Novelistas Imprescindibles - Émile Zola

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Из серии: Novelistas Imprescindibles #45
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Alicia hacía signos de aprobación con la cabeza, mientras Enrique y Leonor, asustados de ver furiosa a su madre, lloraban en silencio. La mujer de Maheu enumeraba sus desventuras; en primer lugar, Zacarías, que se había casado; luego el abuelo, que estaba allí clavado en una silla, sin poder mover las piernas; después Juan, que no podría salir de su cuarto hasta dentro de unos días, según el médico, y, por fin, el último golpe dado por aquella bribona de Catalina que se iba a vivir con un hombre. Toda la familia se desmoronaba. Ya no quedaba más que el padre para trabajar. ¿Cómo iban a vivir siete personas, sin contar a Estrella, con los tres francos de Maheu?

—No se adelanta nada con que gruñas —dijo Maheu con voz sorda—. Todavía podíamos estar peor.

Esteban, que miraba al suelo, levantó la cabeza, y murmuró con la mirada fija en un punto de la sala, perdida en una visión del porvenir:

—¡Ah! ¡Ya es hora, ya es hora!

****


IV PARTE
I

Aquel lunes, los de Hennebeau tenían convidados a almorzar a los Grégoire y a su hija Cecilia. Se proyectaba un día muy divertido: después de almorzar, Pablo Négrel acompañaría a las señoras a visitar una mina titulada Santo Tomás, que acababa de ser instalada con mucho lujo. Pero aquello era sólo un pretexto inventado por la señora de Hennebeau para precipitar los sucesos en el asunto de la boda de Pablo y de Cecilia.

Y precisamente aquel lunes, a las cuatro de la mañana, se había declarado la huelga. Cuando el 1.º de diciembre la Compañía, cumpliendo lo que había dicho, empezó a poner en práctica su nuevo sistema de pagos, los mineros permanecieron tranquilos. Al final de la quincena, cuando llegó el día de cobrar, ni uno solo de ellos formuló reclamación de ningún género. Todo el personal, desde el director hasta el último vigilante, creían de buena fe que la tarifa estaba aceptada; y, por lo tanto, fue mayor la sorpresa aquella mañana al presenciar la declaración de guerra; porque aquello era la señal de que los huelguistas se hallaban bien organizados y dirigidos.

A las cinco, Dansaert, en persona, fue a despertar al señor Hennebeau para decirle que ni siquiera un hombre había querido bajar a la mina Voreux. En el barrio de los Doscientos Cuarenta, por donde acababa de pasar, todos dormían tranquilamente, con las puertas y las ventanas cerradas.

Y una vez levantado el director, empezaron a llegar las mismas noticias de todas partes: cada cuarto de hora llegaban mensajeros llevándole partes y noticias escritas. Al principio tuvo la esperanza de que el levantamiento se redujera a la Voreux; pero los informes iban siendo cada vez más graves: en Crevecoeur y en Miron nadie había querido trabajar; en La Magdalena sólo se habían presentado los mozos de cuadra y los carreteros; en La Victoria y Feutry-Cantel, que eran las dos minas más disciplinadas, sólo una tercera parte de los obreros se prestaba a trabajar y únicamente en Santo Tomás se habían presentado todas las brigadas, como si los de aquella mina se hallaran fuera del movimiento general. Hasta las nueve estuvo dictando despachos telegráficos a todas partes, al gobernador de Lille y a los consejeros de Administración de la Compañía, dando noticia de la huelga a las autoridades, y pidiendo órdenes a sus jefes. Luego mandó a Négrel que recorriera todas las minas, para tener conocimiento exacto de los acontecimientos.

De pronto el señor Hennebeau pensó en el almuerzo; ya iba a enviar recado a los Grégoire, diciéndoles que se aplazaba el convite y el paseo, cuando se vio detenido por cierta vacilación, por cierta carencia de voluntad propia, él, que con unas cuantas frases cortas y enérgicas acababa de preparar militarmente un campo de batalla. Subió al tocador de su mujer, a quien una doncella estaba acabando de peinar.

