García Márquez

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A La Habana sin pasaporte

Pronto se le presentaría la ocasión de visitar La Habana. El 18 de enero, cuando al final de la jornada ordenaba su escritorio para irse a la casa, un hombre del Movimiento 26 de Julio entró en la desierta oficina de la revista Venezuela Gráfica, para la que García Márquez trabajaba, en busca de periodistas que quisieran viajar a Cuba esa misma noche. Plinio Apuleyo Mendoza y él, partidarios resueltos de la Revolución cubana, fueron los primeros escogidos. Apenas tuvieron tiempo de pasar por la casa a recoger lo imprescindible para el viaje y García Márquez olvidó el pasaporte, acostumbrado como estaba a creer que Cuba y Venezuela eran un solo país. No le haría falta el documento. En el aeropuerto de Maiquetía, el agente venezolano de inmigración, «más cubanista que un cubano», le pidió cualquier documento de identificación que llevara encima. El único papel que se encontró en los bolsillos fue un recibo de la lavandería que el agente selló muerto de risa deseándole un feliz viaje.

No demoró en presentarse un inconveniente mayor cuando el piloto de la aeronave cubana constató que había más pasajeros que asientos y que el peso de los equipos y de los equipajes estaba por encima del límite aceptable. Nadie parecía dispuesto a renunciar al viaje ni a dejar en tierra sus pertenencias. El funcionario del aeropuerto se mostraba dispuesto a despachar el avión sobrecargado, pero el piloto no entraba en razones. Uno de los viajeros esgrimió un argumento mortal:

—No sea cobarde, capitán. También el Granma iba sobrecargado.

La respuesta no se hizo esperar.

—La diferencia —dijo— es que ninguno de nosotros es Fidel Castro.

Cedió al fin el piloto. Arrancó del talonario la orden de vuelo y la hizo una pelota que se metió en un bolsillo; no dejaría constancia de que tripularía un avión sobrecargado. Enseguida hizo señas a los viajeros de que lo siguieran. Mientras caminaban hacia el avión, García Márquez, atrapado entre su miedo congénito a volar y sus deseos de conocer Cuba, preguntó al piloto si llegarían a su destino.

—Puede que sí. —respondió—. Con la ayuda de la Virgen de la Caridad del Cobre.

Un bimotor destartalado y sin alma

Era un bimotor deteriorado, con la cabina estrecha y mal ventilada, los asientos rotos y un insoportable olor a orines viejos. Cada uno de aquellos periodistas «suicidas» se acomodó como pudo; algunos de ellos en el suelo del pasillo entre sacos de viaje y equipos de radio y televisión. García Márquez se sentía sin aire, arrinconado como estaba contra una ventanilla de la cola, pero lo confortaba el aplomo de sus compañeros hasta que intuyó que todos estaban tan asustados como él, lo que, al igual que él, disimulaban con una cara tan impávida como la suya. En vano buscó, para calmarse, la estrellita huérfana que acompaña a los aviones a través de los océanos solitarios y que lo sumía en un estado de gracia que lo alejaba del miedo a la muerte, pero no la encontró en aquella mala noche del Caribe. Mientras tanto, el bimotor sin alma atravesaba nubarrones pedregosos, vientos cruzados, abismos de relámpagos volando a tientas con el solo aliento de los corazones asustados de sus pasajeros. Al amanecer, llegó la lluvia y el avión se volteó de costado con un crujido interminable de velero al garete. Tuvo que hacer en Camagüey un aterrizaje de emergencia, pero tan pronto cesó la lluvia reventó un día primaveral que permitió un vuelo sin contratiempos hasta el aeropuerto de la Ciudad Militar de Columbia, bautizada poco después como Ciudad Escolar Libertad.

Era la mañana del 19 de enero y estaba por fin en La Habana. Batista había hecho de ella una ciudad irreal, con rascacielos, hoteles lujosos, cabarets rutilantes, mulatas barrocas y establecimientos comerciales con veinte kilómetros de vidrieras. Más de 180 mil automóviles rodaban por las calles de la Isla, lo que hacía de Cuba el sexto país del mundo en el promedio de automóviles por habitantes. La superaban, en este orden, EE. UU., Canadá, Gran Bretaña, Venezuela y Alemania Occidental.

