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Episodios Nacionales: 7 de Julio

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XI

– Trabajo es andar tras los conspiradores – le dijo el teniente. – Ahí tiene usted, amigo Cordero, una cosa para la que yo no sirvo.

– Yo tampoco, ni es de mi agrado – añadió el capitán-; pero San Martín se empeña en que lo haga, y no le puedo desairar. Es preciso que todos trabajemos por el Sistema. ¡Y el Sistema peligra, señores!

– ¡Vaya que si peligra! – dijo el jovenzuelo a quien llamaban el Marquesito, por ser hijo de un marqués. – El Sultán conspira ayudado por el Tarmerlán de Francia, y dicen que Bayona es una fragua de conspiradores.

– Me han dicho – manifestó un tercero que no era más que sargento— que allá corre el dinero que es un gusto. Mataflorida, Eguía y Morejón son los agentes que manejan las partidas realistas del Norte. Esto se va poniendo muy malcarado.

– Ya, ya se tomarán medidas, señores – dijo Cordero con aplomo. – Los siete carbuncos son buenos sastres. Si creen ustedes que el Gobierno duerme, se equivocan. El Gobierno sabe todo lo que se trama.

– Pues yo – dijo el sargento, – no doy dos cuartos por lo que hagan los siete carbuncos[4]. Todos sabemos que Madrid mismo está lleno de agentes que entran y salen. El Rey manda sus soplones al Norte y el Norte envía sus correveidiles al Rey.

– Madrid lleno de agentes; ¡pero si ya lo sé!… Tanto romperle a uno la cabeza con los agentes – exclamó Cordero. – ¿Habrá alguien que lo sepa mejor que yo? Si les conozco a todos, como a los dedos de mi mano.

– ¿Pues por qué no les prenden?

– Ya caerán. No se irá la fiesta por el repulgo.

– ¿Y quién duda que los zurriaguistas y toda esa canalla exagerada, lo mismo que esos que han formado la tertulia de los virtuosos descamisados – dijo el Marquesito, – reciben también dinero de Palacio?

– Ya eso es más difícil de probar.

– Megía está vendido a los realistas. Por cada insulto le dan un duro.

– Sí, podrá ser… no digo que no. El oro de la reacción corre que es un gusto.

Volviose a oír otra vez la voz alta y sonora de D. Patricio. Se acercaba de grupo en grupo.

– ¿Qué me dirán ustedes a mí – objetó don Primitivo— que yo no sepa? Aquí en mi cartera tengo unas noticias que espantarían a ustedes si se las revelase. Pero a su tiempo maduran las uvas y todo se sabrá.

– ¿A qué tantos misterios? La Guardia Real se subleva.

– ¿Por orden del Rey?

– Por orden de los agentes de Bayona que son los que dan el dinero.

– Catorce agentes han llegado a Madrid en lo que va de mes – afirmó Cordero en voz alta, – ¿habrá quien me pruebe lo contrario?

– Y yo digo que cuatrocientos – gritó don Patricio acercándose a los tres jóvenes.

– Siéntese aquí el gran patriota – dijo el Marquesito ofreciendo una banqueta al simpático preceptor.

– Vaya un cigarro – insinuó Cordero ofreciéndoselo.

– No estará de más una copita, ¿eh? – le dijo el sargento.

D. Patricio a nada resistía.

– ¡A la salud del gran Riego y de los redactores de El Zurriago! – exclamó después de vaciar una copa.

– Eso último no, canario. Aquí no queremos Zurriagos.

– Cada uno le reza a sus santos. Dicen que los zurriaguistas están vendidos al oro de Palacio; pero yo digo que quien se vende es el Gobierno; ¿estamos?

– Falta probarlo.

– Yo no pruebo nada.

– Más que el vino.

– Todos ustedes – añadió el preceptor, dirigiéndose con gran énfasis a D. Primitivo, – están con los ojos vendados. ¿A qué hablar de agentes venidos del Norte si los han visto como yo a los Reyes Magos?

– ¿Cómo se llama aquel de quien me habló usted aquí, y cuyo nombre no recuerdo? – preguntó Cordero sacando su cartera.

– D. Anatolio Gordón… Apunte usted ese y servirá de algo.

– Ya está.

– Es alférez de la Guardia, y antes de llegar a Madrid escribió una carta que vino a parar a mis manos.

– Y que usted leyó.