—¡Ah! ¿Con que se han declarado en huelga? —dijo tranquilamente la señora, después de oír el relato que su marido le hacía—. Y a nosotros, ¿qué nos importa?... Supongo que no iremos a suspender el almuerzo... ¿eh?

Y se empeñó en que no había de aplazarse nada, ni mortificarse en lo más mínimo el programa para el día, por más que él le dijo que podía haber algún disgusto durante el almuerzo y que era imposible ir a la mina Santo Tomás, como se había convenido; ella encontraba respuesta a todo: ¿a qué echar a perder un almuerzo que estaban haciendo ya? En cuanto al paseo a Santo Tomás, se podía suprimir, si realmente era una imprudencia ir hasta allí.

—Además —añadió cuando la doncella se hubo retirado—, ya sabes en qué estriba mi empeño por recibir a esa gente. El casamiento de tu sobrino debiera interesarse más que las tonterías de tus trabajadores... Y, en fin, Yo deseo ir, y no debes contrariarme.

Él, ligeramente tembloroso, la miró, y su semblante enérgico y severo de hombre acostumbrado a mandar, expresó, durante unos cuantos segundos, el dolor de un corazón desgraciado. Estaba ella con los hombros al aire, en mangas de camisa, ya muy madura, pero incitante todavía. Por un momento debió de sentir el marido brutales deseos de cogerla por la cintura, y hundir la cabeza entre los dos abultados pechos, que ella lucía en aquella habitación templada, olorosa y de un lujo íntimo de mujer sensual, impregnada de un olor a esencias de tocador; pero retrocedió, y se contuvo. Hacía diez años que vivían en habitaciones separadas.

—Bueno —dijo al salir de la habitación—. No lo suspenderemos.

El señor de Hennebeau había nacido en un pueblo. Había tenido que Pasar por los difíciles comienzos de un muchacho pobre, lanzado en medio de la vida de París. Después de haber seguido con grandes trabajos la carrera de ingeniero de minas, había sido destinado, a los veinticuatro años de edad, de ingeniero a una mina llamada Santa Bárbara, en la Grand-Combe. Tres años después ascendió a ingeniero de división, siendo destinado al Pas-de-Calais, a las minas de Marles: allí fue donde se casó con la hija de un ricacho de Arras. Durante quince años el matrimonio vivió en aquella capital de provincia, sin que el menor acontecimiento, ni siquiera el nacimiento de un hijo, alterase la monotonía de su existencia. La señora de Hennebeau, acostumbrada a no tener que pensar en el dinero, empezó a sentir cierto misterioso desdén hacia aquel marido que estaba sujeto a un sueldo regular, ganado con gran trabajo, y que no le proporcionaba ninguna de las satisfacciones de vanidad que acariciara en sus sueños de colegiala. Él, que era un hombre de honradez acrisolada, no servía para especular, ni hacía más que cumplir con su deber militarmente, por decirlo así. De ahí había nacido el desacuerdo entre marido y mujer, agravado por una de esas equivocaciones de la carne que hielan a los temperamentos más ardientes; él adoraba a su mujer; ella era de una sensualidad jamás harta, y vivieron separados, mediando entre ambos cierto malestar y ciertas ofensas, a las que jamás aludían. Ella, desde entonces, tuvo un amante. Él lo ignoró.

