El cielo en mis zapatos

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Ay, Dios mío, otra que no podía andar. ¿Cómo se puede estar preparado para esto? Y lo digo por ellos, bueno, y por Ama, era increíble la naturalidad con que los trataba y cómo despertaba en ellos risas y sonrisas, la debían adorar. Yo estaba haciendo lo imposible por controlar las lágrimas.

—Amparito, vete pensando ya el modelito para la cena del conde.

Y Amparo, con las manos engarrotadas y las piernas hechas un nudo, aplaudía y reía y abría la boca que parecía que me iba a tragar. Con el pelo muy cortito, tenía una cara angelical y una luz y un aura repleta de felicidad. Me quedé paralizada, yo, que estaba buscando el alma.

Me quedaban dos puertas más.

—¿Quién más trabaja aquí? —le pregunté, sorprendida de que estuviera allí sola.

—Pufff —resopló Ama—. Estaba Jorge, pero se marchó, hace un par de meses que no nos pagan.

—¿Cómoooo?

No daba crédito, ¿cómo no sabía yo eso?, ¡me tenían que informar! Aunque no era la contable, claro, ni administradora. Y yo quejándome como una tonta del montón de trabajo que tenía que resolver, con el culo acoplado en la silla entre mis papeles y mi ordenador… Aquello no podía ser, era intolerable y así se lo dejé ver.

—Ja, ja, ja, ja, ja, ya, María, ya. Anda, tráete al ministro pacá, a ver si le quiere limpiar el culo a Antoñito. —Y lo dijo con cariño, lo sé.

—¿Antoñito?

—Antoñito, Antoñito —dijo mirándome con curiosidad, se diría que estaba evaluando mis posibles respuestas al entrar en la habitación del tal Antoñito:

a) salir corriendo

b) salir corriendo y llorando

c) salir corriendo, llorando y vomitando

Pero me quedé, no corrí ni vomité ni lloré, solo sentí un agradecimiento infinito porque en el mundo existieran personas como Ama, y aunque únicamente dedicaran unos meses o semanas o días a cuidar y apoyar a la gente que las necesitaba, ya era suficiente. A mi modo de ver ya tenían ganado el cielo. Yo que quería ir a educar, valorar, hacer tratamientos psiquiátricos… fueron todos ellos los que me enseñaron la lección más grande. El coraje por la vida no se puede tratar, ante esto una solo puede quitarse el sombrero.

—Míralos bien, María, ¿qué crees que les puedes aportar? ¿Crees que puedes hacer algo por ellos?

—Creo que puedo hacer cumplir todos los objetivos y quizás con técnicas de rehabilitación cognitiva… —dije sin mucha convicción, pero no me dejó terminar.

—Y si los haces un poquito más felices, mucho mejor —me respondió Ama, y dándome un beso en la mejilla, me soltó—. Y ahora vamos a trabajar, hay mucho que hacer. Ya has visto cómo ha puesto de caca las paredes Antoñito.

Antoñito medía casi dos metros y llegaba con las manos hasta el techo, así que ya os podéis imaginar.

Después de restregar con agua y jabón toda la habitación, sentía que no podía respirar y pregunté con más desesperación de lo que era mi intención por un balcón o una terraza donde poder respirar un poco de aire fresco. Hacia allí me dirigía, con la sensación de haber estado viviendo en otro mundo, dándole la espalda a la realidad… cuando crucé la puertecilla de la terraza y me encontré con ella, un ángel en aquel lugar. El día estaba cayendo y la luz del atardecer envolvía parte de las montañas entre los edificios. Algunos pájaros rezagados cruzaban el cielo con un escándalo de píos, dejando caer alguna que otra pluma en su alboroto. La luna empezaba a despuntar creando a su alrededor un aura mágica. Una suave música de flautas de la India sonaba. Encima de una silla, sin brazos ni piernas, una mujer bellísima, con su pelo castaño que colgaba de una larga trenza sobre su espalda y mirada de ojos negros como el azabache, sostenía con la boca un pincel, dibujando esa preciosa estampa. Se llamaba Estela y pintaba con sus labios aquellos maravillosos cuadros.

