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Capítulo V
Don Quijote regresa a su aldea
En esta situación se encontraba cuando pasó por allí un labrador de su mismo pueblo y vecino suyo, que viéndolo tirado en el suelo paró a ayudarlo. El labrador le descubrió la cara, se la limpió, que la tenía cubierta de polvo, y al reconocerlo le dijo:
–Señor Quijana ―que así se debía de llamar él antes de perder el juicio31 y hacerse caballero andante―, ¿quién ha puesto a vuestra merced de este modo?
Pero él seguía en sus pensamientos y no contestó nada. El labrador lo levantó del suelo y lo subió sobre su asno. Recogió las armas, las puso sobre Rocinante y se dirigió hacia su pueblo. En el camino, don Quijote llamaba al labrador Rodrigo de Narváez o Marqués de Mantua, confundiéndolo con estos personajes de los libros que había leído, y él mismo decía ser unas veces Valdovinos, y otras, Abindarráez.
Al oír estas locuras, dijo el labrador:
–Mire, señor, que yo no soy don Rodrigo de Narváez ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso, su vecino; ni vuestra merced es Valdovinos ni Abindarráez, sino el honrado señor Quijana.
–Yo sé quién soy ―respondió don Quijote― y sé que puedo ser no solo los que he dicho sino los doce Pares de Francia32, pues todas sus hazañas las puedo yo superar.
Llegaron al pueblo cuando ya anochecía y entraron en la casa de don Quijote, donde se encontraban el cura, Pero Pérez, y el barbero, maese33 Nicolás, que eran buenos amigos de don Quijote.
Los dos, junto con la sobrina y el ama, discutían sobre la ausencia de su amo y sus malas lecturas, que le habían hecho perder el juicio.
–Hace tres días que no aparecen ni él, ni el rocín, ni la lanza, ni las armas ―decía el ama―. La verdad es que la culpa es de esos libros de caballerías que él tiene y suele leer. Ellos le han quitado el juicio. Ahora recuerdo haberle oído decir muchas veces que quería hacerse caballero andante e irse a buscar aventuras por esos mundos.
La sobrina decía lo mismo:
–Sepa, señor barbero, que muchas veces mi tío leía esos libros durante días enteros, y cuando dejaba el libro, cogía la espada, se ponía a pelear con las paredes y decía que había matado a cuatro gigantes o más. Pero yo tengo la culpa de todo, porque no avisé a vuestras mercedes de los disparates de mi tío, para que le quitaran y quemaran todos esos libros.
–Esto digo yo también ―dijo el cura―, y mañana mismo los echaremos al fuego, para que no den la oportunidad a otro de caer en la locura de nuestro buen amigo.
Todo esto estaban oyendo el labrador y don Quijote. El labrador comprendió así la enfermedad de su vecino y comenzó a decir a voces:
–Abran vuestras mercedes al señor Valdovinos y al señor Marqués de Mantua, que viene malherido, y al señor Abindarráez, a quien trae preso el valeroso Rodrigo de Narváez.
A oír las voces salieron todos y se fueron a abrazar a don Quijote, pero él dijo:
–Deteneos, que vengo malherido por culpa mi caballo. Llevadme a mi cuarto y llamad, si posible, a la sabia Urganda34 que cure mis heridas.
–Suba, vuestra merced ―dijo el ama―, que, aunque no esté esa señora, aquí le sabremos curar.
Lo llevaron a la cama y él pidió que le dieran de comer y le dejaran dormir, que era lo que más le importaba.
Capítulo VI
El cura y el barbero queman los libros de don Quijote
Al día siguiente, don Quijote todavía dormía cuando llegaron el cura y el barbero. Pidieron a la sobrina las llaves de la habitación donde estaban los libros, y ella se las dio de muy buena gana. Entraron todos en la habitación, y el ama con ellos. Encontraron más de cien libros grandes y otros pequeños.
En cuanto el ama los vio, tuvo miedo de que en la habitación hubiera algún encantador35 de los muchos que había en esos libros y les hiciera daño también a ellos.
El cura se rió de la simplicidad del ama, y mandó al barbero que le diera aquellos libros uno por uno, para ver de qué trataban, pues podía ser que algunos de ellos no merecieran terminar en el fuego.
–No ―dijo la sobrina―, no hay por qué salvar ninguno, porque todos han sido los causantes de la locura de mi tío. Mejor será tirarlos por la ventana al corral del patio y luego quemarlos.
Lo mismo dijo el ama, pero el cura quiso, por lo menos, leer antes los títulos. Y el primero que el barbero le dio en las manos fue Amadís de Gaula, y dijo el cura:
–Según he oído, este libro fue el primero de caballerías que se imprimió en España. Y así, me parece que, por ser el principio y origen de todos los demás libros, lo debemos echar al fuego sin excusa alguna.
