. El segundo tramo hasta las afueras de Benavente, donde parábamos junto a una ermita cuyo tejado se había hundido pero conservaba entero un arco, que se mantenía en pie como por arte de magia. Y el tercero, hasta el pueblo, hasta La Carballa, adonde, al final, no queríamos llegar nunca, y así, paradójicamente, alargar el placer de llegar.

Era un viaje largo, pero nada comparado con el día entero que nos pasábamos en trenes y autobuses cuando aún no teníamos coche, viajes tras los que llegábamos agotados, aturdidos, sin interés por nada que no fuese meternos en la cama. En el coche también nos quedábamos dormidos en algún momento. Pero por turnos. Sin proponérnoslo, siempre uno se quedaba de guardia, por si había algo por lo que merecía la pena despertar a los demás (tres coches rojos seguidos, una mujer conduciendo sola, una moto con sidecar…). Solo durante el último tramo todos permanecíamos despiertos. Armábamos un gran alboroto. Sentíamos tan cerca el final del viaje, que ya no podíamos estarnos quietos. Ni siquiera cuando murió mamá… Un alboroto que iba creciendo hasta que alcanzaba un punto culminante, un punto de exaltación en el que el bullicio y los gritos resultaban molestos incluso para nosotros. Entonces mamá se volvía, pegaba dos voces y sacaba a pasear la mano, y la calma se restablecía en un tiempo razonable. Aún había algún amago de rebelión, pero a mamá le bastaba con volver la cabeza para anularlo.

No sé por qué, me conmueve el recuerdo de aquel primer coche. Lo siento como uno más de la familia. Más un ser vivo que una máquina. Un coche en el que mamá seguía pareciendo mamá, no una señora sentada en una máquina. Con el tiempo fue perdiendo el color, llenándose de arañazos, volviéndose insignificante, invisible. Me da pena de él. Teníamos que haberlo tratado mejor. Siento el mismo remordimiento que cuando uno se reprocha no haber sido mejor con alguien que ya ha muerto. Me da pena por la gente que no merecía haber montado en él y que montó, por los caminos por los que lo metimos, por el mucho peso con el que lo cargábamos. Siempre iba tan lleno que había que llevar algún bulto junto a los pies. Una vez se nos reventó una rueda y tuvimos que vaciar el maletero en el arcén para sacar la rueda de repuesto y el gato y todo eso. Dios mío, cuántas bolsas cabían en aquel maletero. Infinitas bolsas de plástico. De despreciado material no biodegradable. Bolsas que nos avergonzaban, tan poco elegantes, impresentables, como cuerpos deformes, como una prolongación de nosotros mismos. Que cumplieron con su trabajo, bolsas de plástico, indestructibles, eternas y que han desaparecido para siempre.

Después del 1500 tuvimos un Renault ranchera. Creo que era un poco más ancho, pero como también nosotros nos habíamos hecho más grandes, la sensación es que era más pequeño. Abuela ya no conoció ese coche. Con él seguíamos haciendo las dos paradas, en Ataquines y en las afueras de Benavente, la primera por inercia, pues acabaron quitando la gasolinera. En su último viaje mamá no se bajó en ningún momento. Ya estaba enferma y se quedó mirando el exterior con unos ojos infinitamente tristes que nosotros fingíamos no ver. Junto a la ermita dijo: “Debe de ser bonito tener un alma inmortal, aunque solo sea mientras estemos vivos”. Se encontraba tan débil que cuando, en el último tramo, llegó nuestro minuto de euforia, no nos regañó. Hasta pareció que disfrutaba con nuestros gritos.

Papá era aficionado a decir en los viajes frases, iba a decir absurdas. Pero no eran absurdas. Eran idiotas, directamente. Después esas frases podían triunfar o no. Si triunfaban nos pasábamos repitiéndolas una temporada. Algunas, durante años. Por ejemplo: “En mi casa, lo que diga Lucas” –dicho con acento gallego–, lo estuvimos repitiendo mucho tiempo. Una vez dijo papá: “¿Os acordáis? Nuestra frase favorita va a cumplir un año. Qué mayor se ha hecho. Hay que celebrar su cumpleaños”. Mamá murió unos meses después. Siempre que pasábamos por el sitio en el que papá había dicho lo del aniversario, todos nos acordábamos de mamá. Lo sé porque ninguno decía nada.