Al cabo de algún tiempo, Hennebeau se decidió a dejar Pas-de-Calais y volver a París con un destino en el Ministerio de Obras Públicas, creyendo que su mujer se lo agradecería. Pero París debía determinar la separación completa; aquel París que ella deseaba desde que le compraron la primera muñeca, y en el cual perdió muy pronto el aire de pueblerino, convertida de repente en una mujer elegantísima, y lanzada a todas las locuras de la época. Los diez años que vivió en la capital estuvieron ocupados para ella por una gran pasión, unos amores conocidos públicamente, con un hombre cuyo abandono estuvo a punto de matarla. Aquella vez el marido no había podido permanecer ignorante, y después de una porción de escenas abominables que no son para contadas, se resignó con su desgracia, dominado por la frescura inconsciente de aquella rara mujer, que cogía la felicidad donde la encontraba. Poco tiempo después de aquella ruptura. Y viéndola enferma, Hennebeau aceptó la dirección de las minas de Montsou, con la esperanza de que en aquel retiro conseguiría corregirla.

Los de Hennebeau vivían hacía tres años en Montsou, y habían caído en el aburrimiento irritante de los primeros años de su matrimonio. Al principio ella pareció calmada en medio de tan gran tranquilidad, y se encerraba en su casa como mujer desengañada del mundo; afectaba tener el corazón muerto, y tanta despreocupación que hasta le tenía sin cuidado engordar. Luego, bajo aquella aparente indiferencia, se declaró una fiebre terrible, una necesidad imperiosa de vivir y de gozar, y una exaltación que creyó satisfacer ocupándose en arreglar y amueblar lujosamente la casa-palacio de la Dirección. Decía ella que estaba horrible, y la llenó de tapices, de juguetes, de objetos de arte y de un lujo tan extraordinario, que dio que hablar hasta en Lille. La vida en el desierto empezaba ya a exasperarla, y se aburría mortalmente en presencia de aquellas tristes campiñas, de aquellos caminos siempre sucios, sin un árbol que adornase el pueblo, habitado por la gentuza de las minas, que cada vez le era más antipática. Comenzaron las quejas del destierro; acusaba a su marido de haberla sacrificado al sueldo de cuarenta mil francos que le daban, y que, después de todo, era una miseria que apenas bastaba para vivir. ¿No debía haber imitado a otros compañeros suyos, exigiendo una parte en la Sociedad minera, obteniendo acciones, consiguiendo algo, en una palabra? E insistía con la crueldad propia de la mujer que ha aportado al matrimonio una fortuna. Él, siempre correcto, parapetado tras la mentida frialdad de hombre de Administración, ocultaba el deseo ardientísimo que tenía de poseer a aquella mujer, uno de esos deseos Injuriosos, más grandes cuanto más tardíos, y que crecen con la edad. Jamás la había poseído como amante, y todo su sueño dorado era que se le entregase una vez, una sola vez, como se había entregado a otros. Todas las mañanas soñaba con conquistarla aquella noche; luego, cuando ella le miraba fríamente, cuando comprendía que le era repulsivo, cuidaba de no tocarle ni siquiera la mano. Era un sufrimiento sin curación posible, oculto bajo la severidad de su actitud; el sufrimiento de un temperamento tierno en agonía continua y secreta por no haber encontrado la felicidad en el matrimonio. Al cabo de seis meses, cuando la casa, completamente arreglada, no sirvió de distracción a la señora de Hennebeau, ésta cayó de nuevo en la misma languidez, en el mismo aburrimiento de mujer a quien mata el destierro, y a todas horas decía que no le importaba morir.

 

Precisamente por entonces llegó a Montsou Pablo Négrel. Su madre, viuda de un capitán de marina, que vivía en Avignon de una manera modestísima, había tenido que imponerse terribles sacrificios para darle carrera. Salió de la Escuela Politécnica con tan mal expediente, que su tío, el señor Hennebeau, le aconsejó dejara la carrera, prometiéndole llevárselo de ingeniero a la Voreux.

