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100 Clásicos de la Literatura

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Pero tuvimos un accidente, y aquello nos arruinó todos los planes: La vieja pipa hecha de mazorca de maíz de Tom se había gastado tanto, estaba tan hinchada y alabeada, que ya no se podía sostener más, las cuerdas y tiras se habían roto todas y había quedado hecha trizas. Tom dijo que no sabía qué hacer. La pipa del profesor tampoco le servía, pues era un verdadero desastre; además si uno se ha acostumbrado a la pipa de mazorca de maíz, sabe que es muchísimo mejor que cualquier otra pipa del mundo y que no puede fumar en ninguna otra. Tampoco podía fumar en la mía, no pude persuadirle de hacerlo. Así estaban las cosas.

Se lo pensó varias veces, y dijo que debíamos volver para ver si podíamos conseguir una en Egipto o en Arabia o en algún país de los alrededores, pero el guía dijo que no, que no serviría de nada, que por allí no las tendrían. Así que Tom se sintió muy triste durante un ratito, pero luego volvió a alegrarse, pues se le había ocurrido una idea genial. Entonces dijo:

—Tengo otra pipa de maíz, y además está en muy buenas condiciones, es casi nueva. Está en la viga de la estufa de la cocina de mi casa, en el pueblo. Jim, coge al guía y vete a buscarla. Huck y yo acamparemos en el monte Sinaí, hasta que regreses.

—Pero, amo Tom, nunca podríamoj encontrar el pueblo. Podría encontrar la pipa, porque conoco la cosina, pero ¡demonio!, nunca podríamoj encontrar el pueblo, ni St. Louis, ni ninguno de eso lugare. No conosemoj el camino, amo Tom.

Así estaban las cosas, y aquello dejó perplejo a Tom durante otro minuto. Luego dijo:

—A ver, seguro que puede hacerse; y yo te diré cómo: Coges el compás y navegas en dirección Oeste a la velocidad del rayo, hasta que te encuentres con los Estados Unidos. No puede haber ningún problema, porque es la primera tierra con la que te vas a encontrar al otro lado del Atlántico. Si todavía es de día cuando llegues, entonces te diriges derecho hasta la costa oeste de Florida, y en una hora y tres cuartos llegarás a la desembocadura del Misisipi…, a la velocidad que ya te indicaré. Estarás tan alto en el cielo, que la tierra se te curvará considerablemente…, como si fuera una batea dada vuelta boca abajo; entonces verás un montón de ríos arrastrándose por los alrededores, mucho antes de que llegues allí, así que podrás encontrar el Misisipi sin ningún problema. Luego sigues el río en dirección norte durante otra hora y tres cuartos y verás Ohio; luego tienes que mirar bien, porque ya te estás acercando. Más adelante, a tu izquierda, verás otra hebra que se acerca: ése es el Missouri, y se encuentra un poquito más arriba de St. Louis. Entonces disminuye la velocidad, para que puedas ir examinando los pueblos que se dispersan por el territorio. Pasarás cerca de unos veinticinco pueblos en los siguientes cincuenta minutos, y reconocerás el nuestro en cuanto lo veas: si no lo haces, no tienes más que gritar hacia abajo y preguntar.

—Si ej así de fásil, amo Tom, me parese que podremoj haserlo…, sí señó, sé que podremo.

El guía también estaba seguro de ello, y pensó que podría aprender a hacer su correspondiente guardia en poco tiempo.

—Jim, puedes aprender a manejarlo todo en media hora —le dijo Tom—. Este globo es tan fácil de dirigir como una canoa.

Tom extrajo una carta de navegación y señaló el recorrido. Luego lo midió, y dijo:

—Éste es el camino más corto en dirección al Oeste, ¿lo ves? Está a sólo once mil kilómetros. Si fueras hacia el Este, dando toda la vuelta, sería el doble de distancia.

