¿Cuándo perdí las llaves?

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¿Cuándo perdí las llaves?
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© Ezequiel Martí

Diseño de edición: Letrame Editorial.

ISBN: 978-84-18307-77-5

Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, de grabación, en Internet o de fotocopia, sin permiso previo del editor o del autor.

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Con los años me he dado cuenta de que han pasado por mi vida personas a las que tengo mucho que agradecer. Sin ellas, no sería la persona que soy actualmente.

A mis padres, que me han dado todo lo que soy, su fuerza, su cariño y sobre todo su amor. A mi hermano Jaume, aunque está lejos, viviendo en México, me acuerdo de él cada día.

Y a mi esposa, Mercè, y a mis tres hijos, Fèlix, Núria y Josep, que me dan la energía y felicidad para seguir mejorando cada día como persona.

Prólogo

¿Cuándo perdí las llaves?

¿Quién quiere pasarse la vida invirtiendo tiempo, energía y recursos para no conseguir los resultados que persigue? La respuesta es obvia: nadie desea esforzarse en algo que no le dé los resultados esperados. Pero ¿es cierto que esto pasa? ¿Conocemos a emprendedores a los cuales les ocurre?

Hay mucha gente a nuestro alrededor que se levanta todos los días con ganas de hacer cosas, de crecer y de mejorar para conseguir sus sueños. Y, en cambio, cuanto más trabaja más se aleja de los objetivos, ya que sus creencias equivocadas hacen que actúe en el sentido contrario al debido. ¿A cuántos empresarios les ocurre algo parecido? ¿Qué les pasa? ¿Por qué? ¿Qué deben hacer para invertir sus esfuerzos en la dirección correcta? ¿Cómo deben estructurar el proceso adecuado?

Ezequiel, en este libro, nos hace pensar y reflexionar sobre todo ello, dándonos ejemplos, contándonos historias y explicando anécdotas que reconocemos por sentido común. Cientos de pequeños matices que marcan la diferencia entre tener problemas en el día a día y fracasar (o tener éxito) en lo que estamos haciendo.

El mundo está cambiando y mucha gente todavía no cree lo que sucede a su alrededor. Las diferentes culturas y generaciones con las que tenemos que interactuar, la tecnología, los robots, la inteligencia artificial, la realidad virtual, la transformación más allá del cambio de nuestro entorno… hacen que estemos sumergidos en un terreno pantanoso, en el que la espesa niebla que nos rodea no nos deja ver claro el camino que pisamos ni la dirección que hemos tomado. Por ello, a menudo caemos en la rutina de hábitos creados sin saber cómo salir de este descenso a un pozo sin final.

¿Qué podemos hacer nosotros? Podemos hacer mucho, pues en nuestras manos está leer este libro con atención, pararnos a pensar, tomar notas y entender que «nada cambia si yo no cambio».

Podemos ser responsables de nuestras acciones y decisiones o, por el contrario, víctimas de ellas. Todo depende de la actitud que adoptemos y de nosotros mismos, de si somos parte del problema o de la solución. Ezequiel nos da, en este libro, la motivación para convertir las ideas en acción, aportándonos diferentes puntos de vista que cualquier emprendedor reconoce, para que, con las herramientas que propone, podamos dar un cambio de timón a nuestras circunstancias.

Se necesita coraje para tomar decisiones y salir de la zona donde nos encontramos a gusto, esa zona cómoda donde sabemos cómo se hacen las cosas, puesto que las hemos repetido centenares de veces. Empezar a hacer aquello que no hemos hecho nunca, con constancia y disciplina, requiere aparcar el miedo y tener la humildad de reconocer lo mucho que debemos aprender de la gente que nos rodea. Necesitamos a alguien como Ezequiel a nuestro lado, para que nos ayude a emprender ese camino.

Amigo lector, abróchese el cinturón para despegar en un viaje que lo ayudará a cambiar paradigmas y a descubrir cuándo perdió sus llaves y cómo puede volver a recuperarlas.

Gracias, Ezequiel, por este libro y por ayudarnos a comprender las claves de esta travesía, que es la de ser emprendedor con éxito.

Gustavo Piera

Empresario, escritor y conferenciante

Introducción

Escribir un libro no es solo dar rienda suelta a tu vena literaria, colocar palabras en cierto orden y que tengan un mínimo significado unas con otras. Es algo mucho más profundo.

