El Tipo Perfecto

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CAPÍTULO TRES

La consulta de la doctora Janice Lemmon solo estaba a unas cuantas manzanas del apartamento del que Jessie estaba saliendo y se alegró por la oportunidad de caminar y aclararse la mente. Mientras descendía por Figueroa, casi se alegró de sentir el viento punzante, cortante, que hacía que se le humedecieran los ojos antes de secarse de inmediato. El frío sobrecogedor empujó la mayoría de los pensamientos hacia un lado, excepto el de moverse deprisa.

Cerró la cremallera del abrigo hasta el cuello y bajó la cabeza mientras pasaba junto a una cafetería, y después un restaurante que estaba casi a rebosar. Eran mediados de diciembre en Los Ángeles y los negocios locales hacían lo que podían para que sus fachadas resultaran festivas en una ciudad donde la nieve era casi un concepto abstracto.

Sin embargo, en los túneles de viento que creaban los rascacielos del centro urbano, el frío siempre estaba presente. Eran casi las 11 de la mañana, el cielo estaba gris y la temperatura rondaba los diez grados. Hoy iba a bajar hasta los cuatro grados centígrados. Para Los Ángeles, eso era frío siberiano. Por supuesto, Jessie ya había pasado por inviernos mucho más fríos.

De niña en su Missouri rural, antes de que todo se fuera al carajo, jugaba en el pequeño patio de la casa móvil de su madre en el parque de caravanas, con los dedos y la cara medio entumecidos, montando muñecos de nieve no demasiado impresionantes, pero de rostro alegre, mientras su madre la observaba con atención desde la ventana. Jessie recordaba preguntarse por qué su madre nunca le quitaba los ojos de encima. En retrospectiva, ahora estaba claro.

Unos cuantos años más tarde, en los suburbios de Las Cruces, Nuevo México, donde vivió con su familia adoptiva después de que la metieran en el programa de Protección de Testigos, iba a esquiar en las laderas de las montañas cercanas con su segundo padre, un agente del FBI que proyectaba un profesionalismo sereno, sin que importara la situación de que se tratara. Siempre estaba ahí para ayudarle cuando se caía. Y generalmente, podía contar con una taza de chocolate caliente cuando descendían de las colinas desérticas, peladas y regresaban al albergue.

Esos recuerdos del frío le calentaban mientras doblaba la esquina de la última manzana para ir a la consulta de la doctora Lemmon. Con mucho cuidado, eligió no pensar en los recuerdos menos agradables que, inevitablemente, se entrelazaban con los buenos.

Se presentó en recepción y se quitó las capas de ropa mientras esperaba a que le llamaran para entrar a la consulta de la doctora. No tardaron mucho. A las 11 en punto, su terapeuta abrió la puerta y le invitó a pasar adentro.

La doctora Janice Lemmon tenía unos sesenta y tantos años, aunque no los aparentaba. Estaba en excelente forma y sus ojos, detrás de unas gafas gruesas, eran agudos y enfocados. Sus tirabuzones rubios brincaban cuando caminaba y poseía una intensidad contenida que no podía enmascarar.

Se sentaron en unos sillones de felpa la una frente a la otra. La doctora Lemmon le concedió unos momentos para que se asentara antes de hablar.

“¿Cómo estás?”, le preguntó de esa manera abierta que siempre hacía que Jessie se planteara la pregunta con más seriedad de lo que era habitual en su vida diaria.

“He estado mejor”, admitió.

“¿Y por qué es eso?”.

Jessie le contó lo de su ataque de pánico en el apartamento y los recuerdos del pasado que le asaltaron a continuación.

“No sé qué es lo que me alteró”, dijo a modo de conclusión.

“Creo que sí lo sabes”, le insistió la doctora Lemmon.

“¿Te importaría darme una pista?”, respondió Jessie.

“Bueno, me pregunto si perdiste la calma en presencia de una persona casi desconocida porque no te parece que tengas ningún otro sitio donde liberar tu ansiedad. Deja que te pregunte esto—¿tienes algún acontecimiento o decisión estresante en el futuro cercano?”.