Entonces, dirigiéndose al guía, dijo:

—Quiero que ambos vigiléis el catavientos durante todas las guardias, y cada vez que marque más de cuatrocientos kilómetros por hora subiréis o bajaréis hasta encontraros con una corriente atmosférica que os empuje en vuestra dirección. Aun sin viento a favor, este globo puede alcanzar esa velocidad. Podréis encontrar tormentas de trescientos por hora, cada vez que queráis rastrearlas.

—Las rastrearemos, señor.

—Procurad hacerlo. Algunas veces tendréis que subir un poco, y hará un frío atroz, pero la mayoría de las veces encontraréis la tormenta mucho más abajo. Si podéis encontrar un ciclón…, ¡ése será vuestro billete de vuelta! En los libros del profesor podréis comprobar que hay muchos que viajan en esas latitudes, y también lo hacen bastante más abajo.

Entonces se dio una idea del tiempo que les llevaría hacer la travesía y dijo:

—Once mil kilómetros, a cuatrocientos kilómetros por hora…, podríais hacer el viaje en un día…, veinticuatro horas o poco más. Hoy es jueves; estaréis de vuelta para el sábado por la tarde. Venga, ahora dejadnos unas mantas, comida, libros y cosas para Huck y para mí, y ya podéis marcharos. No perdáis el tiempo tonteando: quiero fumar un rato, y cuanto más rápido vayáis a buscar la pipa, mejor será.

Todos pusieron manos a la obra y en ocho minutos el globo estaba listo para marcharse a América. Así que nos estrechamos la manos y nos dijimos adiós, y Tom dio las últimas órdenes:

—Ahora son las dos menos diez, según la hora del Monte Sinaí. En veinticuatro horas estaréis en casa: allí serán las seis de la mañana, según la hora del pueblo. Cuando lleguéis al pueblo, aterrizad un poquito más atrás de la cumbre de la colina, en el bosque, fuera del alcance de la vista de todos; entonces Jim, te bajas corriendo, llevas estas cartas a la oficina de correos, y procura que nadie esté dando vueltas por allí, y tápate la cara para que no te vean. Entonces te vas hasta la cocina de casa, coges la pipa, dejas este papel sobre la mesa de la cocina —ponle algo encima para que no se vuele—, y luego vete sigilosamente manteniéndote fuera de la vista de la Tía Polly y de todos los demás. Entonces te subes de un salto al globo y pones rumbo al Monte Sinaí, a la misma velocidad. No habrás perdido más de una hora. Podrás emprender el regreso a eso de las siete u ocho de la mañana, según la hora del pueblo, y estar de vuelta aquí en veinticuatro horas, para llegar a las dos o tres de la mañana, según la hora del Monte Sinaí.

Tom nos leyó el papel que había escrito para dejar encima de la mesa:

MARTES POR LA TARDE. Tom Sawyer, el eronauta, envía su cariño a su tía Polly desde el Monte Sinaí, en donde estuvo el Arca. Huck Finn también. Este mensaje le llegará mañana por la mañana a las seis y media.

Tom Sawyer, el eronauta.

—Esto hará que los ojos se le pongan como platos, y se le llenen de lágrimas —dijo Tom. Luego agregó—: ¡Listos! Uno…, dos…, tres…, ¡fuera!

Y allá se marcharon. ¡Vaya! El globo quedó fuera de nuestra vista en un segundo.

Tom y yo encontramos una cueva de lo más cómodo, que miraba a la gran llanura, y allí acampamos esperando la pipa.

El globo estuvo de vuelta muy pronto, con la pipa; pero la Tía Polly había pescado a Jim cuando se estaba subiendo al globo, y todo el mundo puede imaginarse lo que ocurrió: envió a buscar a Tom. Así que Jim dijo:

—Amo Tom, ‘stá fuera en el porche, con la vista fija en el sielo, esperándote, y no se moverá de allí hasta que te ponga la manoj ensima. Va’habé poblema, amo Tom, claro que sí.

Así que nos largamos a casa. Nadie se sentía demasiado alegre: nadie.