Poco después de morir mamá, yendo al trabajo, papá tuvo un accidente y, aunque él salió ileso, el coche quedó hecho una porquería. Yo creo que fue un acto inconsciente. Papá quería desembarazarse de aquel chisme que tanto le recordaba a mamá. Compró, con nuestra aprobación, una furgoneta, un coche en el que nosotros, jóvenes, sentíamos que no perdíamos la dignidad al ir sentados en un artilugio burgués.

Seguimos yendo al pueblo, haciendo aquel viaje que ahora nos resultaba tan desolador. A pesar de todo, en el trayecto seguía habiendo un momento en que nuestro humor cambiaba y acabábamos cantando y brindando por el recuerdo de mamá y por la vida, algo a lo que ella se habría sumado.

Por aquellos años comenzaron las obras del tramo hasta Vigo de la autovía del noroeste y nuestro lugar de parada junto a la ermita –donde, por lo que he sabido después, todos rezábamos por mamá– desapareció bajo la nueva calzada.

Papá conoció a una mujer, una compañera del trabajo que no hizo esfuerzos por ganarnos y que le convenció para que se comprase un coche más serio, un coche en el que ninguno de nosotros nos sentíamos a gusto, y desde entonces todos fuimos encontrando disculpas para no volver a hacer aquel viaje.

Creo que papá no se mereció el final tan triste que tuvo. No tenía que haber estado tan solo los últimos años. Aunque la acabó dejando, aquella mujer le hizo mucho daño. Consiguió que nos alejáramos de él. Me arrepiento de no haberle acompañado más. Y sobre todo de no haberle entendido mejor. Él nunca nos reprochó nada. Eso es peor. Cuando murió soñé el mismo sueño durante mucho tiempo. Estábamos él y yo en la barra de un bar. Él bebía en silencio, dándome la espalda, sin querer mirarme. Con el tiempo nos hemos reconciliado. Al menos en los sueños, que no es poco. Hace poco soñé que iba en una moto con mamá y que discutían. Yo los miraba y me preguntaba quién iba a decir la última palabra. Entonces sentí la necesidad de visitar su tumba. Me gusta que estén juntos en el mismo panteón. Es como si siguiesen viajando en el mismo coche. Me gusta pensar que la mejor época de sus vidas fue el tiempo que vivieron juntos. Quizá los años en que fueron novios y aún no había nacido ninguno de nosotros. Aunque no creo. Nos querían demasiado para dejarnos fuera en su preferencia.

 

Hace pocos meses mis hijas quisieron conocer el pueblo del que tantas veces les había hablado. También quería que viesen las tumbas de los abuelos. No hicimos ninguna parada. Había llenado el depósito y había obligado a las niñas a ir al baño antes de salir. Ahora el viaje se hace en tres horas escasas. Ellas fueron casi todo el camino dormidas. No les pude contar la etimología de Ataquines, ni todas las batallitas de las que me iba acordando a medida que pasábamos por Rueda, por Medina, por Tordesillas… En Vega de Valdetronco hay una iglesia sin tejado que conserva dos arcos. No les pude explicar que nuestra ermita desaparecida tenía uno igual.

Ya cerca de La Carballa sentí una euforia que me recordó la que sentía con mis hermanos y que nos llevaba a volvernos locos, hasta que mamá nos devolvía la cordura. Entonces me pregunté si nuestra exaltación se producía siempre en el mismo punto.

A la vuelta de ese viaje, pregunté a mis hermanos si se acordaban de los detalles de aquellos momentos en que nos sentíamos inspirados. Félix tenía recuerdos muy imprecisos. Daniel ni siquiera recordaba aquellos arrebatos. César, el mayor, dijo que él creía que ocurría pasado Colinas de Trasmonte, después de una curva a la izquierda que hacía la carretera y que ponía frente a nosotros las montañas en las que terminaba nuestro viaje, una curva que aprovechábamos para dejarnos llevar por la inercia y amontonarnos entre risas unos encima de otros. Pero yo recuerdo que, al menos alguno de aquellos episodios, ocurría en un pueblo. Es decir, en una travesía. Examinando un mapa, descubrí que el pueblo que mejor se ajusta a los recuerdos de César es Camarzana.