“¿Quieres decir alguna cosa que no sea la cita con mi ginecólogo en dos horas para ver si me he recuperado del aborto, finalizar el divorcio con el hombre que intentó asesinarme, vender la casa que compartimos, procesar el hecho de que mi padre el asesino en serie me está buscando, decidir si voy a Virginia o no durante dos meses y medio para que los instructores del FBI se rían de mí, y tener que mudarme del apartamento de una amiga para que pueda dormir bien una noche? Excepto por estas cosas, diría que estoy bien”.

“Eso suena a bastante”, respondió la doctora Lemmon, ignorando el tono sarcástico de Jessie. “¿Por qué no empezamos con las preocupaciones inmediatas y trabajamos hacia fuera desde allí, te parece?”.

“Tú mandas”, murmuró Jessie.

“La verdad es que no, pero dime algo sobre la cita que tienes ahora. ¿Por qué te tiene eso preocupada?”.

“No es tanto que esté preocupada”, dijo Jessie. “El médico ya me dijo que no parece que tenga ningún daño permanente y que podré volver a concebir en el futuro. Es más bien por el hecho de que ir allí me va a recordar lo que he perdido y cómo lo perdí”.

“¿Estás hablando de cómo te drogó tu marido para poder inculparte por el asesinato de Natalia Urgova? ¿Y cómo la droga que utilizó te provocó el aborto?”.

“Sí”, dijo Jessie con sequedad. “A eso es a lo que me refiero”.

“En fin, me sorprendería que alguien sacara eso a colación”, dijo la doctora Lemmon, con una amable sonrisa jugueteando en sus labios.

“¿Así que me estás diciendo que estoy creando estrés para mí misma sobre una situación que no tiene por qué ser estresante?”.

“Lo que digo es que, si manejas las emociones por anticipado, puede que no te resulten tan abrumadoras cuando estés en la consulta”.

“Eso es muy fácil de decir”, dijo Jessie.

“Todo es más fácil de decir que de hacer”, respondió la doctora Lemmon. “Dejemos eso a un lado por ahora y continuemos con el divorcio que tienes pendiente. ¿Cómo van las cosas por ese frente?”.

“La casa está en depósito de seguridad. Así que espero que eso se concluya sin complicaciones. Mi abogado dice que aprobaron mi solicitud de un divorcio urgente y que debería estar todo finalizado antes de que acabe el año. Hay un bonus por ese lado—como California es un estado de propiedad comunitaria, me quedo con la mitad de los activos de mi pareja asesina. Él también se queda con la mitad de lo mío, a pesar de ir a juicio por nueve delitos mayores a principios de año. Pero, considerando que he sido una estudiante hasta hace unas cuantas semanas, no supone gran cosa”.

“Y bien, ¿cómo te sientes respecto a eso?”.

“Me siento bien por lo del dinero. Diría que me lo he ganado de sobra. ¿Sabes que utilicé el seguro sanitario de su trabajo para pagar por la herida que me hizo al apuñalarme con el atizador? Eso tiene algo de justicia poética. Por lo demás, me alegraré cuando haya terminado todo. Lo que más quiero es dejar esto atrás y olvidarme de que pasé casi una década de mi vida con un sociópata sin percatarme de ello”.

“¿Crees que deberías haberte dado cuenta?”, preguntó la doctora Lemmon.

“Estoy intentando convertirme en criminóloga profesional, doctora. ¿Cómo puedo ser buena si no me di cuenta del comportamiento criminal de mi propio marido?”.

“Ya hemos hablado de esto, Jessie. Con frecuencia, hasta a los mejores criminólogos les resulta difícil identificar los comportamientos ilícitos de los que tienen más cerca. A menudo, se requiere de una distancia profesional para ver lo que realmente está pasando”.

“¿Creo entender que hablas por experiencia propia?”, preguntó Jessie.