LA PRINCESA DE BABILONIA

VOLTAIRE

I

El anciano Belus, rey de Babilonia, se creía el hombre más importante de la tierra, ya que todos sus cortesanos se lo decían y todos sus historiadores se lo probaban. Esta ridiculez podía disculpársele porque, efectivamente, sus antecesores habían construido más de treinta mil años atrás Babilonia y él la había embellecido. Se sabe que su palacio y su parque, situados a algunas parasangas de Babilonia, se extendían entre el Éufrates y el Tigris, que bañaban estas riberas encantadas. Su vasta mansión de tres mil pasos de frente se elevaba hasta las nubes. Su plataforma estaba rodeada por una balaustrada de mármol blanco, de cincuenta pies de altura, que sostenía las estatuas de todos los reyes y todos los hombres célebres del imperio. Esta plataforma, compuesta de dos hileras de ladrillos recubiertos por una espesa capa de plomo de una extremidad a la otra, soportaba doce pies de tierra y sobre esta tierra se habían sembrado bosques de olivos, de naranjos, de limoneros, de palmeras, de claveros, de cocoteros, de canelos, que formaban avenidas impenetrables para los rayos del sol.

Las aguas del Éufrates, elevadas por medio de bombas dentro de cien columnas huecas, llegaban a esos jardines para llenar vastos estanques de mármol y, cayendo luego a otros canales, iban a formar en el parque cascadas de seis mil pies de largo y cien mil surtidores cuya altura apenas podía percibirse, luego volvían al Éufrates, de donde habían partido. Los jardines de Semiramis, que asombraron al Asia varios siglos después, no eran más que una débil imitación de estas antiguas maravillas: porque, en el tiempo de Semiramis, todo comenzaba a degenerarse, tanto entre los hombres como entre las mujeres.

Pero lo más admirable que había en Babilonia, lo que eclipsaba todo el resto, era la hija única del rey, llamada Formosanta . Con el correr de los siglos, inspirándose en sus retratos y estatuas, Praxíteles esculpió su Afrodita y aquella que fue llamada la Venus de hermosas nalgas. ¡Qué diferencia! ¡Oh cielos, del original a las copias! Y era por eso que Belus se sentía más orgulloso de su hija que de su reino. Tenía. dieciocho años: necesitaba un marido digno de ella, pero, ¿dónde hallarlo? Un antiguo oráculo había dicho que Formosanta sólo podía pertenecer a aquel que tendiese el arco de Nemrod. Este Nemrod, poderoso cazador ante el Señor, había dejado un arco de siete pies babilónicos de altura, de una madera de ébano más dura que el hierro del Cáucaso, el que es trabajado en las forjas de Derbent , y ningún mortal desde Nemrod, había podido tensar este arco maravilloso.

 

Había sido dicho, además, que el brazo que tendiese este arco debía matar al león más terrible y peligroso que fuese soltado en el circo de Babilonia. Aquello no era todo: el que tensase el arco, el vencedor del león, debía derrotar a todos sus rivales, pero debía ser sobre todo muy talentoso, ser el más magnífico de los hombres, el más virtuoso, y poseer la cosa más rara que hubiese en todo el universo.

Tres reyes se presentaron osando disputar a Formosanta: el faraón de Egipto, el Sha de las Indias y el gran Khan de los escitas. Belus eligió el día y, en la extremidad de su parque, designó el lugar del combate, en el vasto espacio bordeado por las aguas del Tigris y del Éufrates reunidas. Se levantó alrededor de la liza un anfiteatro de mármol que podía contener quinientos mil espectadores. Frente al anfiteatro se hallaba el trono del rey, el cual debía aparecer con Formosanta, acompañados con toda la corte, y a derecha e izquierda, entre el trono y el anfiteatro, se hallaban otros tronos y otros sitiales para los tres reyes y para todos los otros soberanos que sintieran curiosidad por venir a ver esta augusta ceremonia.

