Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro

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Sabor al amor prohibido. Crónicas del Siglo de Oro
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© Marina Armenteiro, 2019

ISBN 978-5-4493-8058-6

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Prólogo

En la obra que se ofrece a mis lectores, se cruzan dos contextos semánticos:

el romántico y el històrico.

El aspecto romántico muestra la vida y el amor entre los protagonistas, Marisol y Rodrigo, cura católico, ambos procedentes de nobles abolengos, y su lucha por el derecho de ser felices.

Debido a muchos prejuicios sociales y dogmas de la iglesia, su amor resulta imposible en su propia patria, por eso los enamorados tienen que escapar de España y buscar su cobijo en América; sin embargo en el extranjero la vida tampoco les resulta fácil.

Tienen que acomodarse a la existencia en una tierra salvaje, sin los bienes de la civilización a los que están acostumbrados, encontrándose con envidiosos y enemigos que quieren destruir su familia; además los dos buscan un rinconcito agradable en el nuevo continente donde pudieran establecerse y hallar su felicidad, superando numerosos apuros y pasando por varias pruebas.

La trama histórica descubre la vida en España a principios del siglo XVI, o sea Siglo de Oro. Terminada la Reconquista y habiendo sido expulsados definitivamente los musulmanes, el país queda unido bajo el poder de los Reyes Católicos. Sin embargo la consolidación y prosperidad posterior de la nación, se verá acompañada por el reforzamiento de la inquisición, que perseguirá a sus adversarios sin piedad. Es precisamente por esa razón, por la que mucha gente buscó posibilidades para escapar del país dirigiéndose al Nuevo Mundo, descubierto por Cristóbal Colón a finales del siglo XV.

La llegada del Siglo de Oro, a la vez implica una estratificación entre los nobles, llevando a la pobreza a una parte de estos, convirtiéndolos en hidalgos o caballeros andantes sin propiedad alguna. Algunas de estas personas también se convierten en aventureros, que se precipitan hacia el nuevo continente buscando aventuras y lucro.

La colonización española de América es otro tema importante de este libro, que ilumina el desarrollo de nuevos territorios por los emigrantes, y la vida de los nativos de América.

Cada ser humano debe cumplir en su vida tres metas principales: hacerse tal como lo concibió Dios, realizando su destino, encontrar a su media de naranja y unirse a ella, hallar su tierra prometida y acondicionarla.

Los protagonistas del libro, paso a paso, a veces inconscientemente, van logrando estos fines principales, defendiendo su amor y su familia, buscando la razón de la vida y hallando su felicidad.

Parte I. España

Capítulo 1

España, Madrid, año 1513

En la casa grande de Doña Encarnación de la Fuente reinaba un alboroto. Todos los sirvientes se dedicaban a la limpieza y preparaban un agasajo. Aquel día todos estaban esperando la llegada de María Soledad, hija mayor de Doña Encarnación, que acababa de terminar sus estudios en el monasterio de carmelitas, en la ciudad de León.

El esposo de Doña Encarnación, Juan Manuel Echevería Méndez, había fallecido hacía unos años, despuès de una enfermedad grave, dejando a la viuda con cuatro hijos. Su hijo mayor, Juan Roberto – todos le llamaban simplemente “Roberto” – ya había cumplido veinte años. El muchaho estaba en el servicio en la corte real.

María Soledad era la segunda hija de los esposos. Ella había ingresado en el monasterio a los nueve años, y en aquel momento ya tenia catorce. Su hermana menor que se llamaba Isabel, estaba estudiando en el mismo monasterio, y el hijo menor, Jorge Miguel, aún tenía siete años.

Doña Encarnación amaba a su esposo y por eso sufría mucho tras su fallecimiento. Su familia era considerada una muy unida y buena familia, y la mujer ni siquiera pensaba en volver a casarse, optó por quedarse fiel a su difunto esposo, dedicándose a la educación de sus hijos.

El esposo de doña Encarnación no era un hombre rico, pero sus padres habían dado el consentimiento para su matrimonio, al conocer que este procedía de un abolengo antiguo y noble, y percatarse además de que quería mucho a su novia. Después del enlace, los esposos habían vivido en amor y compañía durante muchos años.

Doña Encarnación heredó de su padres un gran legado. Su madre aún estaba viva y de vez en cuando visitaba a su hija y sus nietos.

Doña Encarnación se encontraba muy agitada mientras se preparaba para recibir a su hija. Antes de este día la visitó varias veces en el monasterio, y por fin María Soledad estaba a punto de volver a la casa de sus padres. Ya era tiempo para buscarle un novio decente, pero la madre de la chica aún no quería apurarse con eso.

