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Episodios Nacionales: De Cartago a Sagunto

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No sigo relatando la evolución de estalumia, que quería elevarse de un salto en la escala social, porque otros hechos que parecen traer médula histórica requieren mi atención. A las siete de la mañana del 11 de Octubre salieron de Cartagena las fragatas Numancia, Méndez Núñez,Tetuán y el vapor Fernando el Católico (Despertador del Cantón), haciendo rumbo hacia cabo de Palos en busca de la escuadra centralista, compuesta de las fragatasVitoria, Almansa, Navas de Tolosa, Carmen, las goletas Prosperidady Diana, y los vapores Cádiz y Colón, al mando del contralmirante don Miguel Lobo.



III

Subime a Galeras para ver la función, que por las trazas había de ser imponente, aunque ninguna de las dos escuadras era digna de tal nombre, pues cada una contaba tan sólo con un barco de combate. En realidad, el duelo se entablaba entre la Numancia y la Vitoria. Los demás buques eran unas respetables potadas que no servían más que para hacer bulto. Ni con ayuda de los buenos catalejos del castillo pude ver gran cosa; pero como el cartero Sáez y algunos de los Voluntarios y soldados de la fortaleza tenían ojos de águila, con lo que ellos me contaron y lo poco que yo pude distinguir aderezo mi relato en la siguiente forma:



Eran las doce próximamente cuando la Numancia se separó más de una milla de sus inválidas compañeras, y a toda máquina se coló en medio de los barcos centralistas. Luchó sola contra los buques de Lobo, que la rodearon disparando sobre ella todos sus cañones. Mas era tal la pujanza de la fragata, cuyo nombre se inmortalizó en la guerra del Pacífico, que salió ilesa de aquella embestida temeraria. Hizo nutrido fuego con sus baterías de babor y estribor, y rompiendo el cerco viró con rapidez, sin cesar en sus disparos.



Llegaron después al combate las apreciables carracas Méndez Núñezy Tetuán, y la Vitoria dispuso sus garfios de abordaje intentando hacerse con la más próxima, que era la segunda. Ésta disparó sus andanadas con brío, causando algún estrago en la cubierta de la Vitoria, la cual, teniendo que acudir en auxilio de sus compañeras centralistas a las que seguía cañoneando la Numancia, no pudo realizar el abordaje ni hacer cosa de provecho. El vapor-goleta Cádiz izó bandera de parlamento cuando uno de sus tambores fue destrozado por los disparos de la Numancia. La Carmen y la Navas de Tolosa sufrieron bastantes averías, y como por nuestra parte la Tetuán y la Méndez Núñezhabían agotado sus escasas fuerzas, quedó concluso el combate poco después de las dos de la tarde. Los barcos cantonales pusieron proa a Cartago Espartaria, y Lobo se retiró mar afuera.



Se me olvidó decir, para terminar la descripción de aquel Lepanto en zapatillas, que a bordo de la Numancia iba el General Contreras, y en las demás naves del Cantón varios individuos de la Junta Soberana. Desde Galeras vi que al llegar al puerto los combatientes se les hacía un recibimiento loco, con gran algazara de vítores, aplausos y otras demostraciones, cual si volvieran de un Trafalgar al revés trayendo la cabeza de Nelson. Estos ruidos de la pasión local y del entusiasmo sectario son la música inevitable que ameniza nuestras civiles contiendas por un sí o por un no… Luego supe que los cantonales traían cinco muertos, entre ellos don Miguel Moya, vocal de la Junta Suprema o Soberana.