Janice Lemmon, además de ser una terapeuta del comportamiento, era una experta criminal muy bien considerada que solía trabajar a tiempo completo para el Departamento de Policía de Los Ángeles. Todavía les ofrecía sus servicios de vez en cuando.

Lemmon había utilizado su considerable influencia y conexiones para conseguir a Jessie el permiso para visitar el hospital estatal en Norwalk y que pudiera entrevistar al asesino en serie Bolton Crutchfield como parte de su trabajo de graduación. Y Jessie también sospechaba que la doctora había desempeñado un papel crucial en que la aceptaran en el ostentoso programa de la Academia Nacional del FBI, que generalmente solo aceptaba a investigadores locales con mucha experiencia, y no a recién graduados que carecían de experiencia alguna.

“Así es”, dijo la doctora Lemmon. “Pero podemos dejar eso para otro momento. ¿Te gustaría hablar de cómo te sientes por haberte dejado engañar por tu marido?”.

“No diría que me engañaron completamente. Después de todo, gracias a mí, está en la cárcel y tres personas que hubieran acabado muertas de no ser por mí, entre ellas yo misma, están vivitas y coleando. ¿No recibo ningún crédito por ello? Porque lo cierto es que acabé por darme cuenta. No creo que la policía se hubiera dado cuenta jamás”.

“Eso parece justo. Por tu tono, asumo que prefieres continuar con otro tema. ¿Qué te parece que hablemos de tu padre?”.

“¿En serio?”, preguntó Jessie, incrédula. “¿Tenemos que hablar de eso a continuación? ¿No podemos hablar de mis problemas para encontrar apartamento?”.

“Creo entender que están relacionados. Después de todo, ¿no es esa la razón de que tu compañera de piso no pueda dormir por las pesadillas que te despiertan a gritos?”.

“No estás siendo justa, doctora”.

“Solo estoy trabajando con las cosas que me dices, Jessie. Si no quisieras que yo las supiera, no las hubieras mencionado. ¿Puedo asumir que los sueños tienen que ver con el asesinato de tu madre por parte de tu padre?”.

 

“Sí”, respondió Jessie, con un tono que seguía siendo demasiado jactancioso. “Puede que el Ejecutador de los Ozarks se haya metido bajo tierra, pero todavía tiene a una víctima en sus garras”.

“¿Han empeorado las pesadillas desde que nos vimos por última vez?”, preguntó la doctora Lemmon.

“No diría que son peores”, corrigió Jessie. “Se han mantenido básicamente al mismo nivel de espantosa horripilancia”.

“Pero se han hecho dramáticamente más frecuentes e intensas desde que recibiste el mensaje, ¿correcto?”.

“Asumo que estamos hablando del mensaje que me pasó Bolton Crutchfield para desvelar que ha estado en contacto con mi padre, a quien le gustaría mucho encontrarme”.

“De ese mensaje es del que estamos hablando”.

“Entonces sí, ese fue el momento en que empeoraron”, respondió Jessie.

“Dejando los sueños de lado por un momento”, dijo la doctora Lemmon, “quería reiterar lo que te dije previamente”.

“Sí, doctora, no lo he olvidado. En tu capacidad como consultora del Departamento de Hospitales del Estado, División No-Rehabilitadora, has hablado con el equipo de seguridad del hospital para garantizar que Bolton Crutchfield no tenga acceso a ningún personal externo no autorizado. No hay manera de que se pueda comunicar con mi padre para hablarle de mi nueva identidad”.

“¿Cuántas veces he dicho eso?”, preguntó la doctora Lemmon. “Deben haber sido unas cuantas para que lo hayas memorizado”.

“Digamos que más de una vez. Además, me he hecho amiga de la jefa de seguridad de las instalaciones del DNR, Kat Gentry, y me dijo básicamente lo mismo—han actualizado sus procedimientos para garantizar que Crutchfield no tenga ninguna comunicación con el mundo exterior”.

“Y aún así, no suenas convencida”, indicó la doctora Lemmon.

