El Retorno

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Nave espacial Theos – El objeto misterioso

El objeto que se materializó ante los dos estupefactos compañeros de viaje estaba claro que no era nada que la naturaleza, incluso con su infinita fantasía, pudiera crear por sí misma. Parecía una especie de flor metálica con tres largos pétalos, sin tallo, con un pistilo central de forma ligeramente cónica. La parte trasera del pistilo tenía forma de prisma hexagonal, con la superficie de la base ligeramente más grande que la del cono situado en la parte opuesta y que servía de soporte para toda la estructura. Desde los tres lados equidistantes del hexágono salían los pétalos rectangulares, con una longitud de al menos cuatro veces la de la base.

«Parece una especie de viejo molino de viento, como los que se utilizaban hace siglos en las grandes praderas del este», exclamó Petri sin separar, ni siquiera un momento, los ojos del objeto que se visualizaba en la gran pantalla.

Un escalofrío recorrió la espalda de Azakis, mientras recordaba algunos viejos prototipos que los Ancianos le habían sugerido estudiar antes de partir.

«Es una sonda espacial», afirmó con decisión Azakis. «He visto algunas, hechas más o menos así, en los viejos archivos de la Red», prosiguió, mientras se apresuraba en recoger mediante N^COM toda la información posible sobre el tema.

«¿Una sonda espacial?», preguntó Petri, mientras se giraba con aire sorprendido hacia el compañero. «Y, ¿cuándo se supone que la hemos lanzado?».

«No creo que sea nuestra».

«¿No es nuestra? ¿Qué quieres decir, amigo mío?».

«Quiero decir, que no ha sido ni construida ni lanzada por ninguno de nosotros, los habitantes del planeta Nibiru».

La cara de Petri se volvía cada vez más desconcertada. «¿Qué quieres decir? No me digas que tú también crees en esas tonterías de los alienígenas, ¿eh?».

«Lo que sé es que nada como esto ha sido construido jamás en nuestro planeta. He revisado todo el archivo de la Red y no hay ninguna coincidencia con el objeto que tenemos delante. Ni siquiera en los proyectos que no se han realizado nunca».

«¡No es posible!», exclamó Petri. «Tu N^COM tiene que estar desfasado. Vuelve a comprobarlo».

«Lo siento Petri. Ya lo he comprobado dos veces y estoy totalmente seguro de que esta obra no es nuestra».

El sistema de visión de corto alcance generó una imagen tridimensional del objeto, recreándolo minuciosamente hasta en los más pequeños detalles. El holograma flotaba ligeramente en el centro de la sala de mandos, suspendido aproximadamente a medio metro del suelo.

Petri, con un movimiento de la mano derecha, empezó a girarlo lentamente, examinando con atención cada mínimo detalle.

«Parece estar hecho de una aleación metálica muy ligera», dijo Petri, con un tono bastante más técnico respecto al de sorpresa inicial. «La alimentación de los motores tiene que estar suministrada por esos tres pétalos, que parecen cubiertos por una especie de material sensible a la luz solar». Por fin había empezado a toquetear los controles del sistema. «El pistilo tiene que ser una especie de antena de radio y en el prisma hexagonal está, sin duda, el “corazón” de esta cosa».

Petri movía cada vez más rápido el holograma, girándolo en todas las direcciones. De repente se paró y exclamó: «Mira aquí. Según tú, ¿qué es esto?», preguntó mientras procedía a ampliar el detalle.

Azakis se acercó todo lo que pudo. «Parecen símbolos».

«Dos símbolos, diría yo», corrigió Petri «o más bien, un dibujo y cuatro símbolos cerca».

Azakis continuaba arduamente, mediante N^COM, buscando algo en la Red, pero no consiguió encontrar nada en absoluto que se pareciera lo más mínimo a lo que tenía en frente.

El dibujo representaba un rectángulo formado por quince rayas longitudinales de color alterno blanco y rojo y, en la esquina superior izquierda, otro rectángulo de color azul con cincuenta estrellas de cinco puntas de color blanco. A su derecha, los cuatro símbolos:

JUNO

«Parece algún tipo de escritura», especuló Azakis. «Quizás los símbolos representen el nombre de quienes crearon la sonda».

«O quizás es su nombre», rebatió Petri. «La sonda se llama “JUNO” y el símbolo de los creadores es esa especie de rectángulo coloreado».

«En cualquier caso, sin duda no lo hemos hecho nosotros», sentenció Azakis. «¿Crees que puede existir algún tipo de forma de vida en su interior?».