Doña Encarnación se puso su vestido preferido beige de seda. Era una mujer bastante corpulenta, llena de carne y algo mandona por su carácter. Su difunto esposo, contrariamente, siempre había sido un hombre delgado y de muy poco genio.

Roberto, el hijo mayor de los esposos, tenía el carácter de su madre. María Soledad, en apariencia, estaba muy padecida a su padre, pero tenía un carácter distinto y muy especial.

Pronto se dejó oír el ruido de los cascos de caballos, y la dueña de la casa vio un coche que estaba acercándose a la entrada. Hacía unos días había mandado a su hijo mayor, caballero de Su Majestad, al cochero y a una sirvienta a León, a por su hija, y por fin todos volvían con María Soledad. El camino por donde habían ido, estaba muy bien vigilado por los caballeros del rey – a diferencia de otros por donde campaban por sus respetos bandoleros e hidalgos mendigos – por eso Doña Encarnación estaba tranquila.

– Ya han llegado, están aquí! – gritó la criada, acercándose corriendo a la puerta. Doña Encarnación, acompañada por su hijo menor, salió a la calle. Desde el coche se bajaron sus hijos: Roberto con María Soledad, con aspecto de chica muy frágil, vestida aún con la ropa del monasterio, morena, de pelo suave, piel de una blancura deslumbrante y grandes ojos pardos. Su hermano era un hombre de estatura media, muy fuerte, moreno, de pelo denso y bastante simpático.

– Hola mi querida madre, hermanito, ¡no saben cuánto les echaba de menos a todos! – exclamó la chica, y enseguida se encontró en los brazos fuertes de Doña Encarnación que hasta se echó a llorar de alegría.

– Hola, Marisol, mi hijita querida, ¡que bien que hayas vuelto, ahora ya siempre vivirás con nosotros! – dijo, besando a la chica. Marisol abrazó a su madre y hermano menor.

Después todos entraron en la casa muy alegres, cruzándose palabras y hablando sin parar. Y los rodearon los sirvientes que también estaban muy felices por la llegada de la señorita.

– Luisa, lleva el equipaje de Marisol a su habitación y prepárale la bañera, pues tiene que lavarse despuès del camino, – mandó Doña Encarnación a la criada.

– La bañera ya ha sido preparada, – contestó esta cogiendo las cosas de Marisol.

Doña Encarnación acompañó a su hija hasta su habitación.

– Cámbiate de ropa y lávate, mi niña, – le dijo cariñosamente, – descansa un poco, te estamos esperando en el comedor.

Al cabo de una media hora, Marisol, después de tomar el baño y cambiarse de ropa, poniéndose un vestido azul que le iba mucho, fue al comedor oscuro donde ya había comenzado la comida. La mesa estaba cubierta con un mantel blanco, y sobre ella se encontraban platos tradicionales madrileños: asado de cordero, pollo al horno, cocido, pescado, hortalizas, pan y el vino joven. Para la comida habían sido invitadas la abuela de Marisol, Doña María Isabel, y sus tías maternas.

– Bueno, Marisol, cuéntanos tu vida en el monasterio – le solicitaban los huéspedes a la chica, disfrutando de la comida.

Pero la chica no tenía mucho que contar. Una disciplina severa, madrugones, oraciones, clases, tareas de casa, exámenes, comida escasa, monjas duras que la habían castigado por cualquier desliz. Así que la señorita sentía un gran alivio al saber que todo esto había terminado, y por fin podía disfrutar de una vida libre en la casa de su madre.

Sin embargo comentó que tenía ganas de cantar en un coro de iglesia. Era amante de la música, sabía tocar el laúd y ya había cantado en el coro del monasterio durante su tiempo de estudios.

Doña Encarnación consintió. Estaba muy alegre y se sentía orgullosa por su hija. Marisol había finalizado con éxito sus estudios y había sido una estudiante muy dócil y aplicada.

Su madre les quería dar una buena educación y enseñanza a todos sus hijos, y en aquel momento estaba muy feliz por los éxitos de sus hijos mayores, Roberto, caballero de Su Majestad, y Marisol, su hija preferida.

Capítulo 2

Al cabo de unos días Marisol decidió visitar a su amiga con quien había compartido sus estudios en el monasterio de las carmelitas. Elena Rodríguez Guanatosig – así se llamaba su amiga – vivía cerca, en la calle Flores, en una casa pequeña. La madre de Elena murió despuès del parto, y la chica fue educada por su abuela, Doña Luisa, y sus tías, hermanas solteras de su padre, este era un funcionario en el Ayuntamiento, que trabajaba en los asuntos de administración de la ciudad.

