La Casa Perfecta

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CAPÍTULO SIETE

Jessie giraba la cabeza de un lado a otro, en busca de alguien o algo fuera de lo normal.

Mientras regresaba a su casa, siguiendo la misma ruta tortuosa que había recorrido por la mañana, todas las medidas de seguridad de las que se había sentido tan orgullosa pocas horas antes le resultaban ahora terriblemente inadecuadas.

En esta ocasión, se ató la melena en un moño y la ocultó debajo de una gorra de béisbol y de la capucha de una sudadera que se había comprado de regreso desde Norwalk. Llevaba una pequeña mochila que se enganchaba por delante, abrazándole el torso. A pesar del anonimato adicional que podrían haberle proporcionado, no llevaba gafas de sol porque le preocupaba que limitaran su campo visual.

Kat había prometido que revisaría las cintas de seguridad de todas las visitas recientes de Crutchfield para ver si se habían pasado algo por alto. También dijo que, si Jessie pudiera esperar hasta que terminara su turno, conduciría hasta DTLA, a pesar de que ella vivía al otro extremo en la Ciudad de la Industria, y le ayudaría a asegurarse de que llegaba a salvo a casa. Jessie rechazó la oferta con amabilidad.

“No puedo contar con tener escolta armada a cualquier parte que vaya a partir de ahora”, insistió.

“¿Por qué no?”, le había preguntado Kat solo medio en bromas.

Ahora, mientras descendía por el pasillo que llevaba a su apartamento, se preguntaba si hubiera debido aceptar la oferta de su amiga. Se sentía especialmente vulnerable con la bolsa de las compras en los brazos. Había un silencio sepulcral en el pasillo y no había visto a nadie en absoluto desde que entrara al edificio. Antes de descartarlo sin más, surgió una noción alocada en su cabeza, que su padre había matado a todo el mundo en su piso para no tener que lidiar con complicaciones cuando se le acercara.

La luz de su mirilla estaba verde, lo que le ofreció cierto alivio mientras abría la puerta, mirando a ambos lados del pasillo por si había alguien que se le fuera a tirar encima. Nadie lo hizo. Una vez en el interior, encendió las luces y después cerró todas las cerraduras antes de desactivar las dos alarmas. Inmediatamente después, volvió a activar la alarma principal, poniéndola en función “casa” para poder moverse por el apartamento sin hacer que saltaran los sensores de movimiento.

Colocó la bolsa de las compras sobre el mostrador de la cocina y examinó el lugar, con la barra luminosa en la mano. Le habían concedido su solicitud de un permiso de armas antes de irse a Quantico y se suponía que le darían su arma cuando fuera a trabajar a comisaría al día siguiente. Parte de ella deseaba que ya la hubiera pasado a recoger cuando se presentó por allí para recoger su correo. Cuando por fin tuvo la seguridad de que su apartamento estaba a salvo, empezó a ordenar las compras, dejando fuera el sashimi que había comprado para cenar en vez de una pizza.

No hay como un sushi de supermercado un lunes por la noche para hacer que una chica sin plan alguno se sienta especial en la gran ciudad.

La idea le provocó una breve risa antes de recordar que le habían dado un mapa de su residencia a su padre el asesino en serie. Quizá no se tratara de un mapa completo con direcciones, pero, por lo que había dicho Crutchfield, era bastante como para que él le acabara encontrando con el tiempo. La pregunta del millón era: ¿y cuándo sería exactamente “con el tiempo”?.

*

Hora y media después, Jessie estaba boxeando con una bolsa pesada, y el sudor le rodaba por el cuerpo. Después de terminar su sushi, se había sentido inquieta y había decidido ir a ejercitar sus frustraciones de manera constructiva al gimnasio.

Nunca había sido una gran adepta al gimnasio, pero durante su tiempo en la Academia Nacional había hecho un descubrimiento inesperado. Cuando entrenaba hasta el agotamiento, no le quedaba espacio por dentro para la ansiedad y el temor que le consumían la mayor parte del resto del tiempo. Si hubiera sabido esto hace una década, se hubiera podido ahorrar miles de noches en vela, y hasta las noches repletas de pesadillas interminables.