En la puerta principal del Hotel Habana Hilton, un gigante rubio con uniforme de alamares y casco con penacho de plumas de mariscal inventado, y que hablaba una jerga de cubano cruzado con inglés de Miami, que cumplía sin el menor escrúpulo su triste papel de cancerbero, tomó por las solapas a uno de los periodistas de la delegación venezolana, negro, y lo tiró en medio de la calle cuando se disponía a entrar en el establecimiento hotelero, lo que provocó la protesta de periodistas cubanos ante la gerencia del hotel.

Aquella primera noche de Gabriel García Márquez en La Habana, varios soldados rebeldes muertos de sed entraron por la primera puerta que encontraron, que era la de uno de los bares del Hotel Habana Riviera. Solo querían un vaso de agua, pero el encargado del negocio, con los mejores modos de los que fue capaz, los puso de patitas en la calle. Miembros de la delegación venezolana que siguieron la escena los hicieron entrar de nuevo y en un gesto, que entonces pareció demagógico, los sentaron a su mesa.

—Esto no se arregla sino con una revolución de verdad —dijo a los visitantes el periodista cubano Mario Kuchilán, columnista del vespertino Prensa Libre, enterado del incidente.— Y les juro que la vamos a hacer.

«Operación Verdad»

¿A qué vino García Márquez a Cuba en aquel ya lejano mes de enero de 1959?

Es uno de los 380 periodistas extranjeros invitados por el Gobierno cubano a conocer la realidad de la isla y presenciar los procesos judiciales que se seguían a los esbirros de la dictadura batistiana. Era la llamada «Operación Verdad».

Había sido una idea de Fidel. Un equipo conformado por Celia Sánchez, ayudante del Comandante en Jefe desde los días de la Sierra Maestra, y los periodistas Jorge Ricardo Masetti, de Argentina; Carlos María Gutiérrez, de Uruguay; y Mario Kuchilán, de Cuba, se habían encargado de las invitaciones. También Jorge Quintana, decano del Colegio de Periodistas de La Habana, y Santiago Riera, por el Movimiento 26 de Julio.

El periodista cubano Gabriel Molina, también fundador de Prensa Latina, recuerda que las embajadas de Cuba en el exterior y la Compañía Cubana de Aviación hicieron posible que tan elevada cantidad de periodistas pudieran, en corto tiempo, darse cita en La Habana. La mayoría se hospedó en el hotel Habana Riviera, con 240 habitaciones entonces. Cada uno de los invitados recibía a su llegada una carpeta con fotos de los asesinatos y torturas cometidos durante la dictadura, así como ediciones especiales de la revista Bohemia con materiales que la censura del régimen depuesto impidió publicar. Es en ese establecimiento hotelero donde tienen lugar casi todo el encuentro.

Otro periodista cubano ya fallecido, Juan Marrero, apuntaba por su parte, que el grupo más numeroso provino de los Estados Unidos. Se invitó a Jules Dubois, vocero de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), aunque ya se sospechaba de sus vínculos con los servicios secretos de su país. Fueron invitados además los congresistas demócratas Adam Clayton Powell y Charles O. Porter.

Una encuesta de la revista Bohemia, de La Habana, encaminada a conocer el sentir popular durante los días iniciales de la Revolución puso de manifiesto que más del 90 por ciento de los encuestados creía que el gobierno revolucionario «lo está haciendo todo perfectamente bien». Entre las medidas consideradas como mejores, estaba precisamente la de la justicia revolucionaria. Si algún descontento hay ante ella, se dice en el análisis de los resultados de la indagación, «está en un porcentaje que quiere que continúe y se completa».

El 13 de enero de 1959, el periódico estadounidense Chicago Tribune publicaba una caricatura política. En el cuadro, Bolívar ponía su mano sobre el hombro de Fidel y decía: Estamos en presencia de un gran libertador. Siete días más tarde, en el mismo periódico el mismo caricaturista mostraba en su cartón a Fidel con una ametralladora en las manos y a una mujer que corría despavorida. El mensaje era claro: la democracia huía de la Isla.