– Yo no abro cartas ajenas, ¡chilindrón! aunque en ello me vaya la vida – afirmó don Patricio con dignidad. – Pero sin abrirla sé lo que contenía… El buen sastre conoce el paño. Tengo yo mucho ojo.

– ¿Y qué contenía?

– Avisos, planes, quizás estaría en cifra. No es preciso quebrarse los cascos para comprender, señores, que dentro de aquella epístola se encerraba el monstruo hediondo del despotismo.

– Bien.

– Y sólo con ver a quien iba dirigida…

– ¿A quién?

– A D. Urbano Gil de la Cuadra… puede que no le conozcan ustedes… ¡Ya! a estos chicos de teta hay que enseñarles el A, B, C de la política. Gil de la Cuadra fue compañero del cura de Tamajón. Ambos hicieron aquel horrendo plan… ya saben ustedes.

– ¡Sí, ya sé! Estuvo preso.

– Pero se escapó, y como nuestros Gobiernos de mantequilla protegen a todos los tunantes, y basta ser realista para ser mimado y recibir confites, Gil de la Cuadra volvió a Madrid y ahí está haciendo su santa voluntad y riéndose de ustedes. ¡Por los clavos de la chilindraina!…

Cordero apuntó.

– Basta saber dónde vive para comprender que no se ocupa, como el diablo cuando no tiene qué hacer, en matar moscas con el rabo.

– ¿Y dónde vive?

– En casa de Naranjo, hombre de Dios. Vaya unos amigos que tienen los carbuncos. No saben más que farandulear con los uniformitos, y mientras el enemigo nos mina el terreno, ellos se ocupan de retorcer el bigotejo lleno de pomada. ¡Qué amigos tiene el Gobierno! Será preciso que nosotros los zurriaguistas, nosotros los locos, los furiosos, los descamisados, los republicanos, les digamos dónde está el lobo.

– ¿En casa de Naranjo?

– Hombre abominable – dijo el Marquesito con sorna, – hombre feroz que enseña por Torío.

– ¿Y Gil de la Cuadra recibió la carta? – preguntó Cordero, mojando el lápiz en la punta de la lengua.

– Y después que la recibió, salió… yo acechaba, señores, porque me ocupo de estas cosas, aunque Tintín no me pide su parecer… Pues bien, Gil de la Cuadra salió, y con todos los guardias que encontraba al paso hablaba, ¿eh? Después fue a la Cuesta de la Vega y entró en el cuartelillo de Palacio.

– Donde está el primer batallón.

– Pues no hallo en eso nada de particular – dijo el sargento.

– No… ustedes en nada hallan nada de particular. Cuando reviente la mina veremos si hay algo de particular. Si esto fuera pintar la mona les sorprendería a ustedes, pero esto es indagar, inquirir, vigilar a esa canalla…

Cordero apuntó otra vez.

– ¿Y ese Naranjo?…

– Es el íntimo de D. Víctor Sáez, que va a su casa todas las noches.

– ¿Le ha visto usted?

– Como que no ceso de acechar la casa.

– ¿Y el guardia?

– ¿Gordón? Va también todos los días dos veces. Él ha de ser quien alcahuetea con sus compañeros. Gil de la Cuadra ha de ser el director. Pues no tiene poco intríngulis ese señor. Si le conoceré yo que he sido su vecino.

– Estos datos pueden ser de mucho valor, si se confirman con otros más positivos.

– Ustedes… ya se sabe – dijo D. Patricio amostazado, – no creen en el peligro hasta que lo ven encima, no creen en el fuego hasta que se queman. Cuando vean que en menos que canta un gallo todo se lo come un perro, dirán: «¡oh, qué tontos hemos sido!». Estense como ahora, y ya verán. Los serviles nos harán largar la pellica en la plazuela de la Cebada, y entonces ya no habrá tiempo más que para dar un viva a la libertad con el último respiro. Bien vamos, bien, en manos de Rosita la Pastelera[5]… Guerra y exterminio a los exaltados, gorros, descamisados y zurriaguistas, que quieren poner la república y desacreditar el Sistema, eso es: en cambio paz y protección a los serviles, a los criados de Palacio que están conspirando, a los cortesanos del 14 que aborrecen el Sistema. Para esos, cortesías y tolerancia; para nosotros, palos y cárceles. Muy bien, Sr. Cordero, muy bien se portan los amigos de usted. Por este camino pronto medraremos. ¿Sabe usted lo que pasa en Aranjuez, donde está la Corte?