Desde entonces se le trató en la casa como a un hijo; allí tuvo cuarto, allí comió, allí vivió, lo que le permitía enviar a su madre la mitad de su sueldo de cuatro mil francos. Para no dar que hablar con tanto favor, el señor de Hennebeau exageraba lo difícil que hubiera sido a su sobrino poner casa en uno de aquellos hotelitos diminutos que la Compañía destinaba al ingeniero de cada mina, y además decía que necesitaba la casa destinada al de la Voreux, porque vivía en ella uno de los ingenieros de la Dirección, y no era cosa de echarle a la calle. La señora de Hennebeau se había adjudicado enseguida el papel de tía del joven, tuteando a su sobrino y procurándole el mayor bienestar posible. Los primeros meses, sobre todo, se las echó de señora mayor, para poder tener cuidados maternales con el joven, a quien daba todo género de buenos consejos a propósito de cualquier tontería. Pero, como a pesar de todo era mujer, resbalaba sin querer al terreno de las confidencias personales. Aquel muchacho joven y guapo, de una inteligencia poco escrupulosa, que tenía acerca de las mujeres teorías de filósofo, le divertía, gracias a la vivacidad de su pesimismo. Naturalmente, una noche se encontró, sin saber cómo, entre sus brazos, y fingió entregarse a él por pura bondad, diciéndole al mismo tiempo que su corazón estaba muerto, que no quería sino ser una buena amiga suya. Y, en efecto: no tenía celos, le gastaba bromas con las muchachas de las minas, a las cuales encontraba insufribles, y casi le regañaba porque no tenía que contarle ninguna de esas aventuras tan propias de los muchachos jóvenes. Luego le apasionó la idea de casarle y soñó con sacrificarse buscándole una novia joven y rica. Y sus amores continuaron como un entretenimiento, en el cual ponía ella todo lo que le quedaba de ternura sensual.

Así transcurrieron dos años. Cierta noche, el señor Hennebeau tuvo una sospecha, porque había creído oír pasos de alguien que anduviera descalzo por las tupidas alfombras del hotel. ¡Pero semejante aventura era absurda para realizada allí mismo, en su casa, y entre aquella madre y aquel hijo! Además, al otro día su mujer le habló de casar a su sobrino con Cecilia Grégoire, y con tan afanoso ardor tomó sobre sí la tarea de arreglar aquella boda, que el marido se indignó ante su monstruosa sospecha de la víspera. En cambio sentía gratitud hacia su sobrino, porque desde la llegada de éste la casa parecía menos triste.

Cuando el señor de Hennebeau salía del tocador de su mujer, se encontró en el vestíbulo a Pablo, que acababa de llegar. Éste parecía estar muy divertido ante aquella idea de la huelga, que constituía para él una verdadera novedad.

—¿Qué hay? —le preguntó su tío.

—Pues nada; que he recorrido todos los barrios, y la gente parece muy tranquila y calmada. Pero creo que van a enviar una comisión para que hable contigo.

En aquel momento, se oyó la voz de la señora de Hennebeau, que hablaba desde el piso principal.

—¿Eres tú, Pablo?... Sube a darme noticias. ¡Qué ganas tiene esa gentuza de hacer tonterías, cuando es tan feliz!

Y el director tuvo que renunciar a saber nada más, puesto que su mujer le arrebataba el mensajero. Volvió a su despacho, y se encontró encima de la mesa otro montón de despachos telegráficos y de partes.

A las once, cuando llegaron los Grégoire, se admiraron de que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba de centinela en la puerta, les hiciera entrar poco menos que a empujones, después de haber mirado recelosamente hacia la calle con aire misterioso. Las persianas del salón estaban corridas y fueron introducidos desde luego en el despacho del señor Hennebeau, que les presentó sus excusas por recibirlos allí; pero el salón daba a la calle, y era inútil adoptar una actitud que pudiera parecer provocativa.

—¡Cómo! ¿No saben ustedes lo que pasa? —añadió, viendo su sorpresa.

El señor Grégoire se encogió de hombros con aire bondadoso, cuando supo que al fin se había declarado la huelga. ¡Bah! No ocurriría nada, Porque los obreros eran buenas gentes. Su esposa abundaba en las mismas esperanzas, fundadas en la secular resignación de los carboneros; mientras Cecilia, que estaba muy alegre aquel día, y casi guapa por su aspecto saludable, se sonreía con agrado al oír hablar de huelga, en lo cual no había para ella más que la idea de visitar los barrios de los obreros dando limosnas y distribuyendo ropa. En aquel momento, la señora de Hennebeau, en traje de seda negra, apareció acompañada de su sobrino.