El rey de Egipto llegó primero, montado sobre el buey Apis, llevando en su mano el sistro de Isis. Lo seguían dos mil sacerdotes vestidos con ropajes de lino más blanco que la nieve, dos mil eunucos, dos mil magos y dos mil guerreros.

El rey de las Indias llegó poco después, en un carro arrastrado por doce elefantes. Tenía un cortejo aún más numeroso y más brillante que el del faraón de Egipto.

El último en aparecer fue el rey de los escitas. No llevaba tras él más que guerreros elegidos, armados de arcos y flechas. Su montura era un soberbio tigre que él había domado, tan alto como los más bellos caballos de Persia. La altura de este monarca, imponente y majestuosa, borraba la de sus rivales; sus brazos desnudos, tan nervudos como blancos, parecían tender ya el arco de Nemrod.

Los tres príncipes se prosternaron primero ante Belus y Formosanta. El rey de Egipto ofreció a la princesa los dos cocodrilos más bellos del Nilo, dos hipopótamos, dos cebras, dos ratas de Egipto y dos momias, junto con los libros del gran Hermes, que él creía eran lo más raro que existía sobre la tierra.

El rey de las Indias le ofreció cien elefantes que llevaban cada uno una torre de madera dorada y puso a sus pies el veda, escrito por la mano del mismo Xaca .

El rey de los escitas, que no sabía leer ni escribir, presentó cien caballos de batalla cubiertos por gualdrapas de pieles de zorros negros.

La princesa bajó los ojos ante sus pretendientes y se inclinó con una gracia tan modesta como noble. Belus hizo conducir a estos monarcas a los tronos que les habían sido preparados.

-¡Ojalá hubiese tres hijas! -les dijo-, así haría felices hoy a seis personas.

Luego hizo echar a suerte quién ensayaría primero el arco de Nemrod. Se colocaron en un casco de oro los nombres de los tres pretendientes. El del rey de Egipto salió primero, luego apareció el nombre del rey de las Indias. El rey escita, mirando el arco y a sus rivales, no lamentó en absoluto ser el tercero.

Mientras se preparaban estas brillantes pruebas, veinte mil pajes y veinte mil doncellas distribuyeron, sin confusión, refrescos a los espectadores entre las filas de asientos. Todo el mundo confesaba que los dioses sólo habían creado a los reyes para que ofreciesen fiestas todos los días, siempre que éstas fuesen diversas; que la vida es demasiado breve para utilizarla de otra manera, que los procesos, las intrigas, la guerra, las querellas entre los sacerdotes, que consumen la vida humana, son cosas absurdas y horribles, que el hombre no ha nacido sino para la alegría, que no le gustarían tan apasionada y continuamente los placeres si no hubiese sido ya conformado para ellos, que la esencia de la naturaleza humana es el goce y que todo el resto es locura. Esta excelente moral jamás ha sido desmentida, a no ser por los hechos.

Cuando iban a comenzar aquellas pruebas que decidirían la suerte de Formosanta, un joven desconocido montado sobre un unicornio, acompañado de su valet que iba montado de la misma manera y llevaba sobre su puño un gran pájaro, se presenta ante la barrera. Los guardias se asombraron de ver en semejante compañía a una figura que parecía una divinidad. Era, como después se dijo, el rostro de Adonis sobre el cuerpo de Hércules; era la majestad junto con la gracia. Sus cejas negras y sus rubios cabellos, mezcla de belleza desconocida en Babilonia, encantaron a toda la asamblea: todo el anfiteatro se puso de pie para admirarlo mejor; todas las mujeres de la corte fijaron sobre él miradas asombradas. La misma Formosanta, que siempre bajaba los ojos, los levantó y enrojeció; los tres reyes palidecieron; todos los espectadores comparando a Formosanta con el desconocido exclamaban:

-¡En todo el mundo sólo este joven es tan bello como la princesa!