D. Patricio, al hacer esta pregunta daba a sus rostro la expresión de un nigromante que va a revelar secretos terribles.

– No sé que pase nada de particular – repuso Cordero.

– Ya… nada de particular. De modo que donde meten el rabo Infantado, Amarillas y Montijo, ¿no pasa nada de particular? Y donde hace sus guisados Rosita la Pastelera, ¿no pasa nada de particular? Donde está bulle que bulle la cuadrilla de anilleros, afrancesados, serviles, ¿no pasa nada de particular? Sí, porque el emperador de la China, Tigrekan[6], está mano sobre mano. Y sus hermanos el príncipe Alfeñike[7] y el príncipe Pakorrito[8] tampoco hacen nada. No se conspira, no se tiene todo preparado de acuerdo con el infame Ministerio pastelero para acuchillarnos a los libres y proclamar el absolutismo. No; si no ocurre nada, si estamos en una balsa de aceite, si marchamos, marchamos, ¡re-chilindrones!, y él el primero por la sendita constitucional, si los guardias nos quieren mucho, si el Abuelo, y D. Santos y el Trapense y Jaime el Barbudo son nuestros espoliques, si la cleriguicia nos mima y es capaz de jugar los Kiries por obsequiarnos…

– Se conspira contra el Sistema – dijo Cordero con hinchazón-; hay mucha pillería en Madrid y en la Corte, ya lo sabemos. Pero ¿quién tiene la culpa sino los anarquistas con sus escándalos?

– Eso es, nosotros, todo nosotros. Nosotros somos peores que Tintín y que Tigrekan y que Trabuco[9], que es cuanto hay que decir – gruñó Sarmiento levantándose. – Cuidado, cuidadito, señores templados no se nos suba San Telmo a la gavia, y entonces… Puede que nos cansemos de aguantar, ea… puede que algún día se diga: «Vaya, pues ya parió la Pepa», y entonces se sabrá lo que somos. Conque abur, señores formalitos. Memorias al amigo Tintín, Sr. Cordero, y expresiones a Trabuquito… Yo me voy, que entro de guardia.

– Pues ya se sabe: mañana no hay escuela.

– Me parece natural. ¿Es uno de palo? Desgraciados chicos si no se les da algún descanso.

 

Un nuevo personaje se presentó en el grupo. Vestía también de miliciano y era pequeño y avejentado, aunque muy vivaracho y flexible. Distinguíase principalmente por el color encendido de su alegre rostro, por su pequeña nariz picuda y sus gafas de oro. Aspecto menos marcial jamás se ha visto; pero tampoco fisonomía más bonachona que la de D. Benigno Cordero, honrado comerciante de la subida a Santa Cruz y tío felicísimo de nuestro don Primitivo.

– ¿Qué hay, tío? – le preguntó este.

– Pasado mañana viene Su Majestad – repuso D. Benigno frotándose las manos. – ¿A cuántos estamos?

– A 26.

– Pues dentro de cuatro días, es decir, el lunes, tendremos gran formación, señores. Conque prepararse.

– ¡Gran formación!

– Sí. El día 30 es la ceremonia de cerrar la legislatura. ¿Hay alguno en la compañía a quien falte el uniforme?

– A ninguno. ¿Conque el día 30?

– El día 30… – dijo D. Patricio dando media vuelta. – ¿Formación? Bueno va…

 
Tintín sigue tan ufano,
y Trabuco tan contento…
Grandes planes se susurran;
hay varios pájaros presos.
 
 
Don Coletilla[10] en Bayona
está manando en dinero;
a fuerza de pesos duros
a media España ha revuelto.
 
 
Andan por los barrios bajos
de la corte muchos cuervos.
Nos custodian las fronteras
veinte y cinco mil podencos.
 
 
El martillo se perdió,
los valientes se murieron:
los gorros, ya no son gorros,
se van tornando en jumentos.
 
 
Tigrekan salta de gusto
esperando ser Rey neto…
Parece que estamos tontos…
la cosilla tiene pelos…
 

Como recitaba en voz alta estos versos, sus compañeros le hacían coro con risas y agudezas.