Hace unos días leí que en Camarzana se han descubierto los restos de una villa romana que yace bajo el pueblo. Una villa que quedó abandonada a finales del siglo V. Cientos de años más tarde, se fundó el pueblo encima. Más de mil quinientos años después, todas las casas del pueblo aún tienen sus muros alineados con los de la villa.

En este yacimiento han aparecido numerosos mosaicos romanos. El motivo de uno de ellos, el más grande, que adornaba el suelo del peristilo de la villa, es Orfeo, el dios cuya música exaltaba a todas las criaturas. Más exactamente, Orfeo y los animales, una alegoría que representa los estados por los que pasa el alma en la peregrinación que culmina en la inmortalidad. Todavía no se ha excavado por completo, pero se sospecha que el punto central del mosaico se encuentra debajo de la carretera.

LA ISLA DE LOS MUERTOS

La Biblia dice que el remordimiento y el arrepentimiento pueden cambiar el pasado. O debería decirlo. Yo soy hija de Amancio, el cabrero. Cuando murió mi padre nos fuimos muy largo de aquí, a un pueblo que está a diez leguas. Pero desde entonces todos los años vengo en julio, andando, cuando más aprieta el calor, a visitar el cementerio. Yo he visto cómo el pueblo se iba despoblando, cómo iba quedando abandonado. Esta era nuestra casa. Ya ven cómo la ha invadido la vegetación. Las zarzas han saltado las tapias del huerto y han entrado por debajo de la puerta y por el tejado. Han metido los dedos en las grietas y en los agujeros para hacerlos grandes. Toda esta maleza se alimenta de tiempo. Y aquí hay mucho. ¿Verdad que parecen pensamientos atormentados? Qué hermosa y qué insensata es la naturaleza. Yo creo que cuando nos morimos nuestra memoria se queda en el mundo y que tarde o temprano asoma a través de algún cuerpo, de algún objeto. Se hace visible. La tierra recuerda a quienes la han pisado. Las personas son fantasmas que se hacen materiales. Y aunque sean materiales, son fantasmas. A mí me gustaría cambiar el pasado. Dejar otra memoria. Hace poco mi nieta me leyó la historia de un hombre que quería haber ido a Marte. No que quería “ir”. Sino “haber ido”. Le implantaban en el cerebro un paquete de recuerdos y desde entonces “había estado” en Marte. Cambiar la memoria equivale a viajar en el tiempo hacia el pasado y modificarlo. Los efectos son los mismos. Quizá un cambio en la memoria modifique realmente el pasado. Y eso es lo que hace el remordimiento. Yo, aquí, de niña, tenía dos amigas. Una buena y otra mala. La mala se llamaba Manuela y era algo mayor que yo. Alta, huesuda, con dos pechitos puntiagudos, como dos gritos histéricos, simpática, muy ocurrente. Nunca te aburrías con ella. La buena era muy buena, de verdad. Se llamaba Bea y vivía con sus abuelos. Era unos años más pequeña que nosotras. A Manuela y a mí nos gustaba hacerla sufrir. No la odiábamos. Lo hacíamos por divertirnos. Bea no tenía con quién ir, por eso siempre estaba con nosotras. Debía de pensar que con el tiempo la querríamos. Una vez nos pillaron robando fruta en un huerto. Bueno, realmente nos pillaron a Manuela y a mí, pues Bea no quiso entrar. Se quedó fuera. El dueño nos pilló a las tres y nos dio unos azotes que aún me duelen. Bea podía haber dicho la verdad y haberse salvado, pero no quiso acusarnos, y aguantó los golpes sin quejarse. Esa superioridad nos dolió más que los golpes. Desde ese día la odiamos. Le dijimos que no volviese con nosotras. Claramente, sin equívocos. Que no éramos sus amigas. Que no la queríamos. Que no la quería nadie, añadimos al final, para hacerle más daño. Muchas veces íbamos a jugar a un sitio que llamábamos “La isla de los muertos”, no