“¿Lo estarías tú?”, le contrapuso Jessie. “Si tu padre fuera un asesino en serie conocido por el mundo entero como el Ejecutador de los Ozarks y hubieras visto con tus propios ojos cómo les sacaba las vísceras a sus víctimas y nunca le hubieran atrapado, ¿te quedarías tranquila por unas meras formalidades triviales?”.

“Admito que, seguramente, sería algo escéptica. Pero no sé qué tiene de productivo concentrarte en algo que no puedes controlar”.

“Tenía pensando sacar eso a colación, doctora Lemmon”, dijo Jessie, abandonando el tono sarcástico ahora que tenía una petición genuina que hacer. “¿Estamos seguras de que no tenemos ningún control de la situación? Parece que Bolton Crutchfield sabe bastante sobre lo que ha estado haciendo mi padre en los últimos años. Y a Bolton… le gusta mi compañía. Estaba pensando que puede que sea hora de hacerle otra visita para charlar con él. ¿Quién sabe lo que puede revelar?”.

La doctora Lemmon aspiró profundamente mientras consideraba la propuesta.

“No estoy segura de que meterte en juegos mentales con un célebre asesino en serie sea el mejor paso para tu bienestar emocional, Jessie”.

“¿Sabes lo que sería estupendo para mi bienestar emocional, doctora?”, dijo Jessie, sintiendo cómo se elevaba su frustración a pesar de sus esfuerzos. “Dejar de sentir miedo a que el psicópata de mi padre pueda aparecer en cualquier esquina y ponerse a acuchillarme”.

“Jessie, si solo con hablar de esto te alteras de esta manera, ¿qué va a suceder cuando Crutchfield empiece a tocarte tus puntos flacos?”.

“No es lo mismo. Contigo no tengo que censurarme. Con él, soy una persona diferente. Soy profesional”, dijo Jessie, asegurándose de que su tono sonara más sobrio. “Estoy harta de ser una víctima y esto es algo tangible que puedo hacer para cambiar la dinámica. ¿Podrías considerarlo? Sé que tu recomendación es algo así como la llave de oro en esta ciudad”.

La doctora Lemmon se la quedó mirando fijamente durante unos segundos desde detrás de sus gruesas gafas, con mirada escrutadora.

“Veré qué puedo hacer”, dijo finalmente. “Hablando de llaves de oro, ¿ya has aceptado formalmente la invitación de la Academia Nacional del FBI?”.

“Todavía no. Todavía estoy pensando en las opciones que tengo”.

“Creo que podrías aprender muchísimo allí, Jessie. Y no te haría ningún mal tenerlo en tu currículum vitae cuando te pongas a buscar trabajo por aquí. Me preocupa que dejar pasar esto por alto pueda ser una forma de autosabotaje”.

“No es eso”, le aseguró Jessie. “Ya sé que es una gran oportunidad. Es solo que no estoy segura de que sea el momento ideal para largarme al otro lado del país durante casi tres meses. Todo mi mundo está en transición ahora mismo”.

Intentó alejar la agitación de su voz, pero podía sentir cómo hacía su aparición sigilosamente. Obviamente, la doctora Lemmon también se dio cuenta porque decidió cambiar de tema.

“Muy bien. Ahora que nos hemos hecho una imagen más clara de cómo van las cosas, me gustaría profundizar un poco más en algunas cuestiones. Si recuerdo bien, tu padre adoptivo vino hace poco hasta aquí para ayudarte a recomponerte. Quiero hablar un momento sobre cómo fue eso. Pero primero, hablemos de cómo te estás recuperando físicamente. Entiendo que acabas de tener tu última sesión de fisioterapia. ¿Cómo fue eso?”.

Los siguientes cuarenta y cinco minutos le hicieron sentir a Jessie como si fuera un tronco al que le estuvieran pelando la cubierta. Cuando se terminó, se alegró de marcharse, a pesar de que eso significara que su próxima parada era para reconfirmar que podría concebir hijos en el futuro. Después de casi una hora en que la doctora Lemmon le estuvo escudriñando su mente, imaginó que dejar que escudriñaran su cuerpo sería cosa de niños. Pero se equivocaba.