Su familia no era rica. Elena era la hija menor y tenía dos hermanos mayores. Uno de ellos hacía unos años se había marchado a las colonias, buscando aventuras, y el otro, Enrique, estaba en el servicio militar en el Sur de España, donde aún estaban arreglando todos los asuntos legales después de la expulsión de los musulmanes.

– ¡Te he echado de menos, Marisol! – exclamó Elena, al ver a su amiga en su casa. – ¿Seguiremos siendo amigas, como antes, no?

 

– Por supuesto, querida Elena – contestó Marisol – yo también te extrañaba, ya que hemos pasado juntas todos estos años en el monasterio. Mi madre y mi abuela no me dejan salir de la casa, dicen que no está bien que una señorita salga sola, ¿vamos a pasear juntas?

– De acuerdo, amiga, pero ¿que piensas hacer?

– Mi mamá quiere que yo me vaya a nuestra hacienda en el Sur, ¿no quieres acompañarme?

– ¡Con mucho gusto iré, pero si me dejan mis familiares! A propósito, allí está en el servicio militar mi hermano Enrique, ¡tal vez, podamos encontrarle!

Las chicas pidieron permiso a la abuela de Elena para que les dejara pasear por la ciudad, pero Doña Luisa mandó que salieran en el coche, bajo la vigilancia del cochero. Las chicas se acomodaron en los asientos y los caballos echaron a galopar por el pavimento adoquinado de la ciudad.

En aquella época Madrid aún no era la capital de España y parecía una ordinaria ciudad de provincias, sin embargo la corte real no estaba lejos. Allí, en la ciudad de Toledo, estaba en el servicio militar el hermano mayor de Marisol, que era un caballero de Su Majestad el Rey.

Por ser menor de edad el sucesor al trono, Carlos I, nieto de Isabel y Fernando, pareja estelar, ya fallecida, el estado estaba gobernado por un regente.

Las muchachas se alegraban paseando en el coche por sus calles, después de muchos años de encierro en el monasterio. Los cascos de los caballos trotaban por el pavimento arrastrando el coche. Los ciudadanos de a pie y caballeros, sobre todo los jóvenes, no dejaban de prestarles atención a las señoritas. Las amigas iban alborotando y riéndose con regocijo, mientras el cochero intentaba regañarlas explicándoles que no era decente para las chicas jóvenes portarse así.

– ¡Vaya! Por aquí, igual que en el monasterio, no hay ninguna libertad – se lamentó Elena.

– Bueno, amiga, nos vamos al Sur, a nuestra finca, ¡creo que allí no nos van a sobreproteger de la misma manera que en Madrid! – se rió Marisol.

Pronto se encontraron en una de las plazas de la ciudad, donde se realizaban ejecuciones, y Elena contó que hacía unos días por aquí habían sido quemados herejes.

– ¿Quienes son los herejes? – le preguntó Marisol.

– No lo sé exactamente, mi abuela dice que estas personas no reconocen la Escritura Sagrada y se oponen al Papa.

– ¿Acaso es un motivo para quemar a la gente? – se sorprendió Marisol.

En respuesta Elena solo se encogió de hombros.

Se acercaron al lugar. En la plaza estaban preparando leñas para un nuevo fuego.

– Mañana volveràn a quemar a alguien – advirtió Elena.

Marisol se sintió mal.

– Vámonos de aquí lo más pronto posible – le dijo al cochero.

El humor fue estropeado, y en el alma de la chica se quedó un regusto amargo.

– Se me quitaron las ganas de pasear – le dijo a su amiga.

***

Al cabo de unos días las impresiones hoscas producidas por el paseo, se desvanecieron, y las dos amigas, acompañadas por la abuela de Marisol, Doña María Isabel, dejaron Madrid dirigiéndose al sur del país, a Andalucía, en donde se encontraba un gran latifundio, que era patrimonio de la familia de la Fuente. El dominio se encontraba cerca de Córdoba.

La finca fue donada a los antepasados de Doña Encarnación por el rey, aún en el siglo XIII, después de la expulsión de los musulmanes desde Córdoba. Los nuevos dueños durante casi dos siglos, con mucho afán, habían estado acondicionando el dominio, previa residencia mauritana que había pertenecido a un consejero del emir de Córdoba.