—¡Caramba, qué fastidio! —exclamó desde la puerta—. ¡No Podían haber esperado esos pícaros!... Porque habrán de saber que Pablo se niega a llevarnos a Santo Tomás.

—Pues nos estaremos aquí —respondió tranquilamente el señor Grégoire—, y tendremos el gusto de pasar el rato en compañía de ustedes.

Pablo se había contentado con saludar a Cecilia y a su madre. Al ver aquella frialdad, su tía le animó con una mirada a que se dirigiese a la joven, y cuando los vio juntos y sonrientes, les dirigió otra mirada de ternura maternal.

Entretanto, el señor Hennebeau acababa de leer los despachos, y redactaba nuevos telegramas. En torno de su mesa hablaban todos: su mujer decía que no se había ella ocupado de arreglar el despacho, que estaba feísimo, con todos aquellos muebles antiguos, de poco gusto y estropeados.

Así se pasaron tres cuartos de hora, y ya iban a dirigirse al comedor y sentarse a la mesa, cuando el ayuda de cámara anunció al señor Deneulin. Éste, con ademán excitado, entró rápidamente y saludó a la señora de Hennebeau.

—¡Hola! ¿Están ustedes aquí? —dijo al ver a la familia Grégoire.

Y sin más saludo ni más cumplimiento, se dirigió al señor Hennebeau:

—¿Conque ya apareció aquello? —dijo—. Lo he sabido por mi ingeniero... Mis obreros han bajado todos, como de costumbre, a trabajar. Pero, como comprenderán, la cosa puede ir en aumento, y no estoy nada tranquilo... He querido saber noticias... Vamos a ver: ¿cómo andan por aquí las cosas?

Había llegado a caballo, y era tal su inquietud, que no podía disimularla.

El señor Hennebeau comenzaba a darle noticias para ponerle al tanto de la situación, cuando Hipólito abrió la puerta del comedor.

—Almuerce usted con nosotros —le dijo entonces el director—. A los postres le contaré lo que pasa.

—Bueno; como usted guste —respondió Deneulin, tan preocupado, que aceptó desde luego, sin cuidarse de formular los cumplidos de costumbre.

Pero, acordándose de su descortesía se volvió a la señora de la casa, y le presentó sus excusas. La señora de Hennebeau estuvo muy amable, y después de hacer que pusieran otro cubierto, colocó a sus convidados en la mesa: la señora de Grégoire y Cecilia, a los lados de su marido; el señor Grégoire y Deneulin, a su derecha y a su izquierda respectivamente, y, por último, Pablo entre la joven y el padre de ésta. Cuando sacaron a la mesa el primer plato, dijo sonriendo:

—Tienen ustedes que dispensarme. Yo quería que hubiéramos tenido ostras... Los lunes suelen llegar de Ostende a Marchiennes, y pensaba mandar a la cocinera en coche... Pero la pobre ha tenido miedo de que la apedreen.

Todos se echaron a reír... La historia era graciosa.

—¡Chist! —dijo el señor Hennebeau, contrariado, mirando a las ventanas, desde las cuales se veía la carretera—. No hay necesidad de que sepa la gente que tenemos convidados hoy.

—Espero, sin embargo, que nos dejarán almorzar en paz —declaró el señor Grégoire—. He aquí un salchichón riquísimo, que de seguro no comerán ellos.