Capítulo tres:

La casa de la calle Trinidad

Llevaba dos años ya, desde ese primer día, entre casas de usuarios y el despacho, removiendo cielo y tierra para conseguir aumentos de salario, más casas de acogida, comida y todo lo que hiciera falta y no daba abasto, pero había encontrado mi lugar, al lado de Ama, que me enseñó más que todos los profesores de la universidad, y es verdad, tal y como ella dijo: no los cambiaría por nada del mundo. Aquellas otras maravillosas personas. Aprendí a vivir con ellas, y aunque deambulé por diferentes casas, mi preferida era la de la calle Trinidad. Ama y yo llegamos a tener verdadera complicidad, no recuerdo haber hecho tantas tonterías y reírme tanto desde que dejé la facultad. Y a veces venía mi hermano, solíamos imitar al resto de los usuarios y personal (con cariño, claro está) y en la casa se retorcían de risa mientras intentaban adivinar y nos aplaudían sin parar. Un par de veces a la semana nos reuníamos con diferentes casas en el centro de día y había allí un follón de amores y desamores, mensajes y cotilleos, que nos tenían entretenidas la mayor parte del tiempo, entregando misivas de un lado a otro, pintando labios y arreglando coletas, pues las mujeres, como siempre, eran de lo más coquetas y yo me asombraba de ese mundo que permanece escondido a los ojos de los demás, tan lleno de vida y superación personal.

Sin embargo, la vida estaba a punto de jugarme una mala pasada.

El primer día de la desaparición de Saúl lo llamé cien veces y el domingo se fue volviendo un espanto, más después de que mi hermano se fuera de vuelta a Nardid y me dejara preocupada y desamparada.

—No seas tonta, me decía, estará por ahí corriendo alguna maratón.

Saúl era profesor de gimnasia y un obseso del deporte que había conseguido que me subiera en una bicicleta, hiciera cien abdominales y me estirara todos los días colgada de una barra… ¡con lo que a mí me gusta un bocadillo de chorizo! Pero en los ojos de Armando vi que algo andaba mal. Si yo llamé cien veces, Armando me llamó cincuenta preguntando a cada rato: «¿Qué tal, hermanita?¿Ha vuelto ya?

Menos mal que tenía a Torete, me entretuve dándole la vuelta una y mil veces y preparándole una tabla de rehabilitación. Pero los ejercicios de equilibrio los llevaba fatal, tendría que reforzarlos más. Así que para despejar la incertidumbre empecé a escribir una lista de todo lo que tenía que comprar y apunté en la agenda lo primero que haría mañana (después de llamar a la policía si Saúl seguía sin dar señales de vida). A primera hora de la mañana iría al veterinario.

El teléfono empezó a sonar. Era Ama, menos mal, necesitaba hablar con alguien, porque me sentía fatal.

—¿Qué pasa, jefa?

—Pufff, no estoy para muchas bromitas, Ama, estoy muy cabreada y hecha un lío y no entiendo nada.

—Sí, ya me ha contado Armando, pero bueno, ¿dónde está ese mequetrefe? No me puedo creer que no te haya dicho nada, alguna explicación habrá.

—Mientras no sea que lo han encontrado muerto en el fondo del mar…—dije yo sin pensar.

—Ayyy, María, hija, no sé de dónde sacas ese lado tan macabro. No seas tan dramática, ya llamará. ¿Le has dejado algún mensaje?

—Mil o dos mil, tiene el teléfono apagado, cuando venga lo voy a matar. Y Ama, hablando de macabra, tengo un gato con una lesión cerebral, como no lo atienda rápido se va a descalabrar. —Una risotada me llegó desde el otro lado del auricular—. Que no, guapa, que es verdad. Este gato camina como si estuviera borracho y tiritando al mismo tiempo. Da pena, la verdad.

—JA, JA, JA —seguía riendo Ama, con esa risa fresca y como un vendaval que le salía de las entrañas.

Al parecer le había hecho gracia, aunque siempre se estaba riendo conmigo, yo no lo entendía muy bien, pero ella decía que tenía mucho salero y un duende especial para darle la vuelta a las cosas.