También podía haberle salvado unas cuantas visitas a su terapeuta, la doctora Janice Lemmon, una célebre psicóloga forense por derecho propio. La doctora Lemmon era una de las pocas personas que conocían cada uno de los detalles del pasado de Jessie. Le había proporcionado una ayuda inestimable durante los últimos años.

En este momento, estaba en convalecencia de un trasplante de riñón y no estaba disponible para concertar sesiones durante unas cuantas semanas más. Jessie se sentía tentada de pensar que podía saltarse del todo estas visitas, pero, aunque puede que fuera más barato ir solo a la terapia del gimnasio, sabía que seguramente habría momentos en que necesitaría hablar con su doctora en el futuro.

Cuando fue a su consulta para ponerse una serie de vacunas, recordaba cómo, antes de su viaje a Quantico, se había estado despertando cubierta de sudor, respirando con dificultad, intentando recordarse a sí misma que estaba a salvo en Los Ángeles y no de vuelta a la pequeña cabaña en los Ozarks de Missouri, atada a una silla, viendo cómo goteaba la sangre del cadáver cada vez más congelado de su madre muerta.

Ojalá todo eso hubiera sido tan solo un mal sueño, pero era todo cierto. Cuando tenía seis años y el matrimonio de sus padres pasaba por problemas, su padre las había llevado a ella y a su madre a la cabaña que tenía en algún lugar aislado. Mientras estaban allí, les había revelado que había estado secuestrando, torturando, y asesinando a gente durante años. Y después le hizo lo mismo a su propia mujer, Carrie Thurman.

Mientras la esposaba las manos a las vigas del techo de la cabaña e intermitentemente, acuchillaba a su madre con un enorme cuchillo, hizo que Jessie, por aquel entonces Jessica Thurman, lo viera todo. Le ató los brazos a una silla y le forzó a mantener los párpados abiertos mientras acababa de descuartizar a su madre del todo.

Después utilizó el mismo cuchillo para hacer un corte enorme en la clavícula de su hija desde el hombro izquierdo hasta la base del cuello. Después de eso, se marchó de la cabaña sin más. Tres días después, conmocionada y con hipotermia, fue hallada por dos cazadores que pasaban por allí de casualidad.

Cuando se recuperó, le contó toda la historia a la policía y al FBI. Sin embargo, para ese momento, su padre se había largado hacía mucho y con él toda esperanza de atraparle. Metieron a Jessica en el Programa de Protección de Testigos de Las Cruces con los Hunt. Jessica Thurman se convirtió en Jessie Hunt y comenzó una vida nueva.

Jessie se sacudió los recuerdos de su mente, moviendo su atención de las vacunas a las patadas con la rodilla con intención de darle a la entrepierna de tu asaltante. Se regodeó en el dolor que sintió en sus cuádriceps cuando golpeaba hacia arriba. Con cada golpe, la imagen de la piel pálida y sin vida de su madre se desvanecía.

Entonces apareció otro recuerdo en su mente, el de su antiguo marido, Kyle, atacándole en su propia casa, tratando de matarla y de inculparla por el asesinato de su amante. Casi podía sentir el escozor del atizador de la chimenea que le había clavado en el lado izquierdo del abdomen.

El dolor físico de ese momento solo era equiparable con la humillación que todavía sentía por haber pasado una década en una relación íntima con un sociópata sin darse cuenta de ello. Después de todo, se suponía que era una experta en identificar estos tipos de personas.

Jessie subió la potencia una vez más, esperando alejar la vergüenza de su mente con una serie de lanzamientos de codo contra la bolsa a la altura donde estaría la mandíbula de su oponente. Sus hombros estaban empezando a quejarse del dolor, pero ella continuó sacudiendo la bolsa, sabiendo que enseguida su mente estaría demasiado cansada como para estar desasosegada.