En el tiempo que estuve en el castillo de Galeras hice amistad con un hombre muy avispado, cuyos ojos suplieron a los míos en la visión del lejano combate. Su vista superaba a la de las gaviotas, y todo lo refería como si los objetos se acercasen hasta ponerse a tiro de fusil. El mismo me reveló con donosa franqueza, su condición de presidiario, diciéndome que la condena había sido por diez años, y que sólo le faltaban meses para cumplirla cuando el Cantón le puso en libertad. De las causas que motivaron su encierro no me dijo nada ni osé yo preguntarle. Era de buen talle y agradable presencia, uno de esos hombres de naturaleza tan peregrina que a los sesenta años conservan una dulce jovialidad y el contento de vivir. Sus canas se armonizaban con sus ojos azules de expresión bondadosa, y su palabra era fácil, serena y de perfecto casticismo en la dicción. David Montero, que así se nombraba, había ejercido antes de su delito la profesión de mecánico, dedicado casi exclusivamente a la compostura y arreglo de instrumentos de náutica. Tal era en el Departamento la fama de su habilidad, que tuvo siempre la tienda llena de sextantes, octantes, brújulas, barómetros aneroides, y no faltaban cronómetros, pues era también consumado relojero. Apurábanle sus clientes, y él, infatigable, a duras penas cumplía aumentando las horas de trabajo.



Cuando bajábamos del castillo, David me contó que al entrar en prisiones, otros mecánicos vinieron a suplirle, estableciéndose en Cartagena. Él, en tanto, logró con su buena conducta que el jefe del presidio le consintiera montar un reducido taller en las estancias altas del penal, con lo que alivió la pesadumbre del ocio y la tristeza, granjeándose algunos dineros para mejorar las condiciones materiales de su vida.



Al despedirnos en la Plaza de las Monjas ofreciome su casa, situada en lo más alto de la ciudad, no lejos de la vieja iglesia románica. Díjome que gustaba de vivir lo más cerca del cielo, pues con la libertad le habían entrado aficiones astronómicas. Prometí visitarle para conocer sus nuevos estudios… A poco de separarme de él para ir al Ayuntamiento encontré a Pepe el Empalmao, el cual me dijo que David Montero fue condenado por dar alevosa muerte a su manceba y a una guaja con quien la sorprendió en malos pasos.



El entusiasmo de Cartagena por el primer choque naval continuó con hervor creciente en los días sucesivos. El 14 de Octubre, la Junta Soberana acordó un plan de combate: luchar hasta vencer o quedarse sin un barco, según la espartana frase de la Gaceta del Cantón. En la mañana del 15 salió la escuadra en busca de los barcos de Lobo, que se hallaban a la vista. A retaguardia, en el famoso Despertador, iban el bíblico Roque Barcia y Manolo Cárceles, en representación de la Junta Suprema, para hacer cumplir las disposiciones estratégicas de ésta y resolver sobre cualquier incidencia que ocurriese en el curso de la batalla. Navegaban los buques de combate en correcta línea, y apenas divisaron los barcos centralistas éstos se pusieron en orden conveniente para afrontar la lucha.



Cuando ya estaban los adversarios a tiro de cañón adelantose la Tetuánrompiendo el fuego contra la bárbara Turquía, como dijo Alberto Araus. Apenas recibieron los primeros balazos, las naves centralistas viraron en redondo, poniendo rumbo al Sur en franca retirada. Los cantonales las persiguieron cerca de cuarenta millas hasta perderlas de vista, y regresaron a Cartagena, quedando roto el bloqueo por mar. No hay que decir que cuando entraron en el puerto los que se llamaban vencedores se repitieron las inevitables alharacas y la greguería jubilosa.



Al consignar que a bordo de las naves cantonales iba lo más granado y florido del personal revolucionario, debo decir y digo que el único hombre de mar y de guerra marítima que a mi parecer merecía ser recordado en la Historia era un tal Alberto Colau, contrabandista, hijo de Alicante y tan familiarizado con las aguas mediterráneas y con los peligros del navegar y del combatir, que entre toda la gente llegada de diversas partes a la República Cartagenera no se pudiera encontrar quien le igualase. Le conocí el mismo día 15, a poco de saltar en tierra, y quedé maravillado de su espléndida y arrogante facha. No era menester ciertamente el auxilio de la fantasía para ver en aquel hombre la resurrección del tipo del corsario que en los tiempos de la piratería heroica llenó los anales del mar Interno.