Empezaron todos a reír otra vez, pero menos ruidosamente. Los convidados iban animándose al verse instalados en aquella habitación adornada con tapices flamencos y muebles magníficos de roble tallado. Soberbias piezas de plata lucían detrás de los limpios cristales de los aparadores, y la magnífica lámpara colgada del techo, que caía sobre la mesa, casi apoyándose en el riquísimo centro de cristal cuajado, daba un aspecto señorial al comedor, amueblado en conjunto y en detalle con un gusto exquisito. Aquel día de diciembre era muy frío y nebuloso; pero de las rachas de viento nordeste que combatían la fachada del hotel, ni una sola ráfaga penetraba en la habitación, donde hacía un calor agradable.

—¿No sería conveniente que corriéramos las cortinas? —dijo Négrel, a quien divertía la idea de asustar a los señores Grégoire.

La doncella, que estaba sirviendo la mesa con el ayuda de cámara, creyó que le daban una orden, y fue a correrlas inmediatamente. Entonces todos empezaron a bromear otra vez: nadie cogía un tenedor ni un cuchillo sin tomar todo género de precauciones; cada plato fue saludado como un objeto salvado milagrosamente de una ciudad saqueada por las turbas; mas, detrás de aquella fingida alegría, reinaba un miedo sordo, que se translucía en miradas involuntarias a los balcones, como si fuera posible que, de un momento a otro, entrara por ellos un ejército de hambrientos a saquear la casa.

Después de los huevos con trufas, sirvieron truchas de río. La conversación versaba entonces sobre la crisis industrial, cada vez más acentuada desde hacía dieciocho meses.

—Esto tenía que suceder fatalmente —aseguraba el señor Deneulin—, porque la exagerada prosperidad de estos años últimos lo traía como consecuencia inevitable... Piensen un poco en los enormes capitales amortizados en los ferrocarriles, en los puertos y canales construidos, en todo el dinero empleado en empresas arriesgadas. Aquí mismo se han establecido tantas fábricas de azúcar, que no parece sino que íbamos a coger tres cosechas de remolacha todos los años... Y ¡desde luego! Hoy el dinero escasea, porque es necesario esperar a que se indemnicen del interés de los millones que se han gastado: la consecuencia de todo eso es el apuro en que nos hallamos y la muerte de todo género de negocios.

El señor Hennebeau combatió aquella teoría; pero tuvo que convenir en que los años prósperos habían echado a perder a los obreros.

—Yo me acuerdo de que esos muchachos ganaban en las minas hasta seis francos diarios, el doble de lo que sacan ahora. Naturalmente, vivían bien, e iban adquiriendo hábitos de lujo... Hoy se les hace más cuesta arriba sujetarse a su frugalidad de antes.

—Señor Grégoire —decía la señora de la casa—, ¿le sirvo un poco más de estas truchas?... Son muy finas, ¿verdad?

El director continuó diciendo:

—Pero pregunto yo: ¿tenemos nosotros la culpa? No parece sino que a nuestra vez no sufriéramos las mismas consecuencias... Desde que han empezado a cerrarse fábricas y más fábricas, no sabemos cómo deshacernos de las considerables existencias almacenadas; y ahora, ante el descenso constante de pedidos, tenemos por fuerza que disminuir los gastos de explotación... Eso es lo que los obreros no quieren comprender.

Hubo un momento de silencio. El criado puso en la mesa una fuente de perdices asadas, mientras la doncella escanciaba Chambertin en las copas de los comensales.

—Hay hambre en la India —replicó Deneulin a media voz y como si hablase consigo mismo—; América, al disminuir sus pedidos de hierro, ha dado un golpe mortal a nuestras fábricas. Como esto es una cadena, cualquier crisis, por lejana que sea, hace resentirse a todo el mundo. ¡Y el Imperio, que estaba tan orgulloso con esta fiebre industrial que se había apoderado de nosotros!

 

Comió un bocado del ala de perdiz que le habían puesto en el plato, y continuó luego:

—Lo peor es que, para disminuir los gastos de explotación, sería necesario producir más; porque, de lo contrario, la crisis se ensaña con los jornales, y el obrero tiene razón cuando dice que él es quien paga los vidrios rotos.