–Ay, Diosss —decía ella con lo que le quedaba de voz—, ja, ja, ja, venga, mañana te acompaño. Nos vemos en la sede a la hora de comer —Ama llamaba así a la oficina central—, antes tengo que acercarme a Trinidad, han traído un enfermo nuevo y no saben cómo manejarlo.

–Voy contigo —le solté sin pensármelo—, no me apetece nada empezar un lunes viéndole la cara al Fortunato, ya llevaré luego al gato.

«JA, JA, JA, JA», volvía a escucharse al otro lado.

Se llamaba Jacinto, y era el director de la Asociación, un estirado, perfeccionista y remilgado que miraba a los enfermos como si fueran de otro planeta. Me caía fatal y yo a él, la verdad. Pero desde el primer momento me acordé de la serie esa que había hace mil años y que a mí me hacían gracia los nombres y hala, pues le llamaba como me daba la gana. Otras veces en vez de Fortunato me venía a la cabeza ‘El Amargao’ y luego ‘El Margarito’ y así seguía haciendo juegos de palabras hasta que terminaba llamándolo de cualquier forma.

—Ja, ja, ja, ja —seguía riendo Ama—, eres la monda lironda.

Ahora me tuve que reír también. Ama y yo habíamos establecido un juego entre nosotras y nuestra casa de la Piedad, donde cada semana teníamos que usar una frase popular o palabra en desuso (mequetrefe) y ya llevábamos unas cuantas.

—Ay, qué risa, María Luisa.

—Déjate de pamplinas y vamos a arrimar el hombro.

—Ayyy, me traes por la calle de la amargura.

—Jajaja, no te duermas en los laureles, que es tarde.

—Te veo allí, si no hay moros en la costa luego nos tomamos unas birras…

Y así tan simple era hacernos reír.

Dejé a Torete en su alfombrilla bien comido y bebido (un plato de leche y galletas María) y apunté en mi lista una lata de Friskis o como se llamase. Estaba bastante abatida, tenía una sensación extraña como hacía tiempo que no sentía, de desamparo y abandono, como cuando era niña. Aunque tenía una familia, sobre mí flotaba una pesada nube de incertidumbre que a veces no podía controlar. Me sentía sola, incomprendida y asustada, tenía miedo del mundo que me rodeaba. En esos momentos me aislaba y me volvía rara y, a pesar de que Armando hacía lo imposible por consolarme, yo no sabía qué había que consolar. Le pedía que me cantara aquella nana que yo solía tararear y me acurrucaba en sus brazos mientras él me acariciaba el pelo. Solo así me calmaba. Bueno, eso o leyendo historias del Machu Pichu, leyendas sobre las pirámides de Teotihuacán, el volcán del Cotopaxi o el Chimborazo a casi siete mil metros de altura. Era una pasión que tenía por aquellas tierras incas, aztecas, mayas y sus misterios, tan profundos como el origen de mi vida. Mis verdaderos padres habían muerto, eso es todo lo que sabía, eso y que eran de México. Él se llamaba Santiago, ella María.

 

Pero desde que conocí a Saúl esa sensación prácticamente había desaparecido. Saúl me reconfortaba y me hacía reír, aunque era muy diferente a mí. Me sacó de la calle, ya sé que suena mal, me refiero a un sentido metafórico. Antes de conocerlo yo salía mucho. Tenía varias pandillas y siempre había algo que celebrar. Los fines de semana empezaban los miércoles o los jueves y, la verdad, todos estos años de fiesta estaban haciendo mella en mi estado físico. Él me enseñó otras vías, empezando por el atletismo, senderismo, ciclismo y todo lo que termine en -ismo. Al principio me costaba salir de la cama, pero poco a poco le fui cogiendo el gusto a levantarme sin resaca y era yo la primera que llegaba corriendo a su casa, con las zapatillas impolutas y sin dejar de moverme, llamaba a su puerta.

¿Por qué no me cogía el teléfono? Pensé que nuestras diferencias estaban resueltas. Quizás se había asustado ante aquel gigante paso de compartir nuestro nidito de amor. ¿Por qué lo habría llamado «nidito de amor»?, qué cursilada y qué asco, no me extraña que saliera corriendo. ¡Pero qué digo!, fue él quien lo propuso, prácticamente me obligó a dejar mi pequeño apartamento y, la verdad, estaba empezando a echar de menos mis vistas al mar. Y a él, quería que volviera ya, quería tenerlo cerca.