Para mí, es la manera de plasmar la necesidad de explicar que las cosas pueden cambiar si realmente te lo propones y crees en ello. Para conseguirlo, no necesitas grandes cambios, solo con empezar con uno muy pequeño es suficientemente importante para generar algo positivo mucho mayor.

Si nos fijamos, por ejemplo, en los grandes acontecimientos de la historia observamos que estos cambios no se han conseguido de la noche a la mañana. Ha sido un proceso que un día empezó como algo muy tímido y que poco a poco fue creciendo hasta provocar un hecho histórico importante. Los acontecimientos de hoy son fruto de meses, quizá años de trabajo a la sombra, sin hacer ruido que, cuando por fin empiezan a tener forma y dar sus frutos, te permiten darte cuenta de que el trabajo ha valido la pena y de que realmente el cambio ha sido positivo, aunque durante todo el proceso más de una vez se pensase que no se llegaría a conseguir.

Lo mismo pasa con nosotros. Queremos cambiar de hoy para hoy, sin tener en cuenta, a veces, que todo tiene su proceso y que en la mayoría de las ocasiones esta evolución se produce más lentamente de lo previsto.

La historia del hombre es fruto de miles de años de evolución hasta llegar a hoy en día. ¿Qué te hace pensar que tú vas a conseguir el cambio de lo que quieres o deseas en un plis plas?

Estamos inmersos en un mundo en el que la inmediatez parece una necesidad. Queremos que los mensajes que enviamos mediante una aplicación de mensajería sean contestados de inmediato por el receptor o que nuestra habitación esté a la temperatura idónea a los pocos instantes de conectar el aparato de aire acondicionado. No todo es tan rápido ni tan inmediato. Las personas tenemos nuestro código inner o código interno, que funciona de una determinada manera y cuya reprogramación requiere días o quizá meses de durísimo trabajo para modificar una cosa tan sencilla a primera vista como podría ser un hábito o un comportamiento.

Las máquinas electrónicas, por ahora, carecen de emociones, sentimientos, creencias, hábitos, comportamientos, etc. Son únicamente objetos que funcionan mediante códigos internos perfectamente sincronizados para darnos un resultado específico según su programación y su diseño. Siguen un tipo de patrón o código de funcionamiento debidamente desarrollado para obtener los resultados que queremos de ellas. Para mantener sus cualidades de funcionamiento es necesaria una actualización del software durante la vida útil de la máquina y un mantenimiento de sus piezas, sustituyendo las que lo requieran por otras nuevas. Cuando un ordenador se bloquea, se reinicia y listos. Pero ¿has pensado qué pasa con nosotros, con los humanos?

Sí, personas como tú, que ahora mismo estás leyendo este libro. Es una pregunta que quizá no te hayas hecho hasta ahora. Es muy fácil reiniciar un ordenador, sustituir un programa, añadir actualizaciones para mejorar su rendimiento y que no quede obsoleto. Cambiar el disco duro, si es necesario. Tareas muy fáciles de hacer con las máquinas. Pero… ¿y tú?

No puedes cambiar ninguna pieza. Por muy ridículo que parezca, aún no puedes tener más brazos para ser más efectivo en tu trabajo, ni tampoco dos cabezas para pensar mucho más rápido. Entonces ¿qué puedes hacer? Teniendo en cuenta que es absolutamente imposible sustituir alguna pieza, lo más prudente sería cambiar tu programa interno para mejorar en los apartados en los que necesites un cambio.

Pero tampoco puedes cambiar tu programa interno de funcionamiento de hoy para mañana. Como hemos comentado, en un ordenador podemos desinstalar el sistema operativo, instalar uno nuevo y podrás trabajar en cosas que quizá con el viejo eran más difíciles de realizar.

En el caso de las personas, esto es más difícil. Para provocar un cambio en ti y posteriormente en tu organización, debes trabajar con tu historia personal, en lo que crees de las cosas, lo que has aprendido hasta ese momento, las experiencias de tu vida profesional y personal, emociones, hábitos y comportamientos, miedos —entre otros aspectos—, y buscar la mejor manera de canalizar todo esto de un modo que te permita saber cómo cambiar para lograr las mejoras que quieres. Además, debes tener en cuenta que formas parte de una organización, una empresa que también tiene una historia, unos valores determinados, una misión como entidad y una visión de futuro y que, al mismo tiempo, también estás integrado en una sociedad que tiene, asimismo, unos valores determinados.