Esta era la parte de sí misma que no se había esperado descubrir en el FBI, lo duro que podía llegar a entrenar. A pesar de la típica aprensión que sintió al llegar, había pensado que seguramente le iría bien en el lado académico. Se acababa de pasar los tres años anteriores en ese entorno, inmersa en psicología criminal.

Y no le había faltado razón. Las clases de derecho, ciencia forense, y terrorismo le resultaban fáciles. Incluso el seminario de ciencias del comportamiento, donde los instructores eran sus héroes de toda la vida y pensaba que quizá estaría nerviosa, resultó de lo más natural. Sin embargo, en las clases de preparación física, y especialmente en el entrenamiento de autodefensa, era donde más se había sorprendido a sí misma.

Sus instructores le habían demostrado que con su metro ochenta y sus 75 kilos, tenía el tamaño necesario para vérselas con la mayoría de los perpetradores, si estaba adecuadamente preparada. Probablemente, nunca tendría las habilidades de combate personal de una veterana de las Fuerzas Especiales como Kat Gentry. Y salió del programa con la confianza de que podría defenderse en la mayoría de las situaciones.

Jessie se sacó los guantes de un tirón y pasó a la cinta de correr. Echó un vistazo a su reloj, vio que ya eran casi las 8 de la tarde. Decidió que una carrera de cinco millas la dejaría lo bastante exhausta como para permitirle dormir sin sueños por la noche. Esa era una prioridad ya que mañana regresaba de nuevo al trabajo, donde sabía que todos sus compañeros la freirían a preguntas, esperando que ahora fuera una especie de superhéroe del FBI.

Se dio un periodo de cuarenta minutos, presionándose a sí misma para completar las cinco millas a un ritmo de ocho minutos por milla. Entonces les subió el volumen a los cascos. Cuando empezaron a sonar los primeros segundos de “Killer” de Seal, su mente se quedó en blanco, enfocándose solamente en lo que tenía delante de ella. No albergaba la menor noción respecto al título de la canción o de los recuerdos personales que pudiera sacar a la superficie. No había nada más que ese ritmo y sus piernas moviéndose al unísono. Era lo más cerca de la paz que Jessie Hunt podía sentirse.

 

CAPÍTULO OCHO

Eliza Longworth iba corriendo para llegar hasta la casa de Penny cuando antes le fuera posible. Eran casi las 8 de la mañana, la hora a la que su profesora de yoga solía aparecer.

Había pasado una noche básicamente en vela. Solo cuando llegó el primer rayo del alba le pareció saber qué ruta tomar. Una vez tomó la decisión, Eliza sintió cómo se le quitaba un peso de encima.

Le envió un mensaje de texto a Penny para decirle que la noche en vela le había dado tiempo para pensar, y para reconsiderar si se había precipitado al terminar con su amistad. Tenían que ir a la lección de yoga. Y después, una vez su profesora, Beth, se hubiera ido, podían encontrar la manera de aclarar las cosas.

A pesar de que no había recibido respuesta alguna por parte de Penny, Eliza se dirigió hacia su casa de todas maneras. En el momento que llegaba a la puerta principal, vio cómo Beth conducía por la serpenteante carretera residencial y le saludaba.

“¡Penny!”, le chilló mientras llamaba a la puerta. “Beth está aquí. ¿Sigue en pie la clase de yoga?”.

No obtuvo respuesta así que presionó el timbre y se puso a mover los brazos delante de la cámara.

“Penny, ¿puedo pasar? Tenemos que hablar un momento antes de que llegue Beth”.

Siguió sin obtener respuesta y Beth ya estaba a solo cien metros así que decidió entrar, dejando la puerta abierta para Beth.

“Penny”, gritó. “Te dejaste la puerta abierta. Beth está aparcando. ¿Recibiste mi mensaje? ¿Podemos hablar un minuto en privado antes de empezar?”.