Descollaba Colau entre la muchedumbre por su robusta complexión y lucida estatura, por su curtido rostro y el mirar flamígero de sus ojos negros. Como el azabache eran también sus cabellos crespos, sus cejas pobladas y el bigotazo que perpetuaba la tradición de la moda turquesca. Coronaba su cráneo con el fez rojo, complemento, en cierto modo histórico, de la figura de aquel Barbarroja redivivo. Andando los días se vio un gorro colorado en el puente de la Numancia, de donde vino el atribuir a Contreras el uso de tal prenda. No; el fez no era de Contreras, sino de Colau, y éste, a juicio de un historiador psicólogo, la figura más saliente, pintoresca y castiza del Cantón Cartaginés.



La bravura pirática del arrogante aventurero se llama hoy contrabando, que viene a ser lo mismo con diferencias de tiempo y lugares. En sus faluchos de vela, Colau desafiaba las olas y la persecución de las escampavías del Resguardo. Cuando la astucia no le bastaba y era preciso emplear la violencia, no vacilaba en derramar sangre. Empezadas sus correrías en Gibraltar, se trasladó luego a Orán, donde obtuvo provecho mayor y campo de operaciones más extenso. De la costa argelina nos traía tabaco, licores, telas, quincalla y otras mercancías vigiladas por nuestros aduaneros. A los vistas de acá, unas veces les cerraba los ojos, y otras les rompía la cabeza. Con este ten con ten y un ardor infatigable, hizo Colau en poco tiempo una fortunita y vivía en Orán como un bajá, con su mujer y sus hijos, bien quisto de los franceses y de la colonia española. De él se contaba que nunca se le acercó un necesitado sin que al punto le socorriese, y en la misma Cartagena era el amparador de todas las personas o familias que, perseguidas por el Centralismo, se habían refugiado en la Plaza.



Con la fiereza del continente y rostro de Colau contrastaba la blandura de su trato en la vida social. Era cariñosísimo y a veces hasta pueril. Al estallar la revolución cartagenera se presentó en la Plaza ofreciendo sus servicios a la Junta Revolucionaria, que los aceptó en el acto dándole el mando de la fragata Tetuán, la cual manejó y gobernó desde el primer momento con la misma destreza que solía desplegar en el gobierno y mando de sus faluchos… Pasé una tarde con él y otros amigos en el café de la Marina, charlando de aventuras guerreras en el mar y en la costa. Colau nos refirió terribles episodios de su lucha contra las olas embravecidas en los duros Levantes, que mil veces le pusieron a dos dedos de caer en los profundos abismos. Nos contó también alijos que por su descomunal audacia parecían fabulosos, y peripecias trágicas de sus encontronazos con los aduaneros y demás patulea del Fisco.

 



A la gentil cortesía de Cárceles debimos aquella tarde el obsequio de jerez y pastelillos, y en la alegría del beber y del charlar suplicamos al contrabandista nos dijese el porqué ostentaba en el ojal de su chaqueta el botoncito rojo de la Legión de Honor. Con modestia ruda evadió Colau la respuesta, queriendo llevar a otros asuntos el vago coloquio. Pero Manolo Cárceles, tan indiscreto en aquel caso como amante de la verdad, nos refirió el hecho heroico que había motivado aquella distinción, empezando por decir que Francia no concede nunca tales honores más que al mérito indudable.



Horroroso temporal de Levante descargó una tarde sobre Orán, con furibundas rachas de viento y olas como montañas, que en pocos minutos destrozaron la escollera del nuevo puerto en construcción. En lo más duro de la borrasca presentose a la vista un trasatlántico francés, que traía de Marsella pasajeros de diferentes clases sociales, y entre ellos gran número de mujeres y niños… Muy apurado venía el barco por los accidentes de una tormentosa travesía, y al querer tomar puerto se le vio a punto de zozobrar, estrellándose contra las peñas o los bloques de la escollera destruida donde reventaban las olas. En el muelle estaba casi todo el vecindario de Orán, con ansiedad y espanto, pues muchas familias tenían seres queridos entre los pasajeros del vapor. Nadie osaba intentar el salvamento, que era poco menos que imposible en condiciones tan aterradoras.