Pero esta modificación y cambios no se pueden hacer de cualquier manera. Necesitan su tiempo. Un tiempo en el que primero debes luchar contra ti mismo. Y segundo, aprender lo que a partir de ahora debes o no hacer para que el cambio hacia la nueva manera de ejercer tu liderazgo en la vida personal y profesional sea positivo.

 

Pero, como todo en la vida, no es fácil. Cuando empiezas a gestionar este cambio surgen dudas sobre si lo que vas a hacer tendrá el fruto que esperas. Es en este momento cuando empiezan a surgir dudas, miedos internos, preguntas; cuando te cuestionas si realmente vale la pena hacer lo que quieres. Sabes muy bien que lo quieres hacer, que lo necesitas, que es importante para ti, pero te enfrentas a algo desconocido.

Algo que hasta ahora ni te has planteado. No sabrás qué camino deberás seguir, qué obstáculos te vas a encontrar, si la corriente te será favorable. Si podrás llegar a buen puerto con tu idea de cambio.

Aquí surge la idea de poner a tu alcance las metodologías que me han funcionado durante mi proceso de cambio. No se trata del mejor método del mundo, pero las ideas que aporto me sirvieron para dar un giro de 180º a mi forma de ser y de ver la vida. Para aprender que los errores que se cometieron en el pasado deben ser utilizados para mejorar el presente y que hay aspectos que es preciso cuidar para que estos cambios a positivo puedan surgir efecto.

La humildad, la disciplina y el coraje son tres de los puntos que deberás trabajar para que tu cambio sea real y positivo.

Se trata de aprender la actitud y los comportamientos que te permitirán detectar si navegas a contracorriente y con mala marea para dejar correr el temporal y, después, saber aprovechar el viento a favor y dirigir tu barco, tu vida, hacia tu destino. Mi intención ha sido contribuir desde mis experiencias y vivencias personales a lograr entender mejor cómo funcionan nuestros hábitos y de qué manera pueden afectar a nuestra vida.

En ocasiones, no somos conscientes de la importancia de nuestras palabras, nuestra manera de ser y de pensar. Todo lo que sucede a nuestro alrededor forma parte de una visión holística que se fundamenta en tres pilares fundamentales de nosotros mismos: la cabeza, el corazón y nuestro centro energético.

Tal y como explicaba Steve Jobs, ceo de Apple, «Tu tiempo es limitado, así que no lo desperdicies viviendo la vida de alguien más. No te dejes atrapar por el dogma, que está viviendo con el resultado del pensamiento de otras personas. No dejes que el ruido de la opinión de los demás drene tu propia voz interior. Y lo más importante, ten el coraje de seguir tu corazón e intuición. Ellos, de alguna manera, ya saben lo que realmente quieres ser. Todo lo demás es secundario».

Ahora te toca a ti decidir realmente cómo quieres enfocar tu tiempo y cómo vas a vivir el resto de tus días. Ten en cuenta que pensar, planificar y generar buenos hábitos te servirá para llegar donde tú quieres.

La historia de nuestro protagonista puede ser la de cualquier empresario, ceo, propietario de empresa o responsable de cualquier departamento que se encuentra de una manera determinada en su empresa. ¿Qué le falta? Descubrirás cómo se puede conseguir, pero sobre todo ten paciencia, coraje, disciplina y humildad. Esta en tus manos.

Ezequiel Martí

Coach Ejecutivo MGSCC

Capítulo 1

¿Cuándo perdí las llaves?

Suena el despertador. Son las seis. Como cada día, me levanto con la sensación de llevar ya horas trabajando, estoy agotado. Aunque duerma bien, no descanso. Tengo la sensación de que las noches se hacen muy cortas y, la verdad, necesito dormir. No… mejor desconectar. Sí, esta es la palabra, desconectar. Supongo.

Me giro e intento aprovechar esos cinco minutos que necesito para hacerme a la idea de que tengo que levantarme antes de que vuelva a sonar esa horrorosa música de mi despertador. Tengo ganas de darle con un zapato cuando vuelva a sonar para que de una vez por todas se quede en silencio. Pero sé que no puedo quedarme dormido, sería catastrófico.