El padre de Marisol pasaba mucho tiempo en la finca de su esposa, reconstruyendo lo que era una casa antigua, pero no pudo terminar el trabajo, al fallecer de impróviso por causa del agravamiento de una enfermedad.

Ya empezó el verano. Tras la semana, después de un viaje fatigoso por la tierra de Castilla y Andalucía, pedregosa y quemada por el sol, las viajeras llegaron por fin al lugar de destino, y ante su vista apareció una casa grande y silenciosa de estilo mauritano.

La finca se encontraba en la provincia de Córdoba, a una hora de viaje de la ciudad. El muro exterior de la casa era casi ciego, según la costumbre oriental, sólo había ventanillas encima de la puerta; pero detrás de la casa había un patio prolongado por un gran jardín, también rodeado por una muralla de piedra.

En el patio se encontraba una fuente hermosa, alrededor de ella crecían granados y flores. En el jardín también había otras fuentes y glorietas, y además allí había una alberca, donde los habitantes de la casa podían bañarse en los días calurosos del verano.

En ausencia de los dueños, la casa estaba bajo la vigilancia de un administrador Don José, y su esposa. También había un jardinero, Don Eusebio. A cargo de ellos estaban los campesinos que trabajaban en la finca cuidando las plantas, cítricos, granados y viñas, cosechando las frutas que se mandaban al mercado, abasteciendo así una renta complementaria para la familia Echevería de la Fuente.

Las chicas parloteaban y alborotaban con regocijo recorriendo la casa, mientras la abuela María Isabel intentaba persuadirlas; en cambio el administrador estaba muy contento ya que en la monotonía aburrida de su vida irrumpieron estas dos muchachas tan jóvenes, alegres y encantadoras, así que con mucho gusto les enseñó la casa y el jardín.

Las chicas cansadas y fatigadas por el calor, enseguida se dirigieron a la alberca para bañarse, a pesar del disgusto de Doña María Isabel.

Después de la comida muy abundante, era de costumbre hacer la siesta y las chicas se alejaron a sus dormitorios para descansar. Por la tarde el administrador prometió llevarlas a Córdoba para enseñarles la ciudad.

Después de que todos los recién llegados durmieran bien y tomaran té fresco con menta, las chicas comenzaron a escoger vestidos para la salida a la ciudad; se reían con regocijo, probándoselos y mostrando una a otra sus ropajes, mientras Doña María Isabel las vigilaba y no las dejaba vestirse muy llamativamente.

– Nada ganáis con pareceros a las mujeres de vida ligera, – les dijo con seriedad, – recordad que procedéis de los abolengos nobles y tenéis que portaros con dignidad.

Al fin Marisol eligió un vestido gris que le iba bien y Elena uno de color rosa claro; completaron su vestuario con sombreros elegantes y se sentaron en el coche, enganchado por un par de caballos. Su abuela durante unos minutos dio indicaciones a Don José López, para que no dejara escapar a las chicas del coche y observara que se portaran bien, sin que atrajeran miradas de personas curiosas. El coche se puso en marcha.

Los caballos estaban galopando alegremente por la estrada, y al cabo de una hora se habían acercado ya a Córdoba. Las chicas se quedaron fascinadas por una imagen imponente del legado musulmán. Un muro ciego encerraba la ciudad, pero en aquel momento las puertas estaban abiertas. Todos los enemigos de España ya habían sido derrotados, y tan sólo unos pocos bandoleros errantes amenazaban a la ciudad.

Grandes torres de guardia se alzaban a los lados de la puerta maciza de la ciudad. Córdoba estaba cubierta de jardines, que se habían iniciado justo detrás de sus callejuelas estrechas, a donde daban las fachadas ciegas de las casas. Los ciudadanos decidieron introducir una variedad en estos muros tristones, y para adornarlos colgaban en los frentes de sus casas macetas de hermosas flores.

Era un aspecto hermoso, sin embargo el coche no pudo entrar estas calles estrechas, y aunque las chicas quisieron salir para mirar a corta distancia la esplendidez de las flores, Don José fue inflexible.

El coche prosiguió al centro de la ciudad donde se encontraba el Alcázar, que fue previamente residencia del emir, pero en aquel momento en el edificio se había instalado el Tribunal Supremo de la Iglesia o sea la Inquisición. Cerca estaba también la Mezquita que había sido remodelada y reconvertida en una Catedral cristiana.

Entraron en la Plaza Mayor, Don José detalladamente relataba a las chicas historias y anécdotas sobre los musulmanes, previos habitantes de la ciudad, y de las tradiciones y hábitos de los ciudadanos modernos.