«No lo creo. Por lo menos no aquellas que conocemos. El espacio de la cápsula posterior, que es el único lugar donde podría haber algo, es demasiado pequeño como para contener a un ser vivo».

Mientras hablaba, Petri ya había comenzado a realizar un escaneo de la sonda, buscando cualquier tipo de signo vital que pudiera proceder de su interior. Después de algunos instantes, una serie de símbolos aparecieron en la pantalla y se apresuró a traducírselos a su compañero.

«Según nuestros sensores no hay nada “vivo” ahí dentro. No parece que haya ni siquiera armas de ningún tipo. En un primer análisis, yo diría que esta cosa es una especie de explorador enviado en reconocimiento al sistema solar en búsqueda de quien sabe qué».

«También podría ser eso», afirmó Azakis, «pero la pregunta que debemos plantearnos es: “¿Enviado por quién?”».

«Bueno», supuso Petri, «si excluimos la presencia de misteriosos “alienígenas”, yo diría que los únicos capaces de hacer algo parecido son solo tus viejos “amigos terrícolas”».

«¿De qué estás hablando? Si cuando los hemos dejado la última vez casi no eran capaces ni de montar a caballo. ¿Cómo pueden haber alcanzado un nivel de conocimiento así en tan poco tiempo? Enviar una sonda a dar vueltas por el espacio no es ninguna tontería».

«¿Poco tiempo?», objetó Petri, mirándolo fijamente a los ojos. «No olvides que, para ellos, han pasado casi 3.600 años desde entonces. Considerando que su vida media era como máximo de cincuenta - sesenta años, eso significa que se han sucedido al menos unas sesenta generaciones. Quizás se han vuelto mucho más inteligentes de lo que imaginamos».

«Y tal vez es precisamente por esto», añadió Azakis, intentando completar la reflexión del amigo, «que los Ancianos estaban tan preocupados por esta misión. Ellos lo habían previsto o al menos, habían considerado esta posibilidad».

«Bueno, podrían habernos adelantado algo, ¿no? Encontrar este objeto me ha dado un buen susto».

«Estamos aun especulando», dijo Azakis mientras con el pulgar y el índice se frotaba el mentón, «pero parece que esta teoría tiene lógica. Intentaré ponerme en contacto con los Ancianos y trataré de sacarles algo de información extra, si es que tienen. Tú, mientras tanto, trata de entender algo más sobre este aparato. Analiza la ruta actual, velocidad, masa, etcétera, e intenta hacer una previsión de su destino, cuanto hace que partió y los datos que ha almacenado. En definitiva, quiero saber lo máximo posible sobre lo que nos espera allí».

«Vale, Zak», exclamó Petri mientras hacía volar en el aire, alrededor de él, hologramas de colores con una infinidad de números y fórmulas.

«Ah, no olvides analizar lo que has identificado como una antena. Si realmente lo es, podría ser capaz de transmitir y recibir. No me gustaría que nuestro encuentro hubiera sido ya comunicado a los que han enviado la sonda».

Dicho esto, Azakis se dirigió rápidamente hacia la cabina H^COM, la única en toda la nave equipada para las comunicaciones de larga distancia, que se encontraba entre las puertas dieciocho y diecinueve de los módulos de transferencia interna. La compuerta se abrió con el habitual ligero silbido y Azakis se metió en la angosta cabina.

A saber por qué la habían hecho tan pequeña...se preguntó mientras intentaba acomodarse en el asiento, minúsculo también, que había descendido automáticamente de arriba. Quizás querían que la usáramos lo menos posible...

Mientras se cerraba la puerta a sus espaldas, empezó a teclear una serie de instrucciones en la consola frente a él. Tuvo que esperar algunos segundos antes de que la señal se estabilizara. De repente, en el visor holográfico, completamente igual al que tenía en su habitación, empezó a aparecer el rostro surcado y claramente marcado por los años de su superior Anciano.

«Azakis», dijo sonriendo levemente el hombre, mientras alzaba lentamente la huesuda mano en señal de saludo. «¿Qué te hace llamar, con tanta urgencia, a este pobre viejo?».

Nunca había conseguido saber exactamente la edad de su superior. A nadie le estaba permitido conocer información tan privada de un componente de los Ancianos. Desde luego, vueltas alrededor del sol había visto muchas. Aun así, sus ojos se movían de derecha a izquierda con tal vitalidad que ni siquiera él habría sabido hacerlo mejor.