De pronto apareció entre la multitud un hombre… Este hombre era Alberto Colau… que con fuerte y altanera voz dijo así: «¡Cobardes! Si no hay quien me siga yo iré solo a salvar los que pueda. Si alguno me acompaña, mejor». Cuatro o seis marineros se adelantaron, dispuestos a secundar al español en su hazaña. Metiéronse todos en una lancha grande, con vela y remos, y desafiaron impávidos el oleaje furioso. Al cabo de algunos ratos de indecible angustia realizó Colau el primer salvamento. En la segunda tentativa, que fue la más emocionante, se veía desde el muelle la lancha de Colau, a veces balanceándose en la cresta de una ola formidable, a veces precipitándose en la hondonada líquida… Por momentos desapareció…



Creyeron los angustiados espectadores que no volvería; pero volvió, ¡hurra!, trayendo unas señoras lívidas y unos niños llorosos, mojados todos hasta los huesos… Los marineros bogaban con sereno coraje; Colau, en pie, las melenas al aire, llevaba el timón, empuñando la caña con tal fuerza que no le superara el propio Neptuno… El tercer viaje fue más benigno. Las mismas olas parecían inclinarse respetuosas ante la intrepidez de aquellos hombres. Cuando terminó el salvamento y pisaron tierra todos los náufragos del vapor, se produjo una indescriptible escena sentimental: abrazos, besos, exclamaciones, llantos de alegría. Alberto Colau, desentendiéndose de las manifestaciones de cariño y gratitud, tomó con sereno continente el camino de su casa.



«Ahí le tenéis – dijo Cárceles al poner término a su relato. – Ahí tenéis al héroe, ostentando en su pecho la insignia de la Orden de Caballería más acreditada que existe en la Edad Moderna, recompensa de su esforzado ánimo y de su amor a la Humanidad».



– Caballero fui siempre y caballero soy – dijo Colau, contraviniendo discretamente su natural modestia. – La Orden del Contrabando pide arrojo temerario, paciencia en las adversidades, calma y tino cuando sean menester, liberalidad, sangre fría, prendas que entiendo yo son y han sido siempre la mejor gala y adorno del alma de los caballeros.



IV

Fáltame decir, para redondear la personalidad de Colau, que en el trajín del contrabando también comerciaba. En aquellos tiempos era muy estimado en el Norte de África el aljófar, perlitas pequeñas y mal configuradas con que las moras adornan y recaman sus chaquetillas, sus fajas y babuchas. Como en España venía desmereciendo este artículo, multitud de tratantes en pedrería iban de pueblo en pueblo comprándolo para llevarlo a Marruecos y Argelia. A igual tráfico se dedicó Alberto Colau en Cartagena, extendiéndose no más que a Lorca, Totana y Murcia. Redondeaba su especulación trayendo de África zafiros y esmeraldas que en España tenían cotización muy alta.



Dicho esto, añadiré que aquella misma noche cenábamos Fructuoso Manrique, Cárceles, Alberto Colau y yo, en el propio café de la Marina, cuando vimos entrar fachendosa y arrogante a La Brava, que agarrando con desgaire una silla se plantó en nuestro corro junto a Colau, acometiéndole con esta viva requisitoria: «Eh, Alberto, cómprame ahora mismo este aljófar que te traigo. Dispensen los señores y sigan comiendo, que no vengo a cenar, sino a mi negocio». Diciéndolo sacó un envoltorio de papel de periódico en que guardaba un puñado de perlitas, y así prosiguió: «Las he recogido entre mis amigas. A ver cuánto me vas a dar, judío arrastrao. Yo quiero por ellas veintechus, o por lo menos una jara».



Dejó Colau el tenedor, y risueño, sopesando la mercancía, dijo a la moza: «Pero si esto no vale más de doscientos rumbelesa todo tirar. En fin, ya hablaremos. ¿Quieres cenar?». RechazóLa Brava con donosura el galante ofrecimiento, y todos reiteramos con alegre algazara la invitación: «¿Quieres huevas de jumol? ¿Una copa de jerez? ¿Dátiles de mar? ¿Un pastelillo de estos de crema que están tan ricos?».