Cada mañana es una maratón de ejercicios. Un ir y venir de las habitaciones para despertar a los pequeños. Sacarlos de la cama. ¡Ah!, me olvidaba, levantar a mi mujer, que tiene muy mal despertar y según cómo lo hagas puedes tener un mal comienzo de día. Vaya, un deporte de riesgo. Desayunos, ayudar a vestir a mis hijos y rápidamente salir pitando hacia la escuela y, después, al trabajo nuestro de cada día.

Gracias al trabajo de mi mujer y al mío nos podemos permitir llevar a los pequeños a una buena escuela. Al fin y al cabo, será una de las mejores cosas que les habremos dado. Soy consciente de que una buena base de formación académica es importante, pero también lo es tener unos buenos hábitos y comportamientos en todo lo que hagas. Eso es lo que dicen los profesores en las reuniones trimestrales y en las tutorías. Si lo dicen ellos, por algo será.

El lugar donde vivimos no está mal. Es una pequeña casa con jardín y piscina en una urbanización en la montaña, a cinco minutos del centro de la población. Sí que es verdad que necesitamos el coche para cualquier cosa, pero la tranquilidad a veces tiene un precio.

Mi mujer ejerce de decoradora de interiores junto con otras dos chicas, una arquitecta y la otra diseñadora. Tienen alquilado un despacho en un coworking en una población vecina y no tienen grandes gastos fijos. Al principio, habían alquilado mesas en el coworking, pero desde hace seis meses han cambiado a un despacho cerrado que les da un poco más de privacidad en sus conversaciones y en su trabajo. Su empresa tiene una estructura mínima ya que son ellas tres, más dos personas de soporte a jornada parcial. En su día, decidieron crear una sociedad limitada a partes iguales que les proporciona visibilidad en el mercado como marca comercial y a través de la cual facturan sus trabajos en común. Tienen la gran suerte de que están bien posicionadas en el mercado de las reformas de viviendas rústicas. Trabajo no les falta.

La parte contable y fiscal la contratan a la gestoría de la población. No necesitan más. Les funciona como lo tienen montado porque cada una de ellas se responsabiliza de una parte de la actividad. Hace años que trabajan de esta manera, les funciona y se ayudan entre las tres. Al principio, les costó organizarse y entender que cada una de ellas tenía un papel diferente en la empresa —ellas lo llaman rol—, y que debían complementarse entre las tres. Me explicaban que era muy importante comprender el rol que cada una de ellas debía tener dentro de su organización y que cuando lo tuviesen claro habrían conseguido una parte importante de su éxito como empresarias.

Para empezar, primero contrataron un coach ejecutivo que las ayudó a centrarse en su empresa y en cómo debían organizarse al principio. También me comentaron que en mi empresa me haría falta ese tipo de ayuda, pero no entendí qué me querían transmitir, estaba en mis cosas del día a día y lo que me contaban me parecía perder el tiempo.

—Venga, Juan —Verónica, una de las socias de mi mujer, me comentó que me iría bien—. No te des excusas. Vas a terminar de los nervios con el «pollo» que tienes en la empresa. Debes aprender a delegar. ¿Entiendes lo que te digo?

—Sí, claro —contesté, pero en mi cabeza solo tenía claro que no podía perder el tiempo en cosas raras, vete a saber tú lo que iba a conseguir. Solo me faltaba que me viniera una persona de fuera para decirme cómo debía llevar mi empresa y hacer las cosas. Qué iba a saber él. Y, además, iba a cobrar un dinero que me podía ahorrar.

Al fin y al cabo, la crisis se ha llevado muchas empresas por delante y problemas hay en todas partes. Cuando hablo con compañeros de otras empresas, todos están igual. Y lo que más me cansa es el personal que no quiere trabajar. Este país es un desastre. Todos los buenos se van fuera.

Después de la yincana de cada mañana, logramos salir de casa con diez minutos de retraso. Como siempre, el tráfico empieza a ponerme de los nervios. De camino al cole, la circulación es complicada, aunque, si salimos a la hora, normalmente llegamos temprano. Hoy, por el retraso que llevamos con los críos, supongo que llegaremos muy justo.