Los ujieres, asombrados, le preguntaron si era rey. El extranjero repuso que no tenía ese honor, pero que por curiosidad había venido desde muy lejos para ver si existían reyes que fueran dignos de Formosanta. Se lo ubicó en la primera fila del anfiteatro, a él, a su valet, a sus dos unicornios y a su pájaro. Saludó profundamente a Belus, a su hija, a los tres reyes y a la asamblea. Luego ocupó su lugar sonrojándose, sus dos unicornios se acostaron a sus pies, su pájaro se posó sobre su espalda, y su criado, que llevaba una pequeña bolsa, se sentó a su lado.

Comenzaron las pruebas. Sacaron de su estuche el arco de Nemrod. El gran maestro de ceremonias, seguido de cincuenta pajes y precedido de veinte trompetas, lo presentó al rey de Egipto. Éste lo hizo bendecir por sus sacerdotes, y, posándose sobre la cabeza del buey Apis, no duda sobre que la primera victoria sea suya. Desciende al medio de la arena, lo intenta, agota sus fuerzas, hace contorsiones que excitan la risa del anfiteatro y que hacen sonreír hasta a la misma Formosanta.

Su capellán mayor se le acerca:

-Que su Majestad-le dice-renuncie a este vano honor, que sólo pertenece a los músculos y los nervios; triunfaréis en todo el resto. Venceréis al león, puesto que tenéis el sable de Osiris. La princesa de Babilonia debe pertenecer al príncipe que tenga mayor talento, y vos habéis adivinado los enigmas. Ella debe desposar al más virtuoso, vos lo sois, puesto que habéis sido educados por los sacerdotes de Egipto. El más generoso será quien triunfe, y vos le habéis regalado los más hermosos cocodrilos y las más hermosas ratas que se hallen en el Delta. Vos poseéis el buey Apis y los libros de Hermes, que son la cosa más rara del universo. Nadie puede disputaros a Formosanta.

-Tenéis razón-dijo el rey de Egipto y volvió a ubicarse sobre el trono.

Se colocó luego el arco en las manos del rey de las Indias, quien a causa de eso, tuvo luego ampollas en las manos durante quince días. Y se consoló suponiendo que el rey de los escitas no tendría más suerte que él.

Llegando su turno, el escita manipuló a su vez el arco. Unía la fuerza a la destreza; el arco pareció adquirir cierta elasticidad en sus manos, consiguió doblarlo un poco, pero nunca llegó a tensarlo. El anfiteatro, a quien el buen aspecto de este príncipe inspiraba inclinaciones favorables gimió ante su falta de éxito, y juzgó que la bella princesa no se casaría jamás.

Entonces el joven desconocido descendió de un salto a la arena y dirigiéndose al rey de los escitas dijo:

-Que su majestad no se sienta asombrado por no haber logrado un éxito absoluto. Estos arcos de ébano se hacen en mi país; existe una manera determinada de encararlos. Vos tenéis mucho mayor mérito por haber logrado doblarlo que el que puedo tener yo en tensarlo.

Inmediatamente tomó una flecha, la ajustó sobre la cuerda, tendió el arco de Nemrod e hizo volar la flecha mucho más allá de las barreras. Un millón de manos aplaudieron este prodigio. Babilonia resonó con las exclamaciones y las mujeres decían:

-¡Que fortuna que un mancebo tan hermoso tenga tanta fuerza!

Luego sacó de su bolsillo una plaquita de marfil, escribió sobre esta placa con una aguja de oro, ató la placa de marfil al arco, y presentó todo a la princesa con una gracia que encantaba a todos los asistentes. Luego fue modestamente a ubicarse en su lugar, entre su pájaro y su valet. Babilonia entera se sentía sorprendida, los tres reyes estaban confundidos pero el desconocido no pareció darse cuenta de ello.

Formosanta se sintió aun más sorprendida al leer sobre la plaqueta de marfil atada al arco estos breves versos escritos en lenguaje caldeo:

Si el arco de Nemrod lanza la guerra

Aviva el de Amor la suave dicha.

