El fantasma de Canterville

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El fantasma de Canterville


El fantasma de Canterville (1887) Oscar Wilde

Editorial Cõ

Leemos Contigo Editorial S.A.S. de C.V.

edicion@editorialco.com

Traducción: Benito Romero

Edición: Mayo 2020

Imagen de portada: Onlyyouqj on Freepik

Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.

Índice

1  Capítulo 1

2  Capítulo 2

3  Capítulo 3

4  Capítulo 4

5  Capítulo 5

6  Capítulo 6

7  Capítulo 7

Capítulo 1

Cuando el señor Hiram B. Otis, ministro de los Estados Unidos de América, compró Canterville Chase, todo el mundo le dijo que cometía una gran locura, porque la finca estaba embrujada.

Hasta el mismo lord Canterville, como hombre de la más escrupulosa honradez, se creyó en el deber de informar al señor Otis, cuando llegaron a discutir las condiciones.

—Nosotros mismos —dijo lord Canterville— nos hemos resistido en absoluto a vivir en ese sitio desde la época en que mi tía abuela, la duquesa de Bolton, tuvo un ataque de nervios, del que nunca se repuso por completo, motivado por el espanto que experimentó al sentir que las manos de un esqueleto se posaban sobre sus hombros, mientras se vestía para cenar. Me creo en el deber de decirle, señor Otis, que el fantasma ha sido visto por varios miembros de mi familia, que viven actualmente; así como por el rector de la parroquia, el reverendo Augusto Dampier, agregado del King’s College de Oxford. Después del trágico accidente ocurrido a la duquesa, ninguna de las doncellas quiso quedarse en casa, y lady Canterville no pudo ya conciliar el sueño a causa de los ruidos misteriosos que llegaban del corredor y de la biblioteca.

—Milord —respondió el ministro—, también me quedaré con los muebles y el fantasma bajo inventario. Llego de un país moderno, en el que podemos tener todo cuanto el dinero es capaz de proporcionar, y esos mozos nuestros, jóvenes y turbulentos, que recorren el Viejo Continente escandalizándolo, que se llevan los mejores actores de ustedes, y sus mejores prima donnas, estoy seguro de que si queda todavía un verdadero fantasma en Europa, vendrán a buscarlo en seguida para colocarle en uno de nuestros museos públicos o para pasearle por los caminos como un fenómeno.

—El fantasma existe; me lo temo —dijo lord Canterville, sonriendo—, aunque quizá se resista a las ofertas de sus intrépidos empresarios. Hace más de tres siglos que se le conoce. Data, con precisión, de 1574, y nunca deja de mostrarse cuando está a punto de ocurrir alguna defunción en la familia.

—¡Bah! Los médicos de cabecera hacen lo mismo, lord Canterville. Amigo mío, un fantasma no puede existir y no creo que las leyes de la Naturaleza admitan excepciones en favor de la aristocracia inglesa.

—Realmente —dijo lord Canterville, que no acababa de comprender la última observación del señor Otis—, ustedes son muy sencillos en América. Ahora bien, si le gusta a usted tener un fantasma en casa, mejor que mejor. Acuérdese únicamente que yo le previne.

Algunas semanas después se cerró el trato, y a fines de la estación el ministro y su familia emprendieron el viaje hacia Canterville Chase.

La señora Otis, que con el nombre de Lucrecia R. Táppan, de la calle West 53, había sido una célebre beldad de Nueva York, era todavía una mujer muy bella, de edad regular, con unos ojos hermosos y un perfil magnífico.

Muchas damas americanas, cuando abandonan su país natal, adoptan aires de persona atacada de una enfermedad crónica y se figuran que eso es uno de los sellos de distinción europea; pero la señora Otis no cayó nunca en ese error. Tenía una naturaleza espléndida y una abundancia extraordinaria de vitalidad.

A decir verdad, era completamente inglesa en muchos aspectos y era un ejemplo excelente para sostener la tesis de que lo tenemos todo en común con América hoy día excepto la lengua, como es de suponer. Su hijo mayor, bautizado con el nombre de Washington por sus padres, en un momento de patriotismo que él no cesaba de lamentar, era un muchacho rubio, de bastante buena figura, que había logrado que se le considerase candidato a la diplomacia, dirigiendo al grupo alemán en los festivales del casino de Newport durante tres temporadas seguidas, y aun en Londres pasaba por ser un bailarín excepcional. Sus únicas debilidades eran las gardenias y la nobleza; aparte de eso, era perfectamente sensato.

La señorita Virgina E. Otis era una muchachita de quince años, esbelta y graciosa como un cervatillo, con mirada francamente encantadora en sus grandes ojos azules. Amazona maravillosa, sobre su poney derrotó una vez en carreras al viejo lord Bilton, dando dos veces la vuelta al parque, ganándole por caballo y medio, precisamente frente a la estatua de Aquiles, lo cual provocó un entusiasmo tan grande en el joven duque de Cheshire, que le propuso matrimonio allí mismo, y sus tutores tuvieron que mandarle aquella misma noche a Eton, bañado en lágrimas. Después de Virginia venían dos gemelos, a quienes llamaban Estrellas y Rayas porque se les encontraba siempre juntos. Eran unos niños encantadores y, con el ministro, los únicos verdaderos republicanos de la familia.