Pasó al recibidor y esperó. No hubo ninguna respuesta. Se movió a la sala de estar donde generalmente recibían las lecciones de yoga. También estaba vacía. Estaba a punto de entrar a la cocina cuando Beth entró a la casa.

“¡Damas, estoy aquí!”, les llamó desde la puerta principal.

“Hola, Beth”, dijo Eliza, girándose para saludarle. “La puerta estaba abierta, pero Penny no me responde. No estoy segura de lo que pasa. Quizá se quedó dormida o está en el baño o algo así. Puedo mirar arriba… si quieres, puedes prepararte algo de beber. Estoy segura de que solo tardará un minuto”.

“No te preocupes”, dijo Beth. “Mi cliente de las nueve y media me ha cancelado así que no tengo prisa. Dile que se tome su tiempo”.

“Muy bien”, dijo Eliza mientras empezaba a subir las escaleras. “Danos solo un minuto”.

Iba a mitad de camino por las escaleras cuando se preguntó si a lo mejor hubiera debido tomar el ascensor. El dormitorio principal estaba en el tercer piso y el ascensor no le hacía la menor gracia. Antes de que pudiera reconsiderarlo en serio, escuchó un grito que venía del piso de abajo.

“¿Qué pasa?”, gritó mientras se giraba sobre sí misma para bajar a toda prisa las escaleras.

“¡Date prisa!”, gritó Beth. “¡Por Dios, corre!”.

Su voz provenía de la cocina. Eliza echó a correr cuando alcanzó el piso de abajo, atravesando la sala de estar a toda prisa para doblar la esquina.

En el suelo de baldosas hispánicas de la cocina, tumbada en un charco inmenso de sangre, estaba Penny. Se le habían quedado los ojos abiertos de terror, y el cuerpo estaba contraído por un horripilante espasmo mortal.

Eliza se apresuró a acercarse a su mejor y más antigua amiga, resbalándose con el líquido espeso al hacerlo. Su pie salió hacia adelante y se cayó de espaldas al suelo, donde todo su cuerpo se bañó de sangre.

Tratando de no echarse a vomitar, gateó y le puso las manos en el pecho a Penny. Hasta con la ropa puesta, estaba fría. A pesar de ello, Eliza le sacudió, como si eso pudiera despertarla.

“Penny”, le rogaba, “despierta”.

Su amiga no le respondía. Eliza miró a Beth.

“¿Conoces alguna técnica de reanimación?”, le preguntó.

“No”, dijo la joven con voz temblorosa, sacudiendo la cabeza. “Pero creo que es demasiado tarde”.

Ignorando su comentario, Eliza intentó acordarse de la clase de reanimación que había tomado hacía años. Era para tratamiento infantil, pero supuso que deberían aplicarse los mismos principios. Abrió la boca de Penny, le echó la cabeza hacia atrás, le cerró los orificios de la nariz con dos dedos, y sopló con fuerza sobre la boca de su amiga.

Entonces se encaramó a la cintura de Penny, puso una mano sobre la otra con las palmas hacia abajo, y presionó la palma de su mano sobre el esternón de Penny. Lo hizo por segunda vez y después una tercera, intentando crear cierto ritmo.

“Oh, Dios”, escuchó murmurar a Beth. Elevó la vista para ver lo que pasaba.

“¿Qué pasa?”, le exigió con firmeza.

“Cuando presionas sobre ella, le rezuma sangre del pecho”.

Eliza bajó la vista. Era cierto. Cada presión causaba una lenta filtración de sangre desde lo que parecían ser unos cortes bastante anchos en su cavidad pectoral. Elevó la vista de nuevo.

“¡Llama al nueve-uno-uno!”, gritó, aunque sabía que no serviría de nada.

*

Jessie, que se sentía sorprendentemente nerviosa, llegó pronto al trabajo.