sé por qué fantasía infantil. Era un redondel despejado y rodeado de árboles (creo que eran fresnos) en medio del campo. Sí, es verdad, tenía algo de isla. Allí era donde los "ricos" (por llamarlos de alguna forma, pues no eran ricos, de ninguna manera) tiraban lo que ya no les servía. No la basura, porque la basura se tiraba en los corrales para que se amasase con el estiércol de los animales, que era con lo que se abonaban las tierras. En “La isla de los muertos” tiraban los ricos lo que les estorbaba. Los pobres no tiraban nada. Todo les servía. Y los ricos, no es que tirasen maravillas, pues casi siempre eran cajas, cosas rotas y trastos sin utilidad, pero para nuestros ojos infantiles eran tesoros con los que jugábamos durante meses. Recuerdo una mecedora muy rota, que se ladeaba violenta, peligrosamente, en cuanto te sentabas en ella, y que fue lo único que llenó nuestras vidas durante mucho tiempo. O una jaula con barrotes dorados, muchos de ellos rotos, en la que, como estábamos impacientes por estrenarla y no teníamos ningún pájaro, metimos a un gato, al que tuvimos encerrado muchos días, hasta que consiguió escaparse entre unos barrotes, esquelético, pues no consintió en comer lo que le ofrecíamos. Un día Bea encontró una muñeca con el cuerpo de trapo y la cabeza de cartón. Estaba calva, vieja, sucia y tenía muchos rotos... Pero era preciosa. Nunca habíamos visto una muñeca. Nunca. Bea la miraba como si fuera una aparición. Le volvimos a decir que no viniera con nosotras. Que no era nuestra amiga. “Tú estás sola”, le dijimos. Pero la veíamos jugar con la muñeca y comprendíamos que no estaba sola. No podíamos soportarlo. Unos días después conseguimos convencerla de que la muñeca tenía la cara muy sucia y debía lavársela. La acompañamos a la fuente. Nosotras sabíamos lo que le iba a pasar al cartón de la cara. Con qué alegría vimos cómo se le ablandaba y se le deformaba. Parecía un monstruo. “Yo creo que se ha muerto”, le dijo Manuela. Bea se marchó corriendo. Por la noche los abuelos nos preguntaron por ella. No había vuelto a casa. El pueblo entero la buscó durante toda la noche. Nosotras nos unimos a la búsqueda por la mañana. Decíamos que se había escondido. Que estaba triste y no quería ver a nadie. Sin embargo, el primer sitio en el que buscamos fue el pozo de la señora Quintina, el lugar que más miedo nos daba del mundo. Nos asomamos a la tapia y vimos su pelo flotando. Pensamos que se lo había cortado y lo había tirado allí como un sacrificio ofrecido a su muñeca calva. Pero debajo estaba el resto del cuerpo. La muñeca no apareció nunca. Fue un 15 de julio. Siempre que visito el cementerio pienso lo mismo: Qué tumba tan pequeña. En esta casa vivía. Muchas veces entro y camino en penumbra hasta la cocina. Sigue habiendo moscas. Quizá son recuerdos. La última en morir fue la abuela, una vieja que siempre nos daba el mismo consejo: no recéis a San Antonio, que es un santo muy vengatible. Aún está aquí todo lo que tenía: una silla, una estampa de la Virgen y una jarra de agua. Parece que las tres cosas están en el pasado. Las toco y siento que toco aquellos días. La cosa más increíble del mundo es lo que pasa con las personas con las que estamos a diario, las que siempre están presentes, siempre a la vista, las que no hay que buscar. Pasa lo mismo con esos cultivos que se extienden hasta más allá del horizonte y que cuando los atravesamos en coche estamos viendo durante horas y horas, kilómetros y kilómetros, interminablemente, hasta que de pronto ocurre lo más extraordinario: se acaban.

CUATRO FÁBULAS

“Contra la seriedad, la risa. Pero contra la risa, la seriedad.”