En Cuba se está fusilando por decreto, decía en su exilio dominicano el expresidente Batista. La revista Times volcaba una apreciable dosis de veneno al aludir al gobierno revolucionario; detrás de cada elogio dejaba asomar la sombra de la duda y se regodeaba en la descripción de los castigos que imponían a los criminales los tribunales cubanos. Prensa norteamericana desfiguraba los hechos, tergiversaba la verdad y se hacía cómplice de la patraña. Se pretendía hacer creer a la opinión pública que Cuba chapoteaba en un baño de sangre, que la envolvía un frenesí de odio y venganza en el que policías y soldados, funcionarios civiles y simples simpatizantes de Batista eran llevados ante los pelotones de fusilamiento sin juicio previo, sin investigaciones de ningún tipo, sin posibilidades de defensa.

El país aceptó el reto y auspició la «Operación Verdad». No se replegó asustado ni balbuceó excusas: abrió de par en par sus puertas a todo el que quisiera ver de cerca lo que aquí realmente pasaba. La prensa internacional podría reportar a su antojo el acontecer de la nación. Los periodistas que llegaron a La Habana serían testigos de la magna concentración popular frente al Palacio Presidencial y del juicio que se le seguía al excomandante Jesús Sosa Blanco, un esbirro tristemente célebre y al que el juicio al que fue sometido le daría connotación internacional en virtud de los reportes de los periodistas que lo «cubrieron».

 

Encañonado por la espalda

Logran García Márquez y su amigo y compañero, el también periodista colombiano Plinio Apuleyo Mendoza venido asimismo para la ocasión, penetrar en el Palacio, ascienden la imponente escalera de mármol, se detienen para apreciar el busto de José Martí esculpido por Juan José Sicre que se halla en el rellano, y llegan, en el segundo piso, al fastuoso Salón de los Espejos. Cerca se halla el despacho oficial del Presidente de la República. Por allí andan Che Guevara y Camilo Cienfuegos, los dos legendarios comandantes guerrilleros que se batieron duro contra el ejército enemigo en la zona central de la Isla, luego de haberlo hecho en la zona oriental del país. García Márquez entrevista a Alberto Bayo, un coronel de la República española que entrenó en México a los futuros expedicionarios del yate Granma y a quien Fidel da trato invariable de General, cuando escucha el helicóptero de Fidel que llegaba a la mansión del ejecutivo y minutos después ve al joven líder penetrar en el atestado salón. Interrumpe su entrevista con Bayo y camina hacia Fidel. Está ya a menos de un metro del Comandante cuando siente que un objeto contundente es apretado con dureza contra su espalda. Uno de los guardaespaldas de Fidel lo toma por un infiltrado y lo encañona. Por suerte, puede el periodista salir del paso.

Fuera, el pueblo desborda la explanada del lado norte de Palacio. Se expande por Malecón, San Lázaro, Zulueta, Trocadero. Por el Paseo del Prado, la multitud pasa frente al Capitolio y llega hasta la Plaza de la Fraternidad y la Calzada de Reina. El resto de La Habana parece una ciudad muerta, con las calles desiertas. Llegan personas de otras provincias incluso, a veces a pie por carecer de medios de transporte. En un momento dado los manifestantes desbordan el cordón de la fuerza pública, rompen las barreras de madera y llegan al borde mismo de la tribuna presidencial. Algunos periodistas extranjeros no pueden ocupar su sitio en las tribunas laterales porque la ciudadanía las rebasa. La plataforma donde se instalaron las cámaras de la TV se estremece ante el empuje popular. Escribe el periodista Enrique de la Osa (1959): «Había emoción, gratitud, asombro en el semblante de Fidel. Era evidente que ni aún en su inquebrantable fe en el pueblo, esperó una respuesta de tal naturaleza» (p. 96).

Se coloca Fidel ante los micrófonos. Dice en su discurso verdades como puños: mientras Batista estuvo en el poder ningún coro de voces indignadas condenó el saqueo y el crimen. Ahora difaman al pueblo de Cuba porque quiere ser libre, porque Cuba se convierte en un ejemplo para América. Este es el pueblo más noble y sensible de todos. Si aquí se comete una injusticia, el pueblo estaría contra esa injusticia. Si todos han estado de acuerdo con el castigo a los grandes culpables, ha sido porque el castigo ha sido justo y merecido.