XII

Anatolio, después que arregló el negocio de su entrada en la Guardia, fue a Aranjuez con la Corte. Gil de la Cuadra, durante la ausencia de su futuro yerno, a fines de Junio, pasaba las horas recordando hasta las más triviales palabras de este, haciendo cuentas para fijar bien la cifra de su fortuna, y dando consejos a Solita sobre la mejor manera de fomentar las praderas, de gobernar una casa de labor y de hacer manteca.

– Ya estoy cansado de hacer manteca en La Bañeza, donde la hay excelente – le decía-; pero tú, con la magnífica leche de Asturias, la podrás obtener mejor.

Soledad, por darle gusto y tenerle contento, afectaba tomar con calor estos temas. Suegro y yerno habían concertado la boda para los primeros días de Julio, y no había que pensar mucho en los preparativos, porque todos podían hacerse en un día. Los referentes a la documentación ocuparon durante un par de semanas a D. Urbano, que se consagraba a esta dulce tarea con tanto júbilo como cuando se casó por primera vez lleno de dulces ilusiones.

Un día, mientras su padre escribía algunas cartas, Soledad salió. Iba por la calle con la vista fija en el suelo, sin reparar en nada de lo que a su vista ofrecía Madrid en tiendas y gentío a la mejor hora de la mañana. Pero a pesar de su abstracción, no se equivocaba de camino y seguía derecha y sin vacilar calle tras calle, hasta que llegó a la casa del Excelentísimo señor duque del Parque. Ningún obstáculo halló a su entrada, y por fortuna la persona a quien buscaba no tenía a nadie en su compañía. Cuando Sola se sentó junto a la mesa del despacho, su hermano pudo observar en ella una palidez y tristeza mayores que de ordinario.

– ¿Qué tienes? – le preguntó tocándole la mejilla con las barbas de la pluma. – ¿Está ya arreglado el casamiento?

– Ya está arreglado – dijo Sola esforzándose en sonreír. – Pero quiero que me aconsejes tú.

– ¿Pues qué, no lo has decidido todavía? ¿Necesitas de mi consejo para tomar una determinación tan buena?

– Sí – afirmó Sola suspirando, – porque según lo que tú me digas, así haré. Sería una falta muy grande que no te consultara para todo, después de lo que has hecho por mí.

– Soledad – dijo el joven con gravedad, – te considero como una hermana, te quiero como una hermana. Si hubiéramos nacido de una misma madre, no me interesaría por ti más de lo que me intereso. Pues bien; mi consejo de hermano es que te cases sin vacilar.

– Bueno, bueno… yo quería saberlo; quería que me lo dijeras así, terminantemente.

La voz de Sola temblaba, y sus palabras salían, como el trino musical, en sílabas aperladas, cristalinas.

– Pero me parece que no estás contenta – continuó Salvador dejando la pluma y apartando el papel. – Vamos a ver, querida, ¿no dices que tu padre desea que te cases?

– Lo desea tanto, que se volvería loco o se moriría de pena si no me casara.

– Entonces…

– Decidida estoy a hacer el gusto de mi padre; pero quería saber si tú aprobabas mi resolución. Por esto conocerás el gran respeto que te tengo.

– Dejémonos de respetos. Tú te casas simplemente porque de este modo haces feliz al pobre Sr. Gil, y no por otra razón.

– Ni más ni menos.

– Eso quiere decir que no amas al que va a ser tu marido.

Salvador le clavó los ojos con tanta fijeza, que Sola se turbó más.

– Si he de decirte la verdad, Salvador – dijo sonriendo con gracia, – no le quiero mucho. ¿Por qué he de ocultártelo, por qué no he de decirte la verdad a ti, hermano mío, a ti, a quien debo la vida cien veces?…

Monsalud estuvo meditando breve rato.

– A pesar de eso – dijo al fin, – yo creo…

– ¿Qué?

– Qué debes casarte. ¿No dices que tu padre se volverá loco o se morirá si no le obedeces?

– Seguramente, y le obedeceré. Sólo pensar lo contrario me da miedo.

– Entonces no me pidas consejo.

– Es que si tú…

Soledad se sofocaba. Necesitaba tomar aliento a cada palabra.

– Es que si tú me aconsejaras otra cosa, hasta sería capaz de no hacer lo que mi padre desea. Se enojaría por algún tiempo; pero ya buscaría yo el medio de contentarle.

– No puedo aconsejarte tal cosa – dijo Salvador seriamente. – Respóndeme con franqueza. El lugar que en tu corazón corresponde a ese señor primo, ¿se lo has dado a otro?