Gorgias

1. Escribir

Stevenson se encontraba escribiendo aquella fábula protagonizada por un objeto cuya posesión proporciona al propietario la satisfacción de todos sus deseos, pero que hay que vender antes de morir por un precio inferior al de la compra para evitar la condenación eterna.

Stevenson quería llegar al límite. Saber qué haría el hombre al que se le ofreciese el objeto por la última fracción de moneda existente, el hombre que supiese que no iba a poder venderlo. Lo consultó con Lloyd Osbourne, su hijastro. “Ese último hombre”, opinó Lloyd, “no querrá comprarlo, eso está claro. Pero tampoco lo querrá el penúltimo, porque sabrá que nadie se lo compraría a él. Y del mismo modo, si el penúltimo no lo quiere, el antepenúltimo tampoco, porque tampoco encontraría comprador. Y retrocediendo así, nadie lo querría comprar.” “Tu razonamiento, Lloyd, es impecable. Pero no resuelve nada. Solo es un razonamiento. ¿Cuál crees tú, de verdad, que no lo compraría?”. Lloyd lo meditó. “Tú nos sabrás convencer de que ninguno.”

2. Descubrimiento

–Durante tu instrucción –le dijo el chamán al aprendiz, en medio de la selva–, lo que más a menudo vas a hacer es caminar por el reino de los espíritus. Al principio, conmigo. Después, con los que a mí me acompañaron. Y finalmente, solo.

–¿Cuál será mi objetivo?

–Ninguno. Solo tienes que mirar. No te puedo adelantar lo que vas a ver, porque el mundo está en perpetuo cambio. Verás cosas que yo no vi. Y no verás cosas que yo vi. Tendrás, como yo tuve, una ventaja sobre el primer brujo. Cuando en la Tierra cada planta era la primera planta y los animales aún no habían tenido descendencia y los hombres no sabían nada, tu primer antepasado se echó al camino, con temor, forzado por el hambre de la tribu, pues ni plantas ni animales consentían en servir al hombre. Remontó el gran río, atravesó las montañas y dejó atrás las grandes llanuras, siempre en busca de algo que no se negase a obedecerle. Llegó desnudo al país del frío y las tormentas. Una mañana, a punto de rendirse y darse media vuelta, se encontró, asombrado, con las almas de todos los miembros de su tribu, separadas de sus cuerpos, independientes de ellos, graves, solemnes, formando un rebaño. Aquel mono asustado, que solo buscaba algo de comer, ignoraba que había descubierto, sin buscarlo, que era inmortal.

3. Final

Tras la batalla, los ángeles consiguieron atravesar los nueve puentes, descerrajar los portones y hacerse con el control de la fortaleza del Infierno. Todos los cautivos recibieron la liberación con entusiasmo. Hasta que se organizó el traslado, la multitud aguardó ociosa, repartida en grupos de todos los tamaños, que paseaban, conversaban...

Cuando partieron los primeros convoyes y se produjeron las primeras separaciones y despedidas, muchos fueron conscientes de que no volverían a encontrarse. Entonces vieron aquel lugar con nostalgia y en el último momento se rebelaron y combatieron para no abandonarlo.

4. Alma

Un hombre fue a la guerra y se llevó a su perro. El perro, que siguió llevando una vida muy parecida a la de casa, ignoraba que estaba en la guerra. El campo de batalla no era más que campo. Comía las mismas sobras. Ladraba al silbido de las balas que pasaban por encima, como insectos.

 

El día que mataron a su dueño hubo retirada. El campamento fue abandonado. No dio tiempo a recoger los cuerpos. El perro montó guardia junto al cadáver de su amo. A la mañana del segundo día, los buitres comenzaron a acercarse. Cuando se aproximaban mucho, el perro se arrancaba contra ellos y los espantaba. A cinco metros escasos corría un arroyo. El animal tenía sed. Si se acercaba al agua, los buitres corrían hacia el cadáver. Entonces, antes de conseguir llegar al arroyo, el perro daba media vuelta para ahuyentarlos.

Una mañana el aire rizaba lo que desde lejos parecía un montón de ropa vieja. Los buitres lo miraban, todavía quietos.

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