*

No era el toqueteo lo que le había provocado. Eran las consecuencias. La cita con el médico había sido de lo más normal. El médico le había confirmado que no había sufrido ningún daño permanente y le había asegurado que podría volver a concebir en el futuro. También le había dado luz verde para retomar la actividad sexual, una noción que sinceramente ni se le había pasado por la mente a Jessie desde que Kyle le atacara. El médico le dijo que, a no ser que surgiera algo inesperado, debería volver a la consulta para hacer un seguimiento en seis meses.

Fue cuando se encontraba en el ascensor de camino al aparcamiento, que perdió el control. No estaba del todo segura de por qué, pero sintió como si se estuviera cayendo dentro de un agujero oscuro en el suelo. Corrió hasta su coche y se sentó al volante, dejando que los violentos sollozos le sacudieran el cuerpo.

Y entonces, en medio de sus lágrimas, lo entendió. Había algo en lo definitivo de esta cita que le había impactado de lleno. No tenía que regresar en otros seis meses. Sería una visita normal. El estadio del embarazo de su vida había terminado, al menos para el futuro previsible.

Casi podía sentir cómo la puerta emocional le daba en las narices con un ruido estridente. Además de que su matrimonio hubiera terminado de la manera más sorprendente posible y de enterarse de que su padre el asesino, al que pensaba que había dejado atrás, estaba de vuelta en su presente, caer en la cuenta de que había tenido a un ser vivo dentro de ella y que ya no lo tenía resultaba demasiado que soportar.

Salió a toda pastilla del aparcamiento, con la visión borrosa por las lágrimas que le inundaban los ojos. Le daba igual. Le pisó fuerte al acelerador mientras conducía disparada por Robertson. Era media tarde y no había demasiado tráfico. Aun así, se metía de un carril a otro con salvaje despreocupación.

Por delante de ella, en un semáforo, vio un camión de mudanzas. Se puso a conducir a todo gas, y sintió cómo el cuello se le echaba hacia atrás al acelerar. El límite de velocidad eran treinta y cinco millas por hora, pero ella iba a cuarenta y cinco, después cincuenta y cinco, a más de sesenta. Estaba convencida de que, si le golpeaba al camión con bastante fuerza, todo su dolor se desvanecería en un instante.

Miró hacia su izquierda y mientras pasaba como un rayo, vio a una madre caminando por el pavimento con su bebé. La idea de que ese chiquitín fuera testigo de una masa de metal retorcido, fuego y ruido ensordecedor, y restos chamuscados le convenció en un instante de abandonar su misión.

Jessie pisó a fondo los frenos, deteniéndose de repente a un par de metros de la parte trasera del camión. Se metió al aparcamiento de la gasolinera que había a su derecha, aparcó, y apagó el motor del coche. Respiraba con dificultad y la adrenalina le recorría todo el cuerpo, haciendo que le temblaran los dedos de las manos y los pies hasta el punto de que le resultara incómodo.

Después de unos cinco minutos sentada allí sin moverse con los ojos cerrados, su pecho dejó de retumbar y su respiración volvió a la normalidad. Escuchó un zumbido y abrió los ojos. Era su teléfono. La identificación del remitente decía que se trataba del detective Ryan Hernández del L.A.P.D. Había hablado con ella durante su clase de criminología el semestre pasado, en la que ella le había impresionado con la manera de resolver un caso de estudio que él había presentado a la clase. También le había visitado en el hospital después de que Kyle tratara de matarla.

“Hola, hola”, se dijo Jessie en voz alta para sí misma, asegurándose de que su voz sonara normal. Bastante normal. Respondió a la llamada.

“Al habla Jessie”.

“Hola, señorita Hunt. Soy el Detective Ryan Hernández. ¿Te acuerdas de mí?”.