Soledad vaciló un instante y se puso como la grana.

– A nadie.

– Entonces, hija – dijo Monsalud apartando la vista de su hermana para fijarla en lo que escribía, – todo es cuestión de un poco de tiempo. He visto a tu primo, tengo antecedentes de él y respondo de que le querrás mucho. No te apures.

– ¡Oh! eso sí: es un buen muchacho.

– Y en esta oficina hay datos para creer que es honradísimo. Aquí estuvo a solicitar del señor que le abonara unos créditos… Ya sabes.

– Sí.

– El Duque vacilaba. Yo pedí informes a un mayordomo asturiano que vino a traer cuentas, y en virtud de las buenas noticias que me dio, aconsejé a Su Excelencia que accediera a la petición de tu marido… ya se le puede dar ese nombre.

– ¿Y ha consentido el Duque?

– Sí: cuando vuelva tu primo de Aranjuez le daré esa buena noticia. ¡Ah! pobrecilla: bien puedes decir que se te ha entrado la fortuna por las puertas. Anatolio es un joven agradable, bueno, sencillo, honrado, trabajador, leal. Además, posee regular fortuna. Tu situación y la de tu padre son tales que podéis considerar esto como una bendición de Dios. No son otros tan afortunados. Sola, no desprecies lo que te da la mano de Dios, no tengas soberbia, no vaciles.

– No, si yo no me quejo – respondió la muchacha con turbación. – Si no digo nada; si estoy decidida a casarme. Ya te lo dije al entrar aquí. Mi padre lo quiere y basta… Pues no faltaba más.

– Y no sólo porque lo quiere tu padre, sino porque te conviene, Sola, porque este favor del Cielo excede a cuanto podías apetecer… Dime, ¿qué encuentras en Anatolio que no te agrade? Yo le encontré bien parecido, simpático, y su franqueza y lealtad me cautivaron.

– ¡Oh! a mí también… no me desagrada – dijo Sola tratando de aparecer serena.

– ¡Si vieras con cuánto interés le miraba yo! Le miraba como a persona que va a entrar en mi familia, y observándole, decía para mí: «Como no hagas feliz a mi pobre Sola, ya te verás conmigo».

– Si él hubiera sospechado quién eres tú, es decir, que eres mi hermano, que me das limosna… – indicó la joven.

– ¡Oh! cualquier sospecha de este género le habría sentado muy mal. Es difícil hacerse cargo de las circunstancias en que nos hemos visto tú y yo… Cualquiera pensaría mal de mí y peor de ti, Solilla.

– ¡Valiente cuidado me daría a mí de que pensaran algún disparate!

– Pero ya debemos estar tranquilos. Muy pronto no necesitarás de mí. Yo te aseguro que lo siento.

– Y yo también – replicó ella maquinalmente.

– Ahora son un tanto peligroso estas entrevistas nuestras – dijo Salvador con distracción. – ¿No te parece? Figúrate que alguien le dijese a tu primo…

– ¡Oh! Sí… Ya te comprendo.

– Hay que tener circunspección. Querida hermana, no vuelvas aquí.

La querida hermana sintió una puñalada en el corazón.

– Sí… es verdad – dijo balbuciendo. – Yo había pensado lo mismo. No debo volver… no volveré más.

– ¡Qué triste es para mí tener que hablar de este modo! Creo que te echaré de menos, querida Sola, y que los momentos que has pasado junto a mí en este gabinete y junto a esta mesa no se me olvidarán mientras viva.

A pesar de su aparente timidez y dulzura real, Solita no carecía de valor. Las desgracias de su vida habían dado singular temple a su corazón, y sabía ponerse a la altura de las circunstancias. Pudo, pues, alzar la frente con despejo, sonreír cariñosa aunque serenamente a su hermano y decirle estas palabras:

– ¿Y a mí podrán olvidárseme los beneficios que me has hecho? ¿Podrán olvidárseme las atenciones que has tenido conmigo y tu empeño de llamarme hermana y tratarme como a tal? No se ven en el mundo ejemplos de caridad tan grande ni ejercida con tanta nobleza, con tanta delicadeza.

