Una Forja de Valor

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Из серии: Reyes y Hechiceros #4
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CAPÍTULO SEIS

Alec estaba en la cubierta a bordo del elegante barco negro y observaba el mar así como lo había hecho por días. Observaba las gigantescas olas que levantaban al pequeño barco de vela y observaba la espuma romperse debajo del compartimiento de carga mientras cortaban por el agua con una velocidad que él nunca había experimentado. El barco se inclinaba por las velas rígidas con el viento fuerte y constante. Alec lo estudiaba con ojos de artesano, preguntándose de qué estaba hecho el barco; claramente estaba elaborado de un material elegante e inusual, uno que no había visto antes y que les había permitido mantener la velocidad todo el día y toda la noche y maniobrar en la oscuridad pasando la flota Pandesiana, salir del Mar de los Lamentos, y hacia el Mar de las Lágrimas.

Mientras Alec reflexionaba, recordaba lo angustioso que había sido el viaje, un viaje de días y noches sin bajar las velas, las largas noches en el mar negro llenas de sonidos hostiles, del crujir del barco, y de criaturas exóticas saltando y aleteando. Más de una vez se había despertado para ver una serpiente resplandeciente tratando de abordar el barco, y después al hombre con el que viajaba patearla con su bota.

Pero lo más misterioso, más misterioso que todas las criaturas exóticas del mar, era Sovos, el hombre en el timón del barco. Este hombre que había buscado a Alec en la forja, que lo había traído en su barco, que lo llevaba a un lugar remoto, un hombre en el que Alec no sabía si era sensato confiar. Por lo pronto al menos Sovos ya había salvado la vida de Alec. Alec recordó mirar hacia atrás hacia la ciudad de Ur mientras se alejaban por el mar, sintiendo agonía e impotencia al ver a la flota Pandesiana acercándose. Desde el horizonte había visto las bolas de cañón atravesar el aire, había escuchado el estruendo lejano, había visto la caída de los grandes edificios, edificios en los que él mismo había estado hace apenas unas horas. Había tratado de bajarse del barco e ir a ayudarles, pero ya estaban demasiado lejos. Había insistido en que Sovos se diera la vuelta, pero sus ruegos fueron ignorados.

Alec lloró al pensar en sus amigos que había dejado atrás, especialmente Marco y Dierdre. Cerró los ojos y trató sin lograrlo de sacudirse la memoria. Su pecho se tensó al sentir que los había abandonado a todos.

Lo único que le permitía a Alec continuar, lo que lo sacaba de su desaliento, era la sensación de que era necesitado en otra parte tal y como Sovos le había dicho; que tenía cierto destino y que este le ayudaría a destruir a los Pandesianos en otra parte. Después de todo, como Sovos había dicho, el que hubiera muerto junto con los demás no habría ayudado a nadie. Aun así, esperaba y rogaba por que Marco y Dierdre hubieran sobrevivido, y que pudiera regresar a tiempo para reunirse con ellos.

Lleno de curiosidad por saber a dónde iban, Alec había bombardeado a Sovos con preguntas, pero este había mantenido un obstinado silencio día y noche siempre pegado al timón y dándole la espalda a Alec. Alec no podía recordar haberlo visto dormir o comer. Simplemente estaba de pie mirando hacia el mar en sus botas altas de cuero y abrigo de cuero negro, con sus sedas rojas por encima de los hombros y portando una capa con una curiosa insignia. Su pequeña barba castaña y resplandecientes ojos verdes que miraban a las olas como si fueran parte de él hacían que el misterio a su alrededor se profundizara.

Alec observaba al extraño Mar de las Lágrimas de color azul claro y sintió que lo envolvía una urgencia por saber hacia dónde era llevado. Sin poder seguir guardando silencio, se volteó hacia Sovos desesperado por obtener respuestas.

“¿Por qué yo?” preguntó Alec otra vez rompiendo el silencio, esta vez con la determinación de escuchar una respuesta. “¿Por qué fui elegido de entre toda la ciudad? ¿Por qué tuve que sobrevivir yo? Podrías haber salvado a cien personas más importantes que yo.”

Alec esperó pero Sovos guardó silencio, dándole la espalda y examinando el mar.

Alec decidió tratar de otra manera.