“Por supuesto”, dijo ella, encantada de sonar como su ser habitual. “¿Qué pasa?”.

“Sé que hace poco que te has graduado”, dijo él, con una voz que sonaba más dubitativa de lo que ella recordaba. “¿Ya tienes algún puesto asegurado?”.

“Todavía no”, respondió Jessie. “En este momento, estoy considerando mis opciones”.

“En ese caso, me gustaría hablarte sobre un trabajo”.

CAPÍTULO CUATRO

Una hora después, Jessie estaba sentada en la zona de recepción de la Comisaría de Policía de la Comunidad Central del Departamento de Policía de Los Ángeles, o como se le conocía habitualmente, la División del Centro, esperando a que saliera el detective Hernández a reunirse con ella. Se negó rotundamente volver a pensar en el incidente que casi le había llevado a chocar con un camión. Era demasiado como para procesarlo en este momento. En vez de ello, se enfocó en lo que estaba a punto de suceder.

Hernández había sido cauteloso durante la llamada, y le había dicho que no podía entrar en detalles—solo le dijo que se había abierto una vacante para un agente junior y que había pensado en ella. Le había pedido que viniera a hablarlo en persona ya que quería calibrar su interés antes de mencionárselo a los de arriba.

Mientras Jessie esperaba, intentó recordar lo que sabía sobre Hernández. Le había conocido ese otoño cuando él había visitado su programa de master en psicología forense para hablar de las aplicaciones prácticas de la criminología. Y resulta que, cuando era policía de uniforme, había contribuido de manera importante a atrapar a Bolton Crutchfield.

Durante la clase, había presentado un complicado caso de asesinato a los alumnos y les había preguntado si alguno de ellos podía determinar al perpetrador y su motivo. Solamente Jessie se lo había figurado. De hecho, Hernández había dicho que era la segunda alumna que había resuelto el caso.

La siguiente vez que le vio fue en el hospital donde estaba recuperándose del ataque de Kyle. Todavía estaba bajo la influencia de los medicamentos, por lo que sus recuerdos eran algo vagos.

Solo había venido hasta allí porque ella le había hecho una llamada, sospechando de los antecedentes de Kyle antes de conocerle a los dieciocho años, con la esperanza de que le pudiera ofrecer alguna pista que seguir. Le había dejado un mensaje de voz y cuando él no pudo dar con ella después de varios intentos—básicamente porque su marido la había maniatado en su casa—él había rastreado su celular para caer en la cuenta de que se encontraba en el hospital.

Cuando le visitó, había sido amable, y le había repasado el estado del caso pendiente contra Kyle. Sin embargo, también había mostrado claras sospechas (con razón de sobra) de que Jessie no había hecho todo lo posible para aclarar las cosas después de que Kyle matara a Natalia Urgova.

Era cierto. Después de que Kyle persuadiera a Jessie de que ella había matado a Natalia en medio de un furor fomentado por el alcohol del que no se acordaba, Kyle le había ofrecido encubrir el crimen arrojando el cadáver de Natalia al mar. A pesar de las dudas que había sentido en ese momento, Jessie no había insistido en presentarse a la policía para confesar. Era algo de lo que se seguía arrepintiendo hasta el día de hoy.

 

Hernández había guardado eso en secreto y, por lo que ella sabía, no le había dicho nada respecto a ello a nadie más. Una pequeña parte de ella se temía que esa fuera la verdadera razón para decirle que viniera hoy y que lo del trabajo no era más que una patraña para hacerle venir a comisaría. Se imaginó que, si le llevaba a la sala de interrogatorios, sabría por dónde iban las cosas.

Tras unos pocos minutos, él salió a recibirla. Era el mismo que ella recordaba, de unos treinta años, de complexión fuerte pero no excesivamente imponente. Con un metro ochenta, y algo menos de noventa kilos de peso, era obvio que estaba en una forma excelente. Solo cuando se le acercó más, recordó lo musculoso que era.