Como habréis deducido, soy el encargado de llevar a los críos al cole. Mi mujer lo tiene mejor montado que yo. Resulta que la escuela está de camino hacia la empresa y con esta excusa me toca llevarlos a mí cada mañana. Sí que es verdad, de todos modos, que he conseguido algún que otro trabajo con algunos padres que también llevan a sus hijos al cole. Es una manera de hacer networking gratuito. Solo con dejarte ver, muchas veces se acuerdan de ti.

En el fondo, me gusta llevar a mis hijos a la escuela. Me acuerdo de que mis padres también lo hacían. Mejor dicho, mi madre. Ella era la que nos acompañaba a mis hermanos y a mí cada día al colegio. De mi padre, recuerdo que salía temprano de casa para ir a trabajar y que llegaba muchas veces a media tarde, cansado y sin ganas de decir nada ni tampoco de jugar con nosotros. Mi madre era la que llevaba la casa. A veces me pregunto qué pensarán mis hijos de mí. Quizá sea una pregunta cuya respuesta, si realmente ellos explicaran lo que han vivido en estos años, es posible que me dejara completamente frío. Mejor no profundizar en ello, por ahora.

Solo de pensar que tengo que ir a la empresa después del colegio me empiezan a entrar escalofríos.

«¡Otro día de pena!», hablo solo en el coche. Si alguien me ve, se pensará que estoy loco. Me espera otro día de ajetreo, reuniones, problemas en la empresa. Y por si no fuese poco, hoy tengo visita y comida con ese cliente tan pesado.

¡Sí!, a las doce del mediodía tengo reunión con Andrés López, propietario de Pansdefood, S. L. Es un buen cliente, pero está hecho un tiquismiquis. Nunca está contento con los pedidos que nos encarga. Pero supongo que lo hacemos bien, porque somos su empresa de mantenimiento desde hace diez años. Es la típica persona que no encuentra nada bien hecho. Da vueltas a las cosas y cuesta muchísimo acertar con él. Me pregunto qué pensarán sus trabajadores. Es un pesado.

Sí, lo habéis adivinado, soy propietario y ceo de Electric Climatic, S. L., una empresa dedicada a las instalaciones eléctricas industriales, con departamentos de frío industrial, calefacción y climatización.

Estudié mecánica industrial y electricidad en el mejor centro de formación de esta especialidad del país y después de graduarme me puse a trabajar en una empresa de instalaciones de una población del extrarradio de la capital donde residía entonces con mis padres. Fueron años en los que aprendí mucho y además ganaba dinero. Hacíamos horas por un tubo y se trabajaba a destajo. Eran los años locos de la construcción y se vendía todo. Una vez que terminabas de estudiar era fácil encontrar trabajo en alguna empresa del sector. Eran tiempos fáciles para los trabajadores y los empresarios. Todo iba viento en popa.

Era la época en que todo valía. Todo se vendía. Todas las personas eran capaces de crear un negocio que parecía que pudiese durar toda la vida y que todo aquello nunca se terminaría. Era joven y me quería comer el mundo.

Un día se fijó en mí el encargado de una empresa que operaba a nivel nacional, después de que mi empresa fuese subcontratada por la suya. Su responsable decía que le gustaba mi manera de trabajar. Yo no era malo en mi labor. Me gusta y creo que lo sé transmitir. Se interesaron en mí porque soy muy resolutivo y el tema de las instalaciones eléctricas es lo mío. Soy un genio de la electricidad y no hay nada que se me resista. Me gusta meterme entre planos, ingenieros industriales, instalaciones a medias, cables, motores. Cuando estoy inmerso en ese mundo pierdo la noción del tiempo, disfruto con mi trabajo y me absorbe. Además, no me gusta que nadie me ayude porque no están a mi nivel de conocimientos y experiencia. Al fin y al cabo, es mejor trabajar solo que mal acompañado.

«¡Uf!, acabo de llegar a la empresa», otro día con problemas.

Mi cabeza no deja de pensar en el día en que la firma que trabajaba a nivel nacional me contrató. Fue una inyección de adrenalina en mi sangre. Cuando llegué a casa fue lo primero que les expliqué a mis padres y a mi novia. Iba a ganar más y con más responsabilidad. ¡Wow!, fue fantástico. Pero la alegría duró muy poco Al cabo de ocho meses empezó la crisis. Y como tantas otras, la empresa entró en suspensión de pagos y cerró con una deuda millonaria. Y yo, en la calle.