Con todas las medidas adicionales de seguridad que había dispuesto, decidió salir de casa con veinte minutos de antelación para su primer día de trabajo en tres meses, para asegurarse de llegar antes de las 9 de la mañana, la hora a la que le había pedido el Capitán Decker que apareciera. Pero parece que su capacidad de transitar las curvas y descensos ocultos había mejorado mucho, porque no tardó tanto como esperaba en llegar a la Comisaría Central.

Mientras caminaba desde la zona de aparcamiento a la puerta principal de la comisaría, sus ojos se movían de un lado a otro, en busca de cualquier cosa fuera de lo normal. Entonces recordó la promesa que se había hecho a sí misma justo antes de quedarse dormida la noche anterior. No iba a permitir que la amenaza de su padre le reconcomiera por dentro.

No tenía la menor idea de lo específica o general que fuera la información que le había pasado Bolton Crutchfield a su padre. Ni siquiera podía estar segura de que Crutchfield estuviera diciendo la verdad. De todas maneras, no había mucho más que pudiera hacer al respecto además de lo que ya estaba haciendo. Kat Gentry estaba repasando las cintas de video de las visitas que había recibido Crutchfield. Básicamente, vivía en un búnker. Hoy le iban a dar su arma oficial. Más allá de esto, tenía que vivir su vida. De lo contrario, se volvería loca.

Regresó hasta la zona de oficina principal de la comisaría, más que un tanto aprensiva de la recepción que le darían después de estar fuera tanto tiempo. Por no añadir que la última vez que había estado aquí era solo una criminóloga asesora interina.

Ahora la etiqueta de interinidad había desaparecido y, aunque técnicamente todavía era una asesora, ahora le pagaba el L.A.P.D. y recibía todos los beneficios del cuerpo. Esto incluía el seguro médico que, a juzgar por su experiencia reciente, iba a necesitar a granel.

Cuando puso el pie dentro de la zona central de trabajo, que consistía de docenas de escritorios, separados solamente por unos paneles de corcho, respiró y esperó, pero no pasó nada. Nadie le dijo ni palabra.

De hecho, nadie pareció notar que había llegado. Algunos tenían la cabeza agachada, examinando los archivos de varios casos. Otros estaban concentrados en la gente que tenían al otro lado de la mesa, en su mayoría testigos o sospechosos esposados.

Se sintió ligeramente decepcionada. Aunque más que eso, se sintió como una tonta.

¿Y qué me esperaba, un desfile?

No es como si hubiera ganado el mítico Premio Nobel por su resolución de crímenes. Había ido a una academia de formación del FBI durante dos meses y medio. Estaba bastante bien, pero nadie se iba a poner a aplaudir por ella.

Atravesó silenciosamente el laberinto de escritorios, pasando junto a detectives con los que había trabajado previamente. Callum Reid, de cuarenta y tantos años, levantó la vista del archivo que estaba leyendo. Cuando le hizo un gesto de asentimiento, casi se le caen las gafas de la frente, donde estaban apoyadas.

Alan Trembley de veintitantos años, con sus ricitos rubios y revueltos como de costumbre, también llevaba gafas, pero las suyas estaban sobre el puente de su nariz mientras interrogaba sin piedad a un hombre mayor que parecía ebrio. Ni siquiera cayó en la cuenta de que Jessie había pasado a su lado.

Alcanzó su escritorio, que estaba vergonzosamente ordenado, se quitó de encima la chaqueta y la mochila, y se sentó. Mientras lo hacía, pudo ver cómo Garland Moses se acercaba lentamente desde la sala de descanso, y empezaba a subir las escaleras a su oficina en el segundo piso en lo que básicamente era un cuarto de limpieza.

Resultaba ser una estación de trabajo de lo menos deslumbrante para el criminólogo más célebre que tenía el L.A.P.D., pero a Moses no parecía importarle. De hecho, no había gran cosa que le consiguiera alterar. Con más de setenta años y trabajando como asesor para el departamento más que nada para esquivar al aburrimiento, el legendario criminólogo podía hacer prácticamente lo que le diera la gana. Agente del FBI en el pasado, se había mudado a la costa oeste para retirarse, pero le habían acabado convenciendo para que asesorara al departamento. Le pareció bien, siempre y cuando pudiera escoger sus casos y trabajar las horas que quisiera. Considerando su historial de éxitos, nadie puso ninguna objeción en su momento ni la tenían hasta ahora.