“¿Hacia dónde vamos?” preguntó Alec otra vez. “¿Y cómo es que este barco puede navegar tan rápido? ¿De qué está hecho?”

Alec observó la espalda del hombre. Pasaron minutos.

Finalmente el hombre negó con la cabeza sin darse la vuelta.

“Vas a donde estás destinado a ir, a donde estás destinado a estar. Te elegí porque te necesitamos a ti y no a otro.”

Alec estaba confundido.

“¿Necesitado para qué?” Alec presionó.

“Para destruir a Pandesia.”

“¿Por qué yo?” preguntó Alec. “¿Cómo es que yo puedo ayudar?”

“Todo será claro una vez que lleguemos,” respondió Sovos.

“¿Lleguemos a dónde?” presionó Alec frustrado. “Mis amigos están en Escalon. Personas a las que amo. Una chica.”

“Lo siento,” suspiró Sovos, “pero atrás ya no queda nadie. Todo lo que una vez conociste y amaste se ha ido.”

Entonces hubo un largo silencio y, en medio del silbar del viento, Alec oró por que estuviera equivocado; aunque en su interior sentía que era verdad. ¿Cómo podía la vida cambiar tan rápido? se preguntaba.

“Pero tú estás vivo,” continuó Sovos, “y ese es un regalo muy precioso. No lo desaproveches. Puedes ayudar a muchos otros si pasas la prueba.”

Alec frunció el ceño.

“¿Qué prueba?” preguntó.

Sovos finalmente se volteó y lo miró con ojos penetrantes.

“Si tú eres el elegido,” dijo, “nuestra causa recaerá sobre tus hombros; pero si no, no nos servirás de nada.”

Alec trató de entender.

“Ya hemos navegado por días y no hemos llegado a ninguna parte,” Alec dijo. “Sólo más profundo en el mar. Ya ni siquiera puedo ver a Escalon.”

El hombre sonrió.

“¿Y a dónde crees que vamos?” le preguntó.

Alec se encogió de hombros.

“Parece que vamos al noreste. Tal vez a un lugar cerca de Marda.”

Alec estudió el horizonte exasperado.

Sovos finalmente respondió.

“Estás muy equivocado, joven amigo,” respondió. “Realmente equivocado.”

Sovos volvió al timón mientras una fuerte ráfaga de viento se elevaba haciendo que el barco montara las crestas de las olas del océano. Alec miró hacia adelante y, por primera vez, se sorprendió al ver una pequeña forma en el horizonte.

Se apresuró hacia adelante lleno de emoción mientras tomaba la barandilla.

En la distancia aparecía lentamente una masa de tierra que empezaba a tomar forma. La tierra parecía brillar como si estuviera hecha de diamantes. Alec puso una mano encima de sus ojos tratando de descubrir de qué se trataba. ¿Qué isla podría existir aquí en medio de la nada? Puso a trabajar su cerebro pero no pudo recordar ninguna isla en los mapas. ¿Era este algún país del que nunca había escuchado?

“¿Qué es eso?” preguntó Alec apresurado y lleno de anticipación.

Sovos volteó y, por primera vez desde que Alec lo había conocido, sonrió ampliamente.

“Bienvenido, mi amigo,” dijo, “a las Islas Perdidas.”

CAPÍTULO SIETE

Aidan estaba atado a un poste sin poder moverse mientras miraba a su padre cerca de él arrodillado y rodeado por soldados Pandesianos. Estaban frente a él levantando sus espadas sobre su cabeza.

“¡NO!” gritó Aidan.

Trató de liberarse y correr para ayudar a su padre pero, sin importar cuánto lo intentaba, no podía quitarse las cuerdas que lo ataban de tobillos y muñecas. Estaba siendo obligado a ver a su padre arrodillado y con ojos llenos de lágrimas viéndolo fijamente y esperando su ayuda.

“¡Aidan!” gritaba su padre extendiendo una mano hacia él.

“¡Padre!” gritaba Aidan respondiéndole.

Las espadas cayeron y, un momento después, el rostro de Aidan se salpicó de sangre mientras la cabeza de su padre era cortada.

“¡NO!” gritó Aidan sintiendo cómo su vida se colapsaba en él mismo, cómo se hundía en un hoyo negro.

Aidan despertó repentinamente, agitado y cubierto en sudor frío. Se sentó en la oscuridad tratando de descubrir en dónde estaba.