«Hemos encontrado algo muy sorprendente, al menos para nosotros», dijo Azakis sin demasiadas formalidades, intentando mirar fijamente a los ojos de su interlocutor. «Casi chocamos con un extraño objeto», continuó tratando de analizar cada mínima expresión del Anciano.

«¿Un objeto? Explícate mejor, hijo mío».

«Petri aún lo está analizando, pero creemos que puede tratarse de una especie de sonda y estoy seguro de que no es nuestra». Los ojos del Anciano se abrieron de repente. Parecía que él también se había sorprendido.

«Hemos encontrado símbolos extraños grabados en el casco, en un idioma desconocido», añadió. «Te estoy enviando todos los datos».

La mirada del Anciano pareció perderse por un momento en el vacío mientras, mediante su O^COM, analizaba el flujo de información entrante.

Después de unos larguísimos instantes, sus ojos volvieron a fijarse en los de su interlocutor y, con un tono que no mostró ninguna emoción, dijo: «Convocaré inmediatamente el Consejo de los Ancianos. Todo parece indicar que vuestras deducciones iniciales son correctas. Si las cosas están realmente así, deberemos revisar inmediatamente nuestros planes».

 

«Esperamos noticias», y de esta forma Azakis cortó la comunicación.

Nassiriya – La cena

El coronel y Elisa estaban ya terminando la tercera copa de champán y el ambiente se había hecho bastante más informal.

«Jack, tengo que decir que este Masgouf está divino. Será imposible acabarlo, hay demasiado».

«Sí, es realmente excelente. Tendremos que felicitar al cocinero».

«Quizás debería casarme con él y que cocinara para mí», dijo Elisa riendo un tanto exageradamente. El alcohol ya empezaba a causar efecto.

«No, que se ponga a la cola. Primero estoy yo», se atrevió a bromear, pensando que no estaba tan fuera de lugar. Elisa hizo como si nada y siguió mordisqueando su esturión.

«Tú no estás casado, ¿verdad?».

«No, nunca he tenido tiempo».

«Eso es una vieja excusa», dijo ella mirándolo sensualmente.

«Bueno, en realidad estuve muy cerca una vez, pero la vida militar no está hecha para el matrimonio. ¿Y tú?», añadió, retomando un tema que aún parecía hacerle daño, «¿Te has casado alguna vez?».

«¿Estás de broma? ¿Y quién soportaría tener una mujer que pasa la mayor parte de su tiempo viajando por el mundo para cavar bajo tierra como un topo y que se divierte profanando tumbas con millones de años de antigüedad?».

«Claro», dijo Jack, sonriendo amargamente, «evidentemente, no estamos hechos para el matrimonio». Y mientras alzaba la copa, propuso un melancólico «Brindemos por ello».

El camarero llegó con un poco más de Samoons13 recién sacado del horno interrumpiendo, afortunadamente, ese momento de leve tristeza.

Jack, aprovechando la interrupción, intentó deshacerse rápidamente de una serie de recuerdos que le habían vuelto a la mente de repente. Era agua pasada. Ahora tenía una bellísima mujer junto a él y tenía que concentrarse solo en ella. Algo que no era demasiado difícil.

La música de fondo, que parecía arroparlos delicadamente, era la adecuada. Elisa, iluminada por tres las velas colocadas en el medio de la mesa, estaba preciosa. Sus cabellos tenían reflejos color oro y cobre y su piel era suave y bronceada. Sus ojos penetrantes eran de un color verde profundo. Sus suaves labios intentaban separar lentamente un trozo de esturión de la espina que tenía entre los dedos. Era tan sexy.

Elisa no dejó escapar ese momento de debilidad del coronel. Posó la espina en el borde del plato y se chupó, con aparente desinterés, primero el índice y luego el pulgar. Bajó ligeramente la cabeza y lo miró con tal intensidad, que Jack pensó que el corazón se le iba a salir del pecho para acabar directamente en el plato.

El coronel se dio cuenta de que ya no tenía el control de la situación y, sobre todo, de sí mismo, e intentó reponerse inmediatamente. Era ya mayorcito para parecer un adolescente enamorado, pero esa chica tenía algo que le atraía terriblemente.

Respiró profundamente, se refregó el rostro con las manos y dijo: «¿Qué te parece si te acabas ese último trozo?».