– No he hecho por ti sino lo que debía. Tú te mereces mucho más. Pero el poco tiempo que nos queda para estar juntos no le empleemos en estas tonterías. Piensa que ahora nos vamos a separar, quizás para siempre. Sabe Dios cuál será el destino de cada uno. Probablemente tú serás feliz; vivirás contenta al lado de tu marido, que es un bendito, y de tus preciosos niños, (porque tendrás hijos) disfrutarás un bienestar tranquilo, sin ambición, sin cuidados, mientras que yo…

– Tú no eres feliz porque no quieres. No veo yo que te falte nada.

– Me falta todo – dijo Monsalud con tristeza. – Tú, amando tranquilamente a tu marido (porque le amarás, puedes estar segura de ello), rodeada de los hijos que has de tener, y al lado de tu padre, que vivirá todavía algunos años, puedes hallarte en la plenitud de tus sentimientos; puedes estar satisfecha, saciada, que es como si dijéramos, con todas tus ideas realizadas, con tu vida llena hasta los bordes, sin ningún vacío. En mí, querida Solita, todo es vacío.

– Esto sí que no lo comprendo. Será porque tú lo quieres así – dijo la muchacha fijando la vista en varios objetos que había sobre la mesa y moviendo otro con su inquieta mano.

– No, no es fácil que lo comprendas. Dices bien. ¡Tú, por tu dicha, tienes una naturaleza tan distinta de la mía!… ¡Qué feliz es ser así! Tú tienes resignación para soportar las contrariedades; tú tienes una acendrada fe cristiana, que yo, por mi desgracia, no tengo; careces de pasiones exaltadas; tus sentimientos son tranquilos, fríos, dóciles, es decir, que haces de ellos lo que quieres; los míos son ardientes, furiosos, tiranos, es decir, que me esclavizan y juegan conmigo. Tus aspiraciones, en la esfera de los sentimientos, son razonables, proporcionadas a ti misma, a tu estado, a tus circunstancias; las mías son absurdas casi siempre, contrarias al buen sentido y a las leyes del mundo. Tú amarás a quien debes amar; yo siento atracción tan irresistible hacia lo imposible, que me estrello, sí, querida mía, me estrello, (no encuentro otra palabra) contra unas murallas altas y negras que me cierran el paso por todas partes. Tú descansarás en el cumplimiento de tu deber, confiada, tranquila, con el corazón y las ideas dentro de lo que yo llamo la medida social; yo estoy siempre fuera de la ley; yo siempre estoy en revolución; yo siempre vivo en un mundo, pienso en otro y siento en otro, sin poder jamás hacer de los tres uno solo.

Soledad habría podido decir mucho sobre aquel tema; pero por lo mismo que podía decir mucho, no dijo nada.

– Aquí tienes la diferencia que hay entre los dos – continuó él-; tú estás cortada para la felicidad, yo para la desgracia. Si algún día llegan a ti noticias de mí…

– ¿Pues qué, te vas? – preguntó Sola con viveza, frunciendo el ceño.

 

– Mi pobre madre enferma me detiene aquí, que si no… Yo no puedo vivir en este país.

– Que es el mejor de los países. No, hermano, tú no debes salir nunca de aquí, donde tienes tantos amigos.

– Hermana, no digas que se puede vivir en una sentina de envidias y miseria. Si al menos esta fuera grande para poderse uno mover; pero no puede haber un muladar más pequeño. Yo estoy decidido…

– ¿A marcharte?

– ¡A América! – dijo Salvador con entusiasmo.

– ¡Oh, qué disparate!

– Cuando me quede solo, me marcharé para no volver más.

– ¿Pero tú puedes estar solo alguna vez? No, no lo estarás. ¡Qué horror! ¡A América, tan lejos; con el mar, un mar tan grande, por en medio!

– ¡Ojalá fuera mayor!… Pero aún nos hemos de ver antes de que te cases. ¿Cuándo te casas?

– Lo más pronto posible – respondió Sola enérgicamente y con rápida voz, que indicaba la rapidez de la idea.

Ella también quería poner su mar por en medio.

– Te veré quizás – dijo Monsalud distraído y mirando el reloj colocado en la pared de enfrente había. – Y si no, el mismo día de la boda estaré en la iglesia.

– Eso no podrá ser.

– ¿Por qué no?

– Porque no es conveniente. ¡Qué cosas tienes!

– ¿Y si a mí se me antoja?

– No te acordarás de ir.

– ¿Que no me acordaré?

– No te acordarás – dijo Sola enredando en la mesa no ya con una mano sino con las dos, – porque eres muy distraído. El otro día dijiste que irías a pasear por San Blas y no fuiste.