“¡Padre!” gritó Aidan buscándolo y aún medio dormido, todavía sintiendo una urgencia por salvarlo.

Volteó hacia los lados sintiendo algo en su rostro y cabello y en todo su cuerpo, y se dio cuenta que apenas podía respirar. Se quitó algo largo y delgado del rostro y descubrió que estaba recostado sobre una pila de heno, casi enterrado en ella. Se liberó de ella mientras se sentaba.

Estaba oscuro y apenas podía distinguir el tenue resplandor de una antorcha por en medio de los tablones; pronto se dio cuenta de que estaba en la parte posterior de un carro. Sintió un ajetreo a su lado y volteó para descubrir con alivio que era Blanco. El gran perro saltó en el carro a su lado y lamió su rostro mientras Aidan lo abrazaba.

Aidan respiró agitadamente todavía exaltado por el sueño. Había parecido muy real. ¿Había sido su padre realmente asesinado? Trató de pensar en la última vez que lo vio en el patio real, emboscado y rodeado. Recordó tratar de ayudarle y después ser atrapado por Motley en la oscuridad de la noche. Recordó que Motley lo había puesto en este carro y cómo avanzaban por la callejuelas de Andros para escapar.

Esto explicaba el carro. ¿Pero a dónde habían ido? ¿A dónde lo había llevado Motley?

Una puerta se abrió y una antorcha encendida iluminó la habitación. Aidan finalmente pudo ver en dónde estaba: una pequeña habitación de piedra con techo bajo y arqueado que parecía una pequeña cabaña o taberna. Miró a Motley de pie en la entrada y con su silueta resaltada por la luz.

“Sigue gritando de esa manera y los Pandesianos nos encontrarán,” le advirtió Motley.

Motley se dio la vuelta y regresó a la habitación bien iluminada a la distancia, y Aidan rápidamente se bajó del carro y lo siguió con Blanco a su lado. Mientras Aidan entraba en la brillante habitación, Motley rápidamente cerró la gruesa puerta de roble y la aseguró varias veces.

 

Aidan observó mientras sus ojos se ajustaban a la luz y reconoció varios rostros familiares: los amigos de Motley; los actores, todos los artistas callejeros. Todos estaban aquí escondiéndose y seguros en esta pequeña taberna sin ventanas. Todos los rostros, antes festivos, estaban ahora tristes y sombríos.

“Los Pandesianos están en todas partes,” dijo Motley a Aidan. “Mantén la voz baja.”

Aidan, avergonzado, ni siquiera se había dado cuenta de que estaba gritando.

“Lo siento,” dijo. “Tuve una pesadilla.”

“Todos tenemos pesadillas,” respondió Motley.

“Estamos viviendo en una,” añadió otro actor con el rostro apagado.

“¿En dónde estamos?” preguntó Aidan viéndose confundido.

“En una taberna,” respondió Motley, “en la esquina más lejana de Andros. Seguimos escondiéndonos en la capital. Los Pandesianos patrullan las afueras. Ya han pasado por aquí varias veces, pero no han entrado; y no lo harán mientras guardes silencio. Estamos seguros aquí.”

“Por ahora,” dijo otro de sus amigos con escepticismo.

Aidan, sintiendo una urgencia de ayudar a su padre, trató de recordar.

“Mi padre,” dijo. “¿Está…muerto?”

Motley negó con la cabeza.

“No lo sé. Se lo llevaron. Eso es lo último que supe de él.”

Aidan sintió una oleada de resentimiento.

“¡Tú me alejaste!” dijo con enojo. “No tenías que hacerlo. ¡Le hubiera ayudado!”

Motley se sobó la barbilla.

“¿Y cómo hubieras podido hacer eso?”

Aidan se encogió de hombros tratando de pensar.

“No lo sé,” respondió. “De alguna manera.”

Motley asintió.

“Lo hubieras intentado,” aceptó. “Y ahora también estarías muerto.”

“¿Entonces está muerto?” preguntó Aidan sintiendo que el corazón se le retorcía.

Motley se encogió de hombros.

“No cuando nos fuimos,” dijo Motley. “Ahora no lo sé. Ya no tenemos amigos ni espías en la ciudad; ha sido invadida por los Pandesianos. Todos los hombres de tu padre están encarcelados. Me temo que estamos a la merced de Pandesia.”