Como Canterville Chase está a siete millas de Ascot, la estación más próxima, el señor Otis telegrafió que fueran a buscarle en coche descubierto, y emprendieron la marcha en medio de la mayor alegría. Era una noche encantadora de julio, y el aire estaba impregnado por el aroma de los pinos. De vez en cuando se oía una paloma arrullándose dulcemente, o se vislumbraba entre los helechos, la pechuga de oro bruñido de algún faisán. Ligeras ardillas les espiaban desde lo alto de las hayas a su paso; unos conejos corrían como exhalaciones a través de los matorrales o sobre los collados cubiertos de musgo, levantando su rabo blanco.

Sin embargo, no bien entraron en la avenida de Canterville Chase, el cielo se cubrió repentinamente de nubes. Un extraño silencio pareció invadir toda la atmósfera, una gran bandada de cornejas cruzó calladamente por encima de sus cabezas, y antes de que llegaran a la casa ya habían caído algunas gotas de lluvia.

En los escalones se hallaba para recibirles una anciana, pulcramente vestida de seda negra, con cofia y delantal blancos. Era la señora Umney, el ama de gobierno que la señora Otis, por vehementes requerimientos de lady Canterville, accedió a conservar en su puesto.

Hizo una profunda reverencia a cada uno de la familia cuando echaron pie a tierra y dijo, con la singular cortesía de los buenos tiempos antiguos:

—Les doy la bienvenida a Canterville Chase.

La siguieron, atravesando un hermoso hall, de estilo Tudor, hasta la biblioteca, largo salón espacioso con las paredes cubiertas por madera de roble oscuro que terminaba en un ancho ventanal de cristales. Estaba preparado el té.

Luego, una vez que se quitaron los abrigos, ya sentados se pusieron a curiosear en torno suyo, mientras la señora Umney iba de un lado para otro.

De pronto, la mirada de la señora Otis cayó sobre una mancha de un rojo oscuro que había sobre el pavimento, precisamente al lado de la chimenea, y, sin darse cuenta de sus palabras, dijo a la señora Umney:

—Creo que han vertido algo en ese sitio.

—Sí, señora —contestó la señora Umney en voz baja—. En ese lugar se ha vertido sangre.

—¡Qué horror! —exclamó la señora Otis—. No quiero manchas de sangre en un salón. Es preciso quitar eso inmediatamente.

La vieja sonrió y con voz misteriosa repuso:

—Es sangre de lady Leonor de Canterville, que fue muerta en ese mismo sitio por su propio marido, sir Simon de Canterville, en 1565. Sir Simon la sobrevivió nueve años, desapareciendo de repente en circunstancias misteriosísimas. Su cuerpo no se encontró nunca, pero su alma culpable sigue embrujando la casa. La mancha de sangre ha sido muy admirada por los turistas y otras personas y no puede quitarse.

—Todo eso son tonterías —exclamó Washington Otis—. El producto quitamanchas, el limpiador incomparable Campeón, marca Pinkerton, y el detergente Paragon harán desaparecer eso en un instante.

Y sin dar tiempo a que el ama de gobierno, aterrada, pudiese intervenir, ya se había arrodillado y frotaba rápidamente el entarimado con una barrita de una sustancia parecida al cosmético negro. A los pocos instantes la mancha había desaparecido sin dejar rastro.

—Ya sabía yo que el Pinkerton la borraría —exclamó en tono triunfal, paseando la mirada sobre su familia llena de admiración.

Pero apenas había pronunciado aquellas palabras cuando un relámpago iluminó la estancia sombría y el retumbar del trueno levantó a todos, menos a la señora Umney, que se desmayó.

—¡Qué clima más atroz! —dijo tranquilamente el ministro, encendiendo un largo veguero—. Creo que el país de los abuelos está tan lleno de gente, que no hay buen tiempo bastante para todos. Siempre opiné que lo mejor que pueden hacer los ingleses es emigrar.

 

—Querido Hiram —replicó la señora Otis—, ¿qué podemos hacer con una mujer que se desmaya?

—Descontaremos eso de su salario. Así no se volverá a desmayar.

En efecto, la señora Umney no tardó en volver en sí. Sin embargo, se veía que estaba conmovida hondamente, y con voz solemne advirtió a la señora Otis que algún contratiempo iba a ocurrir en la casa.

—Señores, he visto con mis propios ojos unas cosas… que pondrían los pelos de punta a un cristiano. Y durante noches y noches no he podido pegar los ojos a causa de las cosas terribles que pasaban aquí.

A pesar de lo cual, el señor Otis y su esposa aseguraron a la buena mujer que no tenían miedo de ninguno de los fantasmas. La vieja ama de llaves, después de haber impetrado la bendición de la Providencia sobre sus nuevos amos y de discutir la posibilidad de un aumento de salario, se retiró a su habitación renqueando.

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