Vos lo tenéis. Por vos ese dios brilla

Y vence Y torna en dueño de la tierra.

Tres reyes poderosos, rivales hoy a muerte

Pretenden alto honor: el de agradaros.

No sé cuál preferís; más ese bravo

El Universo envidiará la suerte.

Este breve madrigal no disgustó a la princesa. Fue criticado por algunos señores de la vieja corte, que dijeron que otrora, en los buenos tiempos, se hubiese comparado a Belus con el sol y a Formosanta con la luna, su cuello con una torre, y su pecho con un celemín de harina. Dijeron que el extranjero no tenía imaginación, que se apartaba de las reglas de la verdadera poesía, pero todas las damas juzgaron que estos versos eran muy galantes. Se sorprendieron de que un hombre que tendía tan bien el arco tuviese tanto ingenio. La dama de honor de la princesa le dijo:

-Señora he aquí mucho talento desperdiciado. ¿Para qué le servirán a este mancebo su ingenio y el arco de Belus?

-Para ser admirado -repuso Formosanta. -¡Ah! -se dijo entre dientes la dama de lionor-, un madrigal más y podría ser amado. Mientras tanto Belus, luego de haber consultado a sus magos, declaró que, si bien ninguno de los tres reyes había podido tender el arco de Nemrod, no era ésta razón suficiente para que su hija no se casara, y que ella pertenecería a aquel que lograrse abatir al gran león que expresamente criaba en su casa de fieras. El rey de Egipto, que había sido educado en la sabiduría de su país, halló muy ridículo que un rey se expusiera a las fieras para poder cazarlo. Reconocía que la posesión de Formosanta era algo muy valioso, pero pensaba que si el león lo mataba no podría jamás desposar a esta hermosa babilónica. El rey de las Indias compartió el sentimiento del egipcio. Ambos llegaron a la conclusión de que el rey de Babilonia se burlaba de ellos, que debían llamar a sus ejércitos para castigarlo, que tenían bastantes súbditos que se sentirían muy honrados de morir al servicio de sus señores, sin que esto costara un cabello de sus sacrosantas cabezas, que destronarían con facilidad al rey de Babilonia y luego echarían a suerte a la hermosa Formosanta.

Habiendo llegado a este acuerdo, los dos reyes enviaron cada uno a su país una orden expresa de reunir un ejército de trescientos mil hombres para raptar a Formosanta.

Mientras tanto el rey de los escitas descendió solo a la arena cimitarra en mano. No se sentía perdidamente enamorado de los encantos de Formosanta: la gloria había sido hasta ese momento su única pasión, ella había sido quien lo había conducido hasta Babilonia. Quería que se viera que si los reyes de India y de Egipto eran lo bastante prudentes como para no comprometerse con los leones, él era lo suficientemente valeroso como para no desdeñar este combate, y que repararía el honor de la corona. Su raro valor no le permite siquiera servirse de la ayuda de su tigre. Se adelanta sólo, livianamente armado, cubierto con un casco de acero guarnecido de oro y sombreado por tres penachos de crines blancas como la nieve.

Lanzan el león más enorme que se haya criado jamás en las montañas del Antilíbano contra él. Sus terribles garras parecían capaces de desgarrar a los tres reyes a la vez, y sus enormes fauces, de devorarlos. Sus horribles rugidos hacían vibrar el anfiteatro. Los dos fieros campeones se precipitan uno contra otro en rápida carrera. El valiente escita hunde su espada en las fauces del león, pero la punta, chocando contra uno de esos dientes durísimos que nada puede perforar, se quiebra en astillas, y el monstruo de las selvas, furioso por su herida, imprime ya la marca de sus uñas sangrientas en los flancos del monarca.

El joven desconocido, conmovido por el peligro que corre un príncipe tan valiente, se lanza a la arena más rápido que un rayo, corta la cabeza del león con la misma destreza de que luego hicieron gala en nuestras calesitas los jóvenes caballeros, diestros en arrancar cabezas de moros, o sortijas.