Aquella confesión, arrancada a su franqueza característica, dio pie a un animado debate. Las señoras se aburrían. Todos, por otra parte, se ocupaban con verdadero ardor en despachar lo que tenían en el plato. El criado entró nuevamente en el comedor; quiso hablar, pero titubeó un poco, y acabó por no decir nada.

—¿Qué sucede? —preguntó el señor Hennebeau—. Si han traído algún telegrama, dénmelo... Estoy esperando varios.

—No, señor; es que está ahí el señor Dansaert... Pero teme molestar.

El director pidió permiso a sus convidados, y mandó que entrase el capataz mayor. Éste se quedó en pie, a respetuosa distancia de la mesa, mientras todos se volvían a mirarle, deseosos de saber las noticias que traía. Los barrios de los obreros continuaban tranquilos; pero se esperaba la llegada de una comisión de trabajadores. Quizás antes de cinco minutos estuviese allí.

—Está bien, gracias —dijo el señor Hennebeau—. Quiero que mañana y tarde me dé usted parte de todo lo que ocurra.

Y cuando Dansaert se hubo marchado, comenzaron de nuevo las risas, mientras se abalanzaban a la ensalada rusa, diciendo que era preciso apresurarse, si querían acabar de almorzar. Pero la alegría llegó a su colmo cuando, habiendo pedido Négrel un poco de pan, la doncella contestó un "está muy bien", dicho en voz tan baja y con tanto miedo, que no parecía sino que la muchacha se veía ya entre las garras de una partida de malhechores que fueran a matarla.

—Hable más alto, hija mía —dijo sonriendo la señora de Hennebeau—, le todavía no están aquí.

El director, a quien acababan de entregar un abultado paquete de cartas y telegramas, quiso leer en voz alta una de aquéllas. Era de Pierron, y en ella decía, en frases respetuosas, que se veía obligado a declararse en huelga con todos sus compañeros para que no le maltrataran; y añadía que, además, no había podido negarse a formar parte de la comisión que iba a visitar al señor director, si bien protestaba contra semejante acto.

—¡Ésta es la libertad del trabajo! —exclamó el señor Hennebeau. Se volvió a hablar de la huelga, y le preguntaron su opinión.

—¡Oh! —contestó—. Ya hemos visto otras muchas... Cuestión de una semana, o cuando más de una quincena de holganza, como sucedió la última vez. Pasarán el día visitando las tabernas, y cuando tengan hambre volverán a las minas.

Deneulin volvió la cabeza, diciendo:

—Yo no estoy tranquilo... Esta vez parece que están mejor organizados. ¿No tienen también una Caja de Socorros?

—Sí; pero apenas cuentan con tres mil francos. ¿Qué quiere usted que hagan con eso?... Sospecho que el jefe es un tal Esteban: un buen obrero, a quien sentiría tener que echar a la calle, como hice en cierta ocasión con un tal Rasseneur, que todavía continúa echándome a perder a los mineros de la Voreux con sus ideas revolucionarias y con su cerveza. Dentro de diez días la mitad de la gente estará trabajando y, a lo sumo, dentro de quince días harán lo mismo todos los demás.

El señor Hennebeau estaba convencido. Su disgusto consistía en el temor de que el Consejo de Administración le hiciese responsable de la huelga. Hacía algún tiempo que se sentía con menos ascendiente sobre sus jefes. Así es que, dejando en el plato la cucharada de ensalada rusa que se llevaba a la boca, volvió a leer los telegramas recibidos de París, contestación a otros suyos, y cada una de las palabras, las cuales quería descifrar, como si tuviesen doble sentido. Todos le perdonaron la lectura, porque el almuerzo iba adquiriendo el carácter de una comida de campamento en vísperas de romper el fuego contra el enemigo.