Aidan apretó sus puños al pensar en su padre pudriéndose en una celda.

“Debo salvarlo,” declaró Aidan llenándose de un sentido de propósito. “No puedo permitir que siga allí. Debo irme de aquí cuanto antes.”

Aidan se puso de pie y se apresuró hacia la puerta quitando los seguros cuando Motley apareció, se paró a su lado, y puso su pie frente a la puerta antes de que pudiera abrirla.

“Vete ahora,” dijo Motley, “y harás que nos maten a todos.”

Aidan miró a Motley y por primera vez vio una expresión seria en su rostro; entonces supo que tenía razón. Tenía un nuevo sentido de gratitud y respeto por él; después de todo, él había salvado su vida. Aidan siempre se lo agradecería. Pero al mismo tiempo sintió un deseo ardiente de rescatar a su padre y sabía que cada segundo contaba.

“Dijiste que habría otra manera,” dijo Aidan recordándolo. “Que habría otra manera de salvarlo.”

Motley asintió.

“Lo hice,” admitió Motley.

“¿Eran sólo palabras vacías?” preguntó Aidan.

Motley suspiró.

“¿Qué es lo que propones?” preguntó él exasperado. “Tu padre está en el corazón de la capital, en el calabozo real, custodiado por todo el ejército Pandesiano. ¿Debemos tan sólo ir y tocar a la puerta?”

Aidan se quedó de pie tratando de pensar en algo. Sabía que era una tarea de enormes proporciones.

“Debe haber hombres que puedan ayudarnos” dijo Aidan.

“¿Quiénes?” dijo otro de los actores. “Todos esos hombres leales a tu padre fueron capturados junto con él.”

“No todos,” respondió Aidan. “Seguramente algunos de sus hombres no estaban ahí. ¿Y los jefes militares leales a él fuera de la capital?”

“Tal vez.” replicó Motley. “¿Pero dónde están ahora?”

Aidan se desesperó sintiendo como si él estuviera encarcelado en lugar de su padre.

“No podemos sólo sentarnos sin hacer nada,” exclamó Aidan. “Si no me ayuda, iré yo solo. No me importa si muero. No puedo sentarme aquí mientras mi padre está en prisión. Y mis hermanos…” dijo Aidan y empezó a llorar abrumado por las emociones al recordar la muerte de sus dos hermanos.

“Ahora no tengo a nadie,” dijo.

Entonces negó con la cabeza. Recordó a su hermana, Kyra, y rogó con todo lo que tenía que estuviera a salvo. Después de todo, ella era todo lo que le quedaba.

Mientras Aidan lloraba avergonzado, Blanco se acercó y le puso la cabeza junto a su pierna. Escuchó fuertes pisadas atravesando por el crujiente piso de madera y sintió una gruesa mano posándose en su hombro.

Se volteó y miró a Motley observándolo con compasión.

“Falso,” dijo Motley. “Nos tienes a nosotros. Ahora nosotros somos tu familia.”

Motley se dio la vuelta y les hizo una señal a los demás, y Aidan vio a todos los actores y animadores observándolo con seriedad, docenas de ellos, con compasión en sus ojos mientras asentían con la cabeza. Se dio cuenta de que, a pesar de que no eran guerreros, eran personas de bien corazón. Tuvo un nuevo respeto por ellos.

“Gracias,” dijo Aidan. “Pero todos ustedes son actores. Lo que necesito son guerreros. Ustedes no pueden ayudarme a recuperar a mi padre.”

Motley de repente tuvo una mirada en sus ojos, como si hubiera tenido una idea, y sonrió ampliamente.

“Estás muy equivocado, joven Aidan,” respondió.

Aidan pudo ver que los ojos de Motley brillaban y supo que estaba pensando en algo.

“Los guerreros tienen cierta habilidad,” dijo Motley, “pero los artistas tienen sus propias habilidades. Los guerreros pueden ganar por la fuerza; pero los artistas pueden ganar por otros medios incluso más poderosos.”

“No entiendo,” dijo Aidan confundido. “No puedes sacar a mi padre de prisión haciéndolo reír.”

Motley rio fuertemente.

“De hecho,” respondió, “Creo que sí puedo.”

Aidan lo miró con confusión.

“¿A qué te refieres?” le preguntó.