El domingo por la noche me dormí inquieta y tuve unos sueños raros en los que alguien me acunaba, pero estaba muerta (ella, no yo, que es peor) y me desperté varias veces con la respiración entrecortada, así que en una de estas agarré a Torete, que seguía en la alfombrilla, y lo acurruqué a mi lado. Hizo un ruidito como de un cochecito a punto de arrancar y se sacudió un poco. Ay, Dios, pensé, este se me va a disparar, pero no, el fuelle se apagó y se quedó dormido entre mis brazos.

Con estos ánimos me levanté. Me quedé sentada mirando el lado vacío de la cama; el olor a café caliente entraba por mi ventana y de pronto me sentí totalmente desdichada. La calle comenzaba a despertarse y los vecinos también, los tacones de la de arriba repiqueteaban (cómo podía andar con eso a estas horas tan tempranas). Miré el reloj, eran las siete de la mañana. Un ruido extraño en la puerta me llamó la atención. Era Torete dándose cabezazos para poder salir, y a este paso lo iba a conseguir. Sonreí, más vale que le comprara un casco. A la salida del trabajo lo llevaría al veterinario. Fui a coger el teléfono para llamar a la policía cuando, de repente, comenzó a vibrar en mi mano y al instante la musiquita de I love you baby (nuestra música), sonó y sonó, cada vez más fuerte, y un hormigueo desagradable se desató en mi interior. Era Saúl. Cerré los ojos y respiré tres veces. Antes de gritarle debía esperar a ver qué explicación tenía que darme.

—¿Diga?

—Hola, bonita.

Volví a respirar, o le iba a hacer tragar ese bonita.

—¿Dónde estás? ¿Qué coño haces? Tienes idea de-de-de…

—Tranquila, María, te lo explicaré todo, estoy bien, de verdad, tuve que irme. No te preocupes, luego nos vemos. Te quiero.

Y me colgó. Lo volví a llamar. Pii, piii, piii, me cago en tó, será hdp… No entendía nada, vaya mierda, con lo bien que me iba todo, ¿es que no puede durar la tranquilidad? Bueno, por lo menos estaba vivo…aunque por poco tiempo, porque lo iba a matar.

En este estado de incertidumbre fui conduciendo hasta llegar a la calle Trinidad y, respirando profundamente, sacudí un poco mis pensamientos, aparqué el coche y me encaminé hacia la puerta. Ahora era la casa de Estela, la habíamos trasladado allí porque, según ella, necesitaba cambiar de aires y mucho silencio (lo cual era bastante difícil, por supuesto). Así nos lo pidió. Le encantaba hacer meditación y era una experta en la práctica del yoga. No me preguntéis cómo, pero se ponía de cabeza, hacía la postura de la vela, asanas (posturas) de equilibrio y fuerza y se quería sacar el título para profesora de Ashtanga1. ¡Y vaya que lo conseguiría!, no me cabía ninguna duda. Aceptaron la propuesta de su traslado. Al fin y al cabo, era casi autónoma y no tenía ninguna otra discapacidad. Su mente estaba más lúcida y equilibrada que la mía. Eso por descontado. Y me encantaba charlar con ella y verla pintar.

La casa de Trinidad era sin duda la más tranquila. En ella solo se encontraban los enfermos más profundos (excepto Estela). Eran cinco, dos mujeres y dos hombres, y el nuevo que acababa de llegar. Al parecer, su estado era bastante grave y estaba alterando la paz. Lo habían rescatado de la casa de una tía que había muerto hacía unos días de forma natural. Las vecinas dieron la voz de alarma a los servicios sociales porque aquel ‘animalito’ (como lo llamaban ellas) estaba asustado y aullaba, inquietando a todo el vecindario. Andaba todo nervioso de un lado a otro, dando palmetazos en los muebles y tropezando, emitiendo un sonido lastimero que helaba la sangre. No tendría el pobre más de veintitantos y según dijeron los vecinos, la tía era su único familiar. No es que lo atendiera mal, decían, pero la señora ya era muy vieja y casi no le podía cuidar. Le sacaba poco a la calle y con el escaso dinero que tenían no les alcanzaba para mucho más que una comida al día, si acaso. Vicente era ciego, sordo y mudo, y no sabía apenas nada de este mundo.