Lo demás es historia. Me encontré en la calle, con novia estudiando diseño de interiores y una hipoteca. Básicamente, un desastre. Lo peor del mundo me tenía que pasar a mí. Yo, un genio de electricidad, sin trabajo y sin futuro.

 

Aunque parecía el final del mundo, seguía reuniéndome con mis amigos cada viernes a tomar algo. Al cabo de tres meses de quedarme en el paro, en uno de esos viernes de gloria que pasábamos discutiendo quién tenía la culpa de la crisis y buscábamos al responsable de los males de la humanidad, de que los dioses se hubieran girado en nuestra contra y de que los astros no nos acompañasen, me dieron la referencia de una persona interesante.

Recuerdo perfectamente su nombre —aún sigo pensando en voz alta, solo en la entrada de la empresa, qué vergüenza si me ve alguien, pero a veces, cuando recuerdo cosas o pienso, tengo la costumbre de hacerlo hablando en voz alta.

Se llamaba Gonzalo Hernández, de padres mexicanos y nacido aquí. Era una persona delgada, con el pelo castaño y que normalmente vestía con pantalón vaquero, camisa azul y calzado deportivo. Lo que me llamaba la atención de él era que en su muñeca lucía un reloj Casio calculadora de esos de color negro digitales que tanto estaban de moda por los años 80. Era propietario de una empresa de distribución alimentaria y necesitaba a alguien que le hiciese el mantenimiento de su instalación frigorífica.

Me comentó que supo esquivar la crisis observando las costumbres de sus clientes, fijándose constantemente en lo que compraban y en qué hábitos de consumo tenían. Esa observación fue la clave para poder adaptarse a lo que venía. «Juan, nunca dejes de observar a tu alrededor», me repetía constantemente. Lo recuerdo como si fuera ayer, aunque en ese momento tampoco supe adivinar lo que me quería transmitir ni tampoco le hice caso.

El lunes siguiente me presenté en su empresa y sin pensarlo dos veces le comenté que yo podía ocuparme del mantenimiento de sus instalaciones.

Así es como comencé a trabajar otra vez. Me di de alta como autónomo y empecé con los mantenimientos frigoríficos. Al principio, solo una vez por semana, pero después también le llevaba todo el mantenimiento de sus naves industriales: calefacción, electricidad, aire acondicionado. Vaya, todo lo que necesita una empresa en estos temas. De allí, me propusieron renovar la instalación eléctrica de una tienda que se iba a reformar. Poco a poco me salieron trabajos, aunque pequeños, que sirvieron para crear lo que es ahora mi empresa. De esto hace ya veintiséis años. Hoy tengo una plantilla de cincuenta y ocho personas.

Pero ahora, estoy completamente cansado. Estoy agotado y me siento solo.

No es que esté solo —no tengo a nadie en quien confiar en mi empresa—, creo que es soledad. Esa sensación de aislamiento en que te sientes solo, sin acompañamiento de nadie. Esta soledad empresarial para mí es muy desagradable y cada vez me cuesta más abrirme a los demás y relacionarme con ellos. Ya no disfruto con mi trabajo. Me paso todo el día apagando fuegos y me falta concentración, tengo mucho estrés y la sensación de que me estoy perdiendo cosas importantes. Ya no tengo la capacidad de descubrir oportunidades ni nuevas ventas ni de aprovechar los contactos para ampliar mi cartera de clientes. Además, me llevo los problemas a casa. Tengo la sensación de estar dedicando los mejores años de mi vida a algo que no tiene ni futuro ni recorrido. Creo que los empresarios estamos hechos de otra pasta, pero tampoco sé hasta qué punto vale la pena pagar el precio que pago por lo que estoy haciendo y por las recompensas que obtengo de mi trabajo y mi dedicación.

Cuando puse la primera piedra de mi proyecto empresarial, tenía ilusión por aportar algo a la sociedad, por crear algo de lo que me pudiese sentir orgulloso. Veía un futuro en el que me sentiría feliz con mi empresa, con mi familia, con las personas de mi entorno. Tener esa libertad personal de hacer lo que realmente te gusta y que mi mujer se sintiese orgullosa de lo que he llegado a hacer. Pero ahora no es el caso. Solo estoy ganando dinero. Y, sinceramente, tampoco quiero ser el más rico del cementerio. Recuerdo con añoranza las palabras que me comentó un amigo mío, la historia de un hombre tan pobre, que solo tenía dinero.