Tenía el pelo negro y corto, ojos castaños, y una sonrisa amplia y cálida que seguramente hacía que los sospechosos se sintieran a salvo. Se preguntó si la cultivaba por esa misma razón. Vio el anillo de bodas en su mano izquierda y se acordó de que estaba casado, aunque no tenía hijos.

“Gracias por venir, señorita Hunt”, le dijo, extendiéndole la mano.

“Llámame Jessie, por favor”, dijo ella.

“Muy bien, Jessie. Vamos a mi escritorio y te pondré al tanto de lo que tengo en mente”.

Jessie sintió una ráfaga de alivio más intensa de lo esperada cuando no le sugirió ir a la sala de interrogatorios, pero consiguió que no fuera demasiado obvio. Mientras le seguía hasta la zona de oficina, él le habló en voz baja.

“He estado al tanto de tu caso”, admitió. “O, mejor dicho, el caso de tu exmarido”.

“Pronto exmarido”, anotó ella.

“Correcto. También me enteré de eso. No hay planes de seguir junto al tipo que intentó inculparte por asesinato y matarte a ti después, ¿eh? Ya no hay lealtad hoy en día”.

Le sonrió para indicarle que estaba bromeando. Jessie no pudo evitar sentirse impresionada por un hombre que estaba dispuesto a gastar una broma sobre un asesinato ante la persona que casi acaba siendo asesinada.

“La culpabilidad me tiene frita”, dijo ella, siguiéndole la broma.

“Apuesto a que sí. Tengo que decir que no tiene buena pinta para el que pronto será tu exmarido. Incluso si los fiscales no van a por la pena de muerte, dudo de que salga algún día de la cárcel”.

“De tus labios…”, murmuró Jessie, sin necesidad de terminar la frase.

“Cambiemos de tema a algo más alegre, ¿te parece?”, sugirió Hernández. “Como puede que recuerdes o no de mi visita a tu clase, trabajo para una unidad especial en Robos-Homicidios. Se llama la Sección Especial de Homicidios, o SEH abreviando. Nos especializamos en casos de gente famosa, de esos que generan un montón de interés mediático o escrutinio público. Puede incluir incendios provocados, asesinatos con múltiples víctimas, asesinatos de individuos notables, y por supuesto, asesinos en serie”.

“Como Bolton Crutchfield, el tipo al que ayudaste a capturar”.

“Exactamente”, dijo él. “Nuestra unidad también emplea a criminólogos. No son exclusivamente nuestros. Todo el departamento tiene acceso a ellos, pero nosotros tenemos prioridad. Puede que hayas oído hablar de nuestro criminólogo más experimentado, Garland Moses”.

Jessie asintió. Moses era una leyenda en la comunidad de criminólogos. Antiguo miembro del FBI, se había mudado a la costa oeste para retirarse a finales de los años 90 tras pasarse décadas dando tumbos por el país a la caza de asesinos en serie. Le pagaba el departamento, pero no era un empleado oficial, así que podía ir y venir como le daba la gana.

Ya tenía más de setenta años, pero todavía aparecía por el trabajo casi cada día. Y al menos tres o cuatro veces al año, Jessie leía alguna historia sobre cómo había resuelto otro caso que nadie más podía descifrar. Se suponía que tenía un despacho en el segundo piso de este edificio en lo que se rumoreaba era un armario de limpieza reconvertido.

“¿Voy a conocerle?”, preguntó Jessie, tratando de controlar su entusiasmo.

“No hoy”, dijo Hernández. “Quizá si aceptas el trabajo y cuando lleves algún tiempo por aquí, te lo presentaré. Es algo difícil de tratar”.

Jessie sabía que Hernández estaba siendo diplomático. Garland Moses tenía reputación de ser un tipo desagradable y taciturno, con muy mal genio. Si no fuera porque se le daba de maravilla atrapar a asesinos, seguramente no habría manera de conseguirle un trabajo.