Sus padres lo dejaron de niño al cuidado de Eulalia y ya no volvieron nunca más. Lo poco que Vicente reconocía se lo acababan de quitar. El olor de la ropa vieja de su tía. El aire empobrecido que se colaba por debajo de la rendija de la puerta. La suave caricia de los dedos de Eulalia en su pelo. El rasurado de su barba y el olor a colonia fresca. El sabor de la sopa de guisantes con patatas. Y el tacto fresco y suave de las sábanas al acostarse. La hora más preciada, la del sueño, cuando Vicente se relajaba soñando que volaba y corría entre olores embriagadores que le despejaban el miedo y le hacían sonreír ajeno al mundo de la consciencia. Él no lo sabía, pero el olor era el de las flores del parque donde su madre lo llevaba con apenas unos meses, antes de su enfermedad.

El despertar era lo más terrible y lo que tenía a los cuidadores exhaustos y acojonados porque Vicente se levantaba gritando, aunque no emitía ningún sonido (y eso era lo peor, su cara de espanto, su falta de aire al respirar). Al instante estaba sudando y dando puñetazos a todo el que se quisiera acercar. Tenía fuerza, a pesar de su escaso alimento era bastante robusto y entre los dos cuidadores tenían que sujetarlo para ponerle un tranquilizante y que se calmara un poco. Al tercer día ya no podían más y por consejo de Estela, a la que se le partía el alma oyendo a aquel pobre desafortunado, llamaron a Ama.

Ama estaba ya en plena batalla. No quería que se le administraran más drogas a aquel pobre chico, bastante privado estaba ya. Pero Vicente seguía palmoteando cada dos por tres con fuerza y aunque Ama le hablaba con palabras cálidas, él no la escuchaba, solo notaba su aliento que llegaba como una brisa conciliadora y su agradable olor a flores de jazmín (no era Chanel, nunca se me han dado bien los olores), eso lo relajaba un poco y las caricias en el dorso de su mano, también. Pero sin previo aviso se levantaba y volvía a ser incontrolable. El chico de turno miraba asustado desde una esquina del cuarto, poco duraría ya, me dije mirándolo de reojo.

—Trae a Estela —me pidió Ama—, o dile que cante.

—¡Pero si no oye!

—Pues parece que a ella sí.

Ninguna de las dos sabíamos que las vibraciones del aire cambiaban de una forma mágica con el sonido de la voz de Estela, al menos así lo notaba él y casi al instante sus músculos tensos comenzaban a relajarse.

Estela podía andar despacito con lo que le quedaban de piernitas, pero poco a poco se le iban haciendo heridas que ella misma se cuidaba a base de frotes con aceites esenciales (como ella decía) y luego se las envolvía en un trapo y con los brazos, ambos por encima del codo; también tenía cierta autonomía para lavarse un poco su cara de diosa de otro mundo, como una gata, que hasta así parecía bella, cada día más diosa y más serena. Ama la peinaba, no sé si habría hecho algún curso de peluquería, pero era un artista, eso me parecía a mí, que no sabía ni hacerme la raya con una regla.

Fui a buscarla con la silla de ruedas, era urgente. Se subió de un salto desde lo alto de su cama, donde estaba pintando. Me llamó la atención que estuviera dibujando el rostro de una niña. Ella nunca pintaba retratos de «las personas completas», siempre eran los rostros conocidos de los que son diferentes, luego le preguntaría. Y a no ser que estuviera trabajando desde la terraza, la mayoría de los paisajes eran producto de su imaginación.

Nada más entrar en la habitación, Vicente se relajó, bajó los brazos que tenía en alto, dejó caer los hombros y olisqueó el aire como un animalillo (quizás por eso lo llamaban así las vecinas de Eulalia). Poco a poco se soltó de la mano apaciguadora de Ama y se dirigió pausado pero firme hasta la cama. Se sentó en ella, justo enfrente de Estela, que lo miraba sin haber pronunciado todavía una palabra. Acercó su nariz a su pelo y la olió largo rato mientras empezaba a relajarse su cuerpo entero. Luego le palpó los hombros y los bracitos nunca llegados a nacer del todo y para nuestra sorpresa, la levantó en volandas y se la puso sobre las rodillas mientras empezaba a sonreír. Ama, Ricardo (el cuidador apostado en la esquina) y yo nos quedamos mudos, sin querer romper el embrujo. Ricardo fue a decir algo, pero las dos a un tiempo nos pusimos un dedo en los labios.