 

Luego, sacando una cajita, la presenta al rey escita, diciéndole:

-Su Majestad hallará en esta cajita un bálsamo verdadero que crece en mi país. Vuestras gloriosas heridas se curarán en un instante. Sólo el azar os ha impedido triunfar sobre el león, vuestro valor no es por ellos menos admirable.

El rey escita, más inclinado al reconocimiento que a la envidia, agradeció a su liberador y, luego de haberlo abrazado afectuosamente, volvió a su tienda para aplicar el bálsamo sobre sus heridas.

El desconocido entregó la cabeza del león a su criado, y éste, luego de haberla lavado en la gran fuente que estaba bajo el anfiteatro, y haber dejado que manara toda la sangre, tomando un hierro de su bolsita, arrancó los cuarenta dientes del león y colocó en su lugar cuarenta diamantes de igual tamaño.

Su señor con su habitual modestia volvió a colocarse en su lugar y entregó la cabeza del león a su pájaro:

-Hermoso pájaro -dijo-, ve a llevar a los pies de Formosanta este humilde homenaje.

El pájaro parte, llevando en una de sus garras el terrible trofeo; lo presenta a la princesa inclinando humildemente el cuello y prosternándose ante ella. Los cuarenta brillantes deslumbraron todos los ojos. Aún no se conocía esta magnificencia en la soberbia Babilonia: la esmeralda, el topacio, el zafiro y el granate eran considerados como los más bellos aderezos; Belus y su corte se sentían llenos de admiración. El pájaro que entregaba este homenaje los sorprendió más aún. Era del tamaño de un águila, pero sus ojos eran tan dulces y tiernos como fieros y amenazadores son los del águila. Su pico era de color rosa y parecía asemejarse en algo a la boca de Formosanta. Su cuello reunía todos los colores del arco iris, pero más vivos y brillantes. El oro en sus mil matices chispeaba en su plumaje. Sus patas parecían una mezcla de plata y púrpura, y la cola de los hermosos pájaros que luego se uncieron al carro de Juno no era tan hermosa como la suya.

La atención, la curiosidad, el asombro, el éxtasis de toda la corte se dividían entre los cuarenta diamantes y el pájaro. Se había posado sobre la balaustrada, entre Belus y su hija Formosanta; ella lo acariciaba, lo halagaba, lo besaba. Él parecía recibir sus caricias con un placer mezclado con respeto. Cuando la princesa le daba besos se los devolvía y luego la miraba con ojos enternecidos. Recibía de ella bizcochos y pistachos que tomaba con su pata purpúrea y plateada, llevándolos a su pico con gracia inexpresable.

Belus, que había examinado con atención los diamantes, juzgaba que una de sus provincias apenas podría pagar un presente tan rico. Ordenó que se prepararan para el desconocido presente aún más magníficos que los que habían destinado a los tres monarcas.

-Este mancebo -decía- es sin duda el hijo del rey de la China, o de esa parte del mundo llamada Europa, de la que he oído hablar, o del África, que es, según se dice, vecina del reino de Egipto.

Envió de inmediato a su gran escudero para que llevase sus parabienes al desconocido y para que le preguntase si era soberano de alguno de estos imperios, y por qué, poseyendo tan inmensos tesoros, había venido solo con un escudero y un bolso tan pequeño. Mientras que el escudero se adelantaba hacia el anfiteatro para cumplir su cometido, llegó otro valet sobre un unicornio. Este criado dirigiendo la palabra al mancebo, le dijo:

-Ormar, vuestro padre llega al final de sus días, he venido a advertiros.

El desconocido elevó sus ojos al cielo, derramó algunas lágrimas y sólo respondió con esta palabra: -Partamos.

El gran escudero, luego de haber dado los parabienes de Belus al vencedor del león, al donador de los cuarenta diamantes, al dueño del hermoso pájaro, preguntó al criado de qué reino era soberano el padre de este joven héroe. El valet respondió:

-Su padre es un viejo pastor muy amado en su región.