–No, señor ―dijo el barbero―, que también he oído decir que es el mejor de todos los libros de caballerías, y por eso se debe salvar.
–Es verdad ―dijo el cura―. Veamos ese otro que está junto a él.
–Es las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula —dijo el barbero.
–Pues ―dijo el cura― no le ha de valer al hijo la bondad del padre. Tome, señora ama, abra esa ventana y échelo al corral para quemarlo.
Y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama que tomara todos los libros grandes y los tirara al corral. Ella, que tenía muchas ganas de quemarlos, tomando ocho de una vez los arrojaba por la ventana. Al coger muchos juntos, se le cayó uno a los pies del barbero y este lo recogió para ver de quién era. Leyó el título: Historia del famoso caballero Tirante el Blanco.
¡Válgame Dios! ―exclamó el cura―. Tirante el Blanco es, por su estilo, el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros y duermen y mueren en sus camas, como lo hacemos todos. Lléveselo a su casa y lea las aventuras del valeroso caballero de Montalbán y los amores y mentiras de la viuda Reposada; verá que es muy divertido y que es verdad lo que os he dicho.
–Así será ―respondió el barbero―, pero ¿qué haremos de estos pequeños libros que quedan?
–Estos ―dijo el cura― no deben de ser de caballerías sino de poesía, y no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen ni harán el daño que han hecho los de caballerías.
–¡Ay, señor! ―dijo la sobrina―. Bien los puede vuestra merced mandar quemar como los demás, porque sería peor que al leerlos mi tío quisiera hacerse poeta, que es enfermedad incurable.
–Esta doncella dice la verdad ―dijo el cura―, y será bueno quitarle a nuestro amigo la ocasión de enfermar otra vez. Pero ¿qué libro es ese?
–La Galatea36, de Miguel de Cervantes ―dijo el barbero.
–Hace muchos años que es gran amigo mío ese Cervantes ―dijo el cura―. Su libro tiene algo de buena invención; propone algo pero no llega a ninguna conclusión: es necesario esperar la segunda parte que promete. Entretanto, guárdelo usted en su casa.
–Con gusto lo haré ―respondió el barbero―. Y aquí vienen tres, todos juntos: La Araucana, La Austríada y El Monserrato.
–Todos ellos ―dijo el cura― son los mejores libros de aventuras en verso escritos en lengua castellana, y pueden competir con los más famosos de Italia. Hay que guardarlos.
Capítulo VII
La segunda salida de don Quijote
Mientras el cura y el barbero discutían sobre los títulos de los libros de caballería que debían ser quemados, oyeron a don Quijote decir a grandes voces:
–Aquí, aquí, valerosos caballeros; aquí debéis mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos.
El cura y el barbero fueron a ver qué le pasaba. Cuando llegaron, don Quijote ya estaba levantado de la cama y continuaba con sus voces, dando cuchilladas37 a todas partes como si peleara con alguien. Lo agarraron y se lo llevaron de nuevo a la cama. Le dieron de comer y se quedó otra vez dormido.
El cura y el barbero pensaron en tapiar el cuarto donde estaban los libros de caballerías para que su amigo no los volviera a ver. Le dirían que un encantador se los había llevado. Y así se hizo.
Dos días después se levantó don Quijote, y lo primero que hizo fue ir a ver sus libros. Como no hallaba el cuarto, preguntó al ama por él, y ella, que ya sabía lo que tenía que responder, le dijo:
–¿Qué cuarto busca vuestra merced? Ya no hay cuarto ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo.
–No era diablo ―dijo la sobrina―, sino un encantador que vino una noche sobre una nube, entró en el cuarto y no sé lo que hizo dentro, que al poco tiempo salió volando por el tejado y dejó la casa llena de humo. Cuando se fue, vimos que no había ya ni cuarto ni libros. Y mientras el encantador se iba volando, decía en voz alta que había hecho aquel daño por enemistad secreta con el dueño de aquellos libros y que se llamaba el sabio Muñatón.
–Frestón diría ―dijo don Quijote.
–No sé ―respondió el ama― si se llamaba Frestón o Fritón38, solamente sé que su nombre acababa en tón.
–Así es ―dijo don Quijote―, ese es un sabio encantador, gran enemigo mío, pues sabe que más adelante tendré que pelear con un caballero a quien él protege y le venceré sin que él lo pueda impredir. Por eso intenta hacerme todo el daño que puede.
–¿Y no será mejor quedarse tranquilo en su casa y no irse por el mundo a buscar aventuras? ―dijo la sobrina―. Mire usted que no siempre se consigue lo que se quiere.
No quisieron las dos insistir más, porque vieron que su enfado iba en aumento.
Y así estuvo don Quijote quince días en casa muy tranquilo, sin dar muestras de querer seguir sus primeras locuras.