Al pasar por el centro de la ciudad se dirigieron al muelle del río Guadalquivir, donde se veían ruinas de un antiguo puente romano. Allí paseaba mucha gente, y Don José dejó a las chicas salir del coche y caminar un poco. Las amigas aprovecharon esa oportunidad con mucha alegría, mientras su guardián mantenía los ojos puestos en ellas.

Por el muelle aparatoso deambulaba mucha gente, aunque la mayoría de ellos no parecían ser de abolengos nobles. Cerca se encontraban jineteando con sus caballos, unos caballeros de Su Majestad. Las chicas no apartaron los ojos de los muchachos arrogantes, y de improviso, un joven del grupo de caballeros, al verlas, exclamó:

– ¡Elena, hermanita mía!

Hacia las chicas se acercó en su caballo un esbelto jinete. El muchacho se desmontó sin soltar las bridas e hizo una reverencia.

– ¡Enrique, hermano mío! – le contesto Elena, abrazando al muchacho – ¡qué alegría!

El joven, vestido con la armadura de caballero, parecía muy simpático y amable, era de estatura media, delgado, incluso esbelto y de ojos grises.

– Elena, ¿cómo es que estás aquí? – le preguntó a su hermana. – Y ¿quién es esta muchacha tan hermosa que está a tu lado? – añadió mirando con una sonrisa a Marisol.

– Ah! ¡te la presento! – exclamó Elena. – Marisol, este es Enrique, mi hermano, está aquí cumpliendo el servicio militar, es caballero de Su Majestad; mira ¡esta es Marisol Echevería de la Fuente, mi amiga! – añadió, volviendo la cabeza hacia Maria Soledad. – Estudiamos juntas en el monasterio, su familia tiene aquí una finca y estoy de visita en su casa.

Se volvió hacia el administrador, Don José, que mantenía sus ojos puestos en las chicas, recordando y respetando las indicaciones de Doña María Isabel.

– Mira, este es Don José ¡que está cuidando de nosotras, por si nos sucediera algo!

Todos los presentes se echaron a reír; entre tanto, el caballero joven no apartaba sus ojos de Marisol.

– ¿Qué le parece todo por aquí, en Córdoba, le gusta? – le preguntó.

La chica se confundió y agachó la vista.

– Sí, me parece hermoso todo lo que he visto por aquí, sin embargo hoy acabamos de llegar y aún no hemos visto muchas cosas.

– Bueno, ¿qué pasa? – dijo Enrique, – con su permiso, les enseñaré Córdoba, todos los lugares de interés que hay en la ciudad y sus alrededores, cuando tenga un día de descanso.

– Marisol, ¿podemos invitar a Enrique a visitar su finca? – preguntó Elena con ánimo.

– Creo que sí, – contestó la chica, – pero hay que advertir a la abuela.

– Dentro de cinco días tengo un día de descanso, ¿podríamos vernos?, – le preguntó Enrique a Marisol.

– Voy a decir a la abuela que usted es hermano de Elena y quiere visitarnos, ¡creo que dará su permiso! – contestó ella.

– Bueno, ¡así quedamos! – el muchacho se alivió. Era obvio que le gustara la amiga de Elena y quería volver a verla.

Entre tanto, Don José les hacía signos de que ya era tiempo para volver a casa, así que las chicas subieron al coche.

– ¿Puedo acompañarles hasta la puerta de la ciudad? – preguntó Enrique montando a su caballo de un salto.

El coche se puso en marcha y se dirigió hacia la salida de la ciudad; acompañada por el hermano de Elena, las chicas soltaban risillas, mirándose una a otra con aspecto enigmático, pícaro y simpático, mientras estaban yendo junto a él, y ya cerca de la puerta Enrique se despidió prometiendo visitar la finca de Marisol al cabo de unos días.

– Bueno, ¿qué te pareció mi hermano? – sopló Elena a Marisol al oído con un aspecto conspirativo, ¿te acuerdas cómo te miraba?, ¡parece que ha puesto los ojos en ti!

– Tu hermano es muy simpático y galante, produce una buena impresión, – contestó Marisol de una forma evasiva, – aún no sé, ya veremos.

Sin embargo, era obvio que el encuentro con el hermano de Elena no la había dejado indiferente.

Al volver a casa, las chicas pidieron que les dejaran dormir juntas en el dormitorio de Marisol, pero antes de dormirse, las dos estuvieron susurrando y riéndose hasta la medianoche, acordándose de los eventos del día que ya había pasado. La vida les parecía una aventura fascinante y estuvieron saboreando los milagros que les esperaban.

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