Estela lo miraba tranquila, aunque parecía alucinada. Lo que vio en el fondo de sus ojos nadie lo sabe más que ella, pero de repente apoyó la cabeza en su hombro, grande y vigoroso (con tantos palmetazos que daba, no me extraña) y Vicente comenzó a acariciar su larga trenza hasta que con dedos hábiles le soltó el lazo y dejó que el pelo de ella flotara sobre su pecho y así se quedaron los dos, abrazándose sin brazos, escuchándose sin voz, viéndose el alma sin los ojos, hablándose sin palabras.

Yo estaba llorando. Ama a mi lado se agarraba el pecho con las dos manos y Ricardo se escondía aún más en aquel rincón. De pronto, se quitó los guantes de látex que llevaba, recompuso un poco la compostura y nos anunció con un cambio radical en su insegura voz:

—A las ocho en punto estaré aquí mañana para llevar a Estela a su examen de Ashtanga. —Y diciendo esto se marchó con paso decidido y desapareció por el pasillo.

Nunca olvidaré aquella escena. Es difícil de explicar, pero tuve la absoluta certeza de que aquel amor que se desató entre ellos no pertenecía a mi mundo. Por eso lloré y supe desde ese mismo momento que Saúl no me amaba. Así se lo dije a Ama.

—Me ha llamado esta mañana y me ha dicho que me quería, pero yo sé que algo va mal.

—¿Pero dónde estaba? —preguntó Ama, y noté que la voz le temblaba.

—No me lo ha dicho, dice que ya me contará.

—Estos hombres… qué le pasará… más vale que se lo digas a Armando, no para de mensajear. Y tú relájate un poco, seguro que no es nada, cualquier chorrada…

Estela y Vicente permanecieron así durante largo rato, después y para sorpresa de todos le volvió a hacer la trenza, (aunque no quedó tan bonita como la de Ama). Ella le dio un beso en la frente y le acarició la cara con su bracito maltrecho, y de un salto volvió a subirse en la silla como si nada.

—Volveré mañana —le dijo con total naturalidad, y salimos de la habitación, dejando a Vicente más suave que la seda.

Pude ver en los preciosos ojos de Estela un brillo especial que los iluminaron aún más y cómo un nuevo capítulo de su vida se estaba escribiendo. Quise preguntarle por aquel cuadro que estaba pintando, era una niña morenita, de ojos tremendamente expresivos y una sonrisa bobalicona. Llevaba el pelo engalanado de flores blancas y amarillas aún sin terminar y detrás de ella el cielo se difuminaba en bellos colores. Pero me pareció que no era el momento apropiado, ya que se encontraba entre las nubes, tan feliz se la veía y con tan pocas ganas de poner los pies en la tierra… (era un decir, claro). Estela se merecía muchos buenos y largos momentos como ese.

 

Yo recogí mis cosas y salí apresuradamente. Desde la puerta, me despedí de Ama.

—Tengo que ir a por el gato y llevarlo al veterinario —le grité, porque en ese momento me pareció la cosa más importante de este mundo—. Y comprarle un casco —añadí muy seria. Y pude escuchar otra vez la risa de Ama brotando de su garganta.


Capítulo cuatro:

el camino de baldosas amarillas

La noche estaba a punto de caer, sentía cómo el viento iba cambiando y que pronto empezaría a arreciar el frío. Estaba triste porque se habían volado los papeles de la mañana y solo me quedaba un montoncito en blanco. Esta noche dormiría en el albergue, si es que había sitio… tendría que aligerar. En eso estaba pensando cuando cayeron, como del cielo, aquellos zapatos. Fue un momento muy extraño, porque de pronto se me reveló algo y me di cuenta de que mi suerte estaba a punto de cambiar. Me calcé las zapatillas nuevas y me dirigí con paso rápido hacia el albergue, el que está cerca de la calle de la Paz.