Decide luego poner a votación la política del Gobierno. Pide que levanten la mano los que aprueben la forma en la que se comporta la justicia en Cuba. Comenta el periodista Enrique de la Osa (1959): «Antes de que terminara la frase ya se alzaba, como un resorte, la respuesta afirmativa. Eran cientos de miles de manos, no solo dentro del cuadro visual de la terraza norte [del Palacio Presidencial], sino por Malecón y Prado, en el parque Zayas, en el Parque Central, frente al Capitolio. A lo largo de la Isla, frente a las pantallas de televisión o junto a la radio, otros cinco millones de cubanos, simbólicamente, también dijeron ¡sí!» (p. 96).

Prensa Latina S.A.

Esa misma noche, en el hotel Habana Libre, Fidel se reúne con los periodistas invitados. «Conocemos la mecánica mediante la cual determinados intereses influyen en las decisiones del gobierno de los Estados Unidos, preparando primero a la opinión pública de modo hostil a la Revolución Cubana, y luego demandando la actuación de aquel Gobierno», dice.

Afirma después:

Como no había por dónde atacarnos, tenían que inventar esa calumnia. Había que aplastar la Revolución cubana y frustrarla. Nosotros no tenemos cables internacionales. A ustedes, los periodistas latinoamericanos, no les queda más remedio que aceptar lo que les diga el cable, que no es latinoamericano. La prensa de América Latina debiera estar en posesión de los medios que le permitan conocer la verdad y no ser víctimas de la mentira (Castro, 1959, p. 103).

Entre los periodistas que siguen las palabras de Fidel Castro están Jorge Ricardo Masetti y Carlos María Gutiérrez. Ambos son conocidos por los revolucionarios cubanos. Gutiérrez fue el primer periodista latinoamericano que subió a la Sierra Maestra en los días de la guerrilla. Masetti también lo hizo y a partir de sus observaciones y vivencias escribió su libro Los que luchan y los que lloran, calificado, en su momento, como la mayor hazaña individual del periodismo argentino. Está también García Márquez.

Cuando la intervención inicial de Fidel en la conferencia de prensa da paso a las preguntas, alguien, presumiblemente Masetti, inquiere su opinión sobre la conveniencia de crear un servicio latinoamericano de noticias. Por mi parte, personalmente estoy dispuesto a hacer todo lo que sea necesario para la buena información de los pueblos de América Latina, asegura el jefe de la Revolución.

No era la primera vez que Fidel manejaba esa idea. Molina precisa que una noche de 1956, en Nueva York, Fidel que recorría entonces los Estados Unidos recabando ayuda para la lucha, preguntó a Vicente Cubillas, corresponsal de la revista Bohemia y encargado de cubrir profesionalmente el recorrido, cuántos periodistas había en la ciudad. No sabía, eran muchos sin duda, pero para qué quieres saber eso. Respuesta de Fidel: «Para invitarlos a Cuba cuando triunfe la Revolución; voy a necesitarlos» (Molina, 2012, p. 132-133). Cubillas sonrió incrédulo. Se supone que algo sobre la proyectada agencia noticiosa hablaron Masetti y el Che en plena Sierra Maestra, y quizás no es erróneo decir que el nombre se deriva de la llamada Agencia Latina que funcionó en la Argentina en los días de Perón.

Ese es el origen de Prensa Latina, Agencia Informativa Latinoamericana S. A., en los días de la «Operación Verdad». Ya en el siguiente mes de febrero, Masetti estuvo enfrascado en la creación de la nueva empresa que comenzó sus trasmisiones el 16 de junio del propio año y que tuvo a Gabriel García Márquez y que tendrá a García Márquez entre sus fundadores. Desde tiempo antes el autor de Relato de un náufrago creía en la conveniencia de un servicio latinoamericano de noticias.

Los zapatos de muerto de Sosa Blanco

Al día siguiente del acto de Palacio, García Márquez visita la Ciudad Deportiva, obra notable por su diseño, dimensiones y funcionabilidad que se había inaugurado, sin concluir, el 26 de febrero de 1958, a un costo de más de diez millones de pesos equivalentes a dólares. Allí se juzga al excomandante Jesús Sosa Blanco, un juicio sumarísimo que se prolongó durante doce horas. Fue precisamente el sujeto quien dio al edificio el sobrenombre de coliseo porque dijo sentirse en el Coliseo romano.