Con un asomo de pelo canoso despeinado, piel cuarteada, y un guardarropa del año 1981, tenía reputación de ser un gruñón en el mejor de los casos, y de francamente grosero en el peor de ellos. Sin embargo, durante la única interacción significativa que Jessie había tenido con él, le había resultado, si no cálido, al menos dispuesto a conversar. Quería hurgar todavía más en su cerebro, pero todavía le daba algo de reparo ponerse a hablar con él directamente.

Mientras él bajaba las escaleras y salía de su campo visual, echó una mirada alrededor, en busca de Ryan Hernández, el detective con el que había trabajado con más frecuencia y con quién ya se sentía lo bastante cómoda como para considerarle un amigo. De hecho, acababan de empezar a llamarse por el nombre de pila, algo de lo más serio en círculos policiales.

Lo cierto es que se habían conocido en circunstancias no profesionales, cuando el profesor de Jessie le había invitado a dar una charla en su clase de psicología criminal en su semestre final en UC-Irvine el pasado otoño. Ryan había presentado un caso de estudio, que solo Jessie de toda su clase había sido capaz de resolver. Más tarde, ella se había enterado de que solo era la segunda persona que lo adivinaba.

Después de eso, se habían mantenido en contacto. Ella le había llamado para pedir ayuda cuando aumentaron sus sospechas sobre los motivos de su marido, pero antes de que él tratara de matarla. Y cuando se mudó de regreso a DTLA, le asignaron a la Comisaría Central, donde él trabajaba.

Habían trabajado en varios casos juntos, entre ellos el asesinato de una filántropa de la alta sociedad, Victoria Missinger. En gran parte, fue gracias a que Jessie descubrió a su asesina que se había ganado el respeto que le aseguraba el curso del FBI. Y no hubiera sido posible sin la experiencia y los instintos de Ryan Hernández.

De hecho, le tenían en tal estima que le habían asignado a una unidad especial en Robos-Homicidios llamada la Sección Especial de Homicidios, o S.E.H. Se especializaban en casos de gran renombre que generaban un montón de interés mediático o escrutinio del público. En general, eso significaba incendios provocados, asesinatos con múltiples víctimas, asesinatos de individuos conocidos y, por supuesto, asesinos en serie.

Además de sus talentos como investigador, Jessie debía admitir que tampoco era mala compañía en absoluto. Tenían una buena comunicación entre ellos, como si se hubieran conocido desde mucho más tiempo. En unas cuantas ocasiones mientras estaba en Quantico, cuando tenía las defensas bajas, Jessie se preguntaba si acaso las cosas hubieran podido ser diferentes de haberse conocido en otras circunstancias. Pero en ese momento, Jessie todavía estaba casada y Hernández llevaba más de seis años con su mujer.

 

Justo en ese instante el Capitán Roy Decker abrió su despacho y salió afuera. Alto, delgado, y casi completamente calvo excepto por cuatro pelos desmandados, Decker todavía no tenía ni sesenta años, pero parecía mucho mayor, con un rostro cetrino y arrugado que sugería un estrés constante. Su nariz acababa en punta y sus ojillos estaban alerta, como si estuviera siempre a la caza, algo que Jessie daba por sentado.

Cuando entró al patio de la oficina principal, alguien le siguió desde adentro. Era Ryan. Era el mismo que ella recordaba. Con su metro ochenta y pico y 90 kilos de peso, con pelo moreno corto y ojos castaños, llevaba puesto un abrigo y una corbata que ocultaban lo que ella sabía era un cuerpo bien musculado.