“Así que Moses es algo así como el criminólogo emérito del departamento”, continuó Hernández. “Solo aparece por aquí para los casos realmente importantes. El departamento tiene unos cuantos criminólogos autónomos y otro personal que emplea para casos menos célebres. Por desgracia, nuestro criminólogo junior, Josh Caster, presentó su dimisión ayer”.

“¿Por qué?”.

“¿Oficialmente?”, dijo Hernández. “Quería mudarse a una zona más apropiada para la vida en familia. Tiene una mujer y dos hijos a los que no ve nuca. Así que aceptó un puesto en Santa Bárbara”.

“¿Y extraoficialmente?”.

“Ya no podía más con el trabajo. Trabajó en robos-homicidios media docena de años, entonces fue al programa de formación del FBI, regresó con fuerza y trabajó muy duro como criminólogo durante dos años después de eso. Entonces, se dio con un muro”.

“¿Qué quieres decir?”, preguntó Jessie.

“Este es un negocio bastante feo, Jessie. Creo que no he de decírtelo, después de lo que pasó con tu marido. Pero una cosa es tener un encuentro fortuito con la violencia o la muerte. Y otra cosa es tener que enfrentarse a ello cada día, ver las cosas horribles que los seres humanos pueden hacerse entre ellos. Es difícil mantener tu humanidad bajo el peso de todo eso. Te deprime. Si no tienes algún sitio donde dejarlo al final del día, puede alterarte de verdad. Eso es algo en lo que pensar mientras consideras mi propuesta”.

Jessie decidió que este no era el momento de decirle al detective Hernández que su experiencia con Kyle no era la primera ocasión en la que se había enfrentado a la muerte de cerca. No estaba segura de que haber sido testigo de cómo su padre asesinaba a varias personas cuando ella era una niña, incluyendo a su propia madre, pudiera dañar sus posibilidades laborales.

“¿Cuál es exactamente tu propuesta?”, le preguntó, alejándose del tema por completo.

Habían llegado al escritorio de Hernández. Le hizo un gesto para que se sentara al otro lado de la mesa, frente a él, mientras continuaba.

“Que sustituyas a Caster, al menos en calidad de interinidad. El departamento no está preparado para contratar a un criminólogo a tiempo completo por el momento. Invirtieron un montón de recursos en Caster y se sienten quemados. Quieren hacer una gran búsqueda de candidatos antes de contratar a su reemplazo permanente. Entretanto, están buscando a alguien junior, a quien no le importe no tener un contrato a tiempo completo ni que le paguen por debajo de lo habitual”.

“Seguro que con eso atraerán solicitudes de los mejores”, dijo Jessie.

“Totalmente de acuerdo. Eso me temo—que, con la excusa de mantener los costes bajos, se decidan por alguien que no tenga lo que hace falta. ¿Qué pienso yo? Prefiero probar con alguien que puede que sea novato pero que tenga talento antes de un inútil que no sirva para nada en absoluto”.

“¿Crees que tengo talento?”, preguntó Jessie, esperando no sonar como si estuviera buscando que le echaran un cumplido.

“Creo que tienes potencial. Lo demostraste en el caso que presenté a la clase. Respeto mucho a tu profesor de esa clase, Warren Hosta. Y me dice que tienes talento de verdad. No entró en detalles, pero indicó que te habían concedido permiso para entrevistar a un preso de alto calibre y que habías establecido una relación que podría acabar siendo de utilidad en el futuro. El hecho de que no pudiera contarme todo lo que está haciendo alguien que se acaba de graduar del master sugiere que no estás tan verde como pueda parecer. Además, te las arreglaste para deshilvanar la complicada trama del asesinato que cometió tu marido y conseguiste que no te matara. Eso no es moco de pavo. También sé que te han aceptado en el programa de la Academia Nacional del FBI sin ninguna experiencia previa en las fuerzas de seguridad. Eso no sucede casi nunca. Así que estoy dispuesto a apostar por ti y mencionar tu nombre en las negociaciones, asumiendo que estés interesada. ¿Estás interesada?”.

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