Motley se sobó la barbilla y sus ojos se perdieron claramente pensando en un plan.

“Ahora los guerreros no pueden caminar libremente por la capital; o ir a ningún lugar cerca de la entrada. Pero los artistas no tienen restricciones.”

Aidan estaba confundido.

“¿Por qué dejaría Pandesia que los artistas fueran al corazón de la capital?” preguntó Aidan.

Motley sonrió y negó con la cabeza.

“Aún no sabes cómo funciona el mundo, muchacho,” respondió Motley. “A los guerreros se les permite ir a lugares limitados en tiempos limitados. Pero los artistas pueden ir a cualquier lugar y a cualquier hora. Todos necesitan entretenimiento, los Pandesianos igual que los Escalonianos. Después de todo, un soldado aburrido es un soldado peligroso en cualquier parte del reino, y el estado de orden debe ser mantenido. Los artistas siempre han sido clave en mantener a las tropas felices y en controlar a un ejército.”

Motley sonrió.

“Lo vez, joven Aidan,” dijo, “no son los comandantes los que controlan a los ejércitos, sino nosotros. Simples artistas. Esos de la clase a la que desprecias tanto. Nos elevamos sobre las batallas y cruzamos las líneas enemigas. A nadie le importa la armadura que traiga; sólo les importa lo buenas que sean mis historias. Y tengo unas historias muy finas, muchacho, más que finas que las que nunca escucharás.”

Motley se dirigió a la habitación con voz fuerte:

“¡Vamos a realizar una obra de teatro! ¡Todos nosotros!”

Todos los actores en la habitación de repente se animaron y empezaron a vitorear, levantando sus pies y con la esperanza regresando a sus apagados ojos.

“¡Realizaremos nuestra obra justo en el corazón de la capital! ¡Será la más grande actuación que estos Pandesianos hayan visto! Y más importante, la mayor distracción. Cuando llegue el momento, cuando la ciudad esté en nuestras manos y los cautivemos a todos con nuestra gran presentación, actuaremos. Y encontraremos una manera de liberar a tu padre.”

Los hombres vitorearon y Aidan, por primera vez, sintió alivio en su corazón y una nueva sensación de optimismo.

“¿Realmente crees que funcionará?” preguntó Aidan.

Motley sonrió.

“Chico, cosas más descabelladas,” dijo, “ya han pasado.”

CAPÍTULO OCHO

Duncan trataba de ignorar el dolor mientras entraba y salía del sueño. Estaba de espaldas contra la pared de piedra y los grilletes le cortaban tobillos y muñecas manteniéndolo despierto. Más que nada, deseaba agua. Su garganta estaba tan reseca que no podía tragar, y tan áspera que le dolía el respirar. No podía recordar cuántos días habían pasado desde que había tenido un trago, y se sentía tan débil por el hambre que apenas podía moverse. Sabía que se estaba desgastando aquí abajo y que si el verdugo no venía por él pronto, el hambre lo acabaría.

Duncan perdía el conocimiento por ratos al igual que los otros días, y el dolor era tan constante que ya casi se había convertido en parte de él. Tuvo algunas visiones de su juventud, de momentos que había pasado en campo abierto, en campos de entrenamiento y en la batalla. Tenía memorias de sus primeras batallas, cuando Escalon era libre y floreciente. Pero estas siempre se veían interrumpidas por los rostros de sus dos hijos muertos elevándose frente a él y persiguiéndolo. Estaba destrozado por la agonía y, sacudiendo la cabeza, trató sin lograrlo de despejar su mente.

Duncan pensó en el hijo que le quedaba, Aidan, y desesperadamente deseó que estuviera seguro en Volis y que los Pandesianos no hubieran llegado ahí todavía. Su mente entonces se enfocó en Kyra. La recordó como una niña joven y recordó el orgullo que había sentido al criarla. Pensó en su viaje a través de Escalon y se preguntaba si habría llegado a Ur, si había conocido a su tío y si ahora estaba segura. Ella era parte de él, la única parte de él que importaba ahora, y su seguridad importaba más que el que él siguiera con vida. ¿Volvería a verla otra vez? se preguntaba. Deseaba verla, pero también deseaba que se mantuviera lejos de ese lugar y en seguridad.