– ¡Oh! tuve que hacer.

– Es que no te acuerdas, se te van las ideas de la cabeza. Estás siempre distraído, pensando en las nubes de antaño.

– Naturalmente en algo ha de pensar uno – dijo Monsalud riendo.

– Es que tú te fijas poco en lo que tienes delante, en lo que ves con los ojos de la cara. Tu pobre madre está disgustada, porque ahora, según dice, te ve más distraído que nunca.

– ¿Distraído?

– Más enamorado que nunca, habrá querido decir. Esa es tu enfermedad.

– ¿Ahora más que nunca, dice mi madre?

– Ahora más que nunca te hablan y no entiendes, miras y no ves. Así me lo dijo doña Fermina. Tienes la cabeza llena de vapores; pero tan llena, Salvador, que no existes más que para la persona desconocida que te ha puesto de este modo. Para nosotros no eres más que una sombra.

– ¿Eso dice mi madre? – preguntó el joven riendo.

– Y yo también lo digo.

Esta última observación no la oyó Monsalud, profundamente abstraído, con la vista fija en el reloj.

– Adiós, Sola – dijo de repente. – Es preciso que te vayas.

– ¿Qué hora es? – preguntó la muchacha sintiendo una gran turbación. – ¿Esperas a alguien?

– No debes estar aquí más tiempo. Son las doce.

Soledad dirigió una mirada, la última mirada a los muebles, a los cuadros viejos de batallas, al reloj, al archivo, a los papeles amarillentos, a los legajos polvorosos y demás objetos de aquella estancia que habían sido durante tantos días imágenes halagüeñas en su fantasía y en sus ojos, y que ya no debía volver a ver. Al despedirse de tan queridos cachivaches una piedra de hielo gravitó sobre su corazón.

– Ya me voy – dijo aparentando serenidad. – No te molesto más.

Salvador volvió a mirar el reloj. Estaba pálido.

– Las doce – dijo Solita.

– Sí, las doce, y…

Monsalud no se cuidaba de disimular su impaciencia. Soledad le alargó la mano. Si en aquel momento no estuviera él tan profundamente distraído, si no tuviera, como tenía, el pensamiento y la vida toda en cosas y personas muy distintas de la pobre muchacha desvalida que estaba allí, habría visto en ella seguramente algo digno de llamar su atención. Además Soledad desplegaba cada vez más valor, más entereza de ánimo, y había aprendido a cubrir el llanto con la risa.

– Adiós, mi queridísima hermana – dijo Monsalud estrechándole las dos manos.

Después la condujo suavemente hacia la salida.

Soledad le dijo adiós por última vez y volvió la cara hacia la puerta. Dos pasos más y la puerta se cerró tras ella.

Aunque es cosa averiguada que el corazón no tiene alas, puede y debe decirse, aceptando la anatomía vulgar, que a Solita se le cayeron las alas del corazón. Salió a la calle sin ver portero, ni portal, ni puerta, ni calle. Ella no veía más que su propia alma, que en aquellos instantes se le presentaba clara y completa con la lucidez que da el dolor. Dio algunos pasos sin saber a dónde iba; pero las rejas de la habitación donde había estado dijeron algo a su entendimiento y se detuvo. En el mismo instante vio una mujer que entraba en el portal de la casa. Corrió hacia allá, volvió a la reja, tratando de mirar hacia adentro con disimulo; pero nada pudo ver. Oyó, sí, una voz femenina, poco[11] agradable por cierto, y al fin pudo distinguir una sombra, un perfil de mujer fea y ordinaria que parecía criada. Entonces apartándose de la reja, corrió hacia la esquina de la calle, donde vio un coche. La inquietud investigadora que la dominaba hízole mirar hacia el interior de la berlina, y vio una mujer hermosa. Tan hermosa le pareció que creía no haber visto nunca belleza semejante. Los ojos de la dama y su actitud pensativa y expectante revelaron a Solita algo de lo que deseaba indagar.

No quiso ver, ni oír, ni enterarse de nada más y corrió hacia su casa. A cada paso, aumentaba la populosa grandeza del mundo que había dejado tras sí para siempre, y crecía el árido desierto que tenía delante. Las encantadoras esperanzas que pueblan la vida corrían hacia atrás, y a cada paso el abandonado corazón se iba quedando más solo.

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