– Bueno – exclamó Leona arrimando su silla en el hueco que le hicimos y cogiendo el primer plato vacío que encontró. – Venga alguna cosita. Pero déjenme que siga con mi negocio. Yo todo lo miro ya bajo el prismade mi economía.



– Ya, ya sé por Dorita – dijo Fructuoso – que acumulas fondos para irte a Madrid y hacerte un buen cartel en la cocotería elegante.



– ¡Calla,malange, tú qué sabes de eso! – replicó ella, atizándose una copa de Jerez. – Yo necesito cuartos porque me voy volviendo muy regalona. Díganle a este perro de Colau que tenga conciencia y me pague por el género lo que le pido.



– Yo te daría eso y más – repuso Alberto – si hicieras caso de mí. ¿Qué demonio vas tú a pintar en los Madriles? Allí no hay más que pobretería finchada y figurones políticos que no tienen ni un calé… Repito lo que te he dicho mil veces. Cuando acabe este jollín del Cantón en que estamos metidos, vente a Orán conmigo. Verás qué tierra, chica. Allí encontrarás la mar de franceses tontos y ricos. ¡Qué fácilmente los podías pescar, gitana, con el anzuelo de esa carita! Pues digo; si le caes en gracia a uno de aquellos morazos podridos de dinero, que se pirran por las españolas, ¡ay morena!, te cubres el riñón para toda la vida.



– No me hables a mí de tierras extranjeras – contestóLa Brava. – Yo tiro siempre al españolismo… La Madre Patria necesita de todos sus hijos, como dice don Roque… y de todas sus hijas, digo yo.



La respuesta de Alberto Colau a estas sesudas consideraciones fue coger el papel donde estaba envuelto el aljófar, y sacar de su repleto bolso varias monedas de oro y una de plata, que entregó a la mozanca, añadiendo estas expresivas razones: «Pierdo dinero. Allá no pagan el adarme de aljófar más que a seis pesetas. Pero en fin, para que no chilles te doy la jara y un chus de propina». Continuó la conversación alegre. Mientras Leona devoraba pastelillos, jamón en dulce y otras frioleras, humedeciéndolas con Jerez, todos le dirigíamos chicoleos, anunciándole los grandes éxitos que había de obtener en Madrid. Ella nos atajó diciendo: «No hablen de eso, que el diablo las carga. Estoy perdida si mi marido se entera. Cándido no me deja vivir, me persigue, me acosa. Ese condenado parte del principio de que yo soy rica, y cuando me niego a darle dinero se pone fosco… Temo que el mejor día me mate como mató a mi madre… Si le da por seguirme a Madrid… No quiero pensarlo… ¡Sálveme la Virgen de la Caridad!».



Desde allí nos fuimos todos al teatro Principal, donde había función de aficionados. Representaban un dramón, obra de dos autores indígenas, titulado Glorias del Cantón y perfidias del Centralismo. Camino del teatro, La Brava, cogiéndome del brazo y retrasándonos del grupo, me dijo con misterio: «Explícame ahora mismo qué quiere decir en tesis general, porque anoche Juanito Pacheco, el hijo del Marqués de Águilas, que es un chico que habla muy requintado y siempre con mala idea, me dijo que yo y otras como yo éramos, en tesis general, lindas bestias sin alma. Lo de tesis me ha escocido, créelo. Dime si es alguna desvergüenza, porque yo no aguantoancas de nadie». Solté la risa y le contesté que no era fácil explicarle el significado de la palabratesis, pues tendría yo que emplear en mi lección otros vocablos incomprensibles para ella; que no hiciera caso; que ya iría aprendiendo eso y mucho más en el trato con la gente de Madrid.



Persistiendo Leonarda en sus anhelos instructivos, me dijo: «También hablaron anoche de que a Pepito le da por la ironía. Para mí que la ironía es como quien dice la viceversa de las cosas».