Ella sonrió, cogió delicadamente con las manos el trocito de esturión que quedaba, se levantó levemente de la silla estirándose hacia él y se lo acercó a la boca. En esa posición, su escote mostró parcialmente sus exuberante pechos. Jack, visiblemente avergonzado, dio solo un mordisco, aunque no pudo evitar rozar con sus labios los dedos de ella. Su excitación crecía cada vez más. Elisa estaba jugando con él como hace un gato con un ratón, y Jack no era capaz de oponerse de ninguna forma.

Luego, con un aire de chica inocente, Elisa volvió a sentarse cómodamente en su sitio y, como si no hubiera pasado nada, hizo una señal con la mano al camarero alto y delgado, que se acercó rápidamente.

«Creo que es el momento de un buen té de cardamomo. ¿Qué opinas Jack?».

Él, que aún no se había repuesto de la situación anterior, balbuceó algo como: «Bueno, sí, vale». Y mientras se colocaba bien la chaqueta, intentando recomponerse, añadió: «Creo que es muy bueno para la digestión».

Se había dado cuenta de que había dicho algo ridículo, pero en ese momento no se le ocurrió nada mejor.

«Todo es muy agradable Jack, es una velada fantástica, pero no nos olvidemos del motivo por el que estamos aquí esta noche. Tengo que enseñarte una cosa, ¿te acuerdas?».

El coronel, en ese momento, estaba pensando en todo menos en el trabajo. Sin embargo, tenía razón. Estaban en juego cosas mucho más importantes que un estúpido coqueteo. El caso es que, a él, ese coqueteo no le parecía nada estúpido.

«Claro», respondió intentando recuperar su pose autoritaria. «No veo el momento de saber lo que has descubierto».

El gordinflón, que a poca distancia en el coche estaba escuchándolo todo, exclamó: «Qué putita. Las mujeres son todas iguales. Primero hacen que te lo creas, te llevan hasta las estrellas, luego te dejan como si nada».

«Creo que tus diez dólares estarán pronto en mi bolsillo», dijo el delgado, siguiendo la afirmación con una gran carcajada.

«En realidad no me importa a quien se lleva a la cama nuestra doctora. No te olvides de que estamos aquí solo para descubrir todo lo que sabe». Y mientras intentaba colocarse mejor en el asiento, porque la espalda empezaba a dolerle bastante, añadió: «Deberíamos haber encontrado la forma de poner una cámara en ese maldito local».

«Sí, quizás bajo la mesa, así habrías podido verle los muslos».

«Imbécil. Pero, ¿quién ha sido el idiota que te ha seleccionado para esta misión?».

«Nuestro jefe, amigo mío. Y te aconsejaría evitar insultarlo, ya que él también sabe cómo colocar micrófonos y no creo que tenga problemas en poner alguno en este coche».

El gordinflón se asustó y por un momento creyó que su corazón había parado de latir. Estaba intentando ascender e insultar a su superior no era el mejor modo de avanzar.

«Deja de decir tonterías», dijo intentando ponerse serio y profesional. «Dedícate a hacer bien tu trabajo e intentaremos volver a la base con algo concreto». Dicho esto, miró un punto indefinido en la oscuridad, más allá del parabrisas levemente empañado.

Elisa sacó del bolso su inseparable asistente digital, lo apoyó en la mesa y empezó a pasar algunas fotos. El coronel, curioso, intentó ver algo, pero el ángulo no se lo permitió. Ella, cuando encontró lo que buscaba, se levantó y se sentó en la silla junto a él.

«Vale, ponte cómodo que la historia es larga. Intentaré resumirla todo lo que pueda».

Deslizando rápidamente el índice en la pantalla del asistente digital, hizo aparecer una foto de una tabla grabada con extraños dibujos y con escritos cuneiformes.

«Esta es la foto de una de las tablas que se han encontrado en la tumba del Rey Baldovino II de Jerusalén», continuó Elisa, «que se supone que fue el primero, en el año 1119, en abrir la Cueva de Macpela, llamada también Cueva de los Patriarcas, donde al parecer fueron enterrados Abraham y sus dos hijos, Isaac y Jacob. Estas tumbas se encuentran en el subsuelo de la que hoy llamamos Mezquita o Santuario de Abraham, en Hebrón, Cisjordania». En ese momento, le enseñó una foto de la mezquita.

«Dentro de las tumbas», prosiguió Elisa, «el Rey encontró, además de innumerables objetos de diversa índole, una serie de tablas que pertenecieron a Abraham. Además, se cree que éstas pueden representar una especie de diario donde anotaba los momentos más importantes de su vida».

«Una especie de “registro de viajes”», anticipó Jack, esperando impresionarla.