Las señoras se mezclaron también en la conversación. La de Grégoire fue la primera que compadeció a aquellas pobres gentes que iban a pasar hambre y ya Cecilia echaba sus cuentas para distribuir entre 105 huelguistas bonos de pan y carne. La señora de Hennebeau, en cambio, se asombraba oyendo hablar de la miseria en que vivían los mineros de Montsou. Pues qué, ¿no eran felices? ¡Aquellas gentes que tenían casa, lumbre y todo género de cuidados prodigados por la Compañía! En su indiferencia hacia aquellos infelices, no sabía de su vida más que la lección que aprendiera de memoria para relatársela a los parisienses que iban a visitarla en los dominios de su marido, y como acabara por creer en ella, se indignaba ante la ingratitud del pueblo.

Négrel, entretanto, seguía divirtiéndose en asustar a la señora Crégoire. Cecilia no le disgustaba, y quería casarse con ella por complacer también a su tía; pero no hacía esfuerzos de ningún género para demostrar su amor, como muchacho práctico en la vida que alardeaba de corazón frío. Pretendía ser republicano, lo cual no obstaba para que tratase a los obreros con una severidad extraordinaria, y se burlara de ellos cuando estaba con señoras.

—Tampoco yo tengo el optimismo de mi tío —dijo, tomando parte en la conversación—. Me temo gravísimos desórdenes... Así es, señor Grégoire, que le aconsejo cierre bien todos los cerrojos de La Piolaine, porque podrían robarle.

Precisamente en aquel momento el señor Grégoire, con la eterna sonrisa bonachona que animaba su semblante, estaba defendiendo a los mineros.

—¡Robarme! —exclamó estupefacto—. ¿Y por qué?

—¿No es usted accionista de las minas de Montsou? O sea, que no hace usted nada, y vive del trabajo de los demás. En una palabra: es usted un capitalista, y eso basta. Esté seguro de que si la revolución social triunfase, le obligarían a devolver su dinero, como si lo hubiese robado: ¡la propiedad es un robo!

Entonces perdió la bonachona tranquilidad que no le abandonaba nunca y tartamudeó:

—¡Qué mi fortuna es dinero robado! ¿Mi bisabuelo no ganó con el sudor de su rostro el capital empleado en acciones de minas? ¿No hemos corrido todos los riesgos de la empresa? ¿Acaso hago yo hoy mal uso de las rentas?

La señora de Hennebeau, alarmada al ver que la madre y la hija tenían miedo también, intervino en la conversación, diciendo:

—No hagan caso; son bromas de Pablo.

Pero el señor Grégoire estaba fuera de sí. En aquel momento pasaba por su lado el ayuda de cámara con un plato de cangrejos, y sin saber lo que hacía, cogió con la mano dos o tres y se los metió en la boca, y empezó a comerse las patas.

—¡Ah! No digo yo que no haya accionistas que abusen y se porten mal. Por ejemplo: me han dicho que ha habido personajes que han recibido acciones de las minas en pago de servicios prestados a las Compañías. Lo mismo que ese señorón, ese duque, a quien no quiero nombrar, el primero de nuestros accionistas, cuya vida es un escándalo de prodigalidad, que gasta millones en mujeres, juego y un lujo inútil... ¡Pero nosotros, nosotros, que vivimos modestamente, como honrados burgueses que somos!... ¡Vamos, vamos! Sería necesario que esos obreros fuesen gente de la peor ralea para que se metieran conmigo, ni trataran de robarme ni un alfiler.

El mismo Négrel tuvo que tranquilizarle, riéndose al mismo tiempo de su furor. Todos comían cangrejos en aquel momento, y el crujir de los caparazones de los animalillos entre los dientes de los comensales continuaba oyéndose cuando la conversación versó sobre política. El señor Grégoire, todavía tembloroso a pesar de las últimas explicaciones de Pablo, declaraba que era liberal y echaba de menos a Luis Felipe. Deneulin era partidario de un gobierno fuerte, y estaba disgustado con el emperador, a quien acusaba de hallarse en la resbaladiza pendiente de las concesiones imprudentes.

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