No tengo nombre, lo perdí hace cuatro años, como todo lo demás. Prefiero estar así, inexistente para la sociedad. Estuve dos años viviendo en un banco, todos los días borracho, así que no puedo contaros mucho más. Nunca he tenido gran cosa, ni dinero, ni una gran familia, ni nada digno de mención. Pero tenía una madre, pobrecita, cómo sufrió. Y no me sorprende, yo era un loco, de los muy enfermos, y aún lo sigo siendo, aunque ya no bebo. Lo hacía para aturdir aquellas voces extrañas que me hablaban, pero cuando murió la vieja, las voces se volvieron horrendas y solo se callaban cuando me quedaba inconsciente. Me dijeron que tenía una enfermedad mental, con diecisiete años yo era un peligro para mucha gente. Me metieron en un centro para iniciar un tratamiento, pero me escapé mil veces porque allí no me dejaban tener identidad. Me hacían tragar un montón de pastillas y me quedaba atontado, la mayoría del tiempo arrastrando los pies. Esquizofrenia lo llamaron. Ojalá les hubiera hecho caso. Quizás mi madre seguiría viva, pero la maté a disgustos y sé que se fue de este mundo sufriendo por mí. «Deja de beber», me dijo, «y ándate al centro»…

Tardé dos años en darme cuenta de que me estaba matando. No sé cómo pude vislumbrar en mi enferma y podrida cabeza tal realidad un día que, rebuscando en la basura cualquier brebaje asqueroso, encontré los restos de un cuaderno y mi mirada se clavó en las palabras y, poco apoco, aquel borrón de letras comenzó a tomar forma y pude leer lo que decía y adquirí algo de cordura. Era una carta de despedida, tan triste y oscura que algo se encendió en mi interior y pensé en hacer callar a las voces escribiéndolas en las páginas. Y así empecé mi historia y casi sin quererlo, fui dejando de beber.

Al principio no hacía más que emborronar páginas andando incansable de un lado a otro de la ciudad. Después de dos años tirado en un banco del parque, pensé que me venía muy bien caminar. Me he recorrido media Lucianda sin saber muy bien por dónde iba. No me fijaba, ni siquiera levantaba la vista, de vez en cuando me miraba los pies, sucios, pobres, roídos o descalzos y el cielo azul sobre mi cabeza y el sol brillando mientras las nubes de mil formas y colores me acompañaban, y entonces seguía y seguía. Sé que he atravesado ríos, puentes, ciudades y montañas con los papeles en la mano, escribiendo, escribiendo lo que esas voces me decían. Eran incontrolables, historias sin sentido, pensamientos amargos también tristes y oscuros…como los de aquel hombre…el que murió sin darse una oportunidad.

Ha llovido, nevado, he sido mecido por el viento y empujado por vendavales. He llorado, reído y me he quemado por el sol. He caminado desnudo, vestido, sudado, mojado y la mayoría de las veces sin camiseta, porque aprendí que era como más me gustaba ir. Sintiendo en mi piel la vida de loco.

Las voces se fueron apaciguando, poco a poco ya no eran tan caóticas ni aterradoras, ahora me contaban cosas. Me contaban cosas de la gente, lo que llevaban en la mente, lo que no querían contar. A mí me hablaban y yo ordenaba en los papeles todas aquellas palabras que oía, pensamientos, tristezas, alegrías, traiciones, mentiras, y así fui componiendo mil historias y dándome cuenta de que, en el fondo, no eran tan diferentes a las mías. Aunque la que más me gustó fue la de María, sobre todo, María. Esa chica era especial. Aunque ella todavía no lo sabía.