«En cierto modo sí, ya que, para la época, había viajado bastante».

Deslizando otra foto, Elisa continuó explicando: «Los mayores expertos de su idioma y de las modalidades de representación gráfica de la época han intentado traducir lo que está grabado en esta tabla. Las opiniones han estado, lógicamente, muy divididas en algunas partes, pero todos están de acuerdo en que esto», dijo aumentando un detalle de la foto, «se traduzca como “jarrón” o bien como “ánfora de los Dioses”. Luego están las palabras “sepultura”, “secreto” y “protección” que también están bastante claras».

Jack empezaba a estar un poco confundido, pero, asintiendo con la cabeza, intentó convencer a Elisa de que la estaba siguiendo perfectamente. Ella lo miró un instante, y luego continuó diciendo: «Este símbolo, sin embargo», dijo toqueteando la pantalla para aclarar la imagen, «según algunos, representa una tumba, la tumba de un Dios. Mientras que esta parte describiría uno de los Dioses que advierte o incluso amenaza al pueblo reunido a su alrededor».

El coronel, un poco por culpa del alcohol, un poco por el embriagante perfume que Elisa desprendía a su alrededor, y un poco por los ojos de ella, en los que se había perdido, no estaba entendiendo nada de nada. De todas formas, siguió asintiendo como si todo estuviera clarísimo.

«Entonces, resumiendo», continuó Elisa notando el continuo adormecimiento de Jack, «los expertos han interpretado el contenido de esta tablilla como la representación de un evento que tuvo lugar en los tiempos de Abraham y en el cual, un presunto Dios o más genéricamente unos Dioses, habrían escondido, enterrándolo alrededor de una de sus tumbas, algo muy preciado, al menos para ellos».

«Me parece una afirmación algo genérica», comentó Jack, intentando darse importancia. «Decir que han enterrado algo preciado cerca de una tumba de los Dioses no es como si tuvieras las coordenadas GPS. Podría referirse a cualquier cosa en cualquier lugar».

«Tienes razón, pero todas las inscripciones, especialmente las que resalen a hace tanto tiempo, tienen que interpretarse y contextualizarse de alguna manera. Es por esto que existen los expertos y, mira por dónde, yo soy una de ellos». Al decirlo, comenzó a imitar los movimientos de una modelo mientras es fotografiada por los paparazzi.

«Vale, vale. Sé que eres buena. Pero ahora intenta que entendamos algo los pobres ignorantes como yo».

«Básicamente», siguió hablando Elisa mientras se recomponía, «después de haber analizado y comparado hallazgos históricos de cualquier tipo, historias reales, leyendas, habladurías y todo lo que he encontrado, las grandes “mentes” de la tierra han afirmado que esta reconstrucción tiene una parte de verdad. Sobre estas bases, se ha enviado a arqueólogos de todo el mundo a la búsqueda de este lugar misterioso».

«Pero entonces, ¿qué tiene que ver el ELSAD?», el coronel estaba recuperando sus funciones cerebrales, «a mí me habían dicho que estas investigaciones estaban orientadas a la recuperación de supuestos artefactos nada menos que de origen alienígena».

«Y quizás sea precisamente así», respondió Elisa. «Ya se trata de una opinión generalizada, que estos famosos “Dioses”, que en tiempos remotos merodeaban por la Tierra, no eran otra cosa que humanoides provenientes de un planeta externo a nuestro sistema solar. Dada su elevada tecnología y sus notables conocimientos en el campo médico y científico, no era tan difícil que los confundieran con Dioses capaces de realizar quién sabe qué milagros».

«Ya», interrumpió Jack. «Yo también, si llegara con un helicóptero Apache de combate en medio de una tribu del Amazonas central y empezara a lanzar misiles por todos lados, podría ser confundido con un Dios furioso».

«Éste es exactamente el efecto que deben haber producido aquellos seres en los hombres de aquella época. Hay quien dice, incluso, que fueron los alienígenas los que sembraron en el Homo Erectus la semilla de la inteligencia, transformándolo así, en pocas decenas de miles de años, en lo que hoy conocemos como Homo sapiens sapiens».

Elisa miró atentamente al coronel que parecía tener una expresión cada vez más asombrada y decidió dar un golpe bajo. «A decir la verdad, como responsable de esta misión, creía que estabas más informado».

«Yo también lo creía», dijo Jack. «Evidentemente, ahí arriba siguen la filosofía habitual: cuanto menos se sabe, mejor es». La rabia estaba empezando a ocupar el lugar de la ñoñería anterior.