– Así es – repliqué yo. – Veo que tú sola vas aprendiendo con tu propia inteligencia y criterio. ¡Adelante, mujer de los alegres destinos!



En esto llegamos al teatro. Leona no quiso entrar. Su marido hacía el papel de traidor centralista, y por bien que ella se escondiese entre los espectadores no podría evitar que el indino saliera al público para darle la matraca y corromperle las oraciones. La tesis general de Cándido Palomo era emborracharse todas las noches… Retirose mi amiga a su casa, muy satisfecha con la guita que le había sacado a Colau, y los demás entramos a ver la función. El frenesí patriótico que en su drama pusieron los inocentes autores, no atenuaba los disparates de fondo y forma. Sin pararnos en estos pelillos aplaudimos hasta desollarnos las manos.



En los siguientes días supimos que el contralmirante Lobo dio cuenta de su retirada al Ministro de Marina, en términos que ha conservado la Historia para conocimiento de hombres y sucesos. Era Lobo un técnico excelente, autor de obras muy estimables; mas en el mando naval no pudo poner nunca su nombre a la altura de su suficiencia científica. He aquí lo que telegrafió al señor Oreiro: «Hoy 15 de Octubre han salido otra vez las fragatas insurrectas en orden de batalla. La Numanciaiba un poco delante, pero sin romper la línea de los otros buques, y formando con ellos un muro de hierro. Todos maniobraban muy bien y parecían mandados por jefes expertos. En vista de lo cual, y teniendo que reparar algunas averías y proveer de carbón, he ordenado partir con rumbo a Gibraltar».



Bañándose en agua de rosas quedaron los cantonales con la inexplicable inhibición, por no darle otro nombre, del Contralmirante Lobo, y era general creencia que ello se debió al respeto que le impuso el acertadísimo plan y perfecta organización táctica de las naves de Cartagena, obedientes a las órdenes del contrabandista. Los amigos y admiradores de éste le dimos desde aquel día título y diploma de marino de guerra, llamándole, entre veras y bromas, el Comodoro Colau. La mejor prueba de que Lobo no supo engallarse ante los barcos cantonales en su segunda salida fue que le censuró duramente el General Ceballos, sucesor de Martínez Campos en el mando de las tropas sitiadoras de Cartagena. El Gobierno Central destituyó a Lobo en el mando de la escuadra, nombrando para este puesto al Contralmirante Chicarro. Fueron asimismo reemplazados el comandante de la Navas de Tolosa y el segundo de la Blanca.



Fuera de la feliz aventura del Despertador del Cantónque apresó una goleta cargada de bacalao, lo que trajo gran alivio a la plaza mal surtida de víveres, no hay sucesos dignos de mención hasta la salida de la escuadra para Valencia con los mismos barcos y los propios jefes que en las anteriores correrías llevara. Para el mejor desempeño de mis deberes croniquiles embarqueme en el Católico Despertador, desoyendo las amonestaciones de David Montero y de La Brava, que al despedirme en el Arsenal me vaticinaron una jugarreta del Destino. Leona había echado las cartas, y David consultado el inmenso libro del firmamento. Ambos presagiaban que tendríamos unas miajas de catástrofe. Pero yo, que nunca di crédito al lenguaje de las estrellas ni al de los naipes, me agregué a la expedición tranquilo y confiado. ¡Ay, ay; cuán equivocado estaba yo y cuán en lo cierto aquellos buenos amigos! Sabed, lectores compasivos, que cuando habíamos rebasado de Alicante, montado ya el cabo Huertas… Pero dejadme tomar aliento, pues se trata de uno de los más apretados lances de mi vida.

 



El Despertador iba de vanguardia, con mar llana y tiempo cerrado de niebla. A la madrugada, cuando bajo cubierta dormían todos los tripulantes, menos una veintena que huyendo de la pesada atmósfera de cámaras y sollados subimos a pasar la noche con los que hacían servicio a proa y en el puente, fuimos sorprendidos y aterrorizados por la visión de un corpulento barco que se nos echaba encima. Era la Numancia. Nuestro timonel inició una virada rápida, mas con tan mala suerte que el formidable espolón de la fragata embistió el costado de estribor de nuestro barco, hizo añicos la rueda y abrió un inmenso boquete en el departamento de calderas y máquinas. Aunque en la Numancia dieron contravapor apenas divisaron al Católico, no se logró evitar el desastre.