Su llegada motivó una explosión de cólera, pero el hombre alto y ancho, de rostro cuadrado y pómulos salientes, cejas negras y espesas y cabellos escasos que blanqueaban ya en las sienes, sonríe provocativamente mientras camina hacia el estrado, una especie de ring de boxeo iluminado, donde, esposado, permaneció de pie durante el juicio. Cuando el presidente del tribunal pronuncia su nombre, se inclina y levanta las manos en señal de saludo. Hay burla y arrogancia en su actitud.

Son varios y muy graves los cargos que se le imputan. Se le acusa de incendiario, de ladrón, de torturador, de asesino. La geografía del oriente de la Isla conoce de su saña. «Qué pasa si Sosa pasa?», repetía él mismo, como un eslogan, en sus días de «gloria». Cuenta de su paso dieron, como testigos en el juicio, campesinos de Levisa, Nicaro, Mayarí, Guisa, Sagua de Tánamo, Baracoa, Manzanillo, Guantánamo… donde el carnicero con uniforme de militar sembró el terror, la destrucción y la muerte. Son 108 los asesinatos que se le comprobaron.

«Me asesinó a mi familia y a mi esposo», dijo una testigo. Y otro: «Quemó cien casas en Levisa. En Minas de Ocujal mató a 19 trabajadores». Y otra: «Me mató a mi marido y a mis tres hijos». Y otro más: «Quemó mi casa y arrasó mis sembrados». Comparece un niño de 12 años de edad: «Mató a mi papá; me «arreguindé» de su brazo cuando se lo llevaba». Pregunta el fiscal: «¿Pertenecía tu padre al Ejército Rebelde?». Respuesta del niño: «Papá era carpintero».

Las pruebas son apabullantes. Los testimonios, palpitantes y vivos, van acompañados de las lágrimas de las viudas, los sollozos de los huérfanos, las imprecaciones de los que sobrevivieron no se sabe cómo. Sosa Blanco parece una fiera acosada, pero no pierde la altivez. «Yo cumplía órdenes», dice fríamente, con aplomo. El abogado de la defensa, Arístides D’Acosta, capitán del ejército derrocado, luciendo todavía su uniforme, asume su tarea con brillantez, pero apenas puede defender lo indefendible. Luego de una larga deliberación, el tribunal dicta sentencia; pena de muerte por fusilamiento, sentencia que se apela de oficio ante el Consejo Superior de Guerra.

García Márquez y Plinio Apuleyo Mendoza ocupan asientos en la primera fila, cerca del espacio destinado al acusado. Conocida ya la sentencia, Plinio quiere tomarle una declaración, pero Sosa Blanco rehúsa hacer cualquier comentario. Algunos periodistas insisten en visitar al condenado en su celda, en la prisión militar de la fortaleza de San Carlos de la Cabaña, al otro lado de la bahía, pero los colombianos se niegan a sumarse al grupo. A la mañana siguiente. Amelia, la esposa del ex oficial, junto con sus hijas gemelas de 12 años de edad— visitan el hotel donde se alojan los periodistas invitados. Quiere la señora que los reporteros firmen una petición de clemencia, y lo logra. La firman todos, sin excepción, también García Márquez impulsado más por lástima hacia la familia y por su aversión insuperable hacia la pena de muerte, dicen los que lo conocieron, que porque le preocupara la justicia del proceso pues tanto para él como para Mendoza se trató de una sentencia justa.

«Con posterioridad García Márquez comentó que este acontecimiento cambió su idea para El otoño del patriarca, que ahora concebía como el juicio a un dictador recientemente derrocado, narrado a través de monólogos alrededor de un cadáver», (Martin 2009, p. 287) en su biografía del novelista.

Sosa Blanco había hecho que le llevaran de su casa el par de zapatos que había adquirido para la celebración del fin de año y que no llegó a estrenarse. Pide al sacerdote franciscano Javier Arzuaga, que oficia como párroco en Casa Blanca y como capellán de La Cabaña, que lo inhumaran con ellos puestos. Llegado el momento, su último deseo fue el de bañarse, afeitarse y vestirse de limpio. Fue conducido al paredón con los zapatos nuevos. Pero ya allí pidió al sacerdote que se los quitara una vez muerto y se los diera a algún necesitado, pero «que tenga el pie grande, padre, pero grande», pues Sosa calzaba una talla de campeonato.

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