Elisa se dio cuenta de esto, apoyó la PDA en la mesa y se acercó a pocos centímetros del rostro del coronel, que por un momento contuvo la respiración pensando que realmente iba a besarle, y exclamó «Ésta es la parte divertida».

 

Volvió de golpe a su sitio y le enseñó otra fotografía. «Mientras todos se lanzaron a la búsqueda de esta famosa “tumba de los Dioses”, hurgando entre las pirámides egipcias, tumbas de los Dioses por excelencia, yo he formulado otra interpretación de lo que está grabado en la tablilla y creo que es la buena. Mira esto», y le enseñó satisfecha una imagen que mostraba el texto tal y como ella lo había interpretado.

Los dos compañeros que, dentro del coche estaban escuchando la conversación entre los dos comensales, habrían dado cualquier cosa por ver la foto que la doctora estaba mostrando al coronel.

«¡Maldición!», despotricó el gordinflón. «Tenemos que encontrar la manera de poner las manos en esa PDA».

«Esperemos que por lo menos uno de ellos lo lea en voz alta», añadió el delgado.

«Esperemos también que esta “cenita romántica” termine pronto. Me he cansado de estar aquí fuera a oscuras y, además, me estoy muriendo de hambre».

«¿Hambre? Pero, ¿qué dices? Si te has comido incluso mi parte de los bocadillos».

«No toda, amigo mío. Ha sobrado uno y ahora mismo me lo voy a comer», y mientras reía satisfecho, se giró para cogerlo de la bolsa apoyada en el asiento posterior. Pero, al girarse, golpeó con la rodilla el pulsante de encendido del sistema de grabación que emitió un débil beep y se apagó.

«Pedazo de imbécil, ¿quieres tener cuidado?». El delgado intentó volver a encender rápidamente el equipo. «Ahora tengo que reiniciar el sistema y necesitaré al menos un minuto. Reza para que no estén diciendo nada importante, de lo contrario esta vez patearé tu enorme culo hasta el Golfo Pérsico».

«Perdón», dijo el gordinflón con solo un hilo de voz. «Creo que ha llegado el momento de ponerme a dieta».

“Los Dioses sepultaron el jarrón con el preciado contenido al sur del templo y ordenaron al pueblo no acercarse hasta su vuelta, de lo contrario catástrofes tremendas se habrían cernido sobre todos los habitantes. Para proteger el lugar, cuatro guardianes en llamas.”

«Ésta es mi traducción», afirmó orgullosamente Elisa. «La palabra exacta para mí no es “tumba”, sino “templo” y el Zigurat de Ur, donde estoy realizando mis investigaciones, no es otra cosa que un templo erigido para los Dioses. Claro, me dirás que por esta zona hay muchos Zigurat, pero ninguno está tan cerca de la casa que perteneció a quien, presumiblemente, escribió las tablillas: nuestro querido Abraham».

«Muy interesante». El coronel estaba analizando atentamente el texto. «Efectivamente, la que todos han señalado como la “Casa de Abraham” está solo a unos doscientos metros del templo».

«Además, si aquellos seres fueran realmente alienígenas», continuó Elisa, «imagina lo interesante que sería, para vosotros los militares, el “jarrón”. Quizás incluso más que su “preciado contenido”».

Jack reflexionó durante un momento, luego dijo: «Este es el motivo del interés por parte del ELSAD. El jarrón enterrado podría ser mucho más que un simple contenedor de barro».

«Excelente. Y ahora, un giro inesperado», exclamó teatralmente Elisa. «Ladies and gentlemen, aquí está lo que he encontrado esta mañana».

Tocó la pantalla y una nueva foto apareció en la PDA. «Es el mismo símbolo que estaba en la tablilla», exclamó Jack.

«Exacto. Pero esta foto la he hecho hoy», respondió satisfecha Elisa. «Por lo que parece, Abraham, para indicar a los “Dioses”, ha utilizado la misma representación que los Sumerios ya habían utilizado: una estrella con doce planetas alrededor de ella y que, casualmente, he encontrado tallada en la tapa del “contenedor” que estamos sacando a la luz».

«Podría no significar nada», comentó Jack. «Quizás es solo una casualidad. El símbolo podría tener otros mil significados».

«Ah, ¿sí? Y entonces esto, según tú, ¿qué es?», y le enseñó la última foto. «La hemos hecho desde el exterior del contenedor con nuestro aparato de rayos X portátil».

Jack no pudo ocultar su cara de sorpresa al verlo.

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