Tenía treinta años, bastante joven para ser todo un detective, pero había ascendido rápidamente, sobre todo después de que, cuando era agente de patrulla, ayudara a atrapar al notorio asesino en serie Bolton Crutchfield.

Cuando él salió con el Capitán Decker, algo que dijo el jefe hizo que apareciera esa cálida y espontánea sonrisa que era tan encantadora, hasta para los sospechosos que estaba interrogando. Para sorpresa suya, al verla Jessie tuvo una reacción inesperada. En alguna parte de su estómago, apareció una extraña sensación que no había tenido en años: mariposas.

Hernández la divisó desde la distancia y le hizo un gesto de saludo mientras los dos hombres se le acercaban. Jessie se quedó de pie, molesta por ese sentimiento inesperado y confiada de que el movimiento lo adormecería. Forzando su cerebro a ponerse en plan profesional, intentó discernir de lo que habían podido estar hablando en privado en base a sus expresiones faciales. Pero los dos hombres llevaban máscaras que sugerían que preferían mantener el contenido de su conversación en secreto. Sin embargo, Jessie notó una cosa más: Ryan parecía cansado.

“Bienvenida de vuelta, Hunt,” dijo Decker con desinterés. “¿Confío en que tu etapa en Virginia fuera iluminadora?”.

“Muchísimo, señor”, respondió ella.

“Excelente. A pesar de que me encantaría escuchar todos los detalles, tenemos que dejar eso de lado por ahora. En vez de ello, vas a poner tus nuevas habilidades a prueba de inmediato. Tienes un nuevo caso”.

“¿Señor?”, dijo ella, ligeramente sorprendida. Había asumido que él querría hacer fácil su regreso y repasar sus nuevas responsabilidades como criminóloga no interina a tiempo completo.

“Hernández te va a explicar los detalles por el camino”, dijo Decker. “El caso es un tanto delicado y tus servicios fueron expresamente solicitados”.

“¿En serio?”, preguntó Jessie, lamentando su entusiasmo en el instante que lo dijo.

“En serio, Hunt”, respondió Decker, con un leve desdén. “Por lo visto, has desarrollado cierta reputación como la “Maga de los Suburbios”. No puedo entrar en más detalles por ahora. Baste con decir que los de arriba quieren que este caso se trate con delicadeza. Espero que tengas eso en mente a medida que procedas con el asunto”.

“Sí señor”.

“De acuerdo. Luego nos ponemos al día”, dijo. Entonces se giró y se alejó de ellos sin decir ni otra palabra.

Ryan, que había permanecido en silencio hasta ahora, habló por fin.

“Bienvenida a casa”, le dijo. “¿Cómo estás?”.

“Bastante bien”, dijo ella, ignorando la sensación de revoloteo que había regresado de repente. “Volviendo a entrar en la corriente de los acontecimientos, ¿sabes?”.

“En fin, meterte de lleno desde el primer momento debería ayudarte”, le dijo. “Tenemos que salir de inmediato”.

“¿Tengo tiempo para recoger el arma que me concedieron antes de irme a Quantico?”.

“Lo comprobé esta mañana por ti”, dijo mientras empezaban a caminar a través del patio de oficinas. “Por desgracia, ha habido alguna especie de fallo burocrático y todavía no lo han procesado. Resolví lo del papeleo, pero seguramente no recibirás tu arma hasta la semana que viene. ¿Crees que puedas sobrevivir utilizando solo tu cerebro como arma durante unos cuantos días?”.

Le sonrió, pero Jessie notó algo que no había notado con anterioridad. Tenía sombras debajo de los ojos, que estaban un poco enrojecidos.

“Claro”, dijo ella, asintiendo, intentando mantener el mismo ritmo acelerado. “¿Anda todo bien?”.

“Claro, ¿por qué?”, le preguntó, mirándole.

“Es solo que… pareces cansado”.

“Sí”, dijo Ryan, volviendo la mirada hacia el frente mientras hablaban. “He tenido problemillas para dormir últimamente. Shelly y yo nos estamos separando”.

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