En ese tiempo fue a ver don Quijote a un labrador vecino suyo, hombre honrado aunque pobre, pero de muy poca sal en la mollera39. Tanto le dijo y tanto le prometió, que el hombre decidió irse con él y servirle de escudero. Don Quijote le decía que podía ganar alguna ínsula40 y dejarlo a él como gobernador. Con estas promesas, Sancho Panza, que así se llamaba el labrador, dejó a su mujer e hijos y se convirtió en escudero de su vecino.
Don Quijote ordenó a Sancho que llevara algún dinero y, sobre todo, que no olvidara las alforjas41. Dijo Sancho que las llevaría y que pensaba llevar también un asno muy bueno que tenía, porque no estaba acostumbrado a andar a pie. Cuando todo estuvo preparado, sin despedirse Sancho de sus hijos y mujer, ni don Quijote de su ama y sobrina, una noche salieron del lugar sin que nadie los viera.
Iba Sancho Panza sobre su asno, con sus alforjas y su bota de vino42, con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula prometida. Así se lo dijo a su amo:
–Mire, señor caballero andante, que no se le olvide lo de la ínsula, que yo la sabré gobernar aunque sea muy grande.
A esto respondió don Quijote:
–Has de saber, amigo Sancho Panza, que fue costumbre de los caballeros andantes hacer gobernadores a sus escuderos de las ínsulas o reinos que iban ganando, y yo pienso seguir esta costumbre. Y bien podría ser que antes de seis días ganase yo un reino y fueses coronado rey de él.
–De esa manera ―respondió Sancho Panza―, si yo fuera rey por algún milagro de los que vuestra merced dice, Juana Gutiérrez, mi mujer, sería reina, y mis hijos, infantes.
–Pues ¿quién lo duda? ―contestó don Quijote.
–Yo lo dudo ―dijo Sancho―, porque no vale mi mujer para reina; condesa será mejor.
–Pídelo tú a Dios ―dijo don Quijote―, que él le dará lo que le venga mejor.
Capítulo VIII
La aventura de los molinos de viento
Iban caminando cuando descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y cuando don Quijote los vio, dijo a su escudero:
–La suerte va guiando nuestras cosas mejor de lo que pensábamos; porque mira allí, amigo Sancho Panza, donde se ven treinta, o pocos más, inmensos gigantes. Pienso pelear con ellos y quitarles a todos las vidas, y con el botín43 que ganemos comenzaremos a enriquecernos.
–¿Qué gigantes? ―dijo Sancho Panza.
–Aquellos que allí ves ―respondió su amo― de los brazos largos, que miden algunos casi dos leguas44.
–Mire, vuestra merced ―respondió Sancho―, que aquellos no son gigantes sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas45, que se mueven por el viento.
–Bien parece ―respondió don Quijote― que no estás enterado en esto de las aventuras: ellos son gigantes; y si tienes miedo, quítate de ahí y reza mientras voy yo a entrar en fiera y desigual batalla.
Y diciendo esto, se lanzó con su caballo Rocinante diciendo:
–No huyáis, cobardes, que un solo caballero os ataca.
Entonces se levantó un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse. Al verlo dijo don Quijote:
–Aunque mováis todos los brazos del mundo me lo vais a pagar46.
Luego, con la lanza en la mano, puso a todo galope a Rocinante y atacó el primer molino que estaba delante. Dio un gran golpe con la lanza en el aspa, pero el viento hizo girar el aspa con tanta fuerza que rompió la lanza, arrojando lejos al caballo y al caballero, que fue rodando malherido por el campo. Acudió Sancho a socorrerlo y vio que no se podía mover; tal fue el golpe que había recibido.
–¡Válgame Dios! ―dijo Sancho―. ¿No le dije yo a vuestra merced que tuviera cuidado con lo que hacía, que eran molinos de viento?
–Calla, amigo Sancho ―respondió don Qiujote―, que las cosas de la guerra cambian continuamente. Más aún, yo pienso que aquel sabio Frestón que me robó los libros ha convertido estos gigantes en molinos, para quitarme la fama de su derrota. Pero poco podrá su maldad contra la bondad de mi espada.
–Dios quiera que así sea ―respondió Sancho Panza.
Le ayudó Sancho a levantarse y a subir sobre Rocinante y siguieron camino.
Después de caminar un buen trecho, Sancho dijo que era hora de comer. Su amo le respondió que comiera lo que quisiera, que él no tenía necesidad. Con su permiso, Sancho se puso cómodo en su asno e iba caminando y comiendo detrás de su amo y, de cuando en cuando, empinaba47 la bota con mucho gusto.
La noche la pasaron entre unos árboles; don Quijote pensando en su señora Dulcinea, para hacer lo que había leído en sus libros, y Sancho Panza durmiendo sin parar.