Durante esta breve conversación el joven ya había montado sobre el unicornio. Dijo al gran escudero:

-¡Señor, dignaos ponerme a los pies de Belus y de su hija! Oso suplicarle tener gran cuidado del pájaro que le dejo; es tan único como ella.

Diciendo estas palabras partió como un rayo; sus dos valets lo siguieron y se perdió de vista. Formosanta no pudo evitar lanzar un fuerte grito. El pájaro volviéndose hacia el anfiteatro donde su amigo estaba sentado, pareció muy afligido de no volver a verlo. Luego mirando fijamente a la princesa, y frotando suavemente su hermosa mano con su pico, pareció consagrarse a su servicio.

Belus, más asombrado que nunca, al saber que este joven tan extraordinario era hijo de un pastor, no pudo creerlo. Ordenó que corriesen tras él, pero pronto regresaron diciéndole que los unicornios sobre los cuales los hombres montaban no podían ser alcanzados, y que, con el galope que llevaban debían hacer cien leguas por día.

II

Todo el mundo pensaba en esta extraña aventura, y se agotaba en vanas conjeturas. ¿Cómo puede el hijo de un pastor regalar cuarenta grandes diamantes? ¿Por qué monta sobre un unicornio? Nadie lo comprendía y Formosanta, acariciando su pájaro estaba sumida en un ensueño profundo.

La princesa Aldé, su prima segunda, de formas casi tan bellas como Formosanta, le dijo:

-Prima mía, no sé si este joven semidiós es el hijo de un pastor, pero me parece que ha cumplido todas las condiciones relacionadas con vuestro matrimonio. Tensó el arco de Nemrod, venció al león, tiene mucho talento puesto que improvisó para vos una composición muy hermosa. Luego de los cuarenta diamantes que os ha regalado no podéis negar que sea el más generoso de los hombres. Poseía con su pájaro, lo más raro que existe en el mundo. Su virtud no tiene igual, puesto que pudiendo quedarse junto a vos, partió sin vacilar apenas supo que su padre se hallaba enfermo. El oráculo ha sido cumplido en todos sus puntos excepto en el que exige que venza a sus rivales. Pero ha hecho más, ha salvado la vida del único competidor que pudiera temer, y en cuanto a batir a los otros creo que no dudaréis que lo logrará fácilmente.

-Todo lo que me decís es bien cierto -repuso Formosanta- pero, ¿es posible que el más grande de los hombres, y quizá también el más amable, sea el hijo de un pastor?

La dama de honor, interviniendo en la conversación, dijo que muy a menudo esta palabra pastor se aplica a los reyes, que se los llamaba pastores porque están siempre listos para esquilar a su rebaño, que sin duda se trataba de una chanza de mal gusto de su valet, que este joven héroe, debía haber venido tan mal acompañado sólo para hacer notar que por su solo mérito se hallaba sobre el fasto de los reyes y para no deber Formosanta más que a sí mismo. La princesa sólo respondió dando a su pájaro mil tiernos besos.

Mientras, se preparaba un gran festín para los tres grandes reyes, y para todos los príncipes que habían venido a la fiesta. La hija y la sobrina del rey debían hacer los honores. Se llevaban a los reyes Ì presentes dignos de la magnificencia de Babilonia. Belus, mientras aguardaba que el banquete fuera servido, reunió su consejo para tratar el casamiento de la bella Formosanta y he aquí lo que, como gran político, dijo:

-Soy viejo, no sé ya qué hacer, ni a quién dar a mi hija. El que la merecía es un vil pastor, el rey de Egipto y el de Indias son unos cobardes; el rey de los escitas me parece bastante conveniente, pero no cumplió con ninguna de las condiciones impuestas. Voy a consultar nuevamente el oráculo. Mientras me aguardáis, deliberad y actuaremos siguiendo lo que el oráculo haya dicho; porque un rey debe sólo ajustar su conducta a las órdenes expresas de los dioses inmortales.

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