La puerta de la celda se abrió repentinamente y Duncan observó sorprendido en medio de la oscuridad. Botas se acercaron en la oscuridad y, mientras escuchaba la marcha, Duncan supo que no eran las botas de Enis. Su oído se había vuelto más agudo en la oscuridad.

Mientras el soldado se acercaba, Duncan pensó que venía a torturarlo o matarlo. Duncan estaba listo. Podían hacer con él lo que desearan; pues en el interior ya estaba muerto.

Duncan abrió sus pesados ojos y miró hacia arriba con toda la dignidad que pudo recobrar para ver quién se acercaba. Se impactó al ver el rostro del hombre al que odiaba más: Bant de Barris. El traidor. El hombre que había matado a sus dos hijos.

Duncan lo miró con recelo mientras Bant se acercaba con una sonrisa de satisfacción en su rostro y se arrodillaba frente a él. Se preguntaba con qué motivo había venido esta criatura.

“¿Qué pasó con todo tu poder, Duncan?” preguntó Bant a un pie de distancia. Se quedó ahí con las manos en las caderas, bajo y fornido, con sus labios estrechos, ojos pequeños y brillantes y con el rostro marcado por la viruela.

Duncan trató de lanzarse sobre él deseando destrozarlo; pero sus cadenas lo detuvieron.

“Pagarás por mis muchachos,” dijo Duncan ahogándose, con la garganta tan seca que no pudo decirlo con la rabia que deseaba.

Bant rio con un sonido corto y crudo.

“¿A sí?” se burló. “Tú tendrás tu último aliento aquí abajo. Yo maté a tus hijos y puedo matarte a ti también si lo deseo. Ahora tengo el respaldo de Pandesia después de mi muestra de lealtad. Pero no te mataré. Eso sería muy amable. Mejor ver cómo te desgastas.”

Duncan sintió una rabia fría creciendo dentro de él.

“¿Entonces a qué has venido?”

Bant oscureció.

“Puedo venir por cualquier razón que desee,” se rio, “o sin razón alguna. Puedo venir simplemente a mirarte, a burlarme, a ver los frutos de mi victoria.”

Suspiró.

“Y sin embargo, sí tengo una razón para visitarte. Hay algo que deseo de ti. Y hay una cosa que te puedo dar.”

Duncan lo miró con escepticismo.

“Tu libertad,” Bant añadió.

Duncan lo observó con confusión.

“¿Y por qué harías eso?” le preguntó.

Bant suspiró.

“Como verás, Duncan,” le dijo, “tú y yo no somos tan diferentes. Ambos somos guerreros. De hecho, tú eres un hombre al que siempre he respetado. Tus hijos merecían morir, eran fanfarrones imprudentes. Pero a ti,” dijo, “siempre te he respetado. Tú no deberías estar aquí.”

Se detuvo a examinarlo.

“Entonces esto es lo que haré,” continuó. “Confesarás públicamente tus crímenes contra nuestra nación y exhortaras a los habitantes de Andros a que cedan a la gobernación Pandesiana. Si lo haces, entonces haré que Pandesia te deje libre.”

 

Duncan se quedó inmóvil, tan furioso que no supo qué decir.

“¿Así que ahora eres un títere para los Pandesianos?” Duncan le preguntó finalmente, furioso. “¿Tratas de impresionarlos, de mostrarles que puedes controlarme?”

Bant se burló.

“Hazlo, Duncan,” respondió. “Aquí abajo no le sirves a nadie, y mucho menos a ti. Dile al Supremo Ra lo que quiere oír, confiesa lo que has hecho y trae paz a esta ciudad. Nuestra capital ahora necesita paz y tú eres el único que puede lograrlo.”

Duncan respiró profundo varias veces hasta que tuvo la fuerza para hablar.

“Nunca,” respondió.

Bant enfureció.

“Ni por mi libertad,” Duncan continuó, “ni por mi vida, ni por ninguna otra cosa.”

Duncan lo miró, sonriendo con satisfacción al ver que Bant enrojecía, hasta que finalmente añadió: “Pero ten la seguridad de algo: si llego a escapar de aquí, mi espada encontrará un lugar en tu corazón.”

Después de un largo y aturdidor silencio, Bant se levantó, frunció el ceño, volteó hacia Duncan y negó la cabeza.

“Hazme un favor y vive unos cuantos días más,” dijo, “para que pueda estar aquí y ver tu ejecución.”

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