Tengo envidia de mi mujer porque a ella todo le va bien. Está contenta con lo suyo y la veo disfrutar con su trabajo, en su empresa. En casa intento disimular que estoy completamente quemado de la empresa que dirijo. Le digo a mi mujer que todo va bien, pero creo que ella se da cuenta. Es mujer y es imposible mentirle. Lo nota todo. Las mujeres poseen un sexto sentido para detectar las emociones de las personas. Ella me da ánimos, pero creo que necesito alguna cosa más que un golpe de moral puntual cuando estoy completamente agotado y abatido. A veces pienso que lo hago por mis hijos, para que tengan una empresa. Pero creo que ellos escogerán un camino diferente al mío. Al fin y al cabo, mi padre trabajaba en una tienda de zapatos y mi madre estaba todo el día en casa. Nada tiene que ver con lo que yo estoy haciendo.

Yo, ahora, me paso el día discutiendo con los trabajadores. No se enteran de nada y al final les tengo que explicar cómo deben hacer las cosas, porque no saben. Les pago una pasta, pero no hay manera. Esta semana se han ido el encargado que tenía y un oficial electricista. Es decir, que ahora, además, tengo que buscar sustitutos y que además sean buenos en este trabajo.

Hace una semana, sin ir más lejos, mi asistenta personal me comentó en la máquina del café que antes ella podía explicarme las cosas y que, ahora, no sabe lo que me ha pasa. Que me he vuelto muy gruñón desde hace tiempo y que mi actitud provoca que la organización se impregne de malestar en general. Vamos, que estoy haciendo algo que no debería.

Carmen es mi asistenta personal desde hace doce años. Ha vivido experiencias en la empresa de todos los colores y tiene la suficiente confianza para explicarme qué piensa. Carmen es una de esas personas que cuando habla muchas veces no estarás de acuerdo con ella, pero en el fondo tiene razón. Pero ahora existe un aire enrarecido que se palpa en el ambiente.

—Juan, ¿te das cuenta? —añadió.

—¿De qué, Carmen? —contesté.

—Tienes a toda la organización patas arriba, Juan. Las personas de tu equipo te tienen miedo.

—¿Cómo me van a tener miedo? —repliqué—. ¡Es imposible!

—¡Mira, Juan! Puedes pensar lo que quieras. Soy el saco de golpes de esta empresa y me ha tocado a mí. Todos vienen a llorar. Desde las chicas de administración a los transportistas. Todos, absolutamente todos, tienen quejas de cómo ha cambiado el sistema de trabajo desde hace ya un par de años. Según tú, das vía libre para que hagan cosas y sean responsables. Según ellos, cada vez que quieren hacer algo controlas lo que hacen y no das confianza. Según tú, tienen que ser proactivos y sacarse el trabajo de encima; según su percepción, no pueden hacer nada sin consultarlo tú y la mayoría de las veces les pones en entredicho las decisiones que han tomado sin darles una respuesta razonada y clara.

—Pues, Carmen —añadí—, creo que lo estoy haciendo bien. ¿No?

—¿Te acuerdas cuando entró la chica nueva hace un par de años para el departamento de compras? Mónica. Según tú querías una persona especializada en estos temas. ¿Te acuerdas?

—Sí, me acuerdo. Todos recordamos que al final la tuve que despedir.

—Mónica —replicó Carmen—, tenía conocimientos muy importantes de gestión de un departamento de compras en su anterior empresa. Pero no en la nuestra. Ella venía de una multinacional y nosotros somos una empresa de tamaño pequeño. Ella intentó aplicar su método de compras, lo que aprendió y experimentó en su anterior trabajo. Cuando entró a trabajar con nosotros, no teníamos nada ordenado. Estábamos en el proceso de adaptación del nuevo programa informático. Ni siquiera sabíamos el volumen de compras de algunos de nuestros proveedores. El primer día se puso a trabajar sin ni siquiera explicarle cómo debía ejercer su función con nosotros.

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