Paso a paso me fui perdiendo el miedo a mí mismo y decidí volver a mi ciudad, al fin y al cabo, era donde murió mi madre, lo único que me unía a algún lugar. Me aseé un poco. Al principio, cuando me acordaba, me daba un refregón en la fuente de los pinos, pero luego fue convirtiéndose en un pequeño placer y se fue haciendo asiduo que me tirara cubos de agua de la cabeza a los pies en verano y en invierno. Pedía flores por las tiendas del barrio y más allá y, aunque la mayoría se marchitaban pronto, conseguía vender algunas, cuando me sentaba muy de vez en cuando, en la esquina de la calle Paz. Allí me sentaba, a esperar. Solía observar a la gente que pasaba, escuchando sus voces y ordenando las palabras. Hasta que una mañana de domingo me llegó, alta y clara, la voz de María. Estaba doblando la esquina y la escuché dentro de mi cabeza y me di cuenta de lo asustada que se sentía. Cuando me choqué con ella, estaban hablando de cruasanes y mantequilla y al instante ella bajó los ojos y se fijó en mis zapatillas, lo recuerdo porque me miró preguntándose cómo habían llegado hasta mí. Aunque nos habíamos cruzado otras veces, fue el primer día que la vi y, no sé por qué, me acordé de la película del El mago de Oz, solo que esta vez el camino que María iba a recorrer no era el de las baldosas amarillas.

La volví a ver al día siguiente, con un gato con tan mala vida como la mía y prácticamente igual de loco. Lo llevaba en una jaulita y supe que venía del veterinario. La seguí con la mirada hasta que entró en el portal que había a solo unos pasos. Allí mismo, en la esquina de la calle Paz, vivía ella. Lo sé porque subió y bajó enseguida, esta vez sin el gato. Caminaba de prisa y en su teléfono marcaba un numero, diría que con desesperación. Supe que le pasaba algo. «Vamos, cógelo», la oí escuchar dentro de mi cabeza, «maldito cabrón». Cuando pasó a mi lado le tendí una flor, ella apenas la miró, sacó una moneda del bolso y me la tiró al platito, pero no la cogió, yo agarré los papeles y me dispuse a escribir para intentar ordenar sus pensamientos.

El día era frío pero agradable, era lunes por la tarde, trece de febrero, la gente caminaba contenta y esperanzada. A otros les romperían el corazón y la mayoría haría lo mismo de siempre, esperar la llamada del amor. Mañana sería San Valentín y había gran movimiento por las calles y las tiendas estaban repletas de corazones y de lazos y globos de colores. Pensé en llegarme a la Asociación, a la unidad de enfermos mentales, y participar en el taller de manualidades recortando corazones y no sé cuántas chorradas más. Pero era insoportable. Desde el albergue me habían inscrito en los programas de integración, rehabilitación y seguimiento (sobre todo de la medicación), pero era una agonía tener que pasar el día entre aquellos enfermos (aunque el peor era yo) cada uno con su locura a cuestas y con los educadores de turno, la mayoría estudiantes en prácticas, que se cagaban en las bragas y en los calzones en cuanto se levantaba voz. Bueno, estaba Candela…esa no se andaba con tonterías, cada vez que me encontraba por la calle, me agarraba del brazo y no sé cómo terminaba a las puertas de la Asociación. Me preparaba un descafeinado y me sentaba con ella a planchar y doblar la ropa que nos llegaba desde Cáritas o cualquier otra labor. Yo lo aguantaba porque me daba cigarrillos que fumaba con avidez mientras me contaba historias del centro, chismorreos sin maldad, pero me iba poniendo al día, quería que yo me sintiera parte del equipo. A mí eso me daba igual. Yo no decía una palabra y en cuanto se empeñaba en darme la medicación o pedirme cita para el centro de salud, yo retiraba la silla de un manotazo y salía dando un portazo. Como siguiera así me iban a poner una sanción y me quitarían unos días mi cartilla del comedor. Aunque tenía mis opciones. Cada día los grandes supermercados tiraban la comida sobrante o a punto de caducar y solían repartirla entre los pobres del lugar. Me gustaban los martes, porque daban sardinas, y los jueves en el de la autovía sacaban todos los pinchitos y brochetas condimentados con especias. Tenía mi hornillo escondido en el túnel, el que da a la montaña, donde me gustaba subir con mis cuadernos a la salida o la puesta del sol. Allí me la encontré otra vez, a María, corriendo con sus zapatillas Nike como si se le fuera la vida, montaña arriba, sudando el dolor que se le escapaba del cuerpo mientras las lágrimas le nublaban la vista y se fundían con la lluvia que caía a sus pies. Pero eso fue unos días después del acontecimiento que le cambió la vida.

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