No podréis imaginar la confusión, el espanto de los que estábamos sobre cubierta. El Despertador se hundía rápidamente como un cesto cargado de plomo. Empezó a salir gente por las escotillas. No hubo tiempo de arriar nuestros botes, y si no es por los de la Numancia, que acudieron con presteza, todos habríamos perecido. Ya tenía el Católicola popa bajo el agua cuando yo salté, no sé cómo ni por dónde, a un chinchorro que estuvo a punto de zozobrar por los muchos hombres que en él se metieron. En tan horrible confusión caí al agua y fui recogido por unos marineros que luego vi eran de la Tetuán, pues entre ellos estaba Alberto Colau. A éste debí mi salvación, que todavía creo milagrosa. Mi primer pensamiento fue para recordar las fatídicas predicciones de La Brava y David Montero.



La escena era espantosa: vi a muchos infelices que nadaban desesperadamente, tratando de agarrarse a los pocos salvavidas que fueron arrojados desde el buque náufrago. Desgarradores gritos aumentaban el horror de la catástrofe. Yo también grité llamando a mi machacante… ¡Cándidoo!… ¡¡Palomo, Palomo!!… Ni éste me respondió ni le vi entre los que luchaban angustiosamente con las negras aguas… Cuando estábamos como a diez o doce brazas del siniestro, noté que del Católico sólo se veían ya los palos, la chimenea y un poco del tambor de babor. Al reconocerme seguro en la cubierta de la Tetuán, tropecé con un contramaestre del Despertador y le pregunté por Palomo. «Dormido estaba como un leño – me dijo. – Quise despertarle; le tiré de una pata; no rechistó. Ajogado estará».



El primer cuidado de los supervivientes fue calcular el número de víctimas. Unos decían que eran ciento y pico; otros que no pasaban de treinta. Luego quedó fluctuando la cifra entre sesenta y setenta… Consagrado por todos un pensamiento de fúnebre despedida a los que habían perecido y al pobre Despertador, la escuadra cantonal siguió su ruta. Llegamos al Grao de Valencia, donde estuvimos fondeados tres días y medio. No pudiendo obtener de la plaza lo que pedíamos, arramblamos con los barcos mercantesDarro, Victoria, Bilbao y Extremadura, cargados de víveres, tejidos y otros artículos de comercio. Nuestro arribo a Cartagena fue el 22 de Octubre si no me engaña mi flaco sentido en la cuestión de fechas. Salté en tierra con botas prestadas y una gorra de marinero, pues perdí las prendas mías equivalentes en las ansias del naufragio.



En la plaza de las Monjas encontré a La Brava, que ya tenía noticias del desastrado fin de su caro esposo. Inquieta y medrosica me preguntó por él, y yo le dije sin preparación ni melindres que ya podía tenerse por viuda. No se cuidó la buena moza de disimular su alegría, y me consultó si estaba en el caso de vestirse de luto por el bien parecer. Mi opinión fue que si tenía ropas negras debía ponérselas, siquiera unos cuantos días, a lo que me respondió que algunos trapitos conservaba del luto que llevó por su madre, añadiendo: «Con mi ropa negra y la cara un poco afligida representaré muy a gusto lo que llama Juanito Pacheco la comedia social. En igualdad de circunstancias, igualdad de sentimientos y luto al canto. Ahora lo llevaré como huérfana y como viuda, y tú podrás mirarme bajo el prismaque quieras». Me acompañó hasta mi fonda en la calle del Cañón, y por el camino me habló de este modo: «A pesar de lo que me has dicho, no acabo de creer que ese posma de Cándido haya perecido. Tiene más picardías que un gato soltero, y puede que se haya hecho el náufrago para cuando una esté harta de llevar